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Authors: Arturo Pérez-Reverte

La piel del tambor (49 page)

BOOK: La piel del tambor
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—Me temo que el subcomisario seguirá molestándola. Tres muertes son ya muchas muertes. Y esta vez la hipótesis del accidente parece improbable… ¿Quiere que telefonee a su cónsul?

El ofrecimiento obtuvo una sonrisa agradecida:

—No creo que sea necesario. Los policías se están portando muy bien.

—¿Ha hablado con Macarena?

Quart sintió una extrema turbación al pronunciar el nombre que hasta ese instante procuraba mantener a raya en su cabeza. Podía dejarse ir a la deriva, sin el menor esfuerzo, tras las cuatro sílabas que había repetido sólo unas horas antes en los mismos labios de la mujer, dentro de su boca. Y de pronto todo era otra vez penumbra, brillo de marfil, tacto de la carne tibia cuyo aroma todavía llevaba en la piel y en las manos, y en los labios que ella había mordido hasta hacerlos sangrar. El cuerpo moreno materializándose desde sus ensueños, líneas de luz y oscuridad en la blancura inmensa de las sábanas que los acogían como un desierto de nieve o sal. Ella, tensa, esbelta, debatiéndose para escapar sin desearlo, para huir queriendo quedarse, echada hacia atrás la cabeza, ausente la expresión del rostro transfigurado y hermoso, egoísta como una máscara, gimiendo crispada entre los brazos que la anclaban con firmeza, recios, clavada a la carne del hombre cuya cintura rodeaba con sus muslos desnudos. Recobrando el aliento entre el calor y la saliva sobre la piel húmeda, y el sexo húmedo, y la boca húmeda, y la curva húmeda de sus senos hasta el hombro, y el cuello cálido, y la barbilla, y otra vez la boca y el gemido, y de nuevo los muslos tensos, abiertos en desafío, abrigo o refugio. Largas horas intensas de paz y combate que transcurrieron en apenas un instante, pues en cada segundo supo él que cuanto estaba ocurriendo tenía un límite y tenía un final. Y el final llegó con el alba y su último estallido largo, intenso, bajo la luz gris, ingrata, que se filtraba ya por las ventanas de la Casa del Postigo. Y de pronto Quart se encontró solo de nuevo, en las calles desiertas de Santa Cruz, ignorando —en el caso de que alentara algo más bajo la carne exhausta— si acababa de condenar su alma, o de salvarla.

Agitó la cabeza para sacudir de ella el recuerdo. Desesperación era la palabra exacta. Y para no ceder a ella se puso a mirar alrededor, la iglesia, los andamios, la imagen de la Virgen en el retablo ahora iluminado, los policías charlando animadamente junto al cadáver de Honorato Bonafé; y lo hizo recurriendo a la cercanía de la tragedia como mecanismo de control. Más tarde, se dijo con un esfuerzo de voluntad. Quizá más tarde. Ocupar su mente con todo aquello le traía un alivio muy cercano al olvido.

—Esta mañana aún no hemos hablado.

Gris Marsala se había vuelto a mirarlo con fijeza, y Quart tardó un poco en recordar que ella respondía a una pregunta suya. Se planteó cuánto más sabría ella de lo ocurrido en las últimas horas, tanto en la iglesia como entre él y Macarena.

—Pero la policía sí fue a verla —añadió la monja—. Me parece que hay unos agentes en la Casa del Postigo.

Frunció el ceño el sacerdote; Simeón Navajo no era de los que andaban perdiendo el tiempo. Y él tampoco podía quedarse atrás. Media hora antes, en el arzobispado, monseñor Corvo se lo había expuesto bien claro para evitar malentendidos: tuviera o no algo que ver
Vísperas,
el asunto concernía en exclusiva a Roma —o lo que era igual, a Lorenzo Quart— y Su Ilustrísima se lavaba las manos. Aquella música era para que la bailaran quienes la habían hecho sonar, y tal no era el caso del ordinario de Sevilla. Por supuesto, Quart y el IOE podían contar con todo su apoyo y sus oraciones, etcétera. Así que buena suerte y adiós.

—¿Dónde está el padre Ferro?

Sin esperar la respuesta de Gris Marsala, Quart se sumió en el análisis del panorama. Simeón Navajo llevaba ventaja, pero la carrera debían terminarla a la par; en Roma no iban a encajar bien la detención de un clérigo antes que Quart pudiera suministrarles información para amortiguar el golpe. Aunque lo ideal consistía en la propia Iglesia llevando la iniciativa. Eso significaba buscarle un buen abogado al párroco y defender su inocencia mientras no hubiese pruebas de lo contrario; pero también, en caso de culpabilidad manifiesta, facilitar al máximo la acción de la justicia secular. Como siempre, lo que importaba era salvar las formas. Quedaba por resolver en qué punto de todo aquello se situaba la conciencia del propio Quart; pero eso era algo que podía esperar tiempos mejores.

—De don Príamo sé lo mismo que usted —Gris Marsala le dirigió una larga mirada, sorprendida del escaso interés que él parecía mostrar por sus respuestas—. Lo vi aquí ayer a media tarde, un momento. Todo normal.

También Quart lo había visto a medianoche, todo normal, y entre tanto Honorato Bonafé estaba muerto. Miró el reloj, inquieto. El problema de su carrera contra Simeón Navajo era que el policía contaba con mejores medios, y aún no había autopsia para determinar responsabilidades, o pistas hacia las que orientarse. Cualquier movimiento en las próximas horas iba a tener que hacerlo a ciegas, sobre intuiciones.

—¿Quién cerró la iglesia?

Gris Marsala titubeaba:

—¿La puerta de la calle o la sacristía?

—La calle.

—Yo, como siempre —arrugó la frente, ordenando su memoria—. En esta época trabajo mientras hay luz, hasta las siete o siete y media de la tarde. Así lo hice ayer… La de la sacristía suelen cerrarla Óscar o don Príamo, a las nueve.

Óscar Lobato quedaba fuera de alcance, así que Quart se resignó a descartarlo por razones prácticas. Navajo sería la única fuente de información respecto a él. Se consoló pensando que en cuanto al resto el clero tenía ventaja. Pero era urgente telefonear a Roma, acudir a la Casa del Postigo, mantener bajo control a Gris Marsala y, sobre todo, situar al párroco. Porque el golpe duro iba a venir en esa dirección.

Apuntó un dedo hacia el confesionario:

—¿Vio a ese hombre rondar ayer por aquí?

—Hasta las siete y media, desde luego que no estuvo. No dejé la iglesia ni un momento —la monja reflexionó un poco—. Tuvo que entrar más tarde, por la sacristía.

—Entre las siete y media y las nueve —la instó a precisar Quart.

—Supongo que sí.

—¿Quién cerró la sacristía?… ¿El padre Lobato?

—No creo. Óscar se despidió de mí a media tarde, y su autobús salía a las nueve. Así que él no pudo cerrar la puerta de la sacristía. Seguramente fue el padre Ferro quien lo hizo. Lo que ya no sé es a qué hora.

—De cualquier modo, vería a Bonafé en el confesionario.

—Es muy posible que no. Esta mañana tampoco yo lo vi, al principio. Quizá don Príamo no llegó a entrar en la iglesia y se limitó a cerrar la puerta desde el pasillo que comunica con su casa.

Quart ató cabos. Como coartada resultaba endeble, pero era la única que podía establecerse de momento: si la autopsia determinaba que Bonafé había muerto entre las siete y media y las nueve, el abanico de posibilidades se abría un poco más, considerando que el párroco pudo cerrar la puerta sin asomarse al interior. Pero si la muerte se había producido más tarde, las cosas iban a complicarse con aquella puerta cerrada. Y sobre todo con la desaparición que convertía al padre Ferro en sospechoso.

—¿Dónde estará? — murmuró Gris Marsala.

La perplejidad y un toque de angustia descuidaban su castellano, acusándole el acento norteamericano. Quart alzó un poco las manos, impotente, sin saber qué decir y pensando en otras cosas. Su cabeza funcionaba a la manera de un reloj, hacia adelante y hacia atrás, estableciendo horas y coartadas. Doce o catorce horas, había dicho Navajo. Teóricamente se daba una serie de imponderables, personajes desconocidos que podían estar implicados; pero sobre eso resultaba inútil aventurar suposiciones. En el entorno próximo, la lista no era, en cambio, ni larga ni difícil. Puestos a incluir a todo el mundo, el padre Óscar pudo haberlo hecho, y después irse. También el padre Ferro había tenido tiempo de sobra para matar a Bonafé, cerrar la puerta de la sacristía e ir al palomar, donde encontró a Quart a las once en punto de la noche, antes de esfumarse. Y de cualquier manera, como apuntaba la lógica policial de Simeón Navajo, su desaparición lo ponía en cabeza de lista, con gran ventaja sobre el resto. Siguiendo la relación de sospechosos, la misma Gris Marsala era personaje a considerar, moviéndose por la iglesia como un gato, con aquella puerta principal cerrada y la sacristía abierta hasta las nueve, sin que nadie pudiera respaldar sus afirmaciones excepto ella. En cuanto a Macarena Bruner, Quart fue a cenar a su casa a las nueve, y ella estaba allí, acompañando a su madre. Eso permitía descartarla en principio; pero la hora y media anterior la situaba también en zona de riesgo. Además, ella temía el chantaje de Bonafé.

Sangre de Dios. Irritado consigo mismo, Quart tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para retener la concentración. La imagen de Macarena dispersaba sus pensamientos, enredando el hilo lógico entre la iglesia, el cadáver y los personajes conocidos de la historia. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por disponer de una cabeza tranquila y que todos ellos le importasen un bledo.

Había llegado el juez instructor. Los policías se agrupaban cerca del confesionario, dispuestos a proceder al levantamiento del cadáver. Quart vio que Simeón Navajo conversaba con el juez en voz baja, y de vez en cuando miraban hacia él y Gris Marsala.

—Tal vez deba responder usted a más preguntas —le dijo a la monja—. Y prefiero que en adelante lo haga con el asesoramiento de un abogado. Hasta que encontremos al padre Ferro y al vicario, es preferible ser prudentes. ¿Está de acuerdo?

—Lo estoy.

Quart escribió un nombre en una tarjeta y se la dio.

—Hay una persona de plena confianza, especialista en derecho canónico y penal, a quien telefoneé desde el arzobispado. Se llama Arce y ha trabajado otras veces para nosotros. Llegará de Madrid a mediodía… Cuéntele cuanto sabe y siga sus instrucciones al pie de la letra.

Gris Marsala miró el nombre escrito en el papel:

—Usted no hace venir a un abogado como ése por mí.

No se mostraba asustada, sino inmensamente triste. Parecía que la iglesia se hubiera derrumbado de verdad ante sus ojos.

—Claro que no —Quart quiso confortarla con una sonrisa—. Más bien por todos nosotros. Éste es un asunto muy delicado, donde interviene la justicia civil. Es mejor que nos asesore un especialista.

Ella dobló con cuidado la tarjeta antes de guardarla en un bolsillo trasero de los tejanos.

—¿Dónde está don Príamo? — preguntó otra vez. Había un reproche en sus ojos claros, casi culpando a Quart por la desaparición del párroco. Éste movió un poco la cabeza.

—No tengo la menor idea —dijo en voz baja—. Y ése es el problema.

—No es de los que huyen.

Estaba de acuerdo con ella, pero no añadió nada. Miraba el confesionario. Los policías habían retirado la lona azul y sacaban el cuerpo de Bonafé, introduciéndolo en un saco de plástico metalizado que situaron sobre una camilla. Sin dejar de conversar con el juez, el subcomisario Navajo los miraba.

—Sé que no es de los que huyen —dijo al fin Quart—. Y ése es, precisamente, el otro problema.

Tardó menos de cinco minutos en recorrer la distancia entre Nuestra Señora de las Lágrimas y la Casa del Postigo. No sudaba jamás, pero aquella mañana la camisa negra se le pegaba a los hombros y a la espalda, bajo la chaqueta, cuando llamó al timbre. Abrió la doncella, y Quart apenas había preguntado por Macarena cuando la vio bajo los arcos del patio conversando con dos policías, un hombre y una mujer. Al advertir su presencia lo miró muy quieta, y luego despidió a los guardias y vino a su encuentro. Llevaba una camisa de pequeños cuadros azules, tejanos y las sandalias de la noche anterior, e iba sin maquillar, el pelo suelto y todavía húmedo. Olía a gel de baño.

—El no lo hizo —dijo.

Al principio Quart no respondió. Y cuando fue a hacerlo, a punto estuvo de preguntar a quién se refería ella. El patio tenía aromas de hierbaluisa y albahaca, y el sol de la mañana, reflejado en los cristales del piso superior, rozaba ya con rectángulos de luz las largas hojas verdes de los heléchos, las macetas de geranios sobre el suelo de mosaico recién fregado. También ponía gotas de miel en los ojos oscuros de la mujer, y todas las referencias sobre las que Quart basaba su aplomo se iban otra vez a la deriva, desorientándolo.

—¿Dónde está? — preguntó por fin.

Macarena inclinaba el rostro, grave, mientras lo miraba.

—No lo sé. Pero él no mató a nadie.

Estaban muy lejos de la noche, del jardín bajo la ventana iluminada del palomar, de las hojas de las buganvillas y los naranjos recortándosele a ella sobre el rostro y los hombros, en sombras de luna. De la máscara absorta de luz y penumbra. El marfil no era el mismo en la piel recién lavada de la mañana, y ya no existía misterio, ni complicidad, ni sonrisa. El templario exhausto miró en torno un poco desconcertado, sintiéndose desnudo al sol, rota la espada, deshecha la cota de malla. Mortal como el resto de los mortales y tan vulnerable y vulgar como todos ellos. Perdido, según había dicho Macarena con extrema precisión poco antes de obrar en su carne el sombrío milagro. Porque estaba escrito:
Ella destruirá tu corazón y tu voluntad.
Y las viejas escrituras eran sabias. La exquisita, inocente maldad vinculada al poder destructor de toda mujer, incluía dejar al otro la lucidez necesaria para contemplar los estragos de su derrota. Y a Quart le bastaba para verse enfrentado a la propia condición, involucrado a su pesar, desprovisto para siempre de coartadas con que apaciguar la conciencia.

Miró el reloj sin alcanzar a ver la hora, se tocó el alzacuello de la camisa, palpó la chaqueta a la altura del bolsillo donde tenía las tarjetas para notas. Buscaba la última sangre fría tras los gestos rutinarios y familiares. Macarena lo miraba paciente, esperando. Hablar, se dijo él. Hablar lejos del jardín y de su piel y de la luna. Hay un misterio por resolver y para eso he venido.

—¿Y tu madre?

Resultaba incómodo el primer tuteo a la luz del sol; pero Quart, aunque ya no fuese un buen soldado, detestaba las hipocresías de clérigo escandalizado de sí mismo. Indiferente a los matices, Macarena hizo un gesto vago hacia la galería superior:

—Arriba, descansando. No sabe nada.

—¿Qué es lo que pasa aquí?

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