El neutrino, como no tiene carga y apenas masa, no podía detectarse directamente en los años treinta; hoy sólo puede detectárselo con mucho esfuerzo. Aunque la existencia del neutrino no se probó experimentalmente hasta los años cincuenta, casi todos los físicos aceptaron que su existencia era un hecho porque
tenía
que existir para que la contabilidad cuadrase. En las reacciones de hoy en los aceleradores, que son más exóticas y en las que intervienen los quarks y otras cosas extrañas, seguimos presuponiendo que toda energía que falte se escapa de la colisión en forma de neutrinos indetectables. Este artero ladronzuelo parece dejar su firma invisible por todo el universo.
Pero volvamos a la interacción débil. La desintegración que descubrió Fermi —el neutrón se convierte en un protón, un electrón y un neutrino (en realidad, un antineutrino)— les sucede rutinariamente a los neutrones libres. Cuando el neutrón está aprisionado en el núcleo, sin embargo, sólo puede ocurrir en circunstancias especiales. Por el contrario, el protón, en cuanto partícula libre, no puede desintegrarse (que sepamos). Dentro del abarrotado núcleo, en cambio, el protón ligado puede dar lugar a un neutrón, un positrón y un neutrino. La razón de que el neutrón libre sufra la desintegración débil es la mera conservación de la energía. El neutrón es más pesado que el protón, y cuando un neutrón libre se convierte en un protón hay suficiente masa en reposo adicional para crear el electrón y el antineutrino y despedirlos con un poco de energía. Un protón libre se queda muy corto de masa para hacer eso. Pero dentro del núcleo la presencia de los demás cacharros altera de hecho la masa de una partícula ligada. Si los protones y los neutrones de dentro pueden, mediante su desintegración, aumentar la estabilidad y reducir la masa del núcleo en el que se apiñan, lo hacen. Sin embargo, si el núcleo está ya en su estado de menor masa-energía, es estable y no pasa nada. Resulta que todos los hadrones —los protones, los neutrones y sus cientos de primos— se ven inducidos a desintegrarse por medio de la interacción débil, y el protón libre parece ser la única excepción.
La teoría de la interacción débil se generalizó gradualmente y, enfrentándose sin cesar a nuevos datos, se convirtió en una teoría cuántica de campos de la interacción débil. Salió una nueva generación de teóricos, casi todos de las universidades norteamericanas, que contribuyó a moldear la teoría: Feynman, Gell-Mann, Lee, Yang, Schwinger, Robert Marshak y muchos otros. (Sigo teniendo una pesadilla en la que todos los teóricos que no he citado se reúnen en un suburbio de Teherán y ofrecen la recompensa de una admisión inmediata en el cielo de los teóricos a cualquiera que instantánea y totalmente renormalice a Lederman.)
Una propiedad crucial de la interacción débil es la violación de la paridad. Las demás fuerzas respetan esa simetría; que una fuerza la violara fue una conmoción. Los mismos experimentos que demostraron la violación de P (la paridad) habían demostrado que otra simetría profunda, la que compara el mundo y el antimundo, fallaba también. Esta segunda simetría recibía el nombre de C, de conjugación de carga. La simetría C también fallaba sólo con la interacción débil. Antes de que se demostrase la violación de C se pensaba que un mundo en el que todos los objetos estuviesen hechos de antimateria obedecería las mismas leyes de la física que el viejo mundo regular hecho de materia. No, dijeron los datos. La interacción débil no respeta esa simetría.
¿Qué tenían que hacer los teóricos? Se retiraron rápidamente a una nueva simetría: la simetría CP. Esta dice que dos sistemas físicos Son esencia idénticos si uno está relacionado con el otro mediante, a la vez, la reflexión de todos los objetos en un espejo (P) y la transformación de todas las partículas en antipartículas (C). La simetría CP, decían los teóricos, es una simetría mucho más profunda. Aunque la naturaleza no respeta C y P por separado, la simetría simultánea CP debe persistir. Y lo hizo hasta 1964, cuando Val Fitch y James Cronin, dos experimentadores de Princeton que estudiaban los kaones neutros (una partícula que había descubierto mi grupo en unos experimentos realizados en Brookhaven entre 1956 y 1958), obtuvieron datos claros y convincentes que mostraban que la simetría CP no era perfecta.
¿Que no era perfecta? Los teóricos guardaron un torvo silencio, pero el artista que hay en todos nosotros se alegró. A los artistas y a los arquitectos les encanta pincharnos con lienzos o estructuras arquitectónicas que son casi, pero no exactamente, simétricas. Las torres asimétricas de la, por lo demás, simétrica catedral de Chartres son un buen ejemplo. El efecto de la violación de CP era pequeño —unos pocos sucesos por millar— pero claro, y los teóricos volvieron a la casilla número uno.
Cito la violación de CP por tres razones. En primer lugar, es un buen ejemplo de lo que, en las otras fuerzas, vino a considerarse una «simetría ligeramente rota». Si creemos en la simetría intrínseca de la naturaleza, algo, algún agente físico, debe intervenir para romper esa simetría. Un agente que esté íntimamente emparentado con la simetría no la destruye en realidad, sólo la oculta para que la naturaleza parezca ser asimétrica. La Partícula Divina disfraza así la simetría. Volveremos a ello en el capítulo 8. La segunda razón para mencionar la violación de CP es que, desde el punto de vista de los años noventa, se trata de una de las necesidades más perentorias que tiene la resolución de los problemas de nuestro modelo estándar.
La razón final, la que llamó la respetuosa atención de la Real Academia Sueca de la Ciencia hacia el experimento de Fitch y Cronin, es que la aplicación de la violación de CP a los modelos cosmológicos de la evolución del universo explicó un problema que había atormentado a los astrofísicos desde hacía cincuenta años. Antes de 1957, un gran número de experimentos indicaba que había una simetría perfecta entre la materia y la antimateria. Si la materia y la antimateria eran tan simétricas, ¿por qué nuestro planeta, nuestro sistema solar, nuestra galaxia y, según todos los indicios, todas las galaxias carecen de antimateria? ¿Y cómo pudo un experimento realizado en Long Island en 1965 explicar todo eso?
Los modelos indicaban que a medida que el universo se enfrió tras el big bang, toda la materia y toda la antimateria se aniquilaron y dejaron una radiación, pura en esencia y al final demasiado fría —con una energía demasiado baja— para crear materia. ¡Pero materia es lo que somos nosotros! ¿Por qué estamos aquí? El experimento de Fitch y Cronin muestra la salida. La simetría no es perfecta. El resultado de la simetría CP ligeramente rota es un pequeño exceso de materia con respecto a la antimateria (por cada cien millones de pares de quark y antiquark hay un quark extra), y ese ínfimo excedente explica toda la materia que hay en el universo que hoy observamos, incluyéndonos a nosotros mismos. Gracias, Fitch; gracias, Cronin. Unos tipos estupendos.
Buena parte de la información detallada sobre la interacción débil nos la proporcionaron los haces de neutrinos, y esta es otra historia. La hipótesis de Pauli de 1930 —que existía una pequeña partícula neutra que sólo es sensible a la fuerza débil— se comprobó de muchas maneras de 1930 a 1960. Las mediciones precisas de un número cada vez mayor de núcleos y partículas que se desintegraban débilmente tendían a confirmar la hipótesis de que una cosita neutra escapaba de la reacción y se llevaba energía y momento. Era una forma conveniente de entender las reacciones de desintegración, pero ¿cabía detectar de verdad los neutrinos?
No era una tarea fácil. Los neutrinos flotan a través de vastos espesores de materia indemnes porque sólo obedecen a la interacción débil, cuyo corto alcance reduce la probabilidad de una colisión enormemente. Se calculó que para garantizar una colisión de un neutrino con la materia haría falta un blanco de plomo de ¡un año luz de espesor! Un experimento muy caro. Pero si usamos un número muy grande de neutrinos, el grosor necesario para ver una colisión de vez en cuando se reduce en la medida correspondiente. A mediados de los años cincuenta, se emplearon los reactores nucleares como fuentes intensas de neutrinos (¡tanta radiactividad!), a los que se exponía un enorme depósito de dicloruro de cadmio (más barato que un año luz de plomo). Con tantos neutrinos (en realidad, antineutrinos, que es lo que, más que nada, sale de los reactores), era inevitable que alguno de ellos diese en los protones y causase una desintegración beta inversa; es decir, se liberaban un positrón y un neutrón. El positrón, en su vagabundeo, acabaría por dar con un electrón; ambos se aniquilarían y se producirían dos fotones que se moverían en sentidos opuestos y volarían hacia afuera, hacia el interior de un fluido de limpieza en seco, que destella cuando dan en él los fotones. La detección de un neutrón y de un par de fotones supuso la primera prueba experimental del neutrino, unos treinta y cinco años después de que Pauli imaginara la criatura.
En 1959, otra crisis, o dos en realidad, fustigaron el espíritu del físico. El centro de la tormenta estaba en la Universidad de Columbia, pero la crisis se compartió y apreció generosamente en todo el mundo. En ese momento, todos los datos sobre la interacción débil procedían de la desintegración natural de las partículas. No hay mayor amor que el de una partícula que da su vida por la educación de los físicos. Para estudiar la interacción débil nos limitábamos a observar las partículas, como el neutrón o el pión, que se desintegraban en otras. Las energías que intervenían las proporcionaban las masas en reposo de las partículas que se desintegraban —por lo normal de unos pocos MeV hasta unos 100 MeV o así—. Hasta los neutrinos libres que disparaban los reactores y padecían colisiones regidas por la interacción débil no aportaban más que unos pocos MeV. Cuando modificamos la teoría de la interacción débil con los resultados experimentales sobre la paridad, tuvimos una joya de teoría, bien elegante, que casaba con todos los datos disponibles, proporcionados por las miríadas de desintegraciones nucleares y por desintegraciones de los piones, los muones, las lambdas y probablemente, pero era difícil de probar, de la civilización occidental.
La crisis número uno tenía que ver con las matemáticas de la interacción débil. En las ecuaciones aparece la energía a la que se mide la fuerza. Según sean los datos, se introduce la energía de la masa en reposo de la partícula que se desintegra —1,65 MeV o 37,2 MeV o la que sea— y sale la respuesta correcta. Les das vueltas a los términos, los machacas, los mueles y, más pronto o más tarde, te salen las predicciones tocantes a las vidas medias, las desintegraciones, el espectro de los electrones —cosas que se pueden comparar con los experimentos—, y son buenas. Pero si uno mete, digamos, 100 GeV (
mil millones
de electronvoltios), la teoría se descarría. La ecuación te estalla en la cara. En la jerga de la física, a esto se le llama «la crisis de la unitariedad».
Este es el dilema. La ecuación estaba muy bien, pero a alta energía era patológica. Los números pequeños funcionaban; los grandes, no. No teníamos la verdad definitiva, sólo una verdad válida para el dominio de bajas energías. Tenía que haber alguna física nueva que modificase las ecuaciones a alta energía.
La crisis número dos era el misterio de la reacción no observada. Se podía calcular cuán a menudo se desintegraba un muón en un electrón y un fotón. Nuestra teoría de los procesos débiles decía que esa reacción debía producirse. Buscarla era un experimento favorito en Nevis, y varios nuevos doctores se pasaron quién sabe cuántas horas tras ella sin éxito. Se cita a menudo a Murray Gell-Mann, el gurú de todo lo arcano, como el autor de la llamada Regla Totalitaria de la Física: «Todo lo que no está prohibido es obligatorio». Si nuestras leyes no niegan la posibilidad de un suceso, no sólo
puede
ocurrir, es que ¡
tiene
que ocurrir! Si la desintegración del muón en un electrón y un fotón no está prohibida, ¿por qué no la vemos? ¿Qué prohibía esa desintegración mu-e-gamma? (Donde pone «gamma» entended «fotón».)
Las dos crisis eran apasionantes. Ambas ofrecían la posibilidad de una física nueva. Abundaban las cábalas teóricas, pero la sangre experimental hervía. ¿Qué hacer? Los experimentadores tenemos que medir, martillar, serrar, limar, apilar ladrillos de plomo, hacer algo. Así que lo hicimos.
A Melvin Schwartz, profesor ayudante de Columbia, tras escuchar un detallado repaso de las dificultades existentes al teórico, de Columbia también, T. D. Lee en noviembre de 1959, se le ocurrió su GRAN IDEA. ¿Por qué no crear un haz de neutrinos dejando que un haz de piones de alta energía derive a lo largo de un espacio suficiente para que una fracción, digamos de alrededor del 10 por 100, de los piones se desintegre en un muón y un neutrino? Desaparecerían piones en vuelo; aparecerían muones y neutrinos que se repartirían la energía original de esos piones. Así que, volando por el espacio, tenemos muones y neutrinos procedentes del 10 por 100 de los piones desintegrados, más el 90 por 100 de los piones que no se han desintegrado, más un montón de residuos nucleares originados en el blanco que produjeron los piones. Ahora, decía Schwartz, dirijámoslo todo a un muro grande y grueso de acero, de —como al final fue— doce metros de grosor. El muro lo pararía todo menos los neutrinos, a los que no les costaría atravesar más de sesenta millones de kilómetros de acero. Al otro lado del muro nos quedaría un haz puro de neutrinos, y como el neutrino obedece sólo a la interacción débil, tendríamos a mano una forma de estudiar tanto el neutrino como la interacción débil mediante las colisiones de neutrinos.
Este montaje encaraba tanto la crisis número uno como la número dos. La idea de Mel era que gracias a este haz de neutrinos podríamos estudiar la interacción débil a energías de miles de millones de electronvoltios en vez de a energías de sólo millones de electronvoltios. Nos permitiría ver la interacción débil a altas energías. Quizá nos proporcionase también algunas ideas acerca de por qué no vemos la desintegración de los muones en electrones y fotones, suponiendo que los neutrinos tenían algo que ver.
Como ocurre a menudo en la ciencia, un físico soviético, Bruno Pontecorvo, publicó una idea prácticamente equivalente casi a la vez. Si el nombre parece más italiano que ruso es porque Bruno es un italiano que se pasó a Moscú en los años cincuenta por razones ideológicas. Su física, sus ideas y su imaginación eran, no obstante, sobresalientes. La tragedia de Bruno fue la de quien intenta sacar adelante sus imaginativas ideas dentro de un sistema de burocracia idiotizante. Los congresos internacionales son el lugar donde se exhibe la tradicional cálida amistad de los científicos. En un congreso así que se celebró en Moscú le pregunté a un amigo: «Yevgeny, dime, ¿quién entre vosotros, los físicos rusos, es realmente comunista?». Miró por la sala y señaló a Pontecorvo. Pero eso fue en 1960.