Ahora bien, la existencia del fotón mensajero es breve, y acaba materializándose en pares de partículas con una masa, una energía, un espín y otros números cuánticos, impuestos por las leyes de la conservación, apropiados. Esos pares salen de la caja negra y lo que solemos ver es:
La variedad de posibles estados finales, derivados todos de un estado inicial simple, habla del poder de esta técnica. Comparad lo anterior con la colisión de dos protones. Cada protón tiene tres quarks, que ejercen interacciones fuertes entre sí. Esto significa que intercambian rápidamente gluones, las partículas mensajeras de la interacción fuerte (nos toparemos con ellos más adelante en este mismo capítulo). Por si nuestro poco agraciado protón no fuese ya lo bastante complejo, resulta que un gluón, en su camino, digamos, de un quark
up
hacia un quark
down
, puede olvidar momentáneamente su misión y materializarse (como los fotones mensajeros) en cualquier quark y su antiquark,
s
y
s
(s-barra), por ejemplo. La aparición del
s
s
es muy fugaz, pues el gluón tiene que volver a tiempo para que se lo absorba, pero mientras tanto se produce un objeto complicado.
Los físicos apegados a los aceleradores de electrones llamaban jocosamente a los protones «cubos de basura», y describían las colisiones de protones contra protones o antiprotones, no sin cierta justicia, como choques de dos cubos de basura, de los que saltaban cáscaras de huevos, pieles de plátanos, posos de café y billetes de apuestas rotos.
En 1973-1974, el colisionador de electrones y positrones de Stanford (
e
−
,
e
+
), el SPEAR, empezó a tomar datos y llegó a un resultado inexplicable. Parecía que la fracción de las colisiones que daban hadrones era mayor de lo calculado teóricamente. La historia es complicada y, hasta octubre de 1974, no demasiado interesante. Los físicos del SLAC, dirigidos por Burton Richter, quien, en la venerada tradición de los jefes de grupos, estaba fuera en ese momento, fueron acercándose a unos curiosos efectos que se producían cuando la suma de las energías de las dos partículas que chocaban andaba en las proximidades de 3 GeV, cifra sugerente, como recordaréis.
Al asunto le puso más salsa el que a más de cuatro mil kilómetros al este de Brookhaven un grupo del MIT estuviera repitiendo nuestro experimento del dimuón de 1967. Samuel C. C. Ting estaba al cargo. Ting, de quien se rumorea que ha sido el jefe de todos los
Boy Scouts
de Taiwan, obtuvo su doctorado en Michigan, pasó un periodo posdoctoral en el CERN y, a principios de los años sesenta, se unió a mi grupo como profesor ayudante de Columbia, donde sus aristas menos afiladas se hicieron más cortantes.
Ting, experimentador meticuloso, incansable, preciso, organizado, trabajó conmigo en Columbia durante unos cuantos años, pasó otros, y buenos, en el laboratorio DESY cercano a Hamburgo, Alemania, y se marchó luego al MIT, como profesor. Se convirtió enseguida en una fuerza (¿la quinta?, ¿la sexta?) con la que había que contar en la física de partículas. Mi carta de recomendación exageró deliberadamente algunos de sus puntos débiles —una treta corriente para conseguir que se contrate a alguien—, pero lo hice para concluir esto: «Ting, un gran físico chino, picante y agrio». La verdad es que Ting me perturbaba, lo que se remonta a que mi padre llevaba una pequeña lavandería y de niño oí muchas historias sobre la competencia china al otro lado de la calle. Desde entonces, todos los físicos chinos me han puesto nervioso.
Cuando trabajó con la máquina de electrones del laboratorio DESY, se convirtió en un experto en analizar los pares
e
+
e
−
que salían de las colisiones de electrones, así que decidió que la detección de pares de electrones era la mejor forma de hacer el Drell-Yan, esto… quiero decir el experimento dileptónico de Ting. Así que ahí estaba él en 1974, en Brookhaven, y, al contrario que sus análogos del SLAC, que hacían chocar electrones y positrones, utilizó protones de gran energía, dirigidos hacia un blanco estacionario, y buscó los pares
e
+
e
−
que salían de la caja negra con el último grito en instrumentación: un detector muchísimo más preciso que el burdo instrumento que habíamos ensamblado siete años antes. Con cámaras de hilos de Charpak pudo determinar con precisión la masa del fotón mensajero o lo que quiera que diese lugar al observado par de electrón y positrón.
Como tanto los muones como los electrones son leptones, qué par se elija detectar es cosa de gusto. Ting iba a la caza del chichón, de pesca de algún fenómeno nuevo, no a verificar alguna hipótesis nueva. «Me hace feliz comer comida china con los teóricos —se dice que una vez dijo Ting—, «pero pasarse la vida haciendo lo que te cuentan es una pérdida de tiempo.» ¡Qué apropiado que el descubridor de un quark llamado encanto tuviera esa personalidad!
Los experimentos de Brookhaven y del SLAC estaban destinados a hacer el mismo descubrimiento, pero hasta el 10 de noviembre de 1974 ninguno de los grupos sabía mucho de los progresos del otro. ¿Qué conexión hay entre los dos experimentos? En el experimento del SLAC, un electrón choca contra un positrón y, como primer paso, se crea un fotón virtual. El experimento de Brookhaven tiene un estado inicial que es un barullo perversamente complicado, pero sólo mira los fotones virtuales en el caso de que salgan y se disuelvan en un par
e
+
e
−
. Ambos experimentos se las ven entonces con el fotón mensajero, que puede tener cualquier masa/energía transitoria; depende de la fuerza de la colisión. El modelo, bien comprobado, de lo que sucede en la colisión del SLAC dice que se crea un fotón mensajero que puede disolverse en hadrones, en tres piones, por ejemplo, o en un pión y dos kaones, o en un protón, un antiprotón y dos piones, o en un par de muones y electrones, etc. Hay muchas posibilidades compatibles con la energía entrante, el momento, el espín y otros factores.
Así que si existe algo nuevo cuya masa sea menor que la suma de las energías de los dos haces que chocan, también se podrá producir en la colisión. De hecho, si la «cosa» nueva tiene los mismos, populares números cuánticos que el fotón, podrá dominar la reacción cuando la suma de las dos energías sea precisamente igual a la masa de esa cosa nueva. Se me ha dicho que, con la nota y la intensidad adecuadas, la voz de un tenor puede romper un cristal. Las nuevas partículas nacen de una manera parecida.
En la versión de Brookhaven el acelerador envía protones a un blanco fijo, en este caso una pequeña pieza de berilio. Cuando los protones, relativamente grandes, golpean los también relativamente grandes núcleos de berilio, puede suceder, y sucede, todo tipo de cosas. Un quark golpea un quark. Un quark golpea un antiquark. Un quark golpea un gluón. No importa cuál sea la energía del acelerador, habrá colisiones de una energía mucho menor, porque los quarks constituyentes comparten la energía total del protón. Por lo tanto, los pares de leptones que Ting medía para interpretar su experimento salían de la máquina más o menos aleatoriamente. La ventaja de un estado inicial tan complejo es que se tiene cierta probabilidad de producir todo lo que se pueda producir con esa energía. Tanto es lo que sucede cuando chocan dos cubos de basura. La desventaja es que hay que encontrar la «cosa» nueva entre una gran pila de desechos. Para probar la existencia de una partícula nueva se necesitan muchas sesiones; si no, no se manifestará con solidez. Y hace falta un buen detector. Por suerte, Ting tenía uno que era una belleza.
La máquina SPEAR del SLAC actuaba de forma opuesta. En ella chocaban los electrones con los positrones. Simple. Partículas puntuales, materia y antimateria, que chocan y se aniquilan. La materia se convierte en pura luz, en un fotón mensajero. Este paquete de energía, a su vez, vuelve a condensarse en materia. Si cada haz es, digamos, de 1,5525 GeV, consigues el doble, una colisión de 3,105 GeV, cada vez. Y si existe una partícula nueva de esa masa, podrás producirla en vez de un fotón. Estarás forzado casi a lograr el descubrimiento; eso es todo lo que la máquina puede hacer. Las colisiones que produce tienen una energía predeterminada. Para pasar a otra energía, los científicos tienen que modificar los imanes y hacer otros ajustes. Los físicos de Stanford podían sintonizar finamente la energía de la máquina con una precisión que iba mucho más allá de lo que se había previsto en el diseño, un logro técnico muy notable. Francamente, no creía que se pudiera hacer. La desventaja de las máquinas del tipo de la SPEAR es que se debe barrer el dominio de energía, muy despacio, a saltos pequeñísimos. Por otra parte, cuando se atina con la energía correcta —o si se ha tenido de alguna forma un soplo de cuál es, lo que más tarde daría que hablar—, podrás descubrir una partícula nueva en un día o dos.
Volvamos por un momento a Brookhaven. En 1967-1968, cuando observamos la curiosa joroba dimuónica, nuestros datos iban de l GeV a 6 GeV, y el número de pares de muones a 6 GeV era sólo una millonésima del que era a 1 GeV. A 3 GeV había una abrupta nivelación del número de pares de muones producidos, y por encima aproximadamente de 3,5 GeV la caída se reanudaba. En otras palabras, había un rellano, una joroba de 3 a 3,5 GeV. En 1969, cuando íbamos estando listos para publicar los datos, los siete autores discutimos acerca de cómo describir la joroba. ¿Era una partícula nueva cuyo efecto desperdigaba un detector muy distorsionador? ¿Era un proceso nuevo que generaba fotones mensajeros con un rendimiento diferente? Nadie sabía, en 1969, cómo se producían los pares de muones. Decidí que los datos no eran lo bastante buenos para proclamar un descubrimiento.
Bueno, en el espectacular enfrentamiento del 11 de noviembre de 1974, resultó que tanto el grupo del SLAC como el de Brookhaven tenían datos claros de un incremento a 3,105 GeV. En el SLAC, cuando se sintonizó la máquina a esa energía (¡una hazaña que no era precisamente mediocre!), los contadores que registraban las colisiones se volvieron locos; su cuenta se centuplicó, y al sintonizar el acelerador a 3,100 o 3,120 cayó otra vez al valor base. Lo abrupta que era la resonancia fue la razón de que se tardase tanto en encontrarla; el grupo había pasado antes por ese territorio y se le había escapado el incremento. En los datos de Ting en Brookhaven, los pares salientes de leptones, medidos con precisión, mostraban un brusco chichón centrado alrededor de 3,10 GeV. También él concluyó que el chichón sólo podía significar una cosa: que había descubierto un estado nuevo de la materia.
El problema de la prioridad científica en el descubrimiento de Brookhaven y el SLAC dio lugar a una discusión muy espinosa. ¿Quién lo hizo primero? Corrieron las acusaciones y los rumores. Una de las acusaciones era que los científicos del SLAC, conocedores de los resultados preliminares de Ting, sabían dónde mirar. La réplica fue la acusación de que el chichón inicial de Ting no era concluyente y se le maquilló en las horas pasadas entre el descubrimiento del SLAC y el anuncio de Ting. Los del SLAC llamaron al nuevo objeto
Ψ
; (psi). Ting lo llamó J. Hoy se le llama comúnmente el
J/Ψ
; o
J/psi
. Se habían devuelto la paz y la armonía a la comunidad. Más o menos.
Muy interesante todo, pero ¿por qué se armó un jaleo tan tremendo? La voz del anuncio conjunto del 11 de noviembre corrió inmediatamente por todo el mundo. Un científico del CERN recordaba: «Fue indescriptible. Todo el mundo hablaba de eso por los pasillos». EL
New York Times
del domingo sacó el descubrimiento en la primera página: SE HALLA UN NUEVO Y SORPRENDENTE TIPO DE PARTÍCULA.
Science
: DOS PARTÍCULAS NUEVAS DELEITAN Y DESCONCIERTAN A LOS FÍSICOS. Y el decano de los escritores científicos, Walter Sullivan, escribió más tarde en el
New York Times
: «Pocas veces, o ninguna, se habrá causado antes tanto revuelo en la física… y el final no se vislumbra». Tan sólo dos años después, Ting y Richter compartieron el premio Nobel de 1976 por el
J/psi
.
Me llegaron las noticias mientras trabajaba duramente en un experimento del Fermilab que llevaba la exótica denominación de E-70. ¿Puedo ahora, escribiendo en mi estudio diecisiete años después, recordar mis sentimientos? Como científico, como físico de partículas, me entusiasmó semejante logro, una alegría que, claro está, se teñía de envidia y una pizca de odio asesino a los descubridores. Esa es la reacción normal. Pero yo había estado ahí. ¡Ting había hecho mi experimento! Es verdad, en 1967-1968 no se disponía de cámaras del tipo de las que habían hecho que el experimento de Ting fuese tan preciso. Con todo, el viejo experimento de Brookhaven tenía los ingredientes de dos premios Nobel; si hubiésemos tenido un detector más capaz y si Bjorken hubiese estado en Columbia y si hubiésemos sido un poco más inteligentes… Y si mi abuela hubiese tenido ruedas —como les tomábamos el pelo a los que no hacían más que decir «si, si, si…»— habría sido un trolebús.
Bueno, sólo puedo echarme la culpa a mí mismo. Tras detectar en 1967 el misterioso chichón, había decidido que seguiría estudiando la física de los dileptones con las nuevas máquinas de gran energía que se avecinaban. El CERN tenía programada la inauguración en 1971 de un colisionador de protones contra protones, el ISR, cuya energía efectiva era veinte veces la de Brookhaven. Abandonando el pájaro en mano de Brookhaven, remití una propuesta al CERN. Cuando ese experimento empezó a tomar datos en 1972, fui otra vez incapaz de ver el
J/psi
, esta vez por culpa de un feroz fondo de inesperados piones y de nuestro superferolítico detector de partículas de cristal de plomo, que, sin que lo supiéramos, estaba siendo irradiado por la nueva máquina. Ese fondo resultó ser en sí mismo un descubrimiento: detectamos hadrones de gran momento transversal, otro tipo de dato que apuntaba a la estructura de quarks dentro de los protones.
Mientras tanto, en 1971 también, el Fermilab iba estando listo para poner en marcha una máquina de 200 GeV. Aposté también a esta nueva máquina. El experimento del Fermilab empezó a principios de 1973, y mi excusa era… bueno, la verdad es que no llegamos a hacer lo que nos habíamos propuesto hacer porque nos distrajeron los curiosos datos que varios grupos habían visto en el novísimo entorno del Fermilab. Al final resultó que no eran más que cantos de sirena, o de unas tristes ranas, y cuando volvimos a los
dileptones
, la Revolución de Noviembre ya había entrado en los libros de historia. Así que no sólo se me escapó el J en Brookhaven, sino que se me escapó en las dos máquinas nuevas, un récord de torpeza en la física de partículas.