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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (44 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Judith escuchaba muy atenta. Tenía el don de escuchar. Hacía preguntas: quería no perderse el significado de ninguna palabra, igual que anotaba en un cuaderno los hermosos nombres de resonancia árabe

o romana de los pueblos junto a los que pasaban. Revivía cálidamente en ella la urgencia de escribir; la intuición de algo que no se parecería a lo que había hecho hasta entonces, tentativas que casi nunca la dejaban satisfecha, sino remordida por una sensación de fraude, de haber malogrado por algún motivo el impulso que la trajo a Europa, su propósito de darse a sí misma una educación, de corresponder al regalo que le había hecho su madre. La exaltación física de viajar en coche junto a él y de tener por delante cuatro días enteros estaba vinculada a la inminencia de escribir aquel libro que surgía delante de ella tantas veces como una intuición deslumbradora a punto de revelarse; la audacia del amor la asistiría cuando se pusiera delante de una hoja en blanco y rozara con las yemas de los dedos las teclas redondas y pulidas de la máquina, letras blancas sobre un fondo negro, la carcasa tan ligera y el mecanismo tan rápido: incitaciones añadidas a la velocidad que tendría la escritura, tocada de una transparente agudeza, de una claridad que sería la misma que notaba en su propia atención y en su mirada alerta a lo largo del viaje. Tendría que contar lo que estaba viendo con una fluidez que contuviera el tránsito de las imágenes y las sensaciones: la seca llanura, el fondo azulado de montañas al que no parecía que fueran a llegar nunca, los precipicios en los que retumbaban los torrentes, sobre los que volaban grandes águilas en círculos lentos, las hileras rectas de olivos que se ondulaban como sobre un mar estático de colinas rojizas hasta perderse en otro horizonte más azul, más lejano todavía. Tendría que unir en el mismo flujo del relato el esplendor austero de los paisajes y la injuria del atraso y de la pobreza humana, la dignidad de las caras enjutas que se quedaban fijas al paso del coche, detenidas contra paredes blancas, asomadas a zaguanes en penumbra. A la salida de un pueblo que no parecía que tuviera ni nombre, ni árboles, ni casi habitantes, sólo perros jadeando al sol por una calle de polvo, Ignacio Abel frenó con brusquedad, forzándola a mirar hacia delante. En el muro medio desmoronado de un abrevadero había una hoz y un martillo pintados a brochazos. Frente a ellos una fila de hombres inmóviles cortaba el paso por la carretera. Se protegían del sol con boinas sucias o sombreros de paja. Llevaban alpargatas y pantalones de pana atados con correas o cuerdas. Uno o dos tenían un brazalete rojo con unas iniciales políticas, tal vez UHP. Dos de ellos, los situados en los extremos, sostenían escopetas de caza, sin apuntarlas. Pero no había hostilidad en las miradas: tal vez curiosidad, por la rareza del modelo del coche, su carrocería pintada de un verde brillante, el brillo niquelado de las manivelas y los faros, la capota medio replegada de cuero; curiosidad acentuada por el aire visiblemente extranjero de Judith. Y también una obstinación hosca, el agravio instintivo del automóvil reluciente en la desolación terrosa de las afueras del pueblo, la rabia de promesas nunca cumplidas, de ilusiones mesiánicas de revolución social. «No van a hacernos nada», dijo Ignacio Abel, mirando a los ojos del hombre que se aproximaba, apretando la mano de Judith, que se había extendido hacia el volante buscando la suya. Ella no entendió lo que el hombre decía: hablaba con un acento muy raro, la voz ronca, separando apenas los labios. No había trabajo en el pueblo, le dijo el hombre; los patronos se habían negado a sembrar; tampoco habría ahora jornales para la cosecha escasa de cebada y de trigo, que se quedaría sin recoger, también por decisión de los dueños de la tierra. No somos bandoleros, había dicho el hombre, ni tampoco mendigos. Para que sus hijos no murieran de hambre solicitaban una contribución voluntaria. Mientras él hablaba con Ignacio Abel los otros miraban a Judith. Tendría que contar el brillo de esos ojos oscuros en las caras renegridas, con los mentones sucios de barba; la sonrisa mellada de uno de los hombres, que tenía en los ojos una bruma de retraso mental; la superfìcie áspera de todo, bajo un sol vertical; las caras, la pana de los pantalones, la tela negra de las boinas, las manos, los cañones de las escopetas, las culatas; la sensación de una cierta amenaza; el modo en que los ojos de todos se fijaron en la cartera de piel flexible y en las manos blancas y ciudadanas de Ignacio Abel, en el brillo de su reloj de oro. Otro de los hombres dio unos pasos y le sujetó la muñeca, examinando el reloj, cuando él ya les había entregado unos billetes. Advertía con alarma que la acción directa de las proclamas libertarias se deslizaba hacia el atraco. No hizo nada, no intentó librarse de la presión de la mano. «Somos revolucionarios, no bandoleros», entendió Judith que decía el que primero se había acercado, con la escopeta ahora al hombro, tirando del otro para que soltara la muñeca de Ignacio Abel. Lo había dicho, creyó percibir, en un tono de broma, pero no del todo, una broma que no descartaba la amenaza. La sonrisa ida del hombre desdentado se ensanchó ocupando toda la cara. Tendría que contar el miedo y también el remordimiento de sentirlo; la conciencia incómoda de su condición privilegiada y ofensiva para aquellos hombres y junto a ella el deseo de salir huyendo. Pero cómo podría atreverse a escribir que su amor abstracto por la justicia era menos poderoso que el desagrado físico instintivo que le provocaron esos hombres, que el alivio de sentir que el coche aceleraba y ellos le abrían paso y se quedaban atrás, en una nube de polvo, en su pobreza de desierto, en la exasperación que los reducía a salteadores de caminos, dignificados por sus brazaletes con siglas y sus rudimentarios catecismos anarquistas.

Pero hacía un rato que no oía la máquina de escribir y sólo ahora se daba cuenta. La llamó, su bello nombre sonando en la casa que tal vez nadie había habitado hasta entonces, en la que no quedaría rastro de su presencia cuando se hubieran marchado, mañana mismo, dentro de unas horas. En el carro de la máquina había una hoja en blanco, mecida casi imperceptiblemente por el aire oloroso a algas que venía del balcón abierto. Las hojas ya escritas se apilaban ordenadamente a un lado de la máquina, las hojas en blanco al otro. Volvió a llamarla y le sonó rara su voz, su eco en las amplias habitaciones casi vacías. No funcionaba la luz eléctrica. Salió a buscarla por la casa llevando en alto la lámpara de petróleo, llamándola de nuevo, notando el paso gradual y muy rápido de la extrañeza a la angustia. No podía estar lejos, nada podría haberle sucedido, pero su ausencia lo volvía todo de repente irreal, los muros blancos y la escalera alumbrados por la lámpara, la soledad de la casa sobre el acantilado, la presencia de los dos en ella, el ruido del mar. Ahora no sabía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio, cuándo dejó de oír la máquina de escribir mientras permanecía acodado en el ventanal, mirando la línea blanca y sinuosa de las olas, la luz del faro en el cielo del oeste, donde aún quedaban resplandores rojos, apagándose detrás de la bruma violeta como brasas bajo la ceniza. Recorrió una por una las habitaciones y Judith no estaba en ninguna. Sus pies descalzos pisaban silenciosamente las anchas baldosas de barro. En la cocina, sobre la mesa de madera desnuda, había un vaso mediado de agua, un plato con un cuchillo y la piel de un melocotón. Por la ventana se veían la playa y el mar iluminados por la luna llena, al fondo, más allá de las altas hierbas secas crecidas al filo del acantilado. Abajo, donde terminaba la escalerilla de madera, distinguió con incredulidad, con ilimitado alivio, la silueta de espaldas de Judith Biely, su sombra nítida proyectada por la luna contra la arena, lisa y reluciente al retirarse la marea. La llamó saliendo de la casa, desde la escalerilla que temblaba y crujía bajo su peso, pero el viento y el escándalo del mar borraban su voz. Quería llegar junto a ella y tenía, como en los sueños, una sensación de imposible lentitud, agravada cuando bajó a la arena seca y cernida al pie del acantilado, en la que se hundían sus talones. Tenía miedo de que Judith se asustara si no escuchaba su voz antes de que llegara junto a ella. Se movía y avanzaba apenas. La llamaba y ni él mismo oía su propia voz, debilitada por los golpes crecientes del mar. Cuando ya pisaba una arena más húmeda y más fría Judith se volvió despacio hacia él, sin sorpresa, como si hubiera sabido que venía, escuchado sus pasos. El viento le apartaba el pelo de la cara, ensanchando su frente, adhería a su cuerpo delgado la seda de la bata o de golpe se la abría revelando un muslo muy blanco en la claridad de la luna. En su sonrisa de bienvenida había algo a la vez frágil y remoto, que no había estado en ella sólo una hora o dos antes, cuando se ofrecía a él y lo reclamaba con una fiera determinación sexual: un aire de capitulación o de convalecencia, de lejanía, como si ese momento lo estuviera viendo ya en el pasado. Intimidado, confuso a la manera masculina, Ignacio Abel se quedó delante de ella, respirando aún el alivio de haberla encontrado. Sólo se atrevió a abrazarla al ver que tiritaba, la piel de sus brazos erizada por la humedad fría del viento. «Dónde estaremos mañana por la noche a esta misma hora», dijo Judith, temblando más al ser estrechada, su cara muy fría contra la cara de él, los altos huesos de sus caderas chocando con su vientre, «dónde estaremos mañana y pasado y el otro», pero si lo hubiera dicho en español las palabras no habrían tenido la misma monotonía de condena,
tomorrow and the day after tomorrow and the day after the day after tomorrow.

18

—¿De dónde viene usted con ese color de cara tan extraordinario? —dijo Negrín, soltando una carcajada—. En este Madrid de tísicos y de gente pálida parece usted más saludable que un montañero.

Pero no era posible seguir mirando igual a alguien cuando se sabía que llevaba una pistola. En una cartuchera ajustada al costado izquierdo, entrevista cuando se abría la chaqueta con un gesto más brusco, o mostrando un abultamiento que no se advertiría de no tener la certeza de que ese hombre bien vestido y normal guardaba un arma de fuego; o sujeta por la correa, crudamente metida entre el pantalón y la camisa; o abultando como una piedra en el bolsillo derecho del capataz Eutimio Gómez, junto a la petaca de tabaco y al mechero de yesca; o guardada con atolondramiento en cualquier parte, como la llevaba el doctor Juan Negrín, que se palpó los bolsillos y el chaleco para enseñarle a Ignacio Abel su pequeña pistola después de limpiarse con una servilleta los anchos dedos manchados de jugo de langostinos y de cigalas.

—Es checa —dijo, produciendo con gesto de experto un chasquido metálico al ajustar algo—, último modelo.

A continuación se olvidó de ella, como de un mechero con el que acabara de encender un cigarrillo, dejándola entre la bandeja de peladuras, las jarras de cerveza, el cenicero y las servilletas estrujadas, sobre el mármol mojado donde su actividad expansiva había ocupado velozmente todo el espacio, igual que ocupaba el de cualquier lugar donde estuviera, la mesa de un despacho o la de un laboratorio. El doctor Juan Negrín vivía en una perpetua discordia física con un mundo cuyas dimensiones mezquinas no se correspondían con su envergadura formidable, cuyos ritmos siempre eran inaceptablemente lentos por comparación con su energía sin fatiga. En la presencia de Negrín Ignacio Abel advertía siempre errores de escala, como en un plano o en un dibujo donde se han calculado mal las proporciones de algún elemento. Los relojes comunes eran demasiado lentos para medir su dinamismo: harían falta más bien cronómetros deportivos que calcularan las velocidades de sus tareas sucesivas y sus desplazamientos sin sosiego. Abrigos enormes se quedaban escasos si se los ponía él, trajes muy bien cortados le venían estrechos, sombreros que en su mano

o colgados en la percha parecían suficientes para él e incluso rotundos se volvían pequeños sobre su cabeza. Se levantó para recibir a Ignacio Abel en una sala reservada del café Lion y el techo abovedado del sótano, hasta entonces aceptable, se volvió tan bajo para su estatura que tuvo que encorvarse; sus grandes zapatos negros parecían sometidos a una tensión que haría que le estallaran los cordones; debajo de la mesa de mármol tenía que mantener apretadas las rodillas para que le cupieran las piernas. Su voz tronaba con ricas cualidades acústicas que exigían espacios más amplios. Sus dedos hacían crujir las duras cáscaras de las cigalas con una eficacia que hubiera requerido resistencias más sólidas. Iba de un lado para otro de Madrid —a su antiguo laboratorio, al café Lion, al Congreso de los Diputados, a la Ciudad Universitaria— revolviéndose vigorosamente contra las dimensiones reducidas de las cosas, contra caparazones sucesivos que limitaban agobiándolo su capacidad de movimiento: el traje que no era lo bastante ancho para él, los zapatos que le apretaban, el cuello de la camisa y el nudo de la corbata que lo oprimían, el abrigo en el que se quedaba atrapado cada vez que intentaba quitárselo, el automóvil del que se le veía ir saliendo con lentitud y dificultad, queriendo escurrir su corpulencia excesiva entre el asiento y el volante. Mordía los cigarros hasta deshilacharlos y golpeaba con demasiada fuerza el auricular contra la horquilla al colgar un teléfono. Lo impacientaba la duración de las películas; se aburría en los conciertos; bostezaba sin apuro durante los discursos parlamentarios; se removía en el escaño haciéndolo gruñir bajo su peso; jugaba con un lápiz entre los dedos y lo partía sin darse cuenta. Le hubiera correspondido vivir en un país más extenso, de gente más alta, con carreteras más anchas, con trenes más veloces, con ceremonias oficiales mucho más breves, con funcionarios más expeditivos, con camareros menos lentos. Viajaba en aeroplano siempre que podía, aunque solía ser en los aparatos diminutos de las Líneas Aéreas Postales Españolas, que presentaban otro desafío a su corpulencia. Acumulaba trabajos y responsabilidades políticas con el pantagruelismo con que pedía bandejas colmadas de marisco, platos de jamón, botellas de vino, jarras de cerveza desbordantes de espuma. Llamó con dos palmadas sonoras al camarero y le pidió con urgencia más cerveza para Ignacio Abel y para él y una fuente de pescado frito. Al retirar el camarero la bandeja de cáscaras de marisco y las jarras vacías la pistola resaltó más nítidamente encima de la mesa, trivial como un mechero, incongruente y tóxica como un alacrán.

—De manera que quiere usted irse a una de esas universidades opulentas de América —dijo, evitando preámbulos, el lánguido desperdicio de tiempo del rodeo español—. No seré yo quien se lo reproche.

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