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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (26 page)

BOOK: La promesa del ángel
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—Su corazón no lo dice, en efecto, hijo mío, y sus actos transmiten un mensaje muy diferente del que nuestro subprior ha sido testigo.

El abad relata entonces la escena del lago y la plegaria de Moira al dios pagano Ogmios, tal como le han sido referidas por el maestro del scriptorium. Román, arrodillado junto a la mesa de madera, está consternado: de modo que no ha escuchado el mensaje de Cristo, no ha comprendido la cólera de Moisés ante el becerro de oro, no ha visto la nueva Jerusalén… Nada más alejarse de los ojos y de la boca de Román, ha vuelto con sus escorias del pasado. El monje siente que una inmensa amargura se apodera de su corazón. Cuando dirige una mirada a la balanza del Arcángel, es a él mismo al que ve caer ahora desde lo alto de sus cándidas ilusiones. La decepción y el resentimiento le muerden el alma como un escorpión venenoso, y él apura ese veneno hasta las heces.

—Habéis fracasado, hijo mío —insiste el abad, que parece leerle el pensamiento—, porque habéis unido en un mismo deseo el de la carne, condenable, y el legítimo de salvar el alma de esa pecadora. Habéis confundido el grano bueno y la cizaña, mezclado el bien y el mal. Habéis apaciguado vuestra conciencia interponiendo la Biblia entre esa mujer y vos, cuando vuestro único deseo era poseer su cuerpo… La prueba intangible es que habéis actuado en el más oscuro de los secretos, y no a la luz divina. Los planes que se llevan a cabo en la oscuridad pertenecen al reino de lo oscuro…

El anciano se yergue ante la chimenea, de espaldas al fuego crepitante, como un vencedor de las llamas del infierno. Román sabe que sus palabras son justas: sí sus intenciones hubieran sido realmente tan loables como él creía, le habría hablado de Moira al abad; la templanza y la experiencia del anciano no lo habrían puesto en peligro. Lo que Román temía sin saberlo no era descubrir a Moira ante el padre, sino descubrirse a sí mismo, pues, aunque él se había equivocado en lo concerniente a sus verdaderas aspiraciones, Hildeberto no se habría dejado engañar por las artimañas de su pensamiento. Pese a todo, él desea carnalmente a esa mujer y siempre la ha deseado. Sí, es cierto, y sin embargo, Román intuye que eso no es todo: ha podido superar esa tentación sensual, dominar su cuerpo, y el deseo no ha muerto; eso significa, pues, que su naturaleza es diferente y no se limita a la concupiscencia. Ahora que Hildeberto conoce las creencias profundas de Moira y el lazo que une a esa mujer con Román, el joven monje debería poder revelarle el secreto de Moira, el secreto del Monte.

—Padre… —comienza, para soltar ese lastre.

Pero su boca se paraliza. Algo lo retiene, algo infinitamente poderoso que le atenaza la garganta y le presiona los labios como una mordaza.

—¿Hay más faltas que no habéis confesado? —pregunta Hildeberto, frunciendo las blancas cejas.

Debe hablar, poner fin a ese asunto, purificar su alma. Mira el suelo de tierra batida y busca en él las palabras liberadoras. Pero la tierra del Monte está muda como una tumba. Ha sido removida recientemente para albergar la cabaña del abad, que debía ser trasladada. Y la tierra no ha revelado nada, ha guardado silencio. Román coge unos granos oscuros, finos, pegados entre sí a causa de la humedad. La gleba de Moira la tiene él en la mano, y solo con que haga un gesto, con que no diga una palabra, se deslizará entre sus dedos y volverá a su secreto. La joven celta lo ha inducido a error haciéndole creer que era receptiva a su ferviente mensaje, pero no mentía cuando le declaraba su amor; él se ha equivocado en lo relativo a su amor por ella. Ha querido creer que era el desvelo de un pastor por una oveja perdida, cuando se trataba del amor de un hombre por una mujer. Moira siempre ha sabido que mentía y lo ha aceptado. ¿A qué verdad debe ser él fiel ahora?

—Estoy esperando, Román.

La exhortación del abad sobresalta a Román. Suelta la tierra, que se extiende sobre su sayal. Necesita tiempo para pensar, para rezar. En ese momento es incapaz de traicionar a Moira, como tampoco puede traicionar a Pedro de Nevers.

—Padre, perdonad mi turbación —dice, mirando a Hildeberto de soslayo—. Os he confesado todas mis faltas… y sé que son muy graves. Merezco el castigo, estoy preparado para recibirlo. Lo que ocurre es que estoy preocupado por ella. Mi amor por esa mujer, por culpable que sea, está teñido de compasión y…

—Incluso en la penitencia está la compasión, hijo mío —contesta Hildeberto en un tono más indulgente—. Compareceréis ante la comunidad reunida y entre todos decidiremos vuestra suerte. Vuestra posición particular de constructor exige de vos unas cualidades espirituales ejemplares que os han faltado. La paradoja es que esa misma posición os convierte en un elemento indispensable para la abadía y, por consiguiente, va a obligarnos a una ponderación totalmente inadecuada para la situación, pero hay que admitirlo, os necesitamos para construir la morada del Arcángel. Sin embargo, la montaña sagrada no tiene ninguna necesidad de que en sus tierras resurjan cultos paganos. Quiero ver cuanto antes a esa tal Moira; después decidiré. Os prohíbo terminantemente salir de la clausura del monasterio y tratar de establecer contacto, sea del tipo que sea, con esa mujer. Id a ocupar el lugar que os corresponde, supervisando las obras; os haré llamar cuando la reciba.

Román sale de la cabaña de Hildeberto atontado y echa a andar. El tumulto de hombres y materiales, que poco antes le parecía una oda religiosa, lo percibe ahora como un desorden incontrolable.

A la hora sexta, mientras los obreros se sientan en las laderas del Monte y los monjes en el refectorio para comer, ve una carreta de dos caballos que sube por la montaña con una extraña carga: delante van Almodius y un palafrenero laico de la abadía; detrás, dos corpulentos jayanes, hombres del pueblo habitualmente empleados en la cocina de los monjes, que flanquean a Moira, sentada entre ellos, erguida, como una prisionera. Los nervios de Román no pueden soportar esa imagen. Da media vuelta y se dirige apresuradamente hacia la celda de Hildeberto.

El abad está sentado de nuevo tras su escritorio, bajo el tapiz del Arcángel pesando las almas, y su mirada es la de un juez: severa aunque no insensible, llena de conmiseración y de bondad, pero implacable ante las faltas. En pie detrás del padre abad, se alza fray Roberto, el prior de la abadía. Frente a Hildeberto, Moira, con los ojos clavados en el tapiz y, a uno y otro lado, Román y Almodius. A la izquierda de Almodius, junto a la chimenea, un hermano del
scriptorium
está sentado ante un pequeño pupitre sobre el que hay unas tablillas de cera y un estilete. Román todavía no ha cruzado una mirada con Moira; lo ha evitado cuidadosamente. Ver en ella reproches, miedo, aflicción, pasión o petición de ayuda lo habría hecho derrumbarse. Su sensación de impotencia y su sentimiento de culpa son tales que tiene la impresión de que ya no es dueño de sí mismo; es como si su mente se hubiera separado de su cuerpo, de ese cuerpo todavía culpable, y observara la escena desde arriba, como un fantasma de visita al mundo de los vivos. El crepitar de los troncos en el hogar le llega desde muy lejos, como un eco. Se obliga a no apartar los ojos de las manos del abad, sus manos nudosas, arrugadas, que llevan el anillo de oro con su escudo de armas grabado y que están juntas, inmóviles sobre la mesa, en posición de espera. De pronto, los dedos cobran vida. El escriba se precipita sobre el estilete.

—Hija mía, tened la bondad de decirnos vuestro nombre de pila, el de vuestros padres y vuestros medios de subsistencia —dice Hildeberto.

Moira mira al padre abad directamente a los ojos. Pese a la avanzada edad de Hildeberto, ve en ellos una perspicacia, una inteligencia teñida de una humanidad tan poco común —heredada sin duda de su larga relación con los ángeles— que siente un poco menos de miedo. Cuando Almodius llamó a la puerta de su casa, protegido por los músculos amenazadores de su escolta, vio un odio tan grande en la mirada del subprior que, inexplicablemente, temió por Román. Cuando el maestro del
scriptorium
iba a visitar a su hermano convaleciente, ella sentía un malestar difuso ante la ambigua frialdad de ese hombre, cuya boca le lanzaba aceradas pullas cada vez que le hablaba, y cuyos ojos le hacían caricias obscenas cuando creía que no lo veía.

En relación con Román, también le parecía enigmático: protector, abnegado y rebosante de compasión, y sin embargo, un día que el enfermo estaba inconsciente, había sorprendido a Almodius con las manos alrededor del cuello de Román, como si se dispusiera a estrangularlo. Osmundo, el hermano enfermero, no había, visto nada al entrar en la habitación, pues Almodius se había levantado inmediatamente como si tal cosa, pero ella estaba segura de lo que, aunque fugazmente, había visto.

Esa mañana, poco antes de la hora sexta, solo ha dicho que el padre abad quiere hablar con ella, pero lo ha dicho como si la invitara al suplicio. Pese a las preguntas de Moira, no ha dado ninguna explicación. Ella vive en las tierras del monasterio," pertenece, por lo tanto, a Hildeberto, y el poder de un señor sobre sus súbditos es absoluto. Brewen ha intentado interponerse, pero los guardaespaldas de Almodius han enseñado sus dientes negros de podredumbre. Es inútil… Moira le ha indicado por señas a su hermano que todo irá bien y ha montado en la carreta. Desde entonces no ha dejado de hacerse preguntas sin respuesta y de sentir una inquietud inmensa por Román, que quizá haya sufrido otro accidente, esté enfermo o algo peor. Por supuesto, ha contemplado la posibilidad de que sea ella la que está en peligro, pero, como no puede imaginar ni por un instante que Román haya revelado su secreto al padre abad, vuelve una y otra vez a él, intentando disimular ante Almodius y sus esbirros. La visión de las obras en marcha la ha dejado boquiabierta y aterrada: ¿han destruido la iglesia? No, sigue ahí. Pero, entonces, ¿por qué? Le ha dado un vuelco el corazón al reconocer la espalda de Román en la celda del abad y a la vez ha sentido un inmenso alivio: está vivo. Puesto que él la evita de manera ostensible, ha hecho un esfuerzo prodigioso para no tocarlo, no dirigirse a él, no mirarlo. Mientras que en su mente atribulada se abren paso otras preguntas, más perniciosas, es a ella a quien el apuesto anciano de ojos azules pide respuestas.

—Me llamo Moira —dice la joven—. Es mi nombre de pila, y significa María. Soy hija de Nolwen y de Killian, ambos fallecidos. Vivo en los bosques de Beauvoir con mi hermano pequeño, Brewen, y ejerzo el mismo oficio que mi padre y el padre de mi padre desde siempre. Como sabéis, intento curar los cuerpos enfermos —responde con valentía, dirigiendo una mirada furtiva a Román, situado a su derecha e inmóvil como una estatua—. Vivo de los animales que crío, las verduras de mi huerto y los frutos del bosque.

—¿Cómo curáis a los enfermos? ¿De qué naturaleza es vuestra medicina? —pregunta Hildeberto.

—Fray Osmundo puede atestiguar que mi medicina es idéntica a la que practican los monjes, padre —precisa ella con un aplomo respetuoso—. Utilizo hierbas, frutos de los árboles, materias procedentes de animales…

Moira se vuelve de nuevo hacia su antiguo paciente, que esta vez se sonroja.

—¿También recitáis oraciones para curar? —pregunta el abad, fingiendo no percatarse del cambio de color del constructor.

En ese instante, Moira se queda pálida. Una sospecha atraviesa su mente.

—Recito oraciones, y no solo para curar —responde—. Rezo a la Santa Madre, al Altísimo y, sobre todo, al primero de sus ángeles.

—Al primero de sus ángeles… Hummm…, ¿el primero de qué tiempo angélico, Moira?

Al principio, la joven no comprende la pregunta del abad. Hildeberto fue a Beauvoir poco después de que ella acogiera a Román, sabe cuál es su manera de curar y tiene ante sí la prueba de que es una buena sanadora. Irritada, le entran ganas de interrumpir ese interrogatorio grotesco para preguntar qué hace ella allí y qué quiere exactamente de ella el abad. Pero piensa en Román, paralizado junto a ella, y recobra el dominio de sí misma. Veamos…, el tiempo angélico, que difiere del tiempo humano… ¿Qué tiempo angélico? Si pregunta cuál, es porque debe de haber varios… El tiempo de los ángeles…, el primer ángel junto a Dios es y ha sido siempre san Miguel. De repente, recuerda la extraña historia de Lucifer que Román le contó en la capilla de San Martín y que la impresionó. ¿Es posible que el sutil abad le pregunte si reza al Diablo? ¡Qué absurdo! ¿Por qué iba a invocar a un condenado del Infierno al que su padre y su madre siempre presentaron como un enemigo de Dios y de los hombres?

—El primero desde el tiempo angélico en que Lucifer, que despreciaba el amor de Dios por los hombres, criaturas imperfectas, se precipitó del cielo junto con los ángeles caídos —responde por fin Moira, orgullosa de su instrucción cristiana—. El Arcángel que vive aquí mismo, padre, y que nos guía a todos: san Miguel.

Hildeberto se permite una sonrisa benevolente antes de proseguir. Esa joven es interesante y sus respuestas son pertinentes.

—Bien, hija mía…, ¿y dónde rezáis a nuestro Arcángel?

—Pues… en la iglesia de Beauvoir, durante la misa y las fiestas sagradas, a veces en mi casa…

—Entonces, ¿no venís a rezarle en su morada, vos que tenéis la suerte de vivir tan cerca, en las tierras de mi monasterio, y que formáis parte de mi grey?

Moira percibe la malicia del abad y empieza a comprender el motivo de que la haya convocado. Un fraile debió de verla dentro del recinto del monasterio, cuando acudió a una de sus citas con Román, y se lo habrá contado al abad; con suerte, el delator no vio a Román, y la presencia de este último se debe simplemente al hecho de que la conoce. Los monjes han tardado en identificarla, por eso han transcurrido varias semanas antes de que hayan ido a buscarla, tres exactamente, las tres semanas durante las cuales no ha visto a Román. Ello supone que, puesto que la capilla de San Martín queda fuera de la clausura, no se expone a gran cosa por haber entrado allí de noche, aunque esté prohibido. Estratégicamente, baja los ojos.

—Padre, debo confesaros… He venido, sí, pero… —vacila, retorciéndose las manos.

—Hablad, hija mía, vamos, no tengáis miedo —la exhorta amablemente—. ¿Cuándo habéis venido?

—Hace unas semanas, durante la Cuaresma. Sentí deseos de acercarme a él, a san Miguel, de rezarle en su casa, y vine a la capilla de San Martín…, pero era después de completas…

—Cuan viva y acuciante es vuestra fe, para que os obsesione hasta ese punto y os precipite en brazos de nuestro Arcángel en plena noche, ¿verdad, fray Román? —pregunta el abad mirando al joven monje petrificado, que se ha quedado más blanco que una estatua de alabastro.

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