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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (43 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Tan fácil todo de nuevo, después del contratiempo, que casi sentía gratitud hacia Adela y se le disolvía sin rastro la ira hacia su hijo, provocada por esa pregunta ansiosa, por esa expectación desmedida que sin embargo era él mismo quien había sembrado y ahora no sabía ni alimentar ni contrariar. Pero si le irritaba tanto esa expectación de Miguel, comprende ahora, de golpe, al cabo de tres meses de lejanía y remordimiento, en el tren que a cada momento lo aparta más de sus hijos, esa esperanza insensata, condenada por su propio exceso al desengaño, era porque se parecía demasiado a la suya, porque la debilidad, el nerviosismo del niño, le presentaban un espejo en el que tal vez habría preferido no mirarse. También a él lo martirizaba la impaciencia por terminar cuanto antes la representación de vida familiar de la cena, también él vivía trastornado por deseos que no sabía y no deseaba controlar, deslumbrado por expectativas que nunca se saciaban y nunca llegaban a cumplirse, incapaz de apreciar y hasta de ver lo que tenía delante de los ojos, nervioso porque acabara cuanto antes el presente y llegara el porvenir, el que fuera, cualquiera de los porvenires que había ido persiguiendo como espejismos sucesivos a lo largo de su vida, sin que la edad o la experiencia o el hábito de la decepción hubieran amortiguado el ansia, mellado su filo cortante. Que acabara cuanto antes el trámite de la cena, el fastidio rutinario de sentarse a leer el periódico sin mirar apenas los titulares mientras Adela, en el sillón contiguo, se ponía las gafas de cerca que la hacían parecer aún mayor y leía una revista o un libro mientras escuchaba el concierto de música clásica de cada noche en Unión Radio, cerca del balcón entreabierto por donde entraba un poco de brisa y también los ruidos atenuados de la calle. Desde ese balcón, si hubieran estado atentos, podrían haber escuchado los disparos que acabaron con la vida del capitán Faraudo el 7 de mayo. Que vinieran cuanto antes los hijos a dar a cada uno su beso de buenas noches, Lita ya con su pijama y sus zapatillas y su pelo alisado antes de dormir, Miguel indignado en secreto contra la obligación inapelable de irse a la cama, observando con su sexto sentido inútil, con su sismógrafo de amenazas familiares, que sus padres raramente se miraban a los ojos al hablarse, sabiendo que al cabo de un rato su madre se levantaría para ir hacia el dormitorio y su padre, en vez de acompañarla, se encerraría en su despacho, con sus planos y sus maquetas que le absorbían la vida entera, con las cartas que a veces estaba escribiendo o leyendo y guardaba en seguida en un cajón cuando alguien lo interrumpía, el cajón que nunca se olvidaba de cerrar con llave, con una llave diminuta que guardaba siempre en un bolsillo del chaleco. Porque le gustaban las películas de Arsenio Lupin y de Fantomas (en realidad no había ninguna clase de películas que no le gustara), Miguel fantaseaba con dedicarse de mayor a una distinguida carrera criminal de ladrón de guante blanco, experto en abrir cajas de caudales, criptas de bancos, cajones de escritorios idénticos al de su padre en los que se escondían bajo llave eso que llamaban en las películas y en las novelas documentos comprometedores, tal vez las cartas robadas con las que un chantajista sin escrúpulos extorsiona a una mujer hermosa de la mejor sociedad. En vez de los libros que le mandaban en la escuela, los Clásicos Castellanos cuyos áridos lomos se alineaban en la estantería de Lita, Miguel leía las novelas ilustradas que publicaba
Mundo Gráfico.
Un titular de una de ellas ahora le quitaba el sueño:
Detrás de una fachada de aparente normalidad, aquella familia escondía un secreto inconfesable.
Cavilaba, con la luz apagada, removiéndose en la cama, con el fastidio del calor, con el desasosiego de no haber hecho sus ejercicios de clase ni empezado a preparar los exámenes finales, que se acercaban a velocidad terrorífica. Al menos su padre se marchaba al día siguiente a ese vago viaje a la provincia de Cádiz y no volvería hasta el lunes: la perspectiva de su ausencia llenaba a Miguel de una mezcla ingobernable de alivio y de incertidumbre. No estaría para vigilarlo en la mesa, para llamarle la atención si hacía ruido con la sopa o movía la pierna, no haría indagaciones sobre trabajos ni exámenes, entre benevolente y sarcàstico. ¿Y si se mataba en un accidente de automóvil? ¿Y si bajo su fechada aparente de normalidad escondía un secreto tan inconfesable como el del protagonista del serial de
Mundo Gráfico
? «Lita», dijo, «Lita», con la esperanza de que su hermana todavía estuviera despierta, «¿tú crees que nuestra familia esconde algún secreto inconfesable?». Pero Lita ya dormía, de modo que ahora sólo le quedaba resignarse al tedio inmenso de la oscuridad y el calor en la noche de junio, a la lentitud del tiempo, a los golpes de las horas en el reloj del pasillo, que su padre oiría igual que él, con una impaciencia que alargaba todavía más la espera, y que se mezclaba con el miedo a quedarse dormido y no oír el despertador. Sonaría a las cinco, y a las seis, un poco antes del amanecer, Judith Biely estaría esperándolo en la plaza de Santa Ana, junto al portal del edificio de su pensión, dispuesta para el viaje, como para una huida en automóvil al amparo de la noche, una maleta pequeña en una mano, y en la otra el estuche de su máquina portátil, tiritando, el cuello de la chaqueta subido contra el frío húmedo del final de la noche.

Se acordaba del repiqueteo de las teclas filtrándose en el sueño: como un ruido cercano de lluvia percutiendo sobre tejas o sobre huecos canalones de zinc; recordó haber soñado que estaba en la oficina escuchando las veloces máquinas de escribir de las secretarias. Abrió los ojos y ya era de día; Judith no estaba junto a él en la cama. Por la ventana de recios postigos entornados entraba una raya de sol y el sonido poderoso del mar. Hubiera no querido pensar tan pronto que era el último día, el domingo. Que al día siguiente muy temprano tenían que emprender el regreso a Madrid. Notaba el cuerpo dolorido por los estragos del amor: zonas donde la carne se entumecía, la piel demasiado suave y húmeda se había irritado, enrojecido. La corriente eléctrica llegaba a la casa de una manera irregular. Se acordaba del cuerpo de Judith brillando de sudor a la luz de una lámpara de petróleo posada en el suelo, un mechón de pelo húmedo muy pegado a su cara, a su boca entreabierta, los labios ligeramente tumefactos, volviéndose para encontrar su mirada por encima del hombro, las rodillas y los codos apoyándose en la cama deshecha
on all fours.
Las palabras mismas lo excitaban.
Dime cómo se llama lo que me estás haciendo.
Se enseñaban mutuamente los nombres de las cosas, las palabras comunes que designaban las prendas y las más íntimas de los actos y las sensaciones del amor y de las partes más deseadas del cuerpo. Señalaban para saber como si tuvieran que nombrarlo todo en el mundo nuevo en el que se habían escondido y la indagación del dedo índice se convertía en una caricia. Presionaban los labios, los dientes mordían con suavidad y la lengua exploraba el lugar cuyo nombre había solicitado. Palabras nuevas, nunca aplicadas antes a un cuerpo nacido y crecido en otro idioma; términos infantiles, vulgares, desvergonzados, dulcemente groseros, con una sutileza de matices que adquiría la dimensión carnal de lo que estaba nombrándose. Intercambiaban palabras como fluidos y caricias; aprendían al mismo tiempo palabras nuevas en el idioma del otro y sensaciones que no sabían que existieran. El cuerpo era un mapa poblado de nombres que era preciso ir descubriendo y que después invocaban de memoria en voz baja, cuando cada uno estaba solo y se excitaba recordando. Al decir la palabra recibían la caricia del lugar nombrado. Y estaba bien que las cosas recibieran nombres que no habían tenido hasta entonces, porque así la novedad del idioma recién aprendido se correspondía con la vida inédita que no habrían conocido si no se hubieran encontrado, y cada palabra aludía a una parte del cuerpo amado y no a ningún otro. Ignacio Abel hubiera deseado que cada caricia específica, cada atrevimiento del amor, se quedaran impresos en su conciencia igual que las palabras que ya no iban a olvidársele, que aprendía meticulosamente haciendo que ella se las repitiera despacio y se las deletreara: palabras españolas que él nunca había imaginado que pudiera decir alguna vez en voz alta se convertían en contraseñas impúdicas que bastaba pronunciar de nuevo para solicitar lo que habría tenido otro nombre menos preciso y también menos descaradamente sexual, lo que quizás ninguno de los dos se habría atrevido a decir a una persona criada en su mismo idioma.

El sonido de la máquina de escribir lo había despertado. Estaba desnudo y ni siquiera tenía el reloj en la muñeca. En esa claridad poco familiar no imaginaba la hora que podría ser. Las nueve de la mañana, mediodía, las dos de la tarde. Desde que llegaron a la casa el tiempo se dilataba ante ellos como abarcando el horizonte del mar y la extensión de una playa cuyos extremos no llegaban a precisar en la lejanía, difuminada en una niebla violeta más allá del límite de los acantilados, delimitada hacia el oeste, a la caída de la noche, por la luz intermitente de un faro. Al venir habían pasado junto a un pueblo de pescadores, tan horizontal como el paisaje. Desde lejos le había señalado a Judith la belleza de la arquitectura, las casas blancas como bloques de sal contra los azules verdosos y el relumbre plateado del mar. Sobre la playa se alzaban acantilados verticales de color de óxido, como dunas parcialmente desplomadas por la fuerza de las olas. Ahora mismo las oía, embistiendo, socavando la base de los acantilados, mientras chillaban las gaviotas y la máquina de escribir repiqueteaba muy rápido, en la habitación contigua, el salón con un ancho ventanal dividido en su mitad exacta por la línea del horizonte, donde habían encontrado al llegar un ramo inexplicable de rosas frescas. Los espacios interiores de la casa tenían una mezcla de elementalidad primitiva y ascetismo moderno; baldosas de arcilla rojiza, paredes blanqueadas de cal, anchas láminas de vidrio, barandillas de tubos niquelados de acero. Ignacio Abel revive el olor del mar y el sonido de la máquina de escribir de Judith Biely y eso le permite verla en un fogonazo involuntario y por lo tanto verdadero de recuerdo, absorta en su escritura, envuelta en una bata de seda con anchos dibujos de flores que se le ha deslizado de un hombro y revela en parte la blancura de un pecho, el pelo sujeto de cualquier modo con una cinta azul para mantenerlo apartado de la cara. Escribe muy rápido, sin mirar el teclado y apenas el papel, el carro llega en seguida al final de la línea haciendo sonar una campanilla y ella lo hace volver al punto de partida con un gesto instintivo. Aprovecha para mirarla más cuidadosamente ahora que ella no se da cuenta todavía de su presencia. Su concentración absoluta, la velocidad con que escribe, la expresión de serena inteligencia que hay en su cara, le hacen desearla más. Despeinada, descalza, la bata floja sobre los hombros, se ha pintado sin embargo los labios, no para él, sino para sí misma, igual que se habrá lavado la cara con agua muy fría para estar plenamente despejada al ponerse a escribir, aprovechando la calma del amanecer, la claridad limpia que llena la casa en la que llevan viviendo desde el jueves a media tarde como en una isla, una isla en el tiempo, cercada por el horizonte liso de los días enteros que por primera vez han podido compartir, anchurosos como las habitaciones que recorren sin hacerse del todo a la idea de que no habrá nadie más que ellos, no sonarán más voces ni más pasos ni más palabras que las suyas, parcialmente desconocidas en un lugar donde los ecos son muy nítidos, la casa en la que no parece que haya vivido ni pueda vivir nadie más, tan inmediatamente se les ha vuelto propia, tan hecha para ellos dos como cada uno fue hecho para el otro, como este momento en que Judith Biely escribe en su Smith Corona portátil de perfil contra un ventanal fue hecho para que Ignacio Abel lo percibiera en la plenitud de sus detalles, parado en el umbral, deseándola de nuevo, aguardando el gesto con que Judith levantará la cabeza y advertirá su presencia, viendo de antemano la sonrisa que se formará en sus labios, el brillo que habrá en sus ojos. Un día entero por delante, recuerda que calculaba, incapaz de permanecer indemne durante mucho rato a la obsesión del tiempo, un día entero y una noche, y más allá lo que ahora no quería ver, lo que hay al otro lado de la bruma y del horizonte de marismas que atravesaba en línea recta la carretera, la penitencia de la mañana del lunes y del viaje de regreso, el probable silencio, él conduciendo y Judith perdida en sus pensamientos, mirando por la ventanilla con el cristal bajado, recibiendo el viento en la cara ahora más morena, la expresión hermética detrás de las gafas de sol, los residuos del tiempo agotado escurriéndose de las manos ya casi vacías.

Judith alzó los ojos y se echó a reír al verlo como probablemente nadie lo había visto nunca, aún aturdido por el sueño, sin afeitar, el pelo en desorden, procaz como un simio en celo, aquel hombre tan comedido que las primeras veces se retraía cuando ella se le acercaba, ahora desnudo,
como su madre lo había traído al mundo
, según esa rotunda expresión española que a ella le hacía acordarse de Adán, ahora desvergonzado y hasta un poco jactancioso de una bravura masculina de la que no había sabido hasta entonces que fuera capaz, porque había sido despertada por Judith y no existiría sin ella. Sólo ahora tenía la sensación de conocerlo, ahora que lo había tenido durmiendo a su lado durante noches enteras, abrazado a ella, respirando muy fuerte con la boca abierta, despatarrado sobre la cama, que era el único mueble del dormitorio aparte de un espejo vertical apoyado contra la pared, porque en la casa había un aire de provisionalidad que la volvía más hospitalaria. En el espejo se habían mirado algunas veces de soslayo, sorprendiéndose de lo que veían, desconociéndose, inseguros de ser ellos mismos el hombre y la mujer que se entrelazaban, se examinaban, se ofrecían, se limpiaban las bocas o el sudor de la cara o se apartaban el pelo de los ojos, para mirar mejor, para que nada dejara de ser observado, lamido, mordido, el espejo como el espacio más hondo en el que habían habitado y en el que sólo había lugar para ellos dos, la habitación más secreta en el laberinto de la casa, sin ventanas ni adornos, sin nada que los distrajera de ellos mismos. Por primera vez el amor no era un paréntesis traído y desbaratado por la prisa. Al quedar exhaustos y apaciguados el uno junto al otro por primera vez se habían concedido el privilegio de abandonarse dulcemente al sueño, mojados, pegajosos, dejando que la brisa tenue que venía del balcón les aliviara los cuerpos lacerados por tanto deseo, el balcón abierto al que no se asomaban. La casa era una isla desierta en la que abundaban provisiones para un largo naufragio, como en las novelas de aventuras marítimas que leía Ignacio Abel en su primera adolescencia. En la nevera de la cocina había dos barras de hielo que aún no habían empezado a fundirse, como si alguien acabara de dejarlas allí cuando ellos llegaron, el mismo visitante invisible que había dejado un ramo de rosas frescas sobre la mesa del salón en la que Judith instaló su máquina portátil. No vieron a nadie en los cuatro días. De vez en cuando a Ignacio Abel lo inquietaba el desasosiego de ir al pueblo en busca de un teléfono desde donde llamar a Madrid; pero tenía miedo de que a Judith la irritara o la descorazonara esa interferencia de su otra vida. En el fervor impúdico de la entrega mutua había una semilla de reserva, igual que había una parte de exasperación en el deseo. Cada uno revelaba al otro lo que no había mostrado nunca a nadie y hacía o se dejaba hacer lo que la vergüenza no le habría permitido concebir y sin embargo había remordimientos o quejas o brotes silenciosos de angustia que los dos ocultaban. La segunda noche Ignacio Abel se despertó y Judith estaba sentada en la cama, de espaldas a él, muy erguida, mirando en dirección a la ventana. Iba a decir su nombre o a extender la mano hacia ella pero lo detuvo la sugestión de ensimismamiento que emanaba de su cuerpo inmóvil, de su respiración que no oía. Qué pasará cuando volvamos. Cuánto tiempo me queda. Cómo me avisarían si ocurriera algo, si la desgracia se abatiera sobre uno de mis hijos, un automóvil fuera de control en el camino hacia la escuela, los peligros atroces que acechan siempre y en los que uno no quiere pensar, una fiebre súbita, una bala perdida en el tumulto de una manifestación. Adela esperando la llamada de teléfono solicitada y prometida, la que no le habría costado tanto, la que no iba a hacer. Cuatro días y cuatro noches que iban a durar para siempre y se deshacen en nada. Estaba acodado en la ventana del dormitorio, recibiendo el fresco de la noche después del largo domingo de calor, mirando la luna llena que había emergido del mar como un gran globo amarillo, cuando advirtió que no oía la máquina de escribir en la que Judith había estado tecleando una gran parte del día. Salió al salón y vio con un sobresalto que Judith no estaba. Los insectos revoloteaban alrededor de la lámpara, encendida sobre la mesa, junto a la máquina y el puñado de hojas mecanografiadas que desordenaba la brisa. Escribía una crónica, le había dicho, en un arrebato alimentado por la felicidad sexual: la crónica de las cosas que había visto en el viaje desde Madrid, la belleza que cortaba el aliento y le hacía sentir que estaba viviendo de verdad en los paisajes fantásticos de Irving, de John Dos Passos, de las litografías románticas, y la miseria súbita de la que no era posible no apartar los ojos, los lugares donde seres humanos vivían como alimañas en sus madrigueras, chozas en medio de páramos sin agua ni árboles, cuevas a las que se asomaban seres de tez oscura y de turbios ceños sin edad, bocas colgantes, cuellos hinchados de bocio, ojos estrábicos. Salir de Madrid hacia el sur con la primera claridad del día había sido extraviarse en otro mundo para el que nada la había preparado, aunque reconociera su linaje literario. La seca amplitud sin árboles de la Mancha en la mañana primero fresca y luego candente de junio era idéntica a las descripciones de Azorín y Unamuno y a las ilustraciones en color de un
Quijote
de 1905 que había encontrado a sus quince o dieciséis años en la biblioteca pública: la habían impresionado más porque apenas entendía español y se fijaba en ellas para entender algo de la historia. Pero él, conduciendo sin apartar los ojos de la carretera polvorienta, intentaba disuadirla de esas ensoñaciones: que se olvidara de los éxtasis castellanos de Azorín y de Unamuno, de las vaguedades de Ortega; no había nada de mística, nada de belleza en la llanura pelada que tanto celebraban aquellos individuos, ningún misterio relacionado con el ser de España: había ignorancia, decisiones económicas insensatas, talas de árboles, primacía de los latifundios y de los grandes rebaños de ovejas poseídos por señores feudales, por ricachones parásitos que dependían del trabajo de campesinos aplastados por la pobreza y la ignorancia, malnutridos, sometidos a las supersticiones de la Iglesia. Lo que ella veía ahora no era la naturaleza, decía soltando una mano del volante, agitándola con una indignación que ya era un rasgo de su carácter: los páramos despoblados, las extensiones de trigales y de viñas, los horizontes estériles al fondo de los cuales un campanario se alzaba sobre un grupo de casas aplastadas del color de la tierra, eran la consecuencia del trabajo sin fruto y de la explotación del hombre por el hombre bendecida por la Iglesia. Los precipicios de Despeñaperros a Judith le traían el recuerdo de los viajes en diligencia de los cronistas románticos y de las litografías fantásticas de Gustave Doré: conduciendo muy despacio por la carretera estrecha y muy peligrosa, los neumáticos del coche chirriando sobre la grava casi al filo de los barrancos, Ignacio Abel divagaba en voz alta sobre la necesidad de que la República favoreciera menos la palabrería literaria y mucho más la ingeniería de caminos, ferrocarriles, canales y puertos. La miraba de soslayo tomar fotos con la pequeña Leica que llevaba al cuello; con vehemencia española intentaba disuadirla de las seducciones tramposas del pintoresquismo; ese niño descalzo y cubierto con un sombrero de paja que les saludaba montado en un burro diminuto probablemente estaba destinado a no pisar nunca la escuela; el tropel lento de ovejas que les obligaba a detenerse y cruzaba la carretera envuelto en una tempestad de polvo podía recordarle a Judith aquella aventura en la que don Quijote confunde en su delirio rebaños con ejércitos, ofreciéndole la idea cautivadora —para ella, nacida y criada en Nueva York— de un país tan detenido en el tiempo, en el que seguían siendo reales las cosas escritas en un libro de hacía más de tres siglos: los pastores silbando a sus perros, agitando cayados de los que colgaban zurrones de esparto y calabazas para guardar el agua; los zagales que agitaban hondas y lanzaban piedras con una destreza de ganaderos neolíticos. ¿No sería mejor que esa tierra en barbecho por la que transitaban las ovejas estuviera roturada, cultivada con la sabiduría técnica necesaria, cavada con tractores y no con azadones, repartida en parcelas de extensión suficiente entre quienes la cultivaban? Sin duda cuando cayera la noche los pastores encenderían hogueras y se contarían cuentos primitivos o cantarían romances transmitidos desde la Edad Media para satisfacción de don Ramón Menéndez Pida! y de los eruditos del Centro de Estudios Históricos, a los que Judith admiraba tanto: pero quizás valdría la pena que en vez de cantar romances escucharan canciones en la radio y tuvieran la oportunidad de dormir en una cama y de trabajar por un sueldo razonable seis días a la semana.

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