285
Así dirán y tendré que sufrir tamaños ultrajes. Y también yo me indignaría contra la que tal hiciera; contra la que, a despecho de su padre y de su madre todavía vivos, se juntara con hombres antes de haber contraído público matrimonio.
289
Oh forastero, entiende bien lo que voy a decir, para que pronto logres de mi padre que te dé compañeros y te haga conducir a tu patria. Hallarás junto al camino un hermoso bosque de álamos, consagrado a Atenea, en el cual mana una fuente y a su alrededor se extiende un prado: allí tiene mi padre un campo y una viña floreciente, tan cerca de la ciudad que puede oírse el grito que en ésta se de. Siéntate en aquel lugar y aguarda que nosotras, entrando en la población lleguemos al palacio de mi padre. Y cuando juzgues que ya habremos de estar en casa, encamínate también a la ciudad de los feacios y pregunta por la morada de mi padre, del magnánimo Alcínoo; la cual es fácil de conocer y a ella te guiará hasta un niño, pues las demás casas de los feacios son muy diferentes de la del héroe Alcínoo.
303
Después que entrares en el palacio y en el patio del mismo, atravesarás la sala rápidamente hasta que llegues adonde mi madre, sentada al resplandor del fuego del hogar, de espaldas a una columna, hila lana purpúrea, cosa admirable de ver, y tiene detrás de ella a las esclavas. Allí también, cerca del hogar, se levanta el trono en que mi padre se sienta y bebe vino como un inmortal. Pasa por delante de él y tiende los brazos a las rodillas de mi madre, para que pronto amanezca el alegre día de tu regreso a la patria por lejos que ésta se halle. Pues si mi madre te fuere benévola, puedes concebir la esperanza de ver a tus amigos y de llegar a tu casa bien labrada y a tu patria tierra.
316
Diciendo así, arreó con el lustroso azote las mulas, que dejaron al punto la corriente del río, pues trotaban muy bien y alargaban el paso en la carrera. Nausícaa tenía las riendas, para que pudiesen seguirla a pie las esclavas y Odiseo y aguijaba con gran discreción a las mulas.
321
Poníase el sol cuando llegaron al magnífico bosque consagrado a Atenea. Odiseo se quedó en él y acto seguido suplicó de esta manera a la hija del gran Zeus:
324
—¡Oyeme hija de Zeus, que lleva la égida! ¡Indómita! Atiéndeme ahora, ya que nunca lo hiciste cuando me maltrataba el ínclito dios que bate la tierra. Concédeme que, al llegar a los feacios, me reciban éstos como amigo y de mí se apiaden.
328
Así dijo rogando y le oyó Palas Atenea. Pero la diosa no se le apareció aún, porque temía a su tío paterno, quien estuvo vivamente irritado contra el divinal Odiseo, en tanto el héroe no arribó a su patria.
1
Mientras así rogaba el paciente divinal Odiseo, la doncella era conducida a la ciudad por las vigorosas mulas. Apenas hubo llegado a la ínclita morada de su padre, paró en el umbral; sus hermanos, que se asemejaban a los dioses, pusiéronse a su alrededor, desengancharon las mulas y llevaron los vestidos adentro de la casa; y ella se encaminó a su habitación, donde encendía fuego la anciana Eurimedusa de Apira, su camarera, a quien en otro tiempo habían traído de allá en las corvas naves y elegido para ofrecérsela como regalo a Alcínoo, que reinaba sobre todos los feacios y era escuchado por el pueblo cual si fuese un dios. Esta fue la que crió a Nausícaa, de níveos brazos, en el palacio; y entonces le encendía fuego y le aparejaba cena.
14
En aquel punto levantábase Odiseo, para ir a la ciudad; y Atenea, que le quería bien, envolvióle en copiosa nube: no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al camino, le zahiriese con palabras y le preguntase quién era. Mas, al entrar el héroe en la agradable población, se le hizo encontradiza Atenea, la deidad de ojos de lechuza, transfigurada en joven doncella que llevaba un cántaro, y se detuvo delante de él. Y el divinal Odiseo le dirigió esta pregunta:
22
—¡Oh hija! ¿No Podrías llevarme al palacio de Alcínoo que reina sobre estos hombres? Soy un forastero que, después de padecer mucho, he llegado acá, viniendo de lejos, de una tierra apartada; y no conozco a ninguno de los hombres que habitan esta ciudad y estos campos.
27
Respondióle Atenea, la deidad de ojos de lechuza: —Yo te mostraré, oh forastero venerable, el palacio de que hablas, pues esta cerca de la mansión de mi eximio padre. Anda sin desplegar los labios, y te guiaré en el camino; pero no mires a los hombres ni les hagas preguntas, que ni son muy sufridos con los forasteros ni acogen amistosamente al que viene de otro país. Aquéllos, fiando en sus rápidos bajeles, atraviesan el gran abismo del mar por concesión de Poseidón, que sacude la tierra; y sus embarcaciones son tan ligeras como las alas o el pensamiento.
37
Cuando así hubo dicho, Palas Atenea caminó a buen paso y Odiseo fue siguiendo las pisadas de la diosa. Y los feacios ínclitos navegantes, no cayeron en la cuenta de que anduviese por la ciudad y entre ellos porque no lo permitió Atenea, la terrible deidad de hermosas trenzas, la cual, usando de benevolencia cubrióle con una niebla divina. Atónito contemplaba Odiseo los puertos, las naves bien proporcionadas, las ágoras de aquellos héroes y los muros grandes, altos, provistos de empalizadas, que era cosa admirable de ver. Pero, no bien llegaron al magnífico palacio del rey, Atenea, la deidad de ojos de lechuza, comenzó a hablarle de esta guisa:
48
—Este es, padre huésped, el palacio que me pediste te mostrara. Hallarás en él a los reyes alumnos de Zeus, celebrando un banquete; pero vete adentro y no se turbe tu ánimo, que el hombre, si es audaz, es más afortunado en lo que emprende, aunque haya venido de otra tierra. Entrado en la sala, hallarás primero a la reina, cuyo nombre es Arete, y procede de los mismos ascendientes que engendraron al rey Alcínoo. En un principio, engendraron a Nausítoo el dios Poseidón, que sacude la tierra, y Peribea, la más hermosa de las mujeres, hija menor del magnánimo Eurimedonte, el cual había reinado en otro tiempo sobre los orgullosos Gigantes. Pero éste perdió a su pueblo malvado y pereció él mismo; y Poseidón tuvo en aquélla un hijo, el magnánimo Nausítoo, que luego imperó sobre los feacios. Nausítoo engendró a Rexénor y a Alcínoo; mas, estando el primero recién casado y sin hijos varones, fue muerto por Apolo, el del arco de plata, y dejó en el palacio una sola hija, Arete, a quien Alcínoo tomó por consorte y se ve honrada por él como ninguna de las mujeres de la tierra que gobiernan una casa y viven sometidas a sus esposos. Así, tan cordialmente, ha sido y es honrada de sus hijos, del mismo Alcínoo y de los ciudadanos que la contemplan como a una diosa y la saludan con cariñosas palabras cuando anda por la ciudad. No carece de buen entendimiento y dirime los litigios de aquellos, para los cuales siente benevolencia, aunque sean hombres. Si ella te fuere benévola, ten esperanza de ver a tus amigos y de llegar a tu casa de elevado techo y a tu patria tierra.
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Cuando Atenea, la de ojos de lechuza, hubo dicho esto, se fue por cima del mar; y, saliendo de la encantadora Esqueria llegó a Maratón, la de anchas calles, y entróse en la tan sólidamente construida morada de Erecteo. Ya Odiseo enderezaba sus pasos a la ínclita casa de Alcínoo y, antes de llegar frente al broncíneo umbral, meditó en su ánimo muchas cosas; pues la mansión excelsa del magnánimo Alcínoo resplandecía con el brillo del sol o de la luna. A derecha e izquierda corrían sendos muros de bronce desde el umbral al fondo; en lo alto de ello, extendíase una cornisa de lapislázuli; puertas de oro cerraban por dentro la cara sólidamente construida; las dos jambas eran de plata y arrancaban del broncíneo umbral; apoyábase en ellas argénteo dintel, y el anillo de la puerta era de oro. Estaban en ambos lados unos perros de plata y oro, inmortales y exentos para siempre de la vejez, que Hefesto había fabricado con sabia inteligencia para que guardaran la casa del magnánimo Alcínoo. Había sillones arrimados a la una y a la otra de las paredes, cuya serie llegaba sin interrupción desde el umbral a lo más hondo, y cubrían los delicados tapices hábilmente tejidos, obra de las mujeres. Sentábanse allí los príncipes feacios a beber y a comer, pues de continuo celebraban banquetes. Sobre pedestales muy bien hechos hallábanse de pie unos niños de oro, los cuales alumbraban de noche, con hachas encendidas en las manos, a los convidados que hubiera en la casa. Cincuenta esclavas tiene Alcínoo en su palacio; unas quebraban con la muela el rubio trigo; otras tejen telas y, sentadas, hacen voltear los husos, moviendo las manos cual si fuesen hojas de excelso plátano, y las bien labradas telas relucen como si destilaran aceite líquido.
108
Cuanto los feacios son expertos sobre todos los hombres en conducir una velera nave por el ponto, así sobresalen grandemente las mujeres en fabricar lienzos, pues Atenea les ha concedido que sepan hacer bellísimas labores y posean excelente ingenio. En el exterior del patio, cabe a las puertas, hay un gran jardín de cuatro yugadas, y alrededor del mismo se extiende un seto por entrambos lados. Allí han crecido grandes y florecientes árboles: perales, granados, manzanos de espléndidas pomas, dulces higueras y verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano: son perennes; y el Céfiro, soplando constantemente, a un mismo tiempo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo. Allí han plantado una viña muy fructífera y parte de sus uvas se secan al sol en un lugar abrigado y llano, a otras las vendimian, a otras las pisan, y están delante las verdes, que dejan caer la flor, y las que empiezan a negrear. Allí en el fondo del huerto, crecían liños de legumbres de toda clase, siempre lozanas. Hay en él dos fuentes: una corre por todo el huerto; la otra va hacia la excelsa morada y sale debajo del umbral, adonde acuden por agua los ciudadanos. Tales eran los espléndidos presentes de los dioses en el palacio de Alcínoo.
133
Detúvose el paciente divinal Odiseo a contemplar todo aquello; y, después de admirarlo, pasó rápidamente el umbral, entró en la casa y halló a los caudillos y príncipes de los feacios ofreciendo con las copas libaciones al vigilante Argifontes, que era el último a quien las hacían cuando ya determinaban acostarse; mas el paciente divinal Odiseo anduvo por el palacio, envuelto en la espesa nube con que lo cubrió Atenea, hasta llegar adonde estaban Arete y el rey Alcínoo. Entonces tendió Odiseo sus brazos a las rodillas de Arete, disipóse la divinal niebla, enmudecieron todos los de la casa al reparar en aquel hombre a quien contemplaban admirados, y Odiseo comenzó su ruego de esta manera:
146
—¡Arete, hija de Rexénor, que parecía un dios! Después de sufrir mucho, vengo a tu esposo, a tus rodillas y a estos convidados, a quienes permitan los dioses vivir felizmente y entregar su herencia a los hijos que dejen en sus palacios, así como también los honores que el pueblo les haya conferido. Mas aprestadme hombres que me conduzcan, para que muy pronto vuelva a la patria; pues hace mucho tiempo que ando lejos de los amigos, padeciendo infortunios.
153
Dicho esto, sentóse junto a la lumbre del hogar, en la ceniza; y todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Pero, al fin, el anciano héroe Equeneo, que era el de más edad entre los varones feacios y descollaba por su elocuencia, sabiendo muchas y muy antiguas cosas, les arengó benévolamente y les dijo:
159
—¡Alcínoo! No es bueno ni decoroso para ti que el huésped esté sentado en tierra, sobre la ceniza del hogar; y éstos se hallan cohibidos, esperando que hables. Ea, pues, levántale, hazle sentar en una silla de clavazón de plata, y manda a los heraldos que mezclen vino para ofrecer libaciones a Zeus, que se huelga con el rayo, dios que acompaña a los venerandos suplicantes. Y tráigale de cenar la despensera, de aquellas viandas que allá dentro se guardan.
167
Cuando esto oyó la sacra potestad de Alcínoo, asiendo por la mano al prudente y sagaz Odiseo, alzóle de junto al fuego e hízolo sentar en una silla espléndida, mandando que se la cediese un hijo suyo, el valeroso Laodomante, que se sentaba a su lado y érale muy querido. Una esclava dióle aguamanos, que traía en magnífico jarro de oro y vertió en fuente de plata, y puso delante de Odiseo una pulimentada mesa. La veneranda despensera trájole pan y dejó en la mesa buen número de manjares, obsequiándole con los que tenía guardados.
177
El paciente divinal Odiseo comenzó a beber y a comer; y entonces el poderoso Alcínoo dijo al heraldo:
179
—¡Pontónoo! Mezcla vino en la cratera y distribúyelo a cuantos se encuentren en el palacio, a fin de que hagamos libaciones a Zeus, que se huelga con el rayo, dios que acompaña a los venerandos suplicantes.
182
Así se expresó. Pontónoo mezcló el dulce vino y lo distribuyó a todos los presentes, después de haber ofrecido en copas las primicias. Y cuando hubieron hecho la libación y bebido cuanto plugo a su ánimo, Alcínoo les arengó diciéndoles de esta suerte:
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—¡Oíd, caudillos y príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Ahora, que habéis cenado, idos a acostar en vuestras casas, mañana, así que rompa el día, llamaremos a un número mayor de ancianos, trataremos al forastero como a huésped en el palacio, ofreceremos a las deidades hermosos sacrificios, y hablaremos de su acompañamiento para que pueda, sin fatigas ni molestias y acompañándole nosotros, llegar rápida y alegremente a su patria tierra, aunque esté muy lejos, y no haya de padecer mal ni daño alguno antes de tornar a su país; que, ya en su casa, padecerá lo que el hado y las graves Hilanderas dispusieron al hilar el hilo cuando su madre lo dio a luz. Y si fuere uno de los inmortales, que ha bajado del cielo, algo nos preparan los dioses; pues hasta aquí siempre se nos han aparecido claramente cuando les ofrecemos magníficas hecatombes, y comen, sentados con nosotros, donde comemos los demás. Y si algún solitario caminante se encuentra con ellos, no se le ocultan; porque estamos tan cercanos a los mismos por nuestro linaje como los Ciclopes y la salvaje raza de los Gigantes.
207
Respondióle el ingenioso Odiseo: —¡Alcínoo! Piensa otra cosa, pues no soy semejante ni en cuerpo ni en natural a los inmortales que poseen el anchuroso cielo, sino a los mortales hombres: puedo equipararme por mis penas a los varones de quienes sepáis que han soportado más desgracias, y contaría males aun mayores que los suyos si os dijese cuantos he padecido por la voluntad de los dioses. Mas dejadme cenar, aunque me siento angustiado; que no hay cosa tan importuna como el vientre, que nos obliga a pensar en él aun hallándonos muy afligidos o con el ánimo lleno de pesares como me veo yo ahora, nos incita siempre a comer y a beber, y en la actualidad me hace echar en olvido los trabajos que he padecido, mandándome que lo sacie. Y vosotros daos prisa, así que se muestre la aurora, y haced que yo, oh desgraciado, vuelva a mi patria, no obstante lo mucho que he padecido. No se me acabe la vida sin ver nuevamente mis posesiones, mis esclavos y mi gran casa de elevado techo.