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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (4 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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La misma prisa de entonces lo sigue empujando, ahora hacia lo desconocido, un lugar que es sólo un nombre, Rhineberg, una colina sobre un río de anchura marítima, una biblioteca que no existe, que a estas alturas del viaje no es más que una serie de bocetos a lápiz y una justificación para la huida. La prisa que lo llevaba a sus obligaciones conduciendo a toda velocidad su pequeño automóvil por Madrid; la que lo hacía despertarse todavía de noche, impaciente por que amaneciera, atribulado por el paso del tiempo, por el desperdicio irreparable de tiempo que imponía la inepta lentitud española, la desgana, la hosca resistencia inmemorial a cualquier clase de cambio. Ahora la prisa perdura despojada de cualquier finalidad, como el dolor fantasma que sigue acuciando a quien sufrió una amputación, como un impulso reflejo que lo lleva hacia un destino inmediato en el que no va a encontrar a Judith Biely y más allá del cual no ve nada: las voces soñadas y reales, la aguja de los minutos que avanza de golpe en todos los relojes de la estación de Pennsylvania: una escalera de peldaños metálicos que desciende hacia las bóvedas resonantes de donde parten los trenes, su maleta en la mano, el dolor en los nudillos, el pasaporte en el bolsillo interior de la americana, palpado un segundo por la mano que sostiene el billete, un revisor que asiente cuando le dice a gritos el nombre de su estación de destino, la voz ahogada por la vibración de la locomotora eléctrica, hermosa como el morro de un aeroplano, dispuesta a partir con una puntualidad sin misericordia, rugiendo como las máquinas y las sirenas del
S.S. Manhattan
cuando empezaba a apartarse muy despacio del muelle. De vez en cuando se apacigua la prisa, pero no llega a borrarse su punzada. La única tregua es el momento de una partida; la absolución de unas pocas horas o de unos días en los que uno podrá abandonarse sin remordimiento a la pasividad del viaje; o tenderse con los ojos cerrados y sin quitarse siquiera los zapatos en la habitación de un hotel; tenderse de lado, con las piernas encogidas, queriendo no pensar en nada, no tener que abrir de nuevo los ojos. Pronto se acabará el plazo, volverá el desasosiego: hay que hacer la maleta de nuevo o que bajarla de la red de los equipajes, hay que preparar los documentos, que asegurarse de que nada queda atrás. Pero por ahora, recién subido al tren todavía inmóvil, en el asiento que le corresponde, Ignacio Abel se ha recostado con alivio infinito junto a una ventanilla, protegido, a salvo, al menos durante las próximas dos horas. Ha dejado la maleta en el asiento contiguo y sin quitarse todavía la gabardina palpa uno por uno todos los bolsillos, las yemas de los dedos reconociendo superficies, texturas, la tapa y la flexibilidad del pasaporte, el grosor de la cartera, donde están las fotos de Judith Biely y de sus hijos y el fajo escaso de dólares que todavía le queda, el telegrama que sacará dentro de poco para comprobar de nuevo las instrucciones del viaje, el sobre con la carta de Adela, hinchado de cuartillas que tal vez debió romper en pedazos antes de salir de la habitación del hotel o dejar simplemente olvidadas sobre la mesa de noche. Algo que no reconoce de inmediato, un filo de cartulina, en el bolsillo derecho de la americana, la postal del Empire State Building con un zepelín amarrado a su cúspide, la que no se ha acordado de echar en los buzones de la estación, sobre cada uno de los cuales está escrito en letras doradas el nombre de un país del mundo. Advierte ahora, al cruzar los pies, lo sucios y cuarteados que están sus zapatos, que aún tienen en las suelas polvo de las calles de Madrid, las suelas cosidas a mano que ya están desgastándose, igual que el filo del pantalón, que los puños de su camisa. Lo más interesante de una construcción empieza a ocurrir cuando ya está terminada, decía sonriendo el ingeniero Torroja, que revisaba los cálculos de estructuras en los edificios de la Ciudad Universitaria y había diseñado un puente de arcos estrechos y altos como los de un cuadro de Giorgio de Chirico: la acción del tiempo, el tirón de la gravedad, las fuerzas que siguen actuando entre sí en ese equilibrio precario que suele llamarse estabilidad o firmeza, que en realidad no tiene más sustancia que un castillo de naipes y más pronto o más tarde acabará sucumbiendo. Bien a sus leyes internas, decía Torroja, ayudando la enumeración con los dedos, bien a una catástrofe natural —inundación, terremoto —, bien al entusiasmo humano por la destrucción. La puerta al fondo del vagón se abre y una mujer rubia y joven aparece en ella, delgada, sin sombrero, buscando a alguien con la vista, con cara de urgencia, como si tuviera que bajar del tren antes de que se ponga en marcha, dentro de menos de un minuto. Por un momento, apenas el tiempo entre dos latidos, lo que dura un parpadeo, Ignacio Abel reconoce con toda exactitud a Judith Biely, inventa con la pura precisión de un dibujo lo que no sabía que permaneciera así de intacto en su memoria, lo que existe y se borra sin rastro en la presencia de una mujer desconocida que no se parece en nada a ella: el óvalo de su cara, sus cejas, sus labios, los rizos entre rubios y castaños del pelo que ha acariciado y olido tantas veces, sus manos con las uñas pintadas de rojo, sus hombros de nadadora, su figura delgada y sinuosa como la de un maniquí en el escaparate de una tienda o una modelo en una revista ilustrada.

2

De pronto el milagro de la aparición ha cesado. Que Judith Biely esté ahora mismo de verdad en el mundo le parece tan improbable como que haya irrumpido hace un instante en el vagón del tren a punto de partir, forzándole a inventar el melodrama de su llegada a la estación en el último minuto. No recuerda exactamente cuánto hace que salió de Madrid pero lleva la cuenta exacta de los días que han pasado desde la última vez que la vio. Ha caminado por su ciudad durante cuatro días, viajado en tranvías, en vagones de metro, en trenes elevados, y nunca ha dejado de buscarla en cada mujer joven que se cruzaba con él o a la que veía desde lejos, y la reiteración del desengaño no lo ha inoculado contra el espejismo de reconocerla. Vio en Union Square un cartel que anunciaba un acto de solidaridad con la República Española y con la lucha gloriosa del pueblo español contra el fascismo y se abrió paso entre la multitud que agitaba pancartas y banderas y cantaba himnos exclusivamente con la esperanza de encontrarse con ella. Vio desde la cubierta del barco las torres de la ciudad emergiendo de la niebla como acantilados luminosos y aparte del miedo y el vértigo su único pensamiento fue que en algún lugar de ese laberinto podía estar Judith Biely. En las columnas innumerables de apellidos de la guía telefónica de Nueva York ha encontrado el suyo repetido tres veces y dos de ellas voces irritadas que apenas entendía le han dicho que se equivocaba, y la tercera señal ha sonado mucho tiempo sin que contestara nadie. Pero la conciencia segrega imágenes y ficciones igual que las glándulas de la boca segregan saliva. Judith corriendo entre la gente por el gran vestíbulo de la estación de Pennsylvania, buscándolo, creyendo verlo en cualquier hombre de edad intermedia y traje oscuro, bajando las resonantes escaleras de hierro con su agilidad gimnástica a pesar de los tacones y la falda estrecha para llegar a tiempo. Así la buscó él entre los pasajeros de los expresos a punto de salir de Madrid en la noche del 19 de julio, que aún podía parecer una noche cualquiera y no una raya definitiva en el tiempo, a pesar de los aparatos de radio a todo volumen en los balcones iluminados y abiertos de par en par y de las multitudes en las calles del centro gritando roncamente, y de las ráfagas de disparos que todavía era posible confundir con petardeos de motores o de fuegos artificiales. La encontraría unos momentos antes de que arrancara su tren, su melena rubia emergiendo de una ventanilla de
wagon-lits
entre una nube de vapor tornasolada por las poderosas lámparas eléctricas, y ella al verlo claudicaría de su decisión de romper con él y marcharse de España y saltaría a sus brazos. Ficciones pueriles, contagio inconsciente de novelas y películas en las que el destino permite la reunión de los amantes unos segundos antes del final. Películas musicales que había visto con ella en los cines de Madrid, enormes y oscuros, oliendo a materiales nuevos y a desinfectante, con esplendores de dorados que relucían bajo la móvil luz plateada de la pantalla.

Se citaban en un palco del cine Europa, en la calle Bravo Murillo, y aunque no era probable que alguien los reconociera en ese barrio popular apartado del centro entraban por separado a la primera sesión de la tarde, en la que había menos público. En la calle agitada y polvorienta hacía un calor de verano anticipado y el sol cegaba: bastaba cruzar unas puertas forradas de tela granate y con ojos de buey para ingresar en la delicia artificial de la oscuridad y la refrigeración. Tardaban en acostumbrarse a la sombra y se buscaban aprovechando las escenas más luminosas, la claridad súbita de un mediodía en la cubierta de primera clase de un transatlántico falso, con un mar proyectado en una pantalla de transparencias y una brisa oceánica de ventiladores eléctricos agitando los rizos rubios de la heroína. En el noticiario dos millones de hombres con ramas de olivo y herramientas al hombro desfilaban por las avenidas de Berlín el día del Trabajo con un fondo de marchas militares. Una multitud igual de oceánica y con la misma disciplina agitaba armas, ramos de flores, banderas y retratos en la Plaza Roja de Moscú. Ciclistas con duras caras de labriegos pedaleaban cuesta arriba por caminos pedregosos en la Vuelta Ciclista a España. Buscaba ávidamente sus manos en la penumbra, la piel desnuda de los muslos más arriba de la seda tensa de las medias, el punto delicioso en el que la liga se hundía ligeramente en la carne; se abandonaba a la caricia sigilosa e impúdica de la mano de ella, su cara sonriente iluminada por los fogonazos de la pantalla. Insolentes legionarios italianos con perillas negras de piratas y cascos coloniales coronados de plumas desfilaban delante del palacio recién conquistado del Negus en Addis Abeba. Don Manuel Azaña salía del Congreso de los Diputados después de jurar su cargo como presidente de la República Española, vestido de frac, con una banda cruzándole el torso hinchado, muy pálido, cubierto con una chistera absurda, con una expresión atónita como de estar asistiendo a su propio entierro (Judith había presenciado en la calle el paso de la comitiva y se acordaba del contraste entre la piel incolora de Azaña en el automóvil descubierto y los penachos rojos de los coraceros a caballo que le daban escolta). Ginger Rogers y Fred Astaire se deslizaban sin peso sobre una plataforma lacada, abrazándose en una figura de baile idéntica a la del cartel de lona a todo color que cubría la fachada del cine Europa. La falsedad evidente del cine deparaba a Judith una emoción verdadera a la que se abandonaba sin resistencia: las bocas que se movían sin estar cantando; la inverosimilitud de que un hombre y una mujer vestidos de calle conversen mientras caminan y un momento después estén cantando y bailando y tengan que protegerse de una lluvia súbita y visiblemente artificial. Se sabía de memoria todas las canciones, incluyendo las de los anuncios de las emisoras españolas, que estudiaba tan meticulosamente como los romances antiguos o los poemas de Rubén Darío que aprendía en las clases de don Pedro Salinas. Le decía a él las letras de las canciones en inglés y le pedía que le explicara a cambio las que cantaba Imperio Argentina en
Morena Clara,
que por un motivo que él no comprendía le gustaba tanto como
Top Hat.
En el fonógrafo que tenía en su cuarto sonaban igual las canciones que había traído de América y las del disco en el que García Lorca acompañaba al piano a La Argentinita. Porque a Judith le gustaban esas películas embarulladas de flamencos y contrabandistas y las voces chillonas que cantaban en ellas a Ignacio Abel le irritaba menos que a su hijo Miguel, a los doce años, también le entusiasmaran. Antes de conocerla su presencia le había sido anunciada por la música que de un modo u otro irradiaba de ella tan naturalmente como su voz o como el brillo de su pelo o la fragancia entre deportiva y agreste de la colonia que usaba. Ignacio Abel entró una tarde de finales de septiembre en el salón de actos de la Residencia de Estudiantes buscando a Moreno Villa y una mujer de espaldas tocaba el piano y cantaba por lo bajo para sí misma, en la sala desierta, inundada por una luz dorada y rojiza de poniente que perduraría intacta en sus recuerdos como en una gota de ámbar, la luz precisa del final de la tarde del 29 de septiembre.

Parece que sucedió ayer y también que ha pasado mucho más tiempo. Ahora sabe que la identidad personal es una torre demasiado frágil para sostenerse por sí sola, sin testigos cercanos que la certifiquen ni miradas que la reconozcan. Los recuerdos de lo que más le importa son tan lejanos como si pertenecieran a otro hombre. La cara en la fotografía de su pasaporte es casi la de un desconocido: la que se ha acostumbrado a ver en los espejos tal vez la identificarían con dificultad Judith Biely o sus hijos. En Madrid ha visto transfigurarse de la noche a la mañana caras de personas a las que creía conocer desde siempre: convertirse en caras de verdugos, o de iluminados, o de animales fugitivos, o de reses llevadas sin resistencia al sacrificio; caras enteras ocupadas por bocas que gritan de euforia o de pánico; caras de muertos a medias familiares y a medias convertidas en una pulpa roja por el impacto de una bala de fusil; caras de cera que decidían sobre la vida y la muerte tras una mesa iluminada por el cono de luz de una lámpara, mientras dedos muy rápidos tecleaban a máquina listas de nombres. Cómo es la cara de alguien a la luz de unos faros unos momentos antes de caer asesinado, o de caer malherido y agonizar retorciéndose hasta que le acercan a la nuca la pistola del tiro de gracia. La muerte en Madrid es algunas veces una explosión súbita o un disparo y otras un lento trámite que requiere oficios redactados en prosa administrativa y mecanografiados con varias copias al carbón y legalizados con sellos y rúbricas. De modo que en su invocación de ese día de hace poco más de un año en el que vio a Judith por primera vez no hay casi sentimiento de pérdida, porque lo perdido ha dejado de existir tan completamente como el hombre que habría podido añorarlo. Hay más bien un escrúpulo de exactitud ilusoria, el deseo de dejar constancia a través del esfuerzo de la imaginación de un mundo completo que se ha borrado dejando muy pocos rastros materiales, tan frágiles que ellos mismos están destinados a una rápida desaparición. Pero no le basta con sus tentativas de restituir a ese momento su cualidad de presente, despojándolo de las añadiduras y las superposiciones de la memoria, como el restaurador que limpia con delicada paciencia un fresco para devolverle el esplendor de sus colores primitivos. Quiere revivir los pasos que le condujeron sin que él lo supiera a ese encuentro que fácilmente podía no haberle sucedido; reconstruir paso a paso la tarde entera, el preludio, las horas que lo acercaban secretamente a una frontera de su vida.

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