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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (46 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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o a Lourdes yo no veo grandes diferencias. Al creyente de una religión lo que más le fastidia no es el creyente de otra, ni siquiera el ateo, sino alguien peor, el escéptico, el tibio. ¿Ha observado usted que en los discursos y en los artículos de fondo la palabra tibio se ha convertido en un insulto? ¡Pues claro que yo soy tibio, aunque se me suba de vez en cuando la sangre a la cabeza! No quiero quemarme y no quiero que quemen a nadie ni que arda nada. Bastantes hogueras tuvimos con la Santa Inquisición. Ahora veo a mucha gente que dice que ha perdido la fe en la República. ¡La fe en la República! ¡Como si le hubieran rezado a un santo o a una virgen pidiendo un milagro que no se les ha concedido! Le rezan al Frente Popular para que traiga no sólo la amnistía, sino también la reforma agraria, el comunismo, la felicidad sobre la tierra, y como han pasado unos meses desde las elecciones y el milagro no se ha producido, pierden la fe y quieren acabar con la legalidad de la República, como si quisieran tirar al pilón al santo que no les trajo la lluvia después de la rogativa... Por no hablar de los otros, que andan en algo más que rezos y motines. A Dios rogando y con el mazo dando. Ahí los tiene usted, conspirando con más descaro que nunca, a la vista de todo el mundo, salvo del gobierno, que hace como que no se entera de nada. Los señoritos monárquicos van a Roma a que los bendiga el Papa, presentan sus respetos a su majestad don Alfonso XIII y a continuación cobran el cheque que les da Mussolini para que compren armas. Dispuestos a la Reconquista de España, como ellos mismos dicen. Enloquecidos. Furiosos porque la República les ha expropiado unas cuantas fincas estériles o no les deja predicar en las escuelas nacionales o ha permitido que un hombre y una mujer que llevan toda la vida odiándose puedan irse cada uno por su lado. Agraviados a muerte porque esta pobre República que no tiene ni para pagar los salarios de los maestros jubiló con su paga íntegra a todos los millares de oficiales que haraganeaban en los cuarteles y tuvieron a bien solicitar el retiro, sin exigirles nada a cambio, ni siquiera un juramento de lealtad. ¿Sabe por qué he tenido que comprarme esta pistola y por qué ese hombre que usted ve tan aburrido masticando un palillo de dientes tiene que andar siempre conmigo? Y déjeme que le adivine el pensamiento, no es que ni la pistola ni el guardaespaldas tengan aspecto de ofrecer mucha seguridad, para qué vamos a engañarnos. Aunque a Jiménez de Asúa el suyo le salvó la vida... Pero éste es el país que tenemos, amigo mío, nada da mucho de sí, ni para lo bueno ni para lo malo. Media España no ha salido del feudalismo y nuestros compañeros del diario
Claridad
quieren acabar ya con la burguesía, que apenas existe. Hasta las conjuras son de medio pelo, mi querido Abel, gamberradas de señoritos que no saben ni mantener el secreto. Hay una chica, estudiante mía, no muy brillante pero muy aplicada, que estuvo investigando conmigo en el laboratorio, antes de que yo perdiera por completo la cabeza y lo dejara todo para meterme en la política. Esta chica, moderna, pero un poco pava, tenía un novio bastante cursi que iba a recogerla todas las tardes a la Residencia y me saludaba muy educado, uno de esos aspirantes a registrador o a notario que de puro lánguidos acaban teniendo que pasar varios años en un sanatorio antituberculoso de la Sierra. Nada que objetar. En cuanto se comprometieron formalmente ella dejó el laboratorio porque no era de buen tono que una señorita ya pedida, como dicen en esas familias, siguiera trabajando en un sitio lleno de hombres. En vez de a la Bioquímica, en la que podría hacer algo de provecho con los años, se dedicaría a sus labores, a parir niños y rezar rosarios, en el sopor de la provincia a donde destinaran a su marido cuando por fin recobrara las fuerzas suficientes para presentarse a las oposiciones. La había visto de tarde en tarde en los últimos tiempos, y ella nunca se olvidaba de mandarme una tarjeta para mi santo ni de felicitarme las navidades.
En el día de su onomástica le deseo toda la felicidad en compañía de los suyos y elevo mis oraciones por usted,
me escribió la pobre el año pasado. Pero hace poco, una noche, me llamó por teléfono, con la voz muy asustada, como temiendo que alguien pudiera escucharla. Le pregunté si le pasaba algo, y me dijo que a ella nada, pero que tenía que verme con urgencia, y que por favor no le dijera a nadie que me había llamado. Se presentó en casa a la mañana siguiente, domingo, antes de misa, con el velito en la cabeza, más encogida que cuando se ponía la batita blanca en el laboratorio, sin atreverse a mirarme a los ojos. Yo pensé que se habría quedado embarazada y que vendría a pedirme que la ayudara a conseguir un aborto con el máximo secreto. ¿Y sabe usted lo que quería contarme?

Negrín bebió un largo trago de cerveza y esta vez se limpió la espuma con un pañuelo que se pasó después por la ancha frente sudorosa. El policía de escolta asentía a distancia a sus explicaciones, ahora más erguido, consciente de su papel, masticando el palillo de dientes.

—¡Que el cursi de su novio, además de cuidarse los pulmones y estudiar notarías o registros, había formado con unos cuantos amigos un grupo de choque falangista, y que tenían muy avanzada la preparación de un atentado contra mí! «Todo previsto», me dijo la pobre chica con esa vocecilla que no le salía del cuerpo, como cuando tenía que contestarme a un examen: el día, la hora, el sitio, las armas que pensaban usar, el auto con el que se darían a la fuga, según han visto en las películas. Las ideas políticas son más peligrosas todavía cuando se mezclan con las tonterías del cine, no sé si estará usted de acuerdo. Pensaban matarme aquí mismo, a la salida del café, en la acera de la calle de Alcalá. Dentro de todo es un detalle que tuvieran planeado dejarme cenar antes...

—¿No los han detenido?

—¿Y cómo iba yo a denunciarlos sin perjudicarla a ella? —Negrín soltó una carcajada—. Quizás se dieron cuenta de que llevaba pistola, o de que había empezado a disfrutar de la compañía de este buen amigo que me hace ahora de ángel de la guarda. O quizás se aburrieron, o les entró miedo de pasar de las palabras a los hechos.

—¿Y qué ha sido de su discípula?

—No va usted a creerme. Al día siguiente me volvió a llamar, con un hilo de voz, deshecha en lágrimas, «dividida entre sentimientos contrapuestos», como dicen en las revistas de señoras. «Mi querido doctor Negrín, por lo que usted más quiera, olvídese de lo que le conté ayer, que no son más que chiquilladas, fantasías de muchachos.» Su novio en realidad era muy buena persona, incapaz de hacerle daño a una mosca, ni siquiera tenía una pistola de verdad, y además estaba enfermo, porque parece que los exámenes son a principios de verano y de tanto aprender de memoria ese temario monstruoso se ha descuidado y ha tenido una ligera recaída, de modo que posiblemente tenga que volver al sanatorio y no pueda presentarse este año a las oposiciones. Un drama más español que los de Calderón. Peor todavía. Que los de don Jacinto Benavente.

—Se confía usted demasiado.

—¿Y qué voy a hacer? ¿No salir de casa? ¿Quedarme encerrado como Azaña desde que es presidente de la República, dando paseos por los jardines del Pardo y pensando en lo que anotará antes de acostarse en ese diario que dicen que lleva? Yo necesito gente y movimiento, mi querido Abel, necesito venir al café caminando desde el Congreso, así hago más hambre y más sed y disfruto todavía más de la comida y la cerveza. Ya me he tomado otra y usted apenas ha probado la suya, por cierto. ¿De verdad que no tiene usted debilidades?

Negrín hincó los codos en la mesa, haciéndose sitio de cualquier manera, y extendiendo los dedos anchos de una mano fue enumerando con el índice de la otra, mirando muy de cerca de Ignacio Abel, con una fijeza irónica que lo incomodaba.

—No fuma usted. Me parece bien. Como cardiólogo no tengo nada que objetar. No bebe, o casi. No le gustan los toros. No le pierde la buena mesa, como a mí. No tiene aspecto de ir nunca de putas... ¿No tendrá usted escondida por ahí una amante voluptuosa de la que nadie sabe nada?

Quizás él, Negrín, sí sabía, tan inconteniblemente aficionado a los chismes sobre las debilidades ajenas como a la comida o a las mujeres o a las grandes operaciones políticas. Quizás había oído algo, y por eso tenía desde el principio esa media sonrisa, esa expresión como de sospechar que debajo del propósito de marcharse a una universidad extranjera Ignacio Abel escondía no sólo la urgencia de huir de los desastres de España sino un deseo menos confesable, una pasión que desmentía su aire tan digno, su apariencia sobria de dignidad burguesa y más bien puritana. Por un momento Ignacio Abel, examinado tan intensamente por los ojos de Negrín al otro lado de las gafas, temió que iba a enrojecer, sintió un calor humillante subiendo de la base del cuello, agobiado por el nudo de la corbata. Imaginó su carcajada sonora, su complacencia en una debilidad humana que haría menos excepcionales las suyas. Pero Negrín, por fortuna, había agotado su cerveza y de pronto tenía prisa, guardaba la pistola en el bolsillo, se limpiaba la frente con un pañuelo, consultaba el reloj de pulsera, llamaba al camarero con dos palmadas tan resonantes en la bóveda del reservado que herían los tímpanos.

—Cuente conmigo para lo que haga falta, Abel —le dijo cuando se despedían en la puerta del café, mientras miraba con rápida cautela a un lado y a otro de la calle—. Si usted quiere me ocuparé de que le den cuanto antes el pasaporte y el visado americano. Váyase en cuanto pueda y no tenga mucha prisa por volver.

Lo vio cruzar la calle de Alcalá, sus hombros anchos sobresaliendo por encima de las cabezas de la gente, la chaqueta clara de verano apretándole los costados, avanzando a grandes zancadas entre el tráfico, sin esperar a que el guardia diera el paso a los peatones, tan rápido que el policía de escolta se quedaba atrás.

19

Siempre ha estado yéndose, y no sólo ahora que lleva tres semanas de viaje; durante no sabe cuántos años ha sido como un huésped en su propia vida; esa figura en un cuadro que es la única de un grupo que aparta los ojos de lo que llama la atención de los otros para mirar hacia el espectador, como queriendo decirle, yo no soy uno de éstos, yo sé que tú nos miras; una presencia dudosa que apareciera desenfocada en las fotografías, o que simplemente faltara en ellas (madre, hijos, abuelos sonrientes, sólo el padre invisible: distraído, quizás aprovechando un pretexto para no posar); que alguna vez, durante unos segundos, ni siquiera se viera reflejada en los espejos.
Pensarías que no se te notaba con lo mal que tú disimulas cuando no te gusta algo, por lo menos para mí que te conozco como nadie aunque tú no te lo creas.
En realidad esa voz escrita es la única que se ha dirigido a él de verdad desde que comenzó el viaje, la voz airada y acusadora, ya no dolida, sólo llena de rabia, de una rabia enfriada por la distancia y por el acto de escribir, y quizás también por la conciencia de que era posible que el destinatario no llegara a recibir la carta, que estuviera muerto, que los servicios de correos, tan desbaratados como todo lo demás, la extraviaran, la dejaran perdida en alguna saca de cartas sin repartir; cuántas habrán desaparecido así en toda España estos meses; cuántas seguirán escribiéndose. Tú siempre tenías que irte, estabas callado y me lo decías de golpe, te lo guardabas no sé por qué hasta el último momento, mañana me voy, o esta noche no podré venir a cenar, o aquella vez que te fuiste a Barcelona una semana entera porque decías que era una obligación de tu trabajo para ver la Exposición Universal aunque Miguel había tenido fiebres muy altas y parecía que iba a tener algo malo en los pulmones y me dejaste sola noches enteras sin dormir junto al niño que deliraba, no creas que no me acuerdo. Podría romper la carta ahora mismo, desprenderse de ella como de tantas cosas que ha ido dejando atrás mientras viajaba, desde que cerró de un tirón la puerta de su casa en Madrid y por costumbre fue a echar la llave, pero decidió no hacerlo, para qué si era probable que no volviera a ella, que una patrulla de milicianos reventara la cerradura en cualquier momento, esa misma noche; podría haber roto la carta antes de salir de la habitación del hotel, o mejor aún, no haberla abierto cuando se la entregó el recepcionista, cuando tras una primera reacción de extrañeza y luego de ilusión y por fin anticipado desengaño reconoció una caligrafía demasiado familiar que no era la de Judith. Pero casi era peor todavía cuando no te ibas, cuando te quedabas y era como si en realidad te hubieras ido o estuvieras a punto de decir que te ibas porque parecía que estuvieras no en tu casa sino en la de otras personas o en una sala de espera o en un hotel sobre todo cuando mis padres o mi hermano o alguien de mi familia venían de visita, que me hubiera gustado que vieras ¡a cara que les ponías.

Tantos agravios, archivados todos, enumerados en la carta como en las hojas de letra tupida de un sumario, trayéndole la voz cansina y ofendida de Adela como vibrando sin callarse nunca en la membrana del auricular de un teléfono que él no sabía desprenderse del oído.
Irte o quedarte solo eso era lo que querías y lo que has conseguido.
El que había sido un intruso o un huésped furtivo en su propio domicilio se convirtió durante varios meses en su único habitante; desde el sábado de julio en que volvió de la Sierra y estuvo buscando a Judith por un Madrid nocturno inundado de multitudes, alumbrado por faros de automóviles y llamaradas de incendios; hasta una medianoche de tres meses después en la que Madrid era ya una ciudad de calles deshabitadas y oscuras, disciplinada por el miedo y las sirenas de alarmas, sobrecogida por la cercanía gradual de la guerra, que iba teniendo algo de la llegada inexorable del invierno. Mucho antes, a finales de julio, en agosto, en las noches de calor y peligro en las que no era juicioso asomarse a la calle, Ignacio Abel rondaba sin objeto por la casa, solo como un náufrago, a lo largo del pasillo tan largo, de una habitación a otra, abriendo las puertas de cristales que comunicaban salones sucesivos, salones de techos demasiado altos con molduras, de una opulencia que ahora le disgustaba más, como si sólo ahora empezara a fijarse en ella. Escribía cartas; imaginaba que las escribía; componía laboriosamente en voz alta las frases en inglés que le diría a Judith Biely si volvía a verla; le daba cuerda al reloj del pasillo, que cada vez tardaba menos en quedarse parado; seguía sin destapar la mayor parte de los muebles y las lámparas, envueltos en sábanas por las criadas para librarlos del polvo al principio del veraneo, abstractos ahora como fantasmas de muebles y de lámparas; comprobaba con impotencia y desgana lo rápidamente que se imponía la suciedad en el cuarto de baño, sin nadie que se ocupara de limpiarlo; se aventuraba en la cocina para prepararse una cena sumaria, una cena de ermitaño, de asceta, cualquier cosa que hubiera, que le hubiera subido la mujer del portero o que él mismo hubiera encontrado en los puestos cada vez peor abastecidos del mercado cercano, o en la tienda de ultramarinos de la esquina, que hasta no mucho tiempo atrás había mostrado un escaparate opulento, ahora casi vacío, en parte por la escasez verdadera, en parte porque el dueño prefería esconder en la bodega los géneros que todavía guardaba, por miedo a que cualquier patrulla viniera a requisárselos a punta de pistola.

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