La Odisea (14 page)

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Authors: Homero

Tags: #Poema épico

BOOK: La Odisea
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Así dijo. Todos aprobaron sus palabras y aconsejaron que al huésped se le llevase a la patria, ya que era razonable cuanto decía. Hechas las libaciones y habiendo bebido todos cuanto les plugo, fueron a recogerse en sus respectivas moradas; pero el divinal Odiseo se quedó en el palacio y a par de él sentáronse Arete y el deiforme Alcínoo, mientras las esclavas retiraban lo que había servido para el banquete. Arete, la de los níveos brazos, fue la primera en hablar, pues, contemplando los hermosos vestidos de Odiseo, reconoció el manto y la túnica que había labrado con sus siervas. Y en seguida habló al héroe con estas aladas palabras:

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—¡Huésped! Primeramente quiero preguntarte yo misma: ¿Quién eres y de que país procedes? ¿Quién te dio esos vestidos? ¿No dices que llegaste vagando por el ponto?

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Respondióle el ingenioso Odiseo: —Difícil sería, oh reina, contar menudamente mis infortunios, pues me los enviaron en gran abundancia los dioses celestiales; mas te hablaré de aquello de lo que me preguntas e interrogas. Hay en el mar una isla lejana, Ogigia, donde mora la hija de Atlante, la dolosa Calipso, de lindas trenzas, deidad poderosa que no se comunica con ninguno de los dioses ni de los mortales hombres; pero a mi, oh desdichado, me llevó a su hogar algún numen después que Zeus hendió con el ardiente rayo mi veloz nave en medio del vinoso ponto. Perecieron mis esforzados compañeros, mas yo me abracé a la quilla del corvo bajel, anduve errante nueve días y en la décima y obscura noche lleváronme los dioses a la isla Ogigia, donde mora Calipso, de lindas trenzas, terrible diosa; ésta me recogió, me trató solicita y amorosamente, me mantuvo y díjome a menudo que me haría inmortal y exento de la senectud para siempre, sin que jamás lograra llevar la persuasión a mi ánimo. Allí estuve detenido siete años y regué incesantemente con lágrimas las divinales vestiduras que me dio Calipso. Pero cuando vino el año octavo, me exhortó y me invitó a partir; sea a causa de algún mensaje de Zeus, sea porque su mismo pensamiento hubiese variado. Envióme en una balsa hecha con buen número de ataduras, me dio abundante pan y dulce vino, me puso vestidos divinales y me mandó favorable y plácido viento. Diecisiete días navegué, atravesando el ponto; al décimoctavo pude divisar los umbrosos montes de vuestra tierra y a mi, oh infeliz, se me alegró el corazón. Mas aún había de encontrarme con grandes trabajos que me suscitaría Poseidón, que sacude la tierra: el dios levantó vientos contrarios, impidiéndome el camino, y conmovió el mar inmenso; de suerte que las olas no me permitían a mi, que daba profundos suspiros, ir en la balsa, y ésta fue desbaratada muy pronto por la tempestad. Entonces nadé, atravesando el abismo, hasta que el viento y el agua me acercaron a vuestro país. Al salir del mar, la ola me hubiese estrellado contra la tierra firme, arrojándome a unos peñascos y a un lugar funesto; pero retrocedí nadando y llegué a un río, paraje que me pareció muy oportuno por carecer de rocas y formar como un reparo contra los vientos. Me dejé caer sobre la tierra cobrando aliento; pero sobrevino la divinal noche y me alejé del río, que las celestiales lluvias alimentan, me eché a dormir entre unos arbustos, después de haber amontonado serojas a mi alrededor, e infundióme un dios profundísimo sueño. Allí, entre las hojas y con el corazón triste, dormí toda la noche, toda la mañana y el mediodía; y al ponerse el sol dejóme el dulce sueño. Vi entonces a las siervas de tu hija jugando en la playa junto con ella, que parecía una diosa. La imploré y no le faltó buen juicio, como no era de esperar que demostrase en sus actos una persona joven que se hallara en tal trance, porque los mozos siempre se portan inconsiderablemente. Diome abundante pan y vino tinto, mandó que me lavaran en el río y me entregó estas vestiduras. Tal es lo que, aunque angustiado, deseaba contarte, conforme a la verdad de lo ocurrido.

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Respondióle Alcínoo diciendo: —¡Huésped! En verdad que mi hija no tomó el acuerdo más conveniente; ya que no te trajo a nuestro palacio, con las esclavas habiendo sido la primera persona a quien suplicaste.

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Contestóle el ingenioso Odiseo: —¡Oh héroe! No por eso reprendas a tan eximia doncella, que ya me invitó a seguirla con las esclavas; mas yo no quise por temor y respeto: no fuera que mi vista te irritara, pues somos muy suspicaces los hombres que vivimos en la tierra.

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Respondióle Alcínoo diciendo: —¡Huésped! No encierra mi pecho corazón de tal índole que se irrite sin motivo, y lo mejor es siempre lo más justo. Ojalá, ¡por el padre Zeus, Atenea y Apolo!, que siendo cual eres y pensando como yo pienso, tomases a mi hija por mujer y fueras llamado yerno mío, permaneciendo con nosotros. Diérate casa y riquezas, si de buen grado te quedaras; que contra tu voluntad ningún feacio te ha de detener, pues eso disgustaría al padre Zeus. Y desde ahora decido, para que lo sepas bien, que tu viaje se haga mañana: en durmiéndote, vencido del sueño, los compañeros remarán por el mar en calma hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o adonde te fuere grato, aunque esté mucho más lejos que Eubea; la cual dicen que se halla muy distante los ciudadanos que la vieron cuando llevaron al rubio Radamantis a visitar a Titio, hijo de la Tierra: fueron allá y en un solo día y sin cansarse terminaron el viaje y se restituyeron a sus casas. Tú mismo apreciarás cuán excelentes son mis naves y cuán hábiles los jóvenes en batir el mar con los remos.

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Así dijo. Alegróse el paciente divinal Odiseo y, orando, habló de esta manera:

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—¡Padre Zeus! Ojalá que Alcínoo lleve a cumplimiento cuanto ha dicho; que su gloria jamás se extinga sobre la fértil tierra y que logre yo volver a mi patria.

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Así éstos conversaban. Arete, la de los níveos brazos, mandó a las esclavas que pusieron un lecho debajo del pórtico, lo proveyesen de hermosas colchas de púrpura, extendiesen por encima tapetes, y dejasen afelpadas túnicas para abrigarse.

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Las doncellas salieron del palacio llevando en sus manos hachas encendidas, y en acabando de hacer diligentemente la cama, presentáronse a Odiseo y le llamaron con estas palabras:

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—Levántate huésped, y vete a acostar, que ya está hecha tu cama.

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Así dijeron, y le pareció grato dormir. De este modo el paciente divinal Odiseo durmió allí, en torneado lecho, debajo del sonoro pórtico. Y Alcínoo se acostó en el interior de la excelsa mansión, y a su lado la reina, después de aparejarle lecho y cama.

Canto VIII: Odiseo agasajado por los feacios.

1
No bien se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, levantáronse de la cama la sacra potestad de Alcínoo y Odiseo, del linaje de Zeus, asolador de ciudades. La sacra potestad de Alcínoo se puso al frente de los demás, y juntos se encaminaron al ágora que los feacios habían construido cerca de las naves. Tan luego como llegaron, sentáronse en unas piedras pulidas, los unos al lado de los otros; mientras Palas Atenea, transfigurada en heraldo del prudente Alcínoo, recorría la ciudad y pensaba en la vuelta del magnánimo Odiseo a su patria. Y la diosa, allegándose a cada varón, decíales estas palabras:

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—¡Ea, caudillo, y príncipes de los feacios! Id al ágora para que oigáis hablar del forastero que no ha mucho llegó a la casa del prudente Alcínoo, después de andar errante por el ponto, y es un varón que se asemeja por su cuerpo a los inmortales.

15
Diciendo así, movíales el corazón y el ánimo. El ágora y los asientos llenáronse bien presto de varones que se iban juntando, y eran en gran número los que contemplaban con admiración al prudente hijo de Laertes, pues Atenea esparció mil gracias por la cabeza y los hombros de Odiseo e hizo que pareciese más alto y más grueso para que a todos los feacios les fuera grato, temible y venerable, y llevara a término los muchos juegos con que éstos habían de probarlo. Y no bien acudieron los ciudadanos, una vez reunidos todos, Alcínoo les arengó de esta manera:

26
—¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Este forastero, que no sé quién es, llegó errante a mi palacio —ya venga de los hombres de Oriente ya de los de Occidente— y nos suplica con mucha insistencia que tomemos la firme resolución de acompañarlo a su patria. Apresurémonos, pues, a conducirle, como anteriormente lo hicimos con tantos otros; ya que ninguno de los que vinieron a mi casa hubo de estar largo tiempo suspirando por la vuelta.

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Ea, pues, echemos al mar divino una negra nave sin estrenar y escójanse de entre el pueblo los cincuenta y dos mancebos que hasta aquí hayan sido los más excelentes. Y, atando bien los remos a los bancos, salgan de la embarcación y aparejen en seguida un convite en mi palacio; que a todos lo he de dar muy abundante. Esto mando a los jóvenes; pero vosotros, reyes portadores de cetro, venid a mi hermosa mansión para que festejemos en la sala a nuestro huésped. Nadie se me niegue. Y llamad a Demódoco, el divino aedo a quien los númenes otorgaron gran maestría en el canto para deleitar a los hombres, siempre que a cantar le incita su ánimo.

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Cuando así hubo hablado, comenzó a caminar: siguiéronle los reyes, portadores de cetro, y el heraldo fue a llamar al divinal aedo. Los cincuenta y dos jóvenes elegidos, cumpliendo la orden del rey, enderezaron a la ribera del estéril mar; y, en llegando a donde estaba la negra embarcación, echáronla al mar profundo, pusieron el mástil y el velamen, y ataron los remos con correas, haciéndolo todo de conveniente manera. Extendieron después las blancas velas, anclaron la nave donde el agua era profunda, y acto continuo se fueron a la gran casa del prudente Alcínoo. Llenáronse los pórticos, el recinto de los patios y las salas con los hombres que allí se congregaron; pues eran muchos, entre jóvenes y ancianos. Para ellos inmoló Alcínoo doce ovejas, ocho puercos de albos dientes y dos flexípedes bueyes: todos fueron desollados y preparados, y aparejóse una agradable comida.

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Presentóse el heraldo con el amable aedo a quien la Musa quería extremadamente y le había dado un bien y un mal: privóle de la vista, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso en medio de los convidados una silla de clavazón de plata, arrimándola a excelsa columna; y el heraldo le colgó de un clavo la melodiosa cítara más arriba de la cabeza, enseñóle a tomarla con las manos y le acercó un canastillo, una linda mesa y una copa de vino para que bebiese siempre que su ánimo se lo aconsejara. Todos echaron mano a las viandas que tenían delante.

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Y apenas saciado el deseo de comer y de beber, la Musa excitó al aedo a que celebrase la gloria de los guerreros con un cantar cuya fama llegaba entonces al anchuroso cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquileo, quienes en el suntuoso banquete en honor de los dioses contendieron con horribles palabras, mientras el rey de los hombres Agamenón se regocijaba en su ánimo al ver que reñían los mejores de los aqueos; pues Febo Apolo se lo había pronosticado en la divina Pito, cuando el héroe pasó el umbral de piedra y fue a consultarle, diciéndole que desde aquel punto comenzaría a desarrollarse la calamidad entre teucros y dánaos por la decisión del gran Zeus.

83
Tal era lo que cantaba el ínclito aedo. Odiseo tomó con sus robustas manos el gran manto de color de púrpura y se lo echó por encima de la cabeza, cubriendo su faz hermosa, pues dábale vergüenza que brotaran lágrimas de sus ojos delante de los feacios; y así que el divinal aedo dejó de cantar, enjugóse las lágrimas, se quitó el manto de la cabeza y, asiendo una copa doble, hizo libaciones a las deidades. Pero, cuando aquel volvió a comenzar —habiéndole pedido los más nobles feacios que cantase, porque se deleitaban con sus relatos— Odiseo se cubrió nuevamente la cabeza y tornó a llorar. A todos les pasó inadvertido que derramara lágrimas menos a Alcínoo; el cual, sentado junto a él, lo reparó y notó, oyendo asimismo que suspiraba profundamente. Y entonces dijo el rey a los feacios, amantes de manejar los remos:

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—¡Oídme, caudillos y príncipes de los feacios! Como ya hemos gozado del común banquete y de la cítara, que es la compañera del festín espléndido, salgamos a probar toda clase de juegos; para que el huésped participe a sus amigos, después que se haya restituido a la patria, cuánto superamos a los demás hombres en el pugilato, lucha, salto y carrera.

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Cuando así hubo hablado, comenzó a caminar, y los demás lo siguieron. El heraldo colgó del clavo la melodiosa cítara y, asiendo de la mano a Demódoco, lo sacó de la casa y lo fue guiando por el mismo camino por donde iban los nobles feacios a admirar los juegos. Encamináronse todos al ágora, seguidos de una turba numerosa, inmensa; y allí se pusieron en pie muchos y vigorosos jóvenes. Levantáronse Acróneo, Ocíalo, Elatreo, Nauteo, Primneo, Anquíalo, Eretmeo, Ponteo, Proreo, Toón, Anabesíneo y Anfíalo, hijo de Políneo Tectónida; levantóse también Euríalo, igual a Ares, funesto a los mortales, y Naubólides, el más excelente en cuerpo y hermosura de todos los feacios después del intachable Laodamante; y alzáronse, por fin, los tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Clitoneo, parecido a un dios. Empezaron a competir en la carrera.

120
Partieron simultáneamente de la raya, y volaban ligeros y levantando polvo por la llanura. Entre ellos descollaba mucho en el correr el eximio Clitoneo, y cuan largo es el surco que abren dos mulas en campo noval, tanto se adelantó a los demás, que le seguían rezagados. Salieron a desafío otros en la fatigosa lucha, y Euríalo venció a cuantos en ella sobresalían. En el salto fue Anfíalo superior a los demás; en arrojar el disco señalóse Elatreo sobre todos; y en el pugilato, Laodamante, el buen hijo de Alcínoo. Y cuando todos hubieron recreado su ánimo con los juegos, Laodamante, hijo de Alcínoo, hablóles de esta suerte:

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—Venid, amigos, y preguntemos al huésped si conoce o ha aprendido algún juego. Que no tiene mala presencia, a juzgar por su naturaleza, por sus muslos, piernas y brazos, por su robusta cerviz y por su gran vigor, ni le ha desamparado todavía la juventud; aunque está quebrantado por muchos males, pues no creo que haya cosa alguna que pueda compararse con el mar para abatir a un hombre por fuerte que sea.

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