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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (21 page)

BOOK: La Plaga
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Ruth advirtió varias cosas sobre la «primera fila» que James no había mencionado por radio. Aquella loma quedaba separada del cuerpo principal de la montaña por un barranco poco profundo lleno de alambradas y soldados. Era de suponer que el bloqueo daba toda la vuelta. Además, aquella parte del montículo era paralela a la ladera más grande, de modo que nadie ahí arriba veía bien a los de abajo, ni podían acertar en los disparos. No era tanto una primera fila como unos asientos privilegiados, separados y protegidos.

Esperaban problemas.

Un rastro de aquel pánico salvaje que había sentido volvió a bombear su sangre, pero quedó anulado por la tensión y el agotamiento extremo. Estaba exhausta. No le quedaban fuerzas. Ruth se sentó con el brazo roto en el regazo. Se estaba asfixiando con aquel traje. Y le daba igual. El aire era tan fresco, incluso en el espacio cerrado de la ambulancia, que sentía su propio calor húmedo, que se elevaba del collar redondo de metal. En otra época y lugar, aquel hedor habría sido humillante.

Pasó menos de un minuto hasta que reanudaron la marcha. Otro todoterreno del ejército derrapó detrás de los agentes y la policía militar para bloquear el paso, y un hombre flaco como un palo salió de un salto del asiento del copiloto. Iba vestido de color caqui, pero llevaba gorra en vez de casco. Estaba desarmado excepto por una pistola en la cadera. Ningún miembro de la policía militar lo saludó. La discusión sólo consistió en diez o doce palabras. La policía militar retiró uno de sus todoterreno de la carretera.

—Vaya, me gusta ese tipo —exclamó Gus.

El hombre flaco hizo una señal al conductor de su ambulancia, luego se dio la vuelta y se dirigió presuroso a su todoterreno. El conductor señaló con agresividad dos de los vehículos que aún bajaban desde la colina y les bloqueaban el paso, y el hombre delgado se asomó en el asiento del copiloto con una mano extendida para que se apartara un camión militar.

No llegaron muy lejos. La carretera trazaba una curva alrededor del montículo y luego descendía hacia el lecho de un río, con colinas escarpadas a ambos lados. Las docenas de vehículos redujeron la velocidad y volvieron a subir por tres carriles, todos orientados al sureste, rozándose los unos a los otros, casi sin dejar un trozo de asfalto libre. Ruth tenía ganas de reír, era una bobada sentir nostalgia de un atasco con todas las luces traseras rojas, pero de nuevo sólo experimentó un amago de emoción por debajo del cansancio. La dura gravedad le había aplanado el trasero y comprimido las entrañas, y le provocaba dolor entre los extremos de los huesos rotos del antebrazo.

—Qué follón —dijo Gus.

El hombre flaco volvió a asomarse de pie desde su asiento. Ruth esperó indiferente a que se pusiera furioso. Ordenaba a gritos a los demás vehículos que se apartaran de la carretera y se retiraran hacia el pantano. Sin embargo, miró atrás, a su ambulancia, levantó las dos manos y se encogió de hombros. Era hispano, de casi cincuenta años, esbelto y duro. El uniforme le quedaba bien y resaltaba su cuerpo. Llevaba una oscura franja de bigote, pero no barba.

Miró a izquierda y derecha, observó las colinas, luego se agachó y tomó un transmisor. Ruth se inclinó hacia delante para mirar. Vio a cientos de personas bajando con dificultad la ladera de la izquierda, una masa sólida bajo el sol reluciente, y había decenas más congregados a lo largo de la orilla del río.

En aquel momento sintió como una punzada. Viviría para siempre con el hecho de no haber oído el disparo del rifle hasta que la bala dio al médico. Siempre la perseguiría no haber oído aquel sonido.

—De acuerdo, ¿y ahora qué? —preguntó Gus, que apartó a Ruth para ver mejor—. Qué desastre. ¿Quién ha planeado...?

—Gus. —dijo Ulinov con los ojos cerrados.

—¿Por qué hay disparos? —preguntó Ruth al conductor, y desenmascaró su miedo como una niña.

—Mucha gente lo perdió todo —contestó la doctora. Tenía la edad de Ruth, y no iba más aseada que el resto. La grasa había convertido sus largos mechones castaños en púas—. Quieren vengarse.

La ambulancia avanzó unos centímetros. Con la cabeza embotada, Ruth le dio vueltas a aquella frase.

—¿Qué ha dicho? —dijo al poco.

—Algunas personas sólo quieren vengarse.

—¡Yo no construí los nanos! Estoy intentando detenerlo.

—Puede que hayan sido rebeldes —intervino el conductor, que aceleraba el motor en vano. Sólo era un niño, con la cara llena de granos, excepto un trozo en la barbilla.

Ulinov volvió a decir una palabra:

—Rebeldes.

—Ahora nos han cerrado el paso pero, maldita sea, podrían acabar con todo el gobierno, si quisieran. —El chico aceleraba una y otra vez, con los nudillos flexionados sobre el volante.

En algún lugar había helicópteros haciendo ruido.

—Estoy intentado detenerlo —repitió Ruth.

—Sólo quería decir... —La doctora se calló, igual que el médico de la barba gris al recibir el impacto de la bala.

Un trueno avanzaba hacia ellos desde la parte baja del río. Se acercaba rápido, las capas de ruido se intensificaron hasta formar una sola vibración grave. La ambulancia se agitó, igual que el corazón de Ruth. Rebeldes. La organización era perfecta. Desatar el pánico, reunir a los dirigentes en una zona letal... Gus gritó y Ulinov intentó agarrar las puertas traseras como para bajar de un salto...

Los helicópteros de combate volaban por encima de sus cabezas, por lo menos dos, luego bajaron en picado y volvieron a emitir aquel ruido sordo. Estaban cubriendo el lento grupo de camiones y Suburban.

Era una reacción desproporcionada para un solo francotirador, aunque fuera para proteger al presidente, si es que había acudido. Sólo el gasto en combustible era impresionante. La respuesta también había sido de una rapidez sospechosa. Debían de tener preparada la flota de helicópteros antes de que la
Endeavour
rozara la atmósfera, y Ruth deseó por un instante, con sinceridad, estar de nuevo en su pequeña celda solitaria a bordo de la EEI.

Esta vez se rió, fue un breve resoplido.

Traición, impotencia, no tenía palabras para su rabia cansada. Hacía tiempo que intuía que la situación abajo no era tan estable como le decían, sentía cierta preocupación por los escasos informes sobre saqueadores y disturbios por la comida, pero si James había insinuado alguna vez que había una guerra civil en curso, ella no había captado las indirectas. ¿Qué más no sabía?

Se acercaron a la siguiente curva y el motivo del atasco se hizo patente. Ruth conocía la existencia de un muro, por las fotografías orbitales, pero no le había dado importancia. Le sorprendieron sus dimensiones, pero reconocía que las necesidades de seguridad de Leadville eran extraordinarias. Lo duro era que no hubiera suficiente comida ni alojamiento para todos los que llegaban a aquella cota, y era imprescindible proteger los laboratorios y a los expertos en nanotecnología, la única esperanza para darle la vuelta a la situación.

Rara vez había pensado en cómo eran las condiciones de los demás. No tenía por qué hacerlo. Era una de las elegidas, siempre lo había sido. Ahora contemplaba el muro y seguía a los helicópteros con los oídos, mientras la ambulancia avanzaba con lentitud unos metros cada vez.

Sería tal desperdicio que la mataran ahí.

El terreno irregular descendía hacia un collado entre la colina de la derecha y, a la izquierda, una pendiente más progresiva que al final ascendía hasta la Prospect Mountain, una de las blancas cimas redondeadas al este de Leadville. En aquella peculiar zona baja, la carretera se unía a otra procedente del noreste siguiendo el río. Era una posición defensiva de manual. Los coches estaban amontonados, tres vehículos de ancho y tres de alto, en el barranco, coches civiles, muchos sin neumáticos ni asientos, y probablemente tampoco tenían los motores ni el cableado.

Aquel montón colorido de hierro superaba lo necesario para desviar a las masas de refugiados que había en lo alto de la ladera del este. Resistiría un ataque de artillería, aunque al parecer no se había producido jamás un asalto de ningún tipo. No era de extrañar. Un tanque estaba apostado en el único hueco que quedaba en el muro, que probablemente servía de puerta, con el grueso cañón levantado y apuntando al río para ayudar a los helicópteros.

Había veinte soldados que paraban a todos los vehículos, aunque sólo fuera un momento. ¿Por qué? ¿Había una contraseña? Ruth suponía que sí. ¿Cómo, si no, se podían evitar infiltrados?

Obstruido por el tanque, el tráfico empujaba para encontrar un sitio. Justo enfrente de Ruth, un Suburban negro embestía al todoterreno del hombre flaco, que daba golpes en la ventana de cristales ahumados de la puerta del conductor con el transmisor. Los cláxones se dejaban oír. En vano. Era absurdo. Pero aun así Ruth oía en parte la voz segura de aquel hombre.

Los soldados de la entrada hicieron una señal al hombre flaco para que pasara, y cuando él hizo un gesto también dejaron pasar a las dos ambulancias.

Leadville era merecedor de postales y cuadros, aun sin tener en cuenta la majestuosidad de la zona montañosa. El orgullo que sentía su oficina de turismo estaba justificado.

La parte principal de la ciudad cubría poco más de kilómetro y medio cuadrado en una llanura baja y cóncava justo al oeste de una maraña de elevaciones y cañones con nombres como Yankee Hill y Stray Horse Gulch. Al este, la elevación de tierra se alzaba inexorable hasta que al final se rompía a 4.260 metros y caía hacia Kansas.

Nunca se vieron muchos árboles en esas alturas. Ahora no había ni uno. Los quemaron todos para obtener combustible durante el primer invierno, y Leadville era un montón de ladrillos rojos. La aguja blanca de una iglesia se elevaba hacia el cielo. En la calle principal había dos museos, el juzgado y un teatro bien conservado construido en 1870. Los edificios bajos y el amplio bulevar siempre habían sido los típicos de una ciudad fronteriza. No importaba que aquellas estructuras, las tiendas y las cafeterías, se hubieran convertido en centros de mando para personal civil, gubernamental y militar. Daba igual que los sacos de arena de las posiciones de tiro abarrotaran las aceras.

Aquel lugar, que ya tenía un gran peso histórico, sobreviviría para repoblar el continente y convertirlo de nuevo en América. Ruth se lo juró a sí misma. Sus días, sus noches, su vida, todo. Lo conseguiría. Aquella gente había luchado mucho.

Gus le tocó la pierna, ella se apartó y apretó los puños a pesar del terrible dolor del brazo.

—Mira —dijo él—. Mira eso.

Ella ya lo había visto. Banderitas de color rojo, blanco y azul colgaban de las farolas y fachadas, y vio un podio en los escalones del juzgado al pasar deprisa. Un desfile victorioso. Una celebración en medio de la inanición y la locura.

—Lo hemos logrado —dijo Gus.

Ruth asintió, pero no podía hablar, estaba demasiado ocupada, demasiado nerviosa, con todos los sentidos centrados en asimilar aquel entorno.

Nunca había llorado delante de ellos.

El todoterreno condujo su pequeña caravana a la parte trasera de un hotel moderno. A Ruth le pareció extraño, pero vio otra ambulancia ya estacionada en el aparcamiento. Se quedaron mirando el edificio de tres plantas. De forma refleja en su fuero interno se moría por volver a estar conectada con algo. Ese algo significaba limpieza, calma, soledad. Era sinónimo de seguridad.

—Soy el comandante Hernández —le dijo el hombre flaco, mientras el personal médico trajinaba junto a las puertas abiertas de las dos ambulancias—. Vamos a quitarles esos trajes y hacer que los examinen.

Era un momento demasiado confuso para presentaciones. Pero lo supo hacer. Miró a Ruth a los ojos al sentarse en el fondo de la ambulancia, y luego hizo un gesto seco a Ulinov. Ruth tuvo la impresión de que él hacía que todo funcionara, pero no era el típico oficial. No llevaba condecoraciones ni insignias. Lo único eran unas hojas de roble negras en el cuello, y Ruth recordó la actuación de la policía militar, que le dejó paso pero no lo saludó. Por supuesto. Sería una insensatez identificar a un mando en zona de guerra con francotiradores en las montañas.

Hernández también era más bajo de lo que pensaba, de la altura de Ruth. Pese a su tamaño el comandante no se inquietaba por el ir y venir de batas blancas. El personal médico tenía sillas de ruedas, una camilla, y dos hombres sujetaban bolsas intravenosas por encima de la cabeza, dando gritos. Rodearon al oficial exactamente igual que cuando el atasco había esquivado el tanque.

La camilla y las bolsas de suero, probablemente de plasma sanguíneo, fueron a la otra ambulancia, ¿para Derek Mills o para el médico herido?

Ruth estuvo a punto de decir algo, pero el comandante Hernández prosiguió, en un tono estudiado y tranquilizador:

—Probablemente vean a algunos viejos amigos. Tenemos a los mejores físicos de la NASA esperando.

Levantaron a Ulinov para ponerlo en una silla de ruedas mientras Gus salía por su propio pie. Ruth intentó seguirlo, con ayuda de la doctora de la ambulancia, pero se cayó encima de la mujer. La adrenalina la había hecho subir y bajar la escalera de la escotilla de la
Endeavour
, pero le pasó factura. Ya no le quedaban fuerzas en el cuerpo, era como una bolsa de gelatina llena de palos.

Entonces la camilla pasó rodando de nuevo con varios cuerpos, entre los que se encontraba un traje naranja de presión. ¡Mills se había salvado!

Deborah estaba de pie, en la parte trasera de la otra ambulancia, se resistía a la enfermera que intentaba ponerla en una silla de ruedas al lado de Ulinov.

—Déjenme ir con él... —Deborah tenía su suave mandíbula levantada, en su estilo altanero y agresivo.

—Cálmese. —Hernández le dio un empujoncito—. Tenemos los mejores equipos dentro. Deje que nos ocupemos también de ustedes dos.

Ruth hizo una mueca. Tenía el corazón acelerado por el esfuerzo excesivo que suponía soportar la gravedad de la Tierra, pero no le había reventado el organismo. Las heridas que había sufrido Mills debían de ser veinte veces más peligrosas debido a esa presión.

Agradeció que la sentaran en una silla de ruedas.

—Hay gente que necesita verle —dijo Hernández, Ruth alzó la vista y se sintió confusa al ver que se dirigía a Ulinov—. Les diré que se vayan un rato si lo desea, comandante.

Ulinov negó con la cabeza.

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