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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (45 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—Es sólo por un curso. Y sólo si usted me da su autorización.

—Conmigo no hace falta que finja, Abel. No me hable como si no le importara mucho. Usted quiere quitarse de en medio, como cualquiera con un poco de sentido común. Irse de aquí por un tiempo, ver las cosas desde lejos, tener segura a la familia. Quién pudiera. Hacer bien uno su trabajo teniendo la corriente a su favor y no peleando contra ella. Todo eso sin contar con la pequeña ventaja de salir a la calle sin miedo a que un iluminado le pegue a uno un tiro en nombre de la Revolución Social o del Sagrado Corazón de Jesús,

o de que se cruce uno en el camino de una bala que iba dirigida a otro, o que se le ha escapado a un policía

en un momento de nerviosismo, que también puede ser.

—Las cosas se irán tranquilizando, imagino.

—O no. O se pondrán peor. ¿Oyó usted por la radio el discurso de Prieto en Cuenca el Primero de Mayo?

—Me temo que no.

—¿Ni lo leyó en el periódico? —Negrín soltó una carcajada—. Abel, me temo que hasta para un arquitecto es abusiva su estancia en la torre de marfil, o en esos balnearios en los que le dejan ese color de cara. ¿No se habrá usted ido unos días a Biarritz con alguna querida? Lo que dijo don Indalecio, aparte de muchas cosas sensatas y bastante tristes, es que un país puede soportarlo todo, hasta la revolución, pero no el desorden permanente y sin sentido. Claro que para decirlo tuvo que irse a Cuenca, y yo con él, como si fuera su escudero, porque aquí, en Madrid, como usted sabe bien, nuestros queridos compañeros de la rama bolchevique del partido lo habrían linchado. ¿Sigue usted teniendo su carnet socialista, Abel?

—Con mis cuotas al día.

—¿Y no le dan tentaciones de romperlo?

—¿Para cambiarlo por cuál?

—Usted en el fondo es un sentimental, lo mismo que yo. Con la diferencia de que usted es mucho más inteligente, y no se ha dejado arrastrar a esta vorágine en la que yo me encuentro ahora, y de la que, sinceramente, no sé cómo salir. Ni siquiera sé bien cómo empecé metiéndome en ella. Ya hasta se me está contagiando la fiebre oratoria, ahora que lo pienso. ¡Yo nunca había dicho la palabra vorágine!

—Usted tiene vocación política, don Juan.

—¿Vocación política? ¡De lo único que tengo yo vocación es de científico, mi querido amigo! La política, lo que se dice la política, me exaspera o me mata de aburrimiento, sin término medio. Vocación política tiene Azaña, o Indalecio Prieto, o el pobre don Niceto Alcalá-Zamora, al que hemos echado de la presidencia de la República de una patada indecorosa, por cierto. A mí lo que me gusta es ver que se hacen cosas,
to get things done
, como usted sabe que dicen los americanos, con ese sentido práctico que tienen hasta para el idioma. ¡Pero si aquí la política no son más que palabras, selvas de palabras, hectáreas de discursos con frases subordinadas! ¿Ha visto usted cómo se escucha Azaña a sí mismo, cómo redondea un párrafo, como si le fuera dando un capotazo muy largo a un toro? ¿Cómo se hincha, pareciéndose más todavía a un globo, conforme se le va hinchando una frase? La frase cada vez más larga y él cada vez más hinchado, como un globo en el límite de la expansión de los gases. Lo único que falta es que desde las gradas del Congreso en vez de bravo le griten olé, prolongando mucho las vocales, ooooooleeeeeé, para darle tiempo a que remate la faena, y perdone el lenguaje taurino. Y eso que Azaña dice de vez en cuando cosas con alguna sustancia. Pero ¿qué dijo en todos sus discursos kilométricos don Niceto, aparte de citar a los clásicos con seseo andaluz? ¿Y el insigne don José Ortega y Gasset, cuántas tardes nos durmió en el Congreso con su prosa florida? ¡Menos mal que se desengañó de la República y no volvió a presentarse a diputado, que si no yo habría tenido la tentación de irme mucho más lejos que usted tan sólo para no seguir oyéndolo! Don José Ortega, como don Miguel de Unamuno, el peor defecto que le ve a la República es que él no fuera nombrado presidente vitalicio. Yo lo miraba hablar en su escaño como si estuviera explicándoles primero de filosofía a sus estudiantes y me imaginaba su cerebro iluminado por dentro por pequeños fogonazos eléctricos, y cubierto con ese emplasto de pelo que el muy coqueto de don José se ha dejado crecer para disimular la calva. ¿Usted cree que uno debe fiarse de un filósofo que se tiñe las canas con un tinte de no mucha calidad, y que se toma tanto trabajo en ocultar su calvicie, sin ninguna posibilidad de éxito?

—También parece que lleva alzas en las botas.

—¡Usted, como arquitecto, se fija en los detalles estructurales! Yo me quedo en la decoración.

Negrín era capaz de comer y hablar a toda velocidad y al mismo tiempo, de reír a carcajadas y

adquirir un grave ceño como esculpido en piedra volcánica al imaginarse un porvenir de sombrías tormentas. Pero esa aprensión no llegaba a abatir un activismo, no menguaba su enérgico gozo de vivir: más bien los excitaba, actuaba como una rica materia combustible en las calderas a presión de su vitalidad. A su lado, Ignacio Abel se sentía fácilmente culpable de torpeza, de pasividad, de languidez. Este hombre que era una eminencia científica internacional y que en algún momento heredaría una fortuna había elegido dedicar toda su vida y su talento y todas sus asombrosas reservas de energía a mejorar un país pobre y áspero del que no era previsible que recibiera alguna vez una recompensa, una muestra de gratitud. Sin duda la generosidad estaba mezclada con una potente dosis de soberbia, como con un reactivo sin el cual no habría actuado; y en cuanto al vigor del carácter, sería tal vez tan hereditario, y tan ajeno a la voluntad, como la colosal envergadura física y los ilimitados apetitos sexuales sobre los que circulaban rumores por Madrid: aun así, Ignacio Abel encontraba en Negrín la solidez de una convicción moral qué a él le faltaba, una capacidad expansiva que en ocasiones podía chocarle como histriónica pero que en el fondo le parecía mucho más saludable que su propia tendencia al disimulo y la reserva, a observar callando y alimentar por dentro una ironía rencorosa, sin riesgo alguno de refutación, y sin efecto alguno sobre la realidad de las cosas.

—Lo que yo quiero, créame, es encerrarme a investigar catorce horas al día en un buen laboratorio. ¡Voy a la Residencia y no quiero entrar en el mío para que no se me parta el corazón! O cuando voy a la Ciudad Universitaria y lo veo a usted detrás de la mampara de su oficina, inclinado delante del tablero, tan absorto que toco en el cristal para llamarle la atención y usted ni levanta la cabeza... Qué envidia, amigo mío, qué privilegio. ¡Hacer una sola cosa y hacerla muy bien, con los cinco sentidos! Me lo decía don Santiago Ramón y Cajal, con esa cara lúgubre que se le ponía en los últimos tiempos, moviendo ese dedo flaco de muerto, tan amarillo como un cirio: «Negrín, anda usted metido en demasiadas cosas. Y quien mucho abarca poco aprieta.» A mí me daba rabia, claro, pero tenía toda la razón. ¡Aunque en algunas de esas cosas yo estaba metido por culpa de él!

—Pero usted volverá a la investigación más tarde o más temprano. No creo que vaya a quedarse en la política para siempre.

—Un investigador científico es como un
sportsman,
amigo Abel, para qué vamos a engañarnos. Tiene unos pocos años de verdadero esplendor, y luego nada, rutina. Deja un tiempo de mantenerse al tanto de lo último que va publicándose y se queda fuera de juego. Como el boxeador que deja de entrenar, el atleta que no corre. ¡Se pone barrigón, como me estoy poniendo yo! ¿No termina usted su cerveza, y pedimos otra ronda? ¿No tiene usted ninguna debilidad? Según parece, Hitler carece por completo de ellas. ¿Sabía usted que es vegetariano, y que está prohibido fumar en su presencia? Aquí a un político que no fume y que no tenga una rica tos cavernosa lo tomarían por maricón. Hablando de Hitler, ¿quiere usted saber cuál ha sido el secreto de su éxito, según me cuenta Madariaga, que es nuestro único experto internacional (aparte de la cobardía inmunda de los aliados, y de los cretinos pomposos de la Sociedad de Naciones, que le han permitido ocupar la zona desmilitarizada con toda tranquilidad)? El secreto es el aeroplano. Otros candidatos iban de un lado para otro en tren, o como máximo en automóvil. El resultado era que en una campaña electoral apenas podía verlos nadie. Hitler iba siempre en aeroplano, de modo que le daba tiempo a estar en todas partes. ¡El aeroplano, la radio y el cinematógrafo han logrado el milagro de la omnipresencia! Y mientras tanto nuestro pobre presidente Azaña se pone pálido y se agarra al asiento si el auto oficial va a más de treinta kilómetros por hora. Y no le cuento cuando sube la escalerilla de un avión y le tiemblan las carnes, que el edecán tiene que empujarle. La velocidad de la política española es de carreta de muías. De modo que ya me dirá usted lo que podemos hacer. ¡Extender la electrificación, como decía el camarada Lenin, tan admirado ahora en amplios sectores de nuestro partido!

—¿Pero usted cree que todo ese leninismo de Largo Caballero y los suyos va en serio?

—Probablemente no, pero da lo mismo. La idea más vana o más absurda se vuelve real si hay unos cuantos insensatos que se la crean y estén dispuestos a actuar en consecuencia. ¿Alguien se tomaría en serioeso que dicen de que Largo Caballero es el Lenin español? Él mismo, por lo pronto. Y esos literatos de quinta con aliento agrio de café con leche que le llenan la cabeza de fantasías marxistas. Y por supuesto las personas católicas y asustadizas que escuchan esos discursos tremendos que da en las plazas de toros sobre la inminencia de la revolución proletaria...

—Y que le escriben otros bastante más astutos que él.

—Y más siniestros también, no lo olvide. Acuérdese de las barbaridades que decía o le hacían decir en la campaña electoral: que si ganaban las derechas sería inevitable la guerra civil... Largo se ha hecho partidario de la dictadura del proletariado porque le han hecho creerse que cuando eso llegue el dictador será él. Todo palabrería, desde luego. Pero una palabrería que no favorece en nada a nuestra causa y que sólo sirve para enconar más todavía a nuestros enemigos. Viven en la alucinación, créame, en un mundo de quimeras. Se van a la Sierra los domingos a pegar cuatro tiros con pistolas viejas y a cantar
La Internacional
marcando mal el paso y se imaginan que han constituido el Ejército Rojo y que en cuanto se les antoje podrán tomar por asalto el poder. El Palacio de Invierno. O en su defecto el Palacio de El Pardo, adonde le ha faltado tiempo para irse a veranear al presidente de la República, dado que la situación está tan calmada. No aprenden nada. No aprendieron nada del desastre de la sublevación del 34. Tienen las cabezas llenas de carteles de propaganda y de películas soviéticas. Y a los pocos de nosotros que nos atrevemos a llevarles la contraria y a pedir un poco de sensatez nos miran peor que si fuéramos fascistas. ¿Ve usted esta pistolilla queinspira tan poca confianza? La semana pasada llevé a Prieto en mi coche a un mitin en Écija. Carretera horrenda, como se puede imaginar, calor africano y muchas moscas, y Prieto y yo tan gordos que apenas cabíamos en el automóvil, y detrás de nosotros un autobús viejo con una panda de muchachos armados, por si las moscas. El mitin empezó bien, pero a los pocos minutos ya estaban abucheándonos...

—¿Era en la plaza de toros?

—¿Y dónde iba a ser, Abel? Es usted monomaníaco con la cuestión taurina.

—La arquitectura determina el ánimo de la gente, don Juan. Mire esos estadios donde da Hitler los discursos. En una plaza de toros el sol reblandece las cabezas y al público le da el instinto de ver sangre y de pedir que se corten orejas.

—Lo veo a usted muy determinista... El caso es que tuvimos que interrumpir el mitin y refugiarnos en la enfermería para que no nos lincharan nuestros queridos compañeros. Cuando ya nos íbamos, nos rodeó una chusma con palos y piedras llamándonos de todo y dando vivas a Rusia y al comunismo. Una chusma de jóvenes nuestros, mezclados con esos de las juventudes comunistas con los que se han unificado ahora, para gran alegría de las mentes más débiles de nuestro partido. ¿Querrá usted creer que tuve que disparar al aire para que aquellos compañeros nuestros nos dejaran escapar, huyendo a tumbos por aquellos caminos? ¡Si no llega a socorrernos la Guardia Civil acaban con nosotros! No hará falta subrayar la ironía histórica, como decía Prieto...

Negrín apuró su cerveza limpiándose la espuma con un gesto tan enérgico como un manotazo, dejando luego sonoramente la jarra sobre el mármol de la mesa, junto a la pistola diminuta de la que ya no se acordaba. Aún permanecía el gesto de burla en su boca pero de pronto había cambiado la expresión de sus ojos, tan rápidamente como cambiaba su conversación, o el hilo de su monólogo.

—Nos odian, amigo Abel. No me extraña que quiera usted irse. Nos odian a usted y a mí. Nos odian en nuestro partido y fuera de él. Nos odian los reaccionarios que aún no se acostumbran a haber perdido las elecciones en febrero y muchos de los que creíamos que eran de los nuestros porque apoyaban al Frente Popular. Odian a la gente que es como nosotros. Los que no creemos que arrasando el mundo presente se vaya a hacer posible otro mucho mejor, ni que con la destrucción y el asesinato pueda traerse la justicia. No es una cuestión de ideas, como piensan algunos, en nuestro lado y en el de los otros. Usted y yo sabemos que las grandes ideas generales no sirven de mucho en la vida práctica. Nos enfrentamos en cada caso a problemas específicos, y no los resolvemos con ideas gaseosas, sino con nuestro conocimiento y nuestra experiencia. Yo en mi laboratorio, usted en su tablero de dibujo. Si bajamos de la estratosfera de las ideas las cosas están bastante claras. ¿Qué hace falta para que un edificio no se caiga? ¿Qué necesitan nuestros compatriotas? No hay más que salir a la acera del café y mirar a la gente que pasa. Necesitan estar mejor alimentados. Necesitan mejor calzado, tomar más leche de niños para que no se les caigan los dientes. Necesitan tener más higiene y no traer tantos hijos al mundo. Necesitan buenas escuelas y trabajos pagados decentemente, y a ser posible calefacción en invierno. ¿Sería tan difícil de conseguir una organización racional del país que facilitara todo eso? Una vez que todo el mundo coma a diario, y que haya electricidad y agua corriente saludable, digo yo que sería el momento de ponerse a discutir sobre la sociedad sin clases o sobre las glorias de la raza española, o el esperanto, o la vida eterna, o lo que haga falta. Fíjese que no hablo del socialismo, ni de la emancipación, ni del fin de la explotación del hombre por el hombre. Yo no hago profesiones de fe, y creo que usted tampoco. Entre peregrinar a Moscú y peregrinar a La Meca o al Vaticano

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