La piel de zapa (27 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: La piel de zapa
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Y añadió en alta voz, deteniendo al anticuario y lanzando una ojeada a su pareja:

—Por lo visto, señor mío, ha dado usted Ya al olvido las severas máximas de su filosofía.

—¡Ah! —contestó el mercader con voz cascada—, ahora soy dichoso como un joven. Había errado el camino. Una hora de amor vale por toda una existencia.

En aquel momento sonó la campanada de aviso, y los espectadores abandonaron el salón, dirigiéndose a ocupar sus respectivas localidades. El anciano y Rafael se separaron.

Al entrar en su palco, el marqués vio a Fedora en la platea frontera. Recién llegada, sin duda, la condesa echó atrás su abrigo, dejando al descubierto el cuello y haciendo esos leves movimientos con que las coquetas preparan la postura que han de adoptar.

Todas las miradas convergieron hacia ella. La acompañaba un joven par de Francia a quien pidió los gemelos de que le había hecho depositario. De su gesto, de la manera de mirar al nuevo pretendiente, Rafael dedujo la tiranía a que su sucesor se hallaba sometido. Fascinado sin duda, como él lo estuvo en otro tiempo, burlado como él y luchando idénticamente, con toda la pujanza de un amor verdadero, contra los fríos cálculos de aquella mujer, el malaventurado joven debía sufrir los tormentos a que Valentín había renunciado, por fortuna para él. Un júbilo indescriptible animó la fisonomía de Fedora, cuando después de haber asestado sus gemelos a todos los palcos y examinado rápidamente los tocados, adquirió la convicción de eclipsar con su atavío y con su belleza a las más lindas y elegantes parisinas; se echó a reír, para enseñar su blanca dentadura; agitó su cabeza adornada de flores, para hacerse admirar, y su mirada fue pasando de palco en palco burlándose, ya de un gorrillo desmañadamente ajustado a la frente de una princesa rusa, ya de un sombrero defectuoso que afeaba a la hija de un banquero.

De pronto palideció, al tropezar con la mirada fija de Rafael. Su desdeñado amante la envolvió en una insoportable ojeada de desprecio. De todos sus adoradores desahuciados, Valentín era el único que desconocía su dominio, el único que se hallaba a cubierto de sus seducciones.

Un poder arrostrado impune mente, toca a su ruina. Esta máxima permanece más profundamente grabada en el corazón de una mujer que en la cabeza de los reyes. Así, pues, Fedora vio en Rafael la muerte de sus prestigios y de su coquetería. Una frase pronunciada por él la noche anterior en la Opera, se había hecho célebre en los salones de París. El filo del acerado epigrama, había inferido a la condesa una herida incurable. En Francia, se sabe cauterizar una llaga, pero no se conoce aún el remedio para el daño que produce una frase. En el momento en que todas las mujeres miraban alternativamente al marqués y a la condesa, Fedora hubiera querido sepultarle en las mazmorras de cualquier Bastilla, porque, a pesar de su talento para el disimulo, sus rivales se percataron de su sufrimiento. Al fin, perdía el consuelo que la restaba. Las deliciosas palabras: ¡soy la más hermosa!, la eterna frase que calmaba todos los afanes de su vanidad, resultaba ya una mentira.

Al comenzar él segundo acto, se instaló una mujer en el palco inmediato al de Rafael, vacío hasta entonces. Todo el patio prorrumpió en un murmullo de admiración. Aquel mar de caras humanas agitó sus conscientes ondas, y todos los ojos se fijaron en la recién llegada. Jóvenes y viejos promovieron tan prolongado rumor, que, mientras se levantaba el telón, los profesores de la orquesta se volvieron hacia el público, reclamando silencio; pero acabaron por asociarse a la unánime demostración aumentando el confuso alboroto. En todos los palcos se entablaron animadas conversaciones. Las mujeres requirieron sus gemelos, y los viejos, sintiéndose remozados, limpiaron con la cabritilla de sus guantes los cristales de sus lentes. El entusiasmo se fue atenuando gradualmente, la representación siguió su curso y todo volvió a la normalidad. La selecta concurrencia, como avergonzada de haber cedido a su espontáneo impulso, recobró la frialdad aristocrática de su correcta distinción. Los ricos alardean de no asombrarse de nada, y han de apreciar a primera vista, en la más acabada obra, un defecto que les dispense del sentimiento vulgar de la admiración. Sin embargo, varios hombres permanecieron inmóviles, sin oír la música y como embobados, contemplando a la vecina de Rafael.

Valentín vio en un sillón circular, próximo al de Aquilina la innoble y congestionada faz de Taillefer, que le hizo una mueca de aprobación. Luego reparó en Emilio, que en pie, detrás de la orquesta, parecía indicarle que se fijara en la celestial criatura que tenía a su lado. Por último, Rastignac, sentado junto a una joven, seguramente viuda, retorcía los guantes entre sus manos, como desesperado de su encadenamiento, que le impedía aproximarse a la incógnita divinidad.

La vida de Rafael dependía de un pacto consigo mismo, no quebrantado hasta entonces; habíase prometido no mirar jamás atentamente a ninguna mujer, y para precaverse contra las tentaciones, llevaba unos gemelos, cuyas microscópicas lentes, artísticamente combinadas, destruían el conjunto armónico de las más hermosas facciones, dándoles un aspecto repulsivo. Dominado aún por el terror que le acometió por la mañana, cuando al formular un voto dictado por la más elemental cortesía, menguó instantáneamente el talismán, Rafael adoptó la firme resolución de no volverse a mirar a su vecina.

Sentado de espalda en el ángulo de su palco, ocultaba impertinentemente la mitad de la escena a la desconocida, afectando menospreciarla y hasta ignorar que había detrás una mujer bonita. Su vecina imitaba con exactitud la postura de Valentín: con el codo apoyado en el antepecho, y asomando apenas la cabeza, miraba fijamente al escenario, inmóvil como modelo de pintor.

Ambos jóvenes parecían dos novios reñidos, que están de monos y se vuelven la espalda, dispuestos a hacer las paces a la primera palabra de amor. En algunos momentos, las ligeras plumas o los cabellos de la desconocida rozaban la cabeza de Rafael, causándole una sensación voluptuosa contra la que luchaba animosamente; poco después, sintió el suave contacto de los encañonados encajes que guarnecían el borde del vestido, y hasta el crujir de los pliegues de la propia tela, estremecimiento lleno de inefables encantos; por último, el imperceptible movimiento impreso por la respiración al seno, a la espalda, a las ropas de la gentil muchacha, comunicó a Rafael los efluvios de aquella reposada existencia, como una descarga eléctrica. El tul y las blondas transmitieron fielmente a sus estimulados nervios el delicioso calor del nítido y torneado busto.

Por un capricho de la naturaleza, aquellos dos seres, desunidos por el buen tono, separados por los abismos de la muerte, respiraron juntos y quizá pensaron uno en otro. Los penetrantes perfumes del áloe acabaron de embriagar a Rafael. Su imaginación, excitada por un obstáculo, y a la que las trabas hacían aún más fantásticas, le bosquejó con rapidez una mujer de facciones de fuego. Se volvió bruscamente. La desconocida, enojada y molesta sin duda por aquel contacto con una persona extraña, hizo un movimiento semejante, y ambos rostros quedaron frente a frente, animados por idéntico pensamiento.

—¡Paulina!

—¡Don Rafael!

Los dos jóvenes se miraron un instante en silencio, como petrificados. Rafael contempló a Paulina, en un tocado sencillo y de buen gusto. A través de la gasa que cubría castamente su busto, una mirada experta podía vislumbrar una blancura de lirio y adivinar formas que hasta una mujer habría admirado. Mantenía su modestia virginal, su celestial candor, su graciosa actitud. La manga del vestido acusaba el temblor que hacía palpitar el cuerpo, como palpitaba el corazón.

—Vaya usted mañana —dijo a Rafael— a la posada de San Quintín, para recoger sus papeles. Al mediodía estaré yo allí. Sea puntual.

Y, levantándose precipitadamente, desapareció. Rafael estuvo a punto de seguir a la muchacha; pero se quedó, temiendo comprometerla. Luego miró a Fedora, encontrándola fea, y no pudiendo comprender una sola frase de la música, ahogándose en la sala, oprimido el corazón, abandonó el teatro y regresó a su casa.

—Jonatás —dijo a su antiguo criado, al tiempo de acostarse—, dame media gota de láudano en un terrón de azúcar, y no me despiertes mañana hasta las doce menos veinte.

Al saltar del lecho, al día siguiente, fijó su mirada en el talismán, con indefinible angustia.

—¡Quiero que me ame Paulina! —demandó.

La piel no hizo ningún movimiento, como si hubiera perdido su fuerza contráctil: sin duda, no podía satisfacer un deseo ya realizado.

—¡Ah! —exclamó Rafael, como si se hubiera descargado de una plancha de plomo, que pesara sobre sus hombros desde que poseyó el talismán—. ¡Mientes, no me obedeces! ¡Queda roto el pacto! Estoy libre y viviré. Esto ha sido una broma de mal género.

Pero al expresarse así, no se atrevía a creer en su propio pensamiento. Se vistió con la modestia de pasados tiempos, y quiso ir a pie a su antiguo domicilio, tratando de transportarse mentalmente a los dichosos días en que se entregaba sin riesgo a la furia de sus deseos, sin haber apreciado todavía todos lo; goces humanos.

Caminaba imaginándose, no ya a la Paulina de la posada de San Quintín, sino a la Paulina de la víspera, la perfecta mujer de su casa, tantas veces soñada, a la doncella espiritual, amante, artista, que comprende a los poetas por comprender la poesía y vive en el seno del lujo; en una palabra, a Fedora dotada de un alma sensible, o a Paulina condesa y dos veces millonaria, como lo era Fedora.

Al pisar el vetusto umbral, el carcomido batiente de aquella puerta, en la que tantas veces le habían asaltado ideas desesperadas, salió una viejecita de la salita, preguntándole:

—¿Es usted, por ventura, don Rafael de Valentín?

—El mismo, buena mujer —contestó el interpelado.

—Puesto que ya sabe usted su antiguo cuarto —dijo la anciana—, puede subir solo. Allí le esperan.

—¿Continúa el establecimiento a cargo de la señora de Gaudin? —interrogó Rafael.

—¡Ca! no, señor. Actualmente, la señora de Gaudin es baronesa. Habita una preciosa casa propia, en la otra orilla del río. Volvió su marido y trajo el dinero a espuertas; tanto, que, según dicen, podría comprar todo el barrio de Santiago, si quisiera. Me ha cedido gratis el negocio y lo que tenía pagado por arrendamiento. ¡Dios la bendiga! es una buena señora, que sigue siendo tan sencilla y tan llana como antes.

Rafael subió presurosamente a su buhardilla, y al llegar a los últimos peldaños, oyó los acordes del piano. Entró, viendo a Paulina, modestamente vestida con un traje de percal; pero la hechura del mismo, los guantes, el sombrero, la manteleta, negligentemente tirados sobre la cama, denotaban lo desahogado de su posición.

—¡Ah! ¿ya está usted aquí? —exclamó Paulina, volviendo la cabeza y levantándose, en un impulso de jubilosa ingenuidad. Rafael se fue hacia ella, ruboroso, avergonzado, feliz, contemplándola sin articular palabra.

—¿Por qué nos abandonó usted? —siguió preguntando la muchacha, bajando los ojos y tiñéndose de carmín—. ¿Qué ha sido de usted?

—¡Ay, Paulina! ¡He sido y continúo siendo muy desgraciado!

—¡Ya, ya! —dijo ella, enternecida—. Me lo figuré ayer, al verle tan elegante, rico en apariencia, pero… ¡dígame usted, don Rafael! ¿no han variado las circunstancias?

Valentín no pudo contener algunas lágrimas, que resbalaron por sus mejillas, y exclamó:

—¡Paulina!… estoy…

No pudo terminar la frase. La pasión brilló en sus ojos, y su corazón se desbordó en una mirada.

—¡Oh! ¡me ama! ¡me ama! —exclamó a su vez Paulina.

Rafael asintió con un signo de cabeza, por sentirse imposibilitado de pronunciar una palabra. Al observar aquel ademán, la muchacha le tomó la mano, la oprimió entre las suyas y le dijo, mezclando la risa con los sollozos:

—¡Al fin, ricos y dichosos!… ¡Sí! tu Paulina es rica, por más que en este instante debería volver a su antigua pobreza. ¡Cuántas veces he prometido renunciar a todos los tesoros de la tierra, con tal de poder pronunciar esa frase! ¡Me ama!… ¡Ah, Rafael mío! Soy millonaria. Te gusta el lujo y estarás capacitado para satisfacer todos tus antojos; pero también debes reservar algún afecto para mi corazón, que tanto amor encierra para ti… ¿No sabes que volvió mi padre y que soy la única heredera de una inmensa fortuna? Tanto él, como mi madre, respetan en absoluto las decisiones de mi voluntad. ¿Comprendes lo que quiero decirte?

Presa de una especie de delirio, Rafael conservaba sus manos enlazadas a las de Paulina, y las besaba con tal ardor, tan ávidamente, que parecía víctima de una convulsión. Paulina se desprendió, colocó sus manos sobre los hombros del joven y le contempló con fijeza. Ambos se comprendieron y se unieron —; en estrecho abrazo, con ese santo y delicioso fervor, exento de toda malicia, en el que se imprime un solo beso, el primer beso, en el que quedan fundidas dos almas, posesionándose mutuamente.

—¡Ah! —exclamó Paulina, dejándose caer sobre la silla—. ¡No quiero que volvamos a separarnos!… ¿Cómo juzgarás este atrevimiento mío? —preguntó ruborizándose.

—¡Atrevimiento, Paulina de mi alma! ¡No temas nada; eso es amor, amor verdadero, profundo, eterno como el mío! ¿verdad que sí?

—¡Oh! ¡habla! ¡habla! —contestó ella—. ¡Han permanecido cerrados para mí tus labios durante tanto tiempo!

—¿Luego me amabas?

—¿Y me lo preguntas? ¡Cuántas veces he llorado aquí mismo, al arreglar tu cuarto, deplorando tu miseria y la mía! ¡Hubiera vendido mi alma al diablo, por evitarte un disgusto! Ahora, bien mío, ¡porque eres mío, me pertenecen ese cerebro tan inteligente y ese corazón tan noble!… ¡Sí! sobre todo tu corazón, que es riqueza que no se agota… ¿Qué iba diciéndote? —prosiguió después de una pausa—. ¡Ah! ¡ya recuerdo! ¡Poseemos tres, cuatro, cinco millones, no sé cuantos! Si fuera pobre, tendría empeño en llevar tu apellido, en llamarme tu esposa; pero en este momento, quisiera sacrificarte el mundo entero, quisiera ser tu sierva eternamente. ¡Mira, Rafael! ofreciéndote hoy cariño, mi fortuna, mi persona, no podría darte más que el día en que deposité allí —dijo señalando al cajón de la mesa— cierta moneda de cinco francos… ¡Ay! ¡Cuánto daño me causó entonces tu alegría!

—¿Por qué eres rica? —repuso Rafael—, ¿por qué no tienes vanidad? Siendo como eres, nada vale lo que yo pueda ofrecerte.

Y se retorció las manos de júbilo, de desesperación, de amor.

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