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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (19 page)

BOOK: La Plaga
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James Hollister alzó la vista. Había estado observando la multitud.

Aquel valle formaba un amplio anfiteatro natural de tres kilómetros de ancho y casi cinco de largo. Cañones, hondonadas y barrancos hendían las montañas circundantes. James estimaba que la superficie total del paraje excedía los veinticuatro kilómetros cuadrados.

Las laderas del norte y el oeste eran montículos pelados de roca sin hierba. Sin embargo, a lo largo de la cara este se había congregado la gente, codo con codo, de punta a punta, como una gran manada de bisontes de las leyendas de los indios americanos.

James siempre había tenido facilidad para los números, pero aquella masa lo superaba. Era irreal, hipnotizadora. Su voz sonó como un ruido sordo, más fuerte que el estruendo de la
Endeavour
, que había irrumpido en el cielo azul de aquella tarde despejada.

—Aún no los veo...

—¿Crees que estarán bien?

Algunos cámaras apostados cerca de James se habían girado para protegerse los ojos del sol. No era la dirección correcta. Y era demasiado pronto. La
Endeavour
aún estaría girando hacia la ruta de aproximación, oculta para todos los que estaban en el valle.

James miró atrás, a la ingente multitud. Estaba en uno de los extremos del anfiteatro, el del sureste, encima de un montículo bajo. La carretera 24 giraba al sur desde Leadville y dibujaba una última curva justo por debajo de él antes de seguir recta por el este para evitar el pantano. «Tendremos asientos de primera fila», le había dicho a Ruth, y ella se había reído. En realidad habría preferido otra ubicación más al norte. Lo único que vería bien desde allí era la cola de la lanzadera. La
Endeavour
le pasaría por encima de sus cabezas y descendería unos cuatrocientos metros más allá.

No se podía esperar que los personajes VIP caminaran mucho, por supuesto. Había cuatro docenas de vehículos alrededor de James, camiones militares, vehículos privados, y otro equipo de cámaras un poco más abajo, observando aquella multitud que contemplaba la autopista, grabándola. Todo correcto. El problema era que James también había sido considerado un VIP. El comandante Hernández se negaba a dejarle pasar más allá de aquel montículo. De hecho, Hernández había intentado evitar que acudiera, pero el jefe de seguridad accedió, merced a algunas palabras bien escogidas de James ante los peces gordos. Todos con los que había hablado se morían por ir.

El aterrizaje de la
Endeavour
era un acontecimiento. Era histórico, incluso en el Año de la Plaga.

Muchísimas personas habían acudido a pie para presenciar aquel intento. James se imaginaba que debían de haber salido por la mañana, pese a que a esas horas el frío aún era implacable. La mayor parte del medio millón de refugiados que había en los alrededores de Leadville vivía en los valles y colinas que había al este de la ciudad, en los cientos de antiguas minas y en cobertizos construidos con materiales de desecho. No podían ir en coche, y era tan cierto que los campamentos más próximos estaban a dos kilómetros como que los pájaros vuelan.

Como que una lanzadera espacial vuela.

James cambió de postura, se apoyó en el otro pie como si intentara compensar su sonrisa fugaz y a la vez mantener el equilibrio. Ruth había estado maldiciendo para sus adentros durante todo el descenso, pero no porque ella le hubiera comentado ninguna dificultad, sino porque empezó a mostrarse locuaz y marisabidilla. Era su truco para soportar la tensión. Un buen truco.

Se habían hecho buenos amigos. James a menudo posaba la mano sobre el equipo de comunicación cuando hablaban, y ahora le daba un poco de vergüenza verla en persona, como si ella lo supiera de alguna manera y malinterpretara su gesto.

Ruth se había vuelto loca, literalmente loca, según ella, cuando él le comunicó el calendario propuesto por el consejo: dos semanas más. Al principio sólo tenían previsto esperar a que pasara una tormenta primaveral procedente de California, pero James había aprovechado la oportunidad para volver a darle vueltas al asunto.

La discusión no había sido especialmente dura. La intrincada jerarquía de oficiales desplazados estaba llena de egos henchidos que se esforzaban todos los días por seguir siendo importantes, y James no había tenido ningún problema en movilizar a un batallón de congresistas para que pidieran a gritos los recursos suficientes para proteger a los valientes astronautas. A pesar de todo su entusiasmo por comprometerse con aquel aterrizaje inevitable, también estaban nerviosos por si se producía un desastre. Nadie quería que le hicieran responsable, ni ser sustituido.

A James tal actitud ya le iba bien. No hacía falta decirle a Ruth quién había hecho a un lado sus miedos y les había dado una patada. Cuanto menos se enfadara y exigiera, más fácil sería que volviera entera a la Tierra.

James aceptaba que para la mayoría de los supervivientes que quedaban en la Tierra el beneficio real de hacer que la
Endeavour
aterrizara era más bien abstracto. Tal vez ni siquiera creían que hubiera tal beneficio. La población estaba demasiado ocupada luchando por su existencia, y a los dirigentes les inquietaban amenazas más inmediatas y encontrar comida por debajo de la barrera.

James tenía fe en que Ruth se esforzaría al máximo para desarrollar un NAN eficaz.

Sabía que ella podía ser su última oportunidad.

Durante su largo exilio, Ruth había defendido sus propias ideas sobre los tres NAN aún en desarrollo. Se había mantenido ocupada y firme, y nunca había transmitido todos sus archivos porque el tiempo de emisión por radio era limitado. Tal vez lo único que necesitaban eran ideas nuevas para avanzar en su investigación. Sólo su equipo era de un valor incalculable, producía mejores imágenes y daba antes los resultados, superaba cualquier dispositivo del batiburrillo que habían conseguido reunir en Leadville.

La multitud volvió a emitir un rugido. Las luces se acercaban.

James miró al otro lado y admiró su obra. Lo que había sido una autopista secundaria ahora era incluso mejor que lo que le habían pedido.

Era el 27 de abril. Hacía seis días que la autopista estaba preparada. Si los trabajos no hubieran ido tan bien, sin duda alguien de peso habría propuesto esperar al Memorial Day o incluso al 4 de julio. Los tipos de la NASA y los ingenieros del ejército habían superado todas las expectativas, y James se animó al ver que habían hecho tanto con tan pocos recursos. Durante cincuenta y cinco años había sido optimista. Pero aquella nueva vida estaba falta de alegrías y éxitos.

Los operarios habían dado lo mejor del ser humano. Inventiva. Cooperación. Habían aprovechado los sistemas de selección de blanco de tres tanques M-1 y construido un sistema de radar decente en la montaña para acoplarlo a una torre de radio y utilizar las líneas eléctricas y de comunicación existentes. También había un avión AWACS en el aire para garantizar la precisión. El ejército había reforzado el túnel de tren que pasaba por debajo. Se habían levantado muros de contención a lo largo de kilómetro y medio, la mayor parte a mano, como protección, así como acondicionado áreas para camiones de bomberos, médicos, militares y dos equipos de IRAP.

Las luces del Indicador de Ruta de Aproximación de Precisión estaban montadas en dos grupos, una casi arriba de todo del anfiteatro, la otra mucho más cerca de James. Cada juego constaba de faros rojos y blancos, así como generadores que se habían terminado de ensamblar una hora antes. Algún listo no había querido que el tanque de combustible estuviera al lado de la carretera.

Sin embargo, el proceso de ajustar el sistema IRAP había sido complicado. Sólo se necesitaban matemáticas básicas para diseñar y montar el dispositivo, claro, pero las luces que se habían utilizado provenían del campo de fútbol del instituto y de la pequeña pista de aterrizaje que había al sur de la ciudad. Lo último que querían era confundir al piloto de la lanzadera. El IRAP era una ayuda visual que indicaría a la
Endeavour
si estaba en el ángulo de planeo correcto, según si los rojos y los blancos encajaban.

Habían hecho todo lo posible. El último retraso sólo se debió al tiempo, una vez más. Esperaban vientos suaves de cara y que se instalara un buen frente de alta presión. James había visto helicópteros pasarlo mal a aquella altura, y la lanzadera también tendría una resistencia mínima al aire que facilitaría el descenso. ¿Sería suficiente? Era extraño, sólo había empezado a inquietarse cuando todo estaba preparado...

La
Endeavour
llegó en picado y a gran velocidad.

Una ola de gritos inundó el anfiteatro, como un aullido. James se estremeció pero no apartó la mirada de la reluciente nave. Se dio cuenta de que todos pensaban que se iba a estrellar. La lanzadera descendía en un ángulo de diecinueve grados, más de seis veces el ángulo de planeo que toman los aviones comerciales.

Al reducir la velocidad, con el morro romo hacia arriba, la
Endeavour
se recortó en el horizonte de cimas blancas.

La nave espacial era magnífica. Una cosa del pasado.

James Joseph Hollister, científico de reputación de mediana edad, alzó los puños y soltó un chillido como un niño entusiasmado. Otro de los trucos que había aprendido de Ruth. Gritaba por ella. Gritaba con ella.

La
Endeavour
pasó en un abrir y cerrar de ojos y se colocó por encima de él. Su vientre negro se estaba poniendo de color hueso, como el fuselaje.

—¡Mierda, me lo he perdido! —exclamó uno de los cámaras.

El piloto era excelente. Entró en contacto con la autopista justo en el medio. Las blancas y anchas alas de la
Endeavour
bajaron con un aire como el del vuelo de un vestido, de un traje de baile, mucho más anchas que la autopista.

Al aterrizar, nubes de humo se alzaron por debajo del cuerpo de la lanzadera. Todavía con el morro hacia arriba, la robusta carcasa se balanceó a la izquierda y James se inclinó hacia la derecha, los brazos en tensión.

—Vamos, vamos... —murmuraba.

La
Endeavour
avanzó y siguió girando hacia el extremo izquierdo de la autopista. El paracaídas de deceleración se abrió de repente y se agitó con violencia, parecía una enorme flor gris.

A una velocidad de más de trescientos kilómetros por hora, la lanzadera llegó al puente cuando James aún estaba absorto en su avance. Durante las últimas semanas se había aplicado a estudiar la maniobra de aterrizaje y las características técnicas de la nave, y había tranquilizado a cada uno de los peces gordos con los que tenía contacto sobre los frenos de carbono y la maniobrabilidad del tren delantero. Se había estado repitiendo esos mantras toda la mañana, pero ahora seguía suplicando.

—Vamos...

El piloto hizo que la nave, que iba a toda velocidad, se apartara del margen izquierdo, de los muros de contención y el desastre.

Fue un excelente acto reflejo que sentenció a la nave.

Había un bache de unos cuatro centímetros entre el asfalto y el bloque de cemento del puente, resultado de la nueva pavimentación que se había hecho tres años antes. Los ingenieros militares se dieron cuenta mientras hacían los arreglos. Para un coche el bache era mínimo, apenas suficiente para sacudir el café de una taza, pero el peso de la lanzadera y su velocidad ampliarían cualquier defecto. Nivelaron la superficie con una nueva capa de alquitrán. Los especialistas de la NASA habían aprobado la obra y avisado a la tripulación de la lanzadera.

Las ruedas del tren delantero de la
Endeavour
golpearon el remiendo del asfalto ligeramente en ángulo. Aun así, había muy pocas probabilidades de que hubiera un accidente. El morro se balanceó y las alas se levantaron por efecto del viento. El tirón del paracaídas de deceleración incrementó la desviación.

En una pista de aterrizaje normal habría habido espacio para corregirlo. La lanzadera, que en aquel momento daba bandazos a la derecha, perdió diez centímetros del ala de estribor al chocar con la cabina de un coche de bomberos amarillo de Colorado Springs. Arrancó el techo y las puertas del vehículo y provocó una brillante lluvia de fragmentos de cristal y plástico. La
Endeavour
sólo perdió algunas piezas de la cerámica térmica que la protegían del calor de la reentrada.

Sin embargo, el impacto hizo que el morro de la nave espacial girara más a la derecha. La
Endeavour
se llevó por delante una ambulancia y otro camión de bomberos antes de volcar en el terraplén.

15

Ruth fue la única que se dejó llevar por el pánico. Gus le había desabrochado el cinturón de seguridad antes de que ella se diera cuenta de que habían dejado de moverse. El oído interno y todos sus otros órganos le daban vueltas debido a la sensación olvidada de estar en tierra, mientras el terror se apoderaba de su corazón acelerado, que parecía querer saltarle del pecho.

—¡Sal, Gus, tenemos que salir!

La sensación era todavía peor porque la lanzadera estaba inclinada. Ella lo agarró y se dejó caer hacia delante, débil y torpe. Se golpeó con la cara en el traje naranja de presión de Gus. Todos iban debidamente equipados con esos trajes, por si el largo tiempo en el espacio había provocado daños sutiles y la presión se escapaba; por si era necesario cambiar de dirección hacia el aeropuerto internacional de Denver, para evitar el mar invisible de nanos; por si acaso se producía alguna de las muchas contingencias que el equipo de la NASA había previsto.

Las voces eran rápidas, tajantes, demasiada jerga técnica para procesarla: «Evacuar, no responde el control, medio, apagar.»

Gus la arrastró hacia la trampilla lateral, dándose golpes, por detrás de Deb. Por suerte el suelo se inclinaba en esa dirección.

Él movía la boca y Ruth se dio cuenta de que una de las palabras que le resonaban en la cabeza era suya. «Espera», le dijo, pero la apartó.

Deb había accedido a la escalera de la escotilla, y Ruth se agarró a uno de los puntales. Deb seguía trepando hacia la cabina de mando.

Ruth la seguía con la mirada, le impresionaba que se alejara de la salida. Iba a bloquear el paso a Ulinov, Mills y Wallace para que no pudieran bajar.

—¿Qué...? —Cada vez que respiraba le dolía. Sentía los pechos y las costillas como si fueran un tambor baqueteado. La reentrada había sido dura, pero estaba bastante segura de que la lanzadera había dado varias vueltas al final.

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