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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (24 page)

BOOK: La piel del tambor
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Las fotos de la señora Bruner y el torero, por ejemplo, resultaban fuera de tono. A fin de cuentas ella era de familia ilustre; y ademas una mujer casada.

—Los curas —dijo Peregil— Vosotros centraos en los curas.

De pronto se acordó de lo que llevaba en la bolsa, y sacó de ella una cámara Canon con objetivo zoom de 80 a 200 milímetros Venía de comprarla de segunda mano, y esperaba que el desembolso —otro navajazo en el bajo vientre de sus maltrechas finanzas— acabara por valer la pena.

—¿Sabéis hacer fotos?

Don Ibrahim compuso un gesto de suficiencia, como si la duda fuera ofensiva.

^—Naturalmente —se tocaba el pecho con la mano que sostenía el bastón—. Yo mismo, en mi juventud, fui fotógrafo en La Habana —meditó un instante, para añadir—: Así costeé mis estudios A la débil luz de la plaza, Peregil veía brillar sobre la barriga del ex falso letrado la cadena de oro con el reloj de Hemingway

—¿Tus estudios?

—Eso es.

—Los de abogado, supongo.

Todo había salido años atrás en la prensa y ambos lo sabían de sobra, como Sevilla entera. Aun así don Ibrahim tragó saliva, sosteniendo con gravedad la mirada de su interlocutor:

—Naturalmente —después hizo una digna pausa y añadió, con valor—: No tengo otros.

Le dio Peregil la bolsa sin más comentarios. Después de todo qué sería de nosotros sin nosotros mismos, pensaba. La vida es un naufragio, y cada uno echa a nadar como puede.

—Quiero fotos —ordenó— Cada vez que ese cura y la señora se encuentren donde sea, quiero que les hagáis una foto. De modo discreto, ¿eh?… Sin que lo noten. Ahí tenéis también dos rollos de película de alta sensibilidad por si hay poca luz; así que no se os vaya a ocurrir tirar con flash.

Se habían ido bajo un farol, y don Ibrahim miraba el contenido de la bolsa.

—Mal se nos puede ocurrir —dijo—. Aquí no hay ningún flash.

Peregil, que encendía un pitillo, miró al indiano mientras se encogía de hombros:

—No te jode. El más barato cuesta cinco mil duros.

La Albahaca era una antigua mansión del siglo xvn. Los propietarios tenían la vivienda en la segunda planta, y tres salones de la parte baja se habían convertido en restaurante. Aunque todas las mesas estaban ocupadas, el maítre —Macarena Bruner lo llamaba Diego— les había reservado una en el mejor salón, junto a la gran chimenea y bajo una vidriera emplomada que daba a la plaza de Santa Cruz. Habían hecho una entrada espectacular, vestidos ambos de negro, ella bellísima en su traje de chaqueta con falda corta, escoltada por la silueta oscura y delgada de Lorenzo Quart. La Albahaca era uno de los lugares a donde cierta clase de sevillanos llevaban a sus invitados venidos de fuera, a mostrarlos y a hacerse ver, y la entrada de la hija de la duquesa del Nuevo Extremo con el sacerdote no pasó en absoluto inadvertida. Macarena había cambiado un par de saludos al llegar, y desde las mesas próximas no se les quitaba ojo de encima. Se inclinaban las cabezas, las bocas cuchicheaban en voz baja y las joyas relucían entre las candelas encendidas. Mañana, se dijo Quart, esto va a saberlo toda Sevilla.

—No he estado en Roma desde mi viaje de boda —contaba ella, en apariencia indiferente a la expectación suscitada—. El Papa nos recibió en audiencia especial. Yo iba de negro, con teja y mantilla. Muy española… ¿Por qué me mira de ese modo?

Quart masticó despacio el último trocito de foie de oca y situó cuchillo y tenedor en el borde inferior de su plato, ligeramente inclinados hacia la derecha. Por encima de la llama de la vela, los ojos de Macarena Bruner seguían todos sus movimientos.

—No parece una mujer casada.

Ella se echó a reír, y la llama puso reflejos de miel en sus ojos oscuros:

—¿Cree que la vida que llevo no conviene a una mujer casada?

Quart apoyó un codo en la mesa mientras ladeaba un poco la cabeza, evasivo:

—Yo no juzgo ese tipo de cosas.

—Pero ha venido con alzacuello, en vez de la corbata que me prometió.

Se miraron sin prisas el uno al otro. Ahora el resplandor interpuesto de la vela ocultaba la parte inferior del rostro de la mujer, aunque Quart adivinó la sonrisa en el brillo de su mirada.

—En lo que a mi vida se refiere —dijo Macarena Bruner—, no hago de ella ningún secreto. He abandonado el domicilio conyugal. También tengo un amigo que es torero. Y antes del torero hubo algún otro —la pausa fue calculada, perfecta; y muy a pesar suyo, él admiró su temple—… ¿No se siente escandalizado?

Quart puso un dedo sobre la empuñadura del cuchillo, en el filo del plato. Su trabajo no consistía en escandalizarse de esas cosas, repitió con suavidad. El asunto competía más bien al padre Ferro, confesor de la dama. También entre los curas había especialidades.

—¿Y cuál es la suya?… ¿Cazador de cabelleras, como dice el arzobispo?

Alargó una mano, apartando el candelabro que ardía en mitad de la mesa. Ahora podía vérsele la boca, grande y dibujada, con el labio superior en forma de corazón y el destello blanco de los incisivos, gemelo al collar de marfil en la piel morena del cuello. Llevaba la chaqueta sobre una blusa de seda cruda escotada y ligera. La falda era muy corta, con un borde de encaje sobre las medias negras y los zapatos de tacón bajo, del mismo color. El conjunto subrayaba unas piernas demasiado largas y bien torneadas para la tranquilidad espiritual de cualquier cura, incluido Quart; con la diferencia de que él poseía más mundo a cuestas que la mayor parte de los curas que conocía. Aunque tampoco eso garantizase nada.

—Hablábamos de usted —dijo, recreándose en el curioso instinto que lo impelía a ponerse de lado, como en los duelos antiguos, cuando la gente se perfilaba para esquivar el pistoletazo.

Ahora los ojos de Macarena Bruner se cargaban de ironía:

—¿De mí? ¿Qué más puede interesarle?… Mido un metro setenta y cuatro, tengo treinta y cinco años que no aparento, una carrera universitaria, pertenezco a la hermandad de la Virgen del Rocío, y en la feria de Sevilla nunca me visto de flamenca, sino con traje corto y sombrero cordobés —hizo una corta pausa, como haciendo memoria, y se miró la pulsera de oro de la muñeca izquierda, desprovista de reloj—… Cuando mi boda, mi madre me cedió el ducado de Azahara, título que no utilizo, y a su muerte heredaré otros treinta y tantos más, doce grandezas de España, la Casa del Postigo con algunos muebles y cuadros, y lo justo para ir viviendo sin perder las maneras. Soy quien se encarga de la conservación de lo que queda, y de poner en orden los archivos de la familia. Ahora trabajo en un libro sobre los duques del Nuevo Extremo cuando los Austrias… En cuanto al resto, no hace falta que yo se lo cuente —tomó la copa de vino para llevársela a la boca—. Puede hojear cualquier revista.

—No parece que le importe mucho.

Ella bebió un corto sorbo y se quedó mirando a Quart, la copa todavía en alto.

—Y es cierto. No me importa. ¿Quiere que le haga confidencias?

Quart movió la cabeza gris.

—No lo sé —se sentía sincero y tranquilo. También expectante, con una extraña y divertida lucidez. Lo atribuyó de pasada al vino, que por otra parte apenas había probado—. En realidad no sé por qué me ha invitado a cenar esta noche.

Vio beber otra vez a Macarena Bruner. Más despacio, reflexionando con el gesto.

—Se me ocurren varias razones —dijo ella por fin, poniendo la copa sobre el mantel—. Es extremadamente cortés, por ejemplo. Muy distinto a los modales untuosos que tienen algunos sacerdotes… En usted la cortesía parece una forma de mantener a distancia a los demás —le echó una rápida ojeada valorativa a la parte inferior del rostro, la boca tal vez, pensó Quart, y luego se fijó en las manos, que él mantenía ahora apoyadas por las muñecas en el borde de la mesa, a cada lado del plato que en ese momento un camarero se disponía a retirar—. También es silencioso; no aturde a la gente como un charlatán de feria. En eso me recuerda a don Príamo… —el camarero había retirado los platos y ella le sonrió a Quart—. Además lleva el pelo con canas prematuras y muy corto, como un soldado, igual que uno de mis personajes favoritos: Sir Marhalt, el caballero veterano e impasible de
Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
, de John Steinbeck. Quedé enamoradísima de Marhalt en cuanto lo leí, siendo jovencita. ¿Le parecen motivos suficientes?… Además, como dijo Gris, es usted un cura que sabe llevar bien la ropa. El cura más interesante que he visto nunca, si eso le sirve de algo —le dirigía una última mirada, que resultó incómoda en cinco segundos de más—… ¿Le sirve de algo?

—No gran cosa, en mi especialidad.

Macarena Bruner asintió suavemente, apreciando la tranquila respuesta.

—También me recuerda —prosiguió— a un capellán de mi colegio de monjas. Cada vez que iba a decir misa se notaba desde días antes, porque todas las madres andaban revueltas. Por fin se escapó con una, la más gordita, que nos daba clase de Química. ¿No sabe que las monjas se enamoran a veces de los curas?… Ése fue el caso de Gris. Era directora de un colegio universitario en Santa Bárbara, California. Y un día descubrió, horrorizada, que amaba al obispo de su diócesis. Habían anunciado su visita y allí estaba ella delante del espejo, depilándose las cejas y a punto de darse un poco de sombra en los ojos… ¿Qué le parece?

Se quedó mirando a Quart, al acecho de su reacción; pero él permaneció impasible. La propia Macarena Bruner se habría sorprendido de la cantidad de sacerdotes y religiosas a cuyos amores y odios sacaba punta el IOE. Se limitó a encoger un poco los hombros, animándola a proseguir. Si su intención había sido escandalizarlo, erraba el tiro. De lejos.

—¿Y cómo lo resolvió?

Ella alzó una mano, moviéndola en el aire, y la pulsera relució al resbalar hacia atrás en su muñeca. Desde las mesas cercanas, una docena de pares de ojos seguían cada uno de sus gestos.

—Pues dándole un golpe al espejo, así, y al romperlo se cortó una vena. Después fue a ver a la superiora de su orden y le pidió un plazo de libertad, para reflexionar. De eso hace algunos años.

El maître estaba a su lado, imperturbable como si no hubiese escuchado una palabra. Esperaba que todo fuese bien, y quizá la señora deseara alguna otra cosa. Ella no había encargado más que la ensalada, y Quart tampoco quiso segundo plato, ni el postre con que la casa, desolada por la falta de apetito de la señora duquesa y el reverendo padre, deseaba obsequiarles. Decidieron seguir con el vino mientras aguardaban los cafés.

—¿Hace mucho que se conocen usted y la hermana Marsala?

—Tiene gracia oírselo decir. La hermana Marsala… Nunca pensé de ese modo en ella.

Su copa estaba casi vacía. Quart tomó la botella de la mesita que tenían cerca y se la llenó. La suya seguía casi intacta.

—Gris es mayor que yo — prosiguió ella—, pero coincidimos en Sevilla varias veces hace tiempo. Venía mucho con sus alumnos norteamericanos: cursos de verano para extranjeros, Bellas Artes… La conocí cuando hacían prácticas de restauración en el comedor de verano de mi casa. Fui quien se la presentó al padre Ferro y logré que la metieran en el proyecto, cuando las relaciones con el arzobispo eran cordiales.

—¿Por qué tanto interés en esa iglesia?

Lo estudió como si aquella pregunta fuese una idiotez. La había construido su familia. Sus antepasados estaban enterrados en ella.

—Pues a su marido no parece importarle mucho.

—Claro que no le importa. Pencho tiene otras cosas en la cabeza.

La luz de la vela arrancó brillos rojizos al ribera del Duero cuando acercó la copa a sus labios. Esta vez fue un largo trago, y Quart se creyó obligado a acompañarla un poco.

—¿Y es cierto —dijo después, enjugándose la boca con una punta de la servilleta— que ya no viven juntos aunque siguen casados?

Lo miró, inquisitiva. Dos preguntas seguidas sobre su vida conyugal era algo que no parecía esperar aquella noche. Ahora bailaba un brillo divertido en los reflejos de miel.

—Cierto —respondió, tras un silencio—. No vivimos juntos. Y sin embargo ninguno ha pedido el divorcio, ni la separación, ni nada. El confía quizás en recuperarme; para eso se casó conmigo con el aplauso de todos. Yo era su consagración social.

Quart paseó la mirada por la gente de las mesas próximas y luego se inclinó un poco hacia ella:

—Disculpe. No termino de comprender ese plural. ¿El aplauso de quiénes?

—¿No conoce a mi padrino? Don Octavio Machuca fue amigo de mi padre, y nos tiene un especial cariño a la duquesa y a mí. Como él dice, soy la hija que no tuvo nunca. Por eso, para asegurar mi futuro, apoyó mi boda con el más brillante joven talento del Banco Cartujano; destinado a sucederle, ahora que está a punto de jubilarse.

—¿Se casó por eso? ¿Para asegurar su futuro?

Era una pregunta desprovista de matices. El cabello de Macarena Bruner le había resbalado desde el hombro cubriéndole media cara, y ella lo apartó con un gesto de la mano. Miraba a Quart calibrando su interés.

—Bueno. Pencho es un hombre atractivo. También posee una magnífica cabeza, como suele decirse. Y una virtud: es valiente. De los pocos hombres que he conocido capaces de jugársela de verdad por lo que sea: un sueño o una ambición. Y en el caso de mi marido, ex marido o como guste llamarlo, su sueño es su ambición —una vaga sonrisa le asomó a los labios—. Supongo que incluso me casé enamorada de él.

—¿Y qué ocurrió?

Lo observaba otra vez igual que antes, como si intentase averiguar cuánto interés personal ponía en sus preguntas.

—Nada, en realidad —dijo, neutra—. Cumplí mi parte, y él la suya. Pero cometió un error. O varios. Uno de ellos fue que debió dejar nuestra iglesia en paz.

—¿Nuestra?

—Mía. Del padre Ferro. De la gente que acude a misa cada día. De la duquesa.

Esta vez era Quart quien sonreía:

—¿Siempre llama duquesa a su madre?

—Cuando hablo de ella con terceros, sí —sonrió también, con una ternura que Quart no le había visto hasta entonces—. Le gusta. También le gustan los geranios, Mozart, los curas chapados a la antigua y la coca—cola. Esto último es algo insólito, ¿verdad?, en una mujer de setenta años que duerme una vez a la semana con su collar de perlas y todavía se empeña en llamar mecánico al chófer… ¿Aún no la conoce? Lo invito a tomar café mañana, si quiere. Don Príamo nos visita cada tarde, para rezar el rosario.

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