Cuando volví a Columbia de un placentero año sabático en el CERN a finales de 1959, oí las discusiones acerca de las crisis de la interacción débil, incluida la ultra de Schwartz. Schwartz había llegado por alguna razón a creer que no había un acelerador lo bastante potente para generar un haz de neutrinos suficientemente intenso, pero yo no estaba de acuerdo. El AGS (de Sincrotón de Gradiente Alterno) de 30 GeV estaba a punto de concluirse en Brookhaven. Hice los números y me convencí, y luego convencí a Schwartz, de que el experimento era factible. Diseñamos lo que, para 1960, era un experimento enorme. Jack Steinberger, compañero de Columbia, se nos unió, y con estudiantes y posdoctorados formamos un grupo de siete. A Jack, Mel y a mí se nos conocía por nuestras maneras gentiles y amables. Una vez, mientras caminábamos por el suelo del acelerador de Brookhaven, oía un físico que estaba con un grupo exclamar: «¡Ahí va Asesinato, S. A.!».
Para bloquear todas las partículas menos los neutrinos, hicimos una gruesa pared alrededor del pesado detector, y con ese fin empleamos miles de toneladas de acero que se sacaron de barcos en desuso. Una vez cometí el error de decirle a un periodista que habíamos desguazado el acorazado
Missouri
para hacer el muro. Debí de coger mal el nombre, pues por lo visto el
Missouri
está todavía por ahí. Pero lo cierto era que habíamos convertido un acorazado en chatarra. También cometí el error de bromear y decir que si hubiera una guerra tendríamos que recomponer el barco; adornaron la historia, y enseguida corrió el rumor de que la armada había confiscado nuestro experimento para hacer alguna guerra (qué guerra podía ser ésa —era 1960— es aún un misterio).
Algo inventada también es mi historia del cañón. Teníamos un cañón naval de treinta centímetros con un tubo adecuado y gruesas paredes: valía como un hermoso colimador, el dispositivo que enfoca y apunta el haz de partículas. Queríamos rellenarlo de berilio, que servía de filtro, pero el tubo tenía esos profundos surcos helicoidales. Así que mandé a un estudiante huesudo a que se metiese dentro para rellenarlos con estropajo. Se tiró una hora ahí, reptó afuera todo acalorado, sudoroso e irritado, y dijo: «¡Me largo!». «No puedes largarte —le grité—, ¿dónde voy a encontrar otro estudiante de tu calibre?»
Una vez estuvieron concluidos los preparativos, el acero de unos barcos caducos rodeaba un detector hecho de diez toneladas de aluminio dispuestas con tacto para que, si los neutrinos chocaban con un núcleo de aluminio, se pudieran observar los productos de la colisión. El sistema de detección que al final empleamos, una cámara de chispas, había sido inventado por un físico japonés, Shuji Fukui. Aprendimos mucho hablando con Jim Cronin, de Princeton, que dominaba la nueva técnica. Schwartz ganó el consiguiente concurso al mejor diseño cuya escala se pudiese aumentar de unos cuantos kilos a diez toneladas. En esta cámara de chispas se espaciaban alrededor de un centímetro unas placas de aluminio de más de dos centímetros de grosor, primorosamente trabajadas, y entre las placas adyacentes se aplicaba una diferencia de voltaje enorme. Si pasaba una partícula cargada por el pasillo, una chispa, que se podía fotografiar, seguía su trayectoria. ¡Qué fácil es decirlo! Este método no carecía de problemas técnicos. ¡Pero los resultados! Zas: el camino de la partícula subnuclear se hace visible en la luz rojoanaranjada del encendido gas de neón. Era un aparato precioso.
Construimos modelos de la cámara de chispas y, para saber sus características, los pusimos en haces de electrones y piones. Casi todas las cámaras de por entonces medían unos nueve decímetros cuadrados y tenían de diez a veinte placas. El diseño que habíamos preparado tenía cien placas, cada una de cerca de cuarenta decímetros cuadrados y con un grosor del orden de un par de centímetros, esperando a que los neutrinos chocasen. Siete trabajamos de día y de noche, y a otras horas también, para ensamblar el aparato y su electrónica, e inventamos todo tipo de dispositivos: huecos de chispas hemisféricos, aparatos de encolado automáticos, circuitos. Nos ayudaron algunos ingenieros y técnicos.
Empezamos las sesiones definitivas a finales de 1960, y de inmediato nos vimos infestados por el «ruido» de fondo creado por los neutrones y otros residuos del blanco que culebreaban alrededor de nuestros formidables doce metros de acero, fastidiaban en las cámaras de chispas y sesgaban los resultados. Con que se colase sólo una partícula en mil millones, ya había problemas. Sabed, como cultura general, que uno entre mil millones es la definición legal de milagro. Durante semanas nos las vimos y deseamos taponando grietas por las que pudieran colarse los neutrones. Buscamos diligentemente conducciones eléctricas bajo el suelo. (Mel Schwartz, explorando, se topó con una, se quedó pegado y tuvieron que tirar de él varios técnicos fuertes.) Cada resquicio fue taponado con bloques de acero roñoso del ex acorazado. En cierto momento, el director del flamante nuevo acelerador de Brookhaven marcó las distancias: «Pondréis esos sucios bloques cerca de mi nueva máquina por encima de mí cadáver», tronó. No aceptamos su oferta; habría quedado un bulto invisible dentro del blindaje. Pactamos, pues, sólo un poco. A finales de noviembre el fondo se había reducido a unas proporciones manejables.
Esto es lo que hacíamos.
Los protones que salían del AGS se estrellaban en un blanco y se producían unos tres piones por colisión. Producíamos unas 10¹¹ (cien mil millones) colisiones por segundo. Se generaba también una variedad de neutrones, protones, ocasionalmente antiprotones y otros residuos. Los residuos que se encaminaban hacia nosotros cruzaban un espacio de unos quince metros antes de estrellarse en el impenetrable muro de acero. En esa distancia se desintegraba alrededor de un 10 por 100 de los piones; teníamos, pues, unas cuantas decenas de miles de millones de neutrinos. El número de los que se dirigían en la dirección correcta, hacia el muro de acero de doce metros de espesor, era mucho menor. Al otro lado del muro, a unos treinta centímetros, esperaba nuestro detector, la cámara de chispas. Calculamos que, si teníamos suerte, veríamos en la cámara de chispas hecha de aluminio una colisión de neutrino ¡por semana! En esa semana el blanco habría proyectado unos 500.000 billones (5 × 10
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) de partículas en nuestra dirección general. Por esa razón teníamos que reducir el fondo tan rigurosamente.
Esperábamos dos tipos de colisiones de neutrinos: 1) un neutrino da en un núcleo de aluminio, y se producen un muón y un núcleo excitado, o 2) un neutrino da en un núcleo, y se producen un electrón y un núcleo excitado. Olvidaos de los núcleos. Lo importante es que esperábamos que de la colisión saliera un mismo número de muones y de electrones, acompañados de vez en cuando por piones y otros residuos del núcleo excitado.
La virtud triunfó, y en ocho meses de exposición observamos cincuenta y seis colisiones de neutrinos, de las que quizá cinco fuesen espurias. Suena fácil, pero nunca, nunca olvidaré el primer suceso de neutrino. Habíamos revelado un rollo de película, el resultado de una semana de toma de datos. La mayoría de las fotos estaban vacías o exhibían trazas de rayos cósmicos obvias. Pero, de pronto, ahí estaba: una espectacular colisión, con una traza de muón muy, muy larga alejándose. Este primer suceso fue el momento de un mini-Eureka, el destello de la certidumbre, tras tanto esfuerzo, de que el experimento iba a salir bien.
Nuestra primera tarea fue probar que se trataba realmente de sucesos neutrínicos pues este era el primer experimento de ese tipo que se hubiese efectuado jamás. Reunimos toda nuestra experiencia y por turnos fuimos haciendo de abogado del diablo, intentando descubrir fallos en nuestras propias conclusiones. Pero los datos eran realmente sólidos como una roca, y el momento, el de hacerlos públicos. Nos sentíamos lo bastante seguros para presentar nuestros datos a los colegas. Tendríais que haber oído la charla que Schwartz dio en el abarrotado auditorio de Brookhaven. Como un abogado, descartó, una a una, todas las posibles alternativas. En el público hubo sonrisas y lágrimas. Se tuvo que ayudar a la madre de Mel, presa de un llanto incontenible.
El experimento tuvo tres consecuencias (siempre tres) de orden mayor. Recordad que Pauli propuso la existencia del neutrino para explicar la pérdida de energía en la desintegración beta, en la que un electrón es expulsado del núcleo. Los neutrinos de Pauli estaban siempre asociados a los electrones. En casi todos nuestros sucesos, sin embargo, el producto de la colisión del neutrino era un muón.
Nuestros
neutrinos se negaban a producir electrones. ¿Por qué?
Tuvimos que concluir que los neutrinos que usábamos tenían una nueva propiedad específica, la «muonidad». Como esos neutrinos nacieron con un muón en la desintegración de los piones, de alguna forma llevaban impreso «muón».
Para probar esto a un público que llevaba el escepticismo en los genes, teníamos que saber y mostrar que nuestro aparato no era propenso a ver muones, y que no era —por un diseño estúpido— incapaz de detectar los electrones. El problema del telescopio de Galileo una y otra vez. Por fortuna, pudimos demostrarles a nuestros críticos que habíamos dotado a nuestro equipo con la capacidad de detectar electrones y que, en efecto, lo habíamos verificado con haces de electrones de comprobación.
La radiación cósmica, que al nivel del mar está compuesta por muones, aportaba otro efecto de fondo. Un muón de rayo cósmico que entrara por la parte de atrás de nuestro detector y se parase en medio podría ser confundido por físicos de menos fuste con un muón generado por los neutrinos que saliesen, que era lo que buscábamos. Para evitarlo habíamos instalado un «bloque», pero ¿cómo podíamos estar seguros de que había funcionado?
El secreto consistía en dejar el detector funcionando mientras la máquina estaba apagada, lo que ocurría la mitad del tiempo, más o menos. Cuando el acelerador estaba inactivo, todos los muones que apareciesen serían rayos cósmicos no invitados. Pero no salió ninguno; los rayos cósmicos no podían atravesar nuestro bloque. Menciono todos estos detalles técnicos para enseñaros que la experimentación no es tan fácil y que la interpretación de un experimento es una cuestión sutil. Heisenberg le comentó una vez a un colega ante la entrada de una piscina: «Toda esa gente entra y sale muy bien vestida. ¿De ello sacas la conclusión de que nadan vestidos?».
La conclusión que nosotros —y casi todos los demás— sacamos del experimento era que hay (por lo menos) dos neutrinos en la naturaleza, uno asociado a los electrones (el corriente y moliente de Pauli) y otro asociado a los muones. Llamadlos, pues, neutrinos electrónicos (corrientes) y neutrinos muónicos, el tipo que produjimos en nuestro experimento. A esta distinción se le llama ahora «sabor», en la caprichosa jerigonza del modelo estándar, y la gente empezó a hacer una pequeña tabla:
neutrino electrónico | neutrino muónico |
electrón | Muón |
o en la notación abreviada de la física:
υ e | υ μ |
e | μ |
El electrón está puesto debajo de su primo, el neutrino electrónico (indicado por el subíndice), y el muón debajo del suyo, el neutrino muónico. Recordad que antes de este experimento conocíamos tres leptones —e, υ y μ— que no estaban sujetos a la interacción fuerte. Ahora había cuatro: e, υ
e
y υ
μ
. El experimento se quedó para siempre con el nombre de experimento de los dos neutrinos; los ignorantes creen que son una pareja de bailarines italianos. Pasado el tiempo, con este broche se cerraría el manto del modelo estándar. Observad que tenemos dos «familias» de leptones, partículas puntuales, dispuestas verticalmente. El electrón y el neutrino electrónico forman la primera familia, que está por doquiera en nuestro universo. La segunda familia la forman el muón y el neutrino muónico. No se encuentran hoy los muones fácilmente en el universo, sino que hay que hacerlos en los aceleradores o en otras colisiones de alta energía, como las producidas por los rayos cósmicos. Cuando el universo era joven y caliente, estas partículas eran abundantes. Cuando el muón, hermano pesado del electrón, fue descubierto, I. I. Rabi preguntó: «¿Quién ha pedido eso?». El experimento de los dos neutrinos proporcionó una de las primeras pistas de cuál era la respuesta.
¡Ah, sí! Que hubiera dos neutrinos diferentes resolvía el problema de la crisis de la reacción mu-e-gamma perdida. Recuerdo: un muón debería desintegrarse en un electrón y un fotón, pero nadie había podido detectar esta reacción, aunque muchos lo intentaron. Debería haber una secuencia de procesos: un muón se desintegraría primero en un electrón y dos neutrinos, un neutrino regular y un antineutrino. Estos dos neutrinos, al ser materia y antimateria, se aniquilarían y producirían el fotón. Pero nadie había visto esos fotones. Ahora la razón era obvia. Estaba claro que el muón positivo se desintegra siempre en un positrón y dos neutrinos, pero éstos eran un neutrino electrónico y un neutrino antimuónico. Estos neutrinos no se aniquilan mutuamente porque son de familias diferentes. Siguen siendo neutrinos, y no se produce ningún fotón, y por lo tanto no hay reacción mu-e-gamma.
La segunda consecuencia del experimento de Asesinato, S. A., fue la creación de una nueva herramienta para la física: los haces calientes y fríos de neutrinos. Aparecieron, a su tiempo, en el CERN, el Fermilab, Brookhaven y Serpuhkov (URSS). Recordad que antes del experimento del AGS no estábamos totalmente seguros de que existiesen los neutrinos. Ahora teníamos haces suyos de encargo.
Algunos os habréis dado cuenta de que estoy esquivando un tema. ¿Qué pasaba con la crisis número uno, el que nuestra ecuación de la interacción débil no valga a altas energías? En realidad, nuestro experimento de 1961 demostró que el ritmo de las colisiones
aumentaba
con la energía. En los años ochenta, los laboratorios de aceleradores mencionados más arriba —con haces más intensos a energías mayores y detectores que pesaban cientos de toneladas— recogieron millones de sucesos neutrínicos a un ritmo de varios por minuto (mucho mejor que nuestro rendimiento en 1961 de uno o dos a la semana). Aun así, la crisis de la interacción débil a grandes energías no estaba resuelta, pero sí se había iluminado mucho. El ritmo de las colisiones de los neutrinos aumentaba con la energía, como la teoría de baja energía predecía. Sin embargo, el miedo de que el ritmo de colisiones se volviese imposiblemente grande se alivió con el descubrimiento de la partícula W en 1982. Era una de las partes de la física nueva que modificó la teoría, y condujo a un comportamiento más gentil y amable. De esta forma se pospuso la crisis, a la que, sí, volveremos.