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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (3 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Después de varios días de espera el tiempo de nuevo se acelera angustiosamente. Eran casi las tres y media cuando miró el reloj antes de abandonar la habitación y a las cuatro sale el tren para Rhineberg. Se le ha hecho tan tarde que ha cerrado de golpe la maleta sobre la cama y sólo cuando ya abría la puerta ha caído en la cuenta de que se dejaba el pasaporte sobre la mesa de noche. Le ha dado un escalofrío pensar que ha estado a punto de marcharse sin él. En el descuido de un segundo está contenida entera una catástrofe. Faltaba tal vez menos de un minuto para que lo mataran esa noche de finales de julio con la que sueña muchas veces y una voz que decía su nombre en la oscuridad lo salvó. Don Ignacio, tranquilo, que no pasa nada. El pasaporte de tapas azules con el escudo de la República Española fue expedido a mediados de junio; el visado de un año para los Estados Unidos lleva fecha de principios de octubre (pero todo tarda tanto tiempo que no parece que vaya a llegar nunca). La foto es la de un hombre más fornido y no exactamente más joven, pero sí menos receloso y de expresión menos insegura, con una mirada en la que siempre habrá algo de furtivo pero que se detiene con serenidad en el objetivo de la cámara, incluso con un punto de arrogancia, acentuado por el corte excelente de la chaqueta, que muestra un pañuelo bien doblado y el capuchón de una estilográfica en el bolsillo superior, por el brillo de seda de la corbata, por la calidad muy visible de la camisa hecha a medida. En cada puesto fronterizo que Ignacio Abel ha cruzado en las últimas semanas los guardias han comparado cada vez más despacio la cara del pasaporte con la del hombre que lo ofrecía con un gesto de docilidad gradualmente más nervioso. En este tiempo acelerado las fotografías tardan muy poco en volverse infieles. Ignacio Abel mira la suya en el pasaporte y encuentra la cara de alguien que se le ha vuelto un extraño, y que en el fondo no le provoca simpatía, ni siquiera nostalgia. Nostalgia, o más bien una añoranza tan física como una enfermedad, tiene de Judith Biely y de sus hijos, no de quien era hace unos meses, y menos aún de ese tiempo anterior a la guerra, normal mientras se estaba viviendo, irrespirable en el recuerdo. La diferencia no está sólo en el estado de la ropa, sino en la mirada. Los ojos de Ignacio Abel han visto cosas que el hombre de la fotografía no sospecha. Su seguridad es petulancia; peor aún: ceguera. A un paso de la irrupción del porvenir que lo trastornará todo no intuye su cercanía y no sabe imaginar su espanto.

Detalles exactos: el pasaporte ha sufrido el mismo proceso de deterioro que la ropa y la maleta, ha pasado por demasiadas manos, ha recibido el impacto inútilmente enérgico de muchos tampones de caucho. El sello de salida de España tiene malamente impresas las iniciales en tinta roja y negra de la Federación Anarquista Ibérica, y si se mira la hoja con cuidado se advertirá la huella de unos dedos sucios. Las manos del gendarme francés que lo inspeccionó sólo unos metros más allá eran pálidas y huesudas y tenían las uñas brillantes. Los dedos manipulaban el pasaporte con el escrúpulo de quien teme un contagio. En el lado español el miliciano anarquista había mirado fijamente a Ignacio Abel con un brillo de amenaza y sarcasmo, con desprecio, haciéndole saber que lo consideraba un emboscado y un desertor, y que aunque lo dejara pasar no renunciaba hasta el último momento a la potestad de arrebatarle el pasaporte que para él no valía nada; el gendarme francés, la cabeza tiesa sobre el cuello duro del uniforme, lo había estudiado largamente sin mirarlo en ningún momento a los ojos, sin concederle ese privilegio (requiere adiestramiento examinar la cara de alguien sin cruzar una mirada). El tampón francés, con un mango de madera bruñida, se abatió sobre el pasaporte abierto con un chasquido de resorte metálico. En cada frontera habrá alguien que se tomará su tiempo para estudiar un pasaporte y cualquier otro papel que se le ocurra exigir, que alzará los ojos por encima de unas gafas con aire de recelo y se volverá hacia un colega para murmurar algo o desaparecerá detrás de una puerta cerrada llevándose consigo el documento de pronto sospechoso; alguien que se erige en guardián, en dueño del porvenir de los que esperan, admitiendo a algunos, rechazando inescrutablemente a otros; o que se toma su tiempo para encender un pitillo o intercambiar un chisme con el empleado de la mesa contigua antes de volver hacia la ventanilla y examinar de nuevo al que espera, al que se sabe a punto de la salvación o la condena, del sí o del no.

Quizás hoy mismo el enemigo ha entrado en Madrid y el pasaporte no sirve ya de nada. En el suelo de la habitación del hotel, cerca de la cama, Ignacio Abel ha dejado al marcharse un periódico desordenado que las mujeres de la limpieza tirarán a la bolsa de basura sin mirarlo siquiera. INSURGENTS ADVANCE ON MADRID. La noticia está fechada hace tres días, INCENDIARY BOMBS ON A BATTERED CITY. En la radio que hay sobre el aparador escuchó a altas horas de una noche de insomnio un boletín de noticias leído por una voz nasal y aguda y demasiado rápida que sólo le permitía entender la palabra Madrid. Entre la música de los anuncios y los silbidos estáticos de la sintonía el nombre sonaba como el de una ciudad remota y exótica iluminada por los resplandores de las bombas. Quizás a estas horas su casa es un montón de ruinas y el país al que pertenece el pasaporte y del que depende su identidad jurídica ha dejado de existir. Pero al menos la palabra España o la palabra guerra o Madrid no estaban en las primeras páginas que ha visto de soslayo recién desplegadas en uno de los puestos de periódicos de la estación. Mira flechas, indicadores; escucha al pasar ráfagas de conversaciones triviales que se le vuelven transparentes y que parecen referirse a él o contener vaticinios; examina una por una las caras de todas las mujeres no porque espere reconocer de pronto a Judith Biely sino porque no sabe no buscarla. A pesar de la urgencia, del miedo a perder el tren, aprecia las formas y las dimensiones de la arquitectura, el impulso ascensional de los pilares de hierro, el ritmo de los arcos. Lo neto, lo apuntado. La luz madura de la tarde atraviesa en diagonal los vitrales de la bóveda y traza sobre las cabezas anchos rayos paralelos tamizados de polvo. Quiere preguntarle algo a un mozo de uniforme azul oscuro y gorra roja pero su voz no suena con claridad en el tumulto y su gesto no es advertido. Una columna de gente se apresura en dirección a un corredor sobre el cual hay un gran letrero y una flecha, DEPARTING TRAINS.

Cuánto tiempo hacía que no escuchaba a nadie diciendo en voz alta su nombre. Si nadie te reconoce y nadie te nombra poco a poco vas dejando de existir. Se ha vuelto sabiendo que no podía ser verdad que alguien lo llamara pero durante unos segundos un impulso reflejo ha seguido afirmando lo que negaba su conciencia racional. Las voces del pasado, las que lo alcanzan en la huida, se congregan en un rumor tan poderoso como el que resuena bajo las bóvedas de hierro y cristal de la estación de Pennsylvania. La lejanía en el espacio y en el tiempo es su cámara acústica. Se ha quedado dormido después de comer un domingo de julio en la casa de la Sierra y las voces de sus hijos lo llaman desde el jardín desde donde se filtraba en su sueño el ruido del columpio oxidado. Le avisan de que se hace tarde, de que muy pronto pasará el tren hacia Madrid. Ha levantado el auricular del teléfono en mitad del largo pasillo de su casa y la voz extranjera que pronuncia su nombre es la de Judith Biely. Ha ingresado con alivio en la sombra del toldo del café que hay junto al cine Europa en la calle Bravo Murillo y hace como que no escucha la voz que está llamándolo a su espalda, que es la de su antiguo maestro en la Bauhaus de Weimar, el profesor Rossman. No tiene ningún motivo para escabullirse de él pero prefiere no verlo; no sabe que ésta es la última vez que lo verá vivo, esta mañana de septiembre; la última vez que el profesor Rossman lo llamará por su nombre en medio de una calle de Madrid. La voz se pierde entre una explosión coral de himnos marciales acompañada rudamente por tambores y cornetas que sale de las puertas abiertas del cine, junto a la bocanada de umbría y olores de desinfectante. Pero suena de nuevo, repitiendo el nombre, cuando la mano del profesor Rossman se posa en su hombro, mi querido profesor Abel, qué sorpresa encontrarlo, yo pensaba que usted estaría ya en América.

Espejismos acústicos (pero la voz que decía su nombre al otro lado de la puerta cerrada no la había soñado:
Ignacio, por lo que más quieras, ábreme, no dejes que me maten).
Ignacio Abel conjetura que tal vez en el cerebro humano hay un instinto que exige escuchar voces familiares para que la conciencia no pierda su anclaje en la realidad; que segrega simulacros de voces cuando el nervio acústico no envía sus señales durante mucho tiempo. Las escuchó este verano, de noche, en Madrid, en su casa a oscuras, más grande al estar deshabitada desde principios de julio, la mayor parte de los muebles y las lámparas cubiertos por los lienzos blancos que extendieron las criadas para protegerlos del polvo, y que él, solo durante varios meses, no se molestó en quitar. Creía oír la radio al fondo de la casa, en el cuarto de la plancha, y tardaba unos segundos en comprender que no era posible, o que el sonido de otra radio en la vecindad su memoria lo había manipulado para convertir en sensación presente el eco de un recuerdo. Se imaginaba que oía a Miguel y a Lita, peleando a gritos en su cuarto, tras la puerta cerrada, o que Adela acababa de entrar en la casa y la puerta se cerraba pesadamente tras ella. La brevedad del engaño lo hacía más intenso, igual que su irrupción inesperada. En cualquier momento, sobre todo cuando empezaba a abandonarse a un sueño intranquilo, la voz de Judith Biely murmuraba su nombre tan cerca del oído que sentía el roce de su aliento y sus labios. En París, en su primera mañana lejos de España, todavía con la extrañeza de encontrarse en una ciudad en la que no había ninguna huella de la guerra, al sobresalto de las voces empezó a sumarse el de las fugaces apariciones visuales. Veía una figura de lejos, la silueta de alguien tras el cristal de un café, y durante un segundo estaba seguro de que era un conocido de Madrid. Sus hijos, de los que llevaba tanto tiempo sin saber nada, jugaban al fútbol en un sendero arenoso de los jardines del Luxemburgo; el día antes de emprender su viaje había ido a despedirse de José Moreno Villa, que estaba solo y envejecido en una oficina diminuta del Palacio Nacional, inclinado sobre un legajo antiguo: y sin embargo lo vio caminar unos pasos por delante de él por el bulevar Saint-Germain, de nuevo erguido, más joven, con su sólida elegancia burguesa de unos meses atrás, con uno de esos trajes de lana inglesa que le gustaban tanto y el sombrero de fieltro ligeramente ladeado. Un segundo después se deshacía el espejismo al llegar más cerca de la persona que lo había suscitado y a Ignacio Abel le costaba comprender que hubiera sido posible el engaño de sus ojos: los chicos que jugaban en el Luxemburgo eran mayores que sus hijos, y no se les parecían en nada; el hombre idéntico a Moreno Villa se había detenido ante un escaparate y tenía una cara embotada y vulgar, una mirada sin inteligencia, y su traje era de un corte mediocre. En el ventanuco redondo que daba a la cocina de un restaurante vio durante un segundo, y se quedó paralizado, la cara de uno de los tres hombres que se presentaron en su casa para hacer un registro una de las últimas noches de julio.

Pero la experiencia del engaño no lo volvía más cauto: al poco tiempo de nuevo veía a lo lejos, en el velador de un café o en el andén de una estación, a un conocido de Madrid; incluso a alguien a quien sabía muerto. Al principio las caras de los muertos se imprimen intensamente en la memoria y vuelven en los sueños y en los espejismos diurnos, poco antes de desvanecerse en la nada. La cabeza ovalada y calva del profesor Karl Ludwig Rossman, que había visto y reconocido con dificultad en el Depósito de Cadáveres de Madrid una noche de principios de septiembre, a la luz funeraria de una bombilla colgada de un cordón en el que se arracimaban las moscas, se le apareció un día fugazmente entre los pasajeros que tomaban el débil sol de octubre en la cubierta del barco donde viajaba a Nueva York: un hombre calvo, mayor, probablemente judío, recostado contra la lona de una hamaca, la boca abierta, la cabeza torcida hacia un lado, durmiendo. Los muertos parece que se quedaron dormidos en una postura extraña, o que se reían en sueños, o que les vino la muerte sin que se despertaran, o que abrieron los ojos y ya estaban en la muerte, un ojo abierto y otro medio cerrado, un ojo negro o convertido en pulpa por una bala. Recuerdos súbitos se proyectan ante su mirada en el presente como fotogramas insertados por error en el montaje de una película, y aunque sabe que son falsos no tiene manera de disiparlos y eludir así su promesa y su veneno. Caminando por el bulevar que desembocaba en el puerto de Saint-Nazaire —al final de una perspectiva de castaños de Indias se levantaba el muro curvo de acero de un transatlántico, en el que brillaba al sol un nombre recién pintado en letras blancas,
S.S. Manhattan
—, vio a un hombre de cara ancha y pelo muy negro, vestido con un traje claro, que estaba sentado al sol junto a la mesa de un café: por una trampa de la memoria había vuelto a ver de pasada al poeta García Lorca en el paseo de Recoletos, en Madrid, una mañana de junio, desde la ventanilla de un taxi en el que se dirigía a toda prisa hacia uno de sus encuentros secretos con Judith Biely. Uno de los últimos. La lejanía avivaba los pormenores del recuerdo con una inmediatez de sensaciones físicas: el calor de junio dentro del taxi, el olor a cuero reblandecido del asiento. Lorca fumaba un cigarrillo junto al velador de mármol con las piernas cruzadas y por un momento Ignacio Abel pensó que lo había visto y lo reconocía. Luego el taxi dio la vuelta en Cibeles y subió muy despacio por la calle de Alcalá, la circulación detenida por algo, tal vez por el cortejo de un entierro, porque había guardias armados en las esquinas. Miraba la hora en su reloj de pulsera, en el del edificio de Correos; calculaba avariciosamente cada minuto de su tiempo con Judith que le robaba la lentitud del taxi, la muchedumbre agrupada para el entierro, con banderas y pancartas, con gestos crispados de duelo político. Ahora piensa en García Lorca muerto y se lo imagina con el mismo traje claro de verano que tenía esa mañana, con la misma corbata y los zapatos de dos colores, muerto y encogido como un guiñapo, en esa actitud como de replegarse para el sueño que tienen algunos cadáveres de fusilados, como de echarse de lado y contraer las piernas y apoyar la cara en un brazo extendido a medias, durmientes tirados en una cuneta o junto a una tapia picoteada de disparos, salpicada de borbotones secos de sangre.

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