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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (53 page)

BOOK: La promesa del ángel
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—Padre, siempre me he preguntado qué puede significar la famosa frase: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo». Seguro que usted tiene alguna idea al respecto.

El padre Placide, que no se deja engañar, entorna los ojos en señal de desconfianza, pero le contesta a la joven:

—Recuerdo precisamente un pasaje del cuaderno de Aelred, donde cuenta que, en 1204, fray Ambrosio interrogó al espectro sobre ello, y que el fantasma respondió: «Tendréis que casar los tres sentidos de esta palabra para que todo pueda cumplirse».

—¿Los tres sentidos? ¡Antes no ha mencionado eso! —dice Johanna, escéptica, preguntándose si el padre Placide ha olvidado otras cosas o acaba de inventarse en su honor la contestación del monje sin cabeza—. La respuesta es todavía más enigmática que la pregunta —añade la joven.

—Para una atea, sin duda, pero no para un religioso —replica él, molesto—. Paso por alto el simbolismo cristiano del número tres, que por su oficio debe de conocer…

Johanna guarda silencio.

—Tres como la Santísima Trinidad —prosigue doctamente el anciano—, las tres personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo… Tres como las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad, que son las vías que se abren ante el hombre para reunirse con Dios. Tres como los tres arcángeles: Miguel, el guerrero, Gabriel, el mensajero, y Rafael, el sanador.

—Nunca me acuerdo de Rafael —confiesa ella.

—Como decía, los teólogos medievales enseñaban, en su exégesis de las Sagradas Escrituras, los tres sentidos que siempre poseen los textos sagrados: un sentido literal, un sentido simbólico y un sentido espiritual. Probablemente son esos tres sentidos los que debemos buscar nosotros en la frase del monje sin cabeza para unirlos.

—En el ámbito espiritual —dice Johanna—, «hay que excavar la tierra para acceder al cielo» sin duda significa que, ahondando en su lodo íntimo, uno accede a la liberación del espíritu.

Es un concepto muy románico. Y no solo románico, porque se trata de otra manera de decir «conócete a ti mismo», máxima filosófica que ya estaba inscrita en el templo de la Pitonisa, en Delfos, y que aparece hasta en el psicoanálisis moderno.

—Sí, es también la esencia de la vida espiritual en general y monástica en particular: en todas las épocas, la introspección y la oración han servido para purificar el alma y perfeccionarla todo lo posible, prepararla para el cielo. Ha entendido el sentido espiritual: el espectro nos incita a realizar ese trabajo interior y pide que recemos por él. Ahora falta el simbólico y el literal.

—El alma del monje decapitado está prisionera entre los dos mundos, puesto que él es un fantasma. Excavando literalmente la tierra de la cripta, podríamos encontrar su cabeza y su cuerpo, unirlos y romper la maldición del Arcángel, que liberará su alma y la conducirá hasta el cielo simbólico: el Paraíso. De este modo, los tres sentidos, espiritual, literal y simbólico están casados.

—Exacto. En cualquier caso, Johanna —dice el padre, estrechando las manos de ella entre las suyas—, le repito lo que he dicho hace un momento: limítese al sentido espiritual de la frase y no siga un camino sembrado de cadáveres. Estoy convencido de que pondría su vida en peligro.

Johanna sigue allí, pero ya no escucha. En su fuero interno, supone que le será imposible hacer unas excavaciones clandestinas en la Virgen Soterraña, tal como en un principio ha pensado. Necesita brazos, instrumentos, informática, luz eléctrica, y todo eso no puede pasar inadvertido. En tal caso, solo hay una solución: realizar unas excavaciones arqueológicas oficiales en la cripta. La administración de Monumentos Históricos nunca ha contemplado esa posibilidad, pues siempre ha dado preferencia a la restauración de la existente que a la búsqueda del pasado enterrado. No es un asunto fácil. Si la campaña en el emplazamiento de la antigua capilla de San Martín ha exigido años de negociación y de preparación, ¿cómo va a arreglárselas, sola contra todos, para conseguir que se abra otra campaña? Piensa en Patrick Fenoy, en Christian Brard, en François… ¡Sí, François será de nuevo su último recurso! ¡Qué acierto haberle ocultado su relación con Simon y no haber roto con él! Pero ¿qué argumento puede esgrimir? No puede contarle a nadie su conversación con el padre Placide…, y aunque lo haga, sin pruebas materiales no la creerán. ¡Pasarán meses, incluso años! De repente, sus ojos se iluminan al mismo tiempo que los del monje comienzan a cerrarse de nuevo de cansancio y de vejez. Al bajar la mirada hacia él, una lágrima la empaña. Ese hombre la conmueve. ¡Acaba de darle tanto en apenas unas horas! Le susurra que esta vez sí va a dejarlo descansar, pero él no contesta.

Muy despacio, retira las manos. Las del padre Placide, descarnadas e inánimes, caen sobre la sábana. Irá a verlo otro día para llevarle chocolate y hacerle compañía, antes de que se reúna con los ángeles. Lentamente, se levanta, echa un último vistazo al anciano y después al grabado del Monte, y sale de puntillas. En el pasillo de puertas rosa, retoma el hilo de su idea súbita: el manuscrito de fray Román, ese es el argumento. En él habla de la cripta, sugiriendo que encierra un secreto, un secreto relacionado con Moira, seguro, y que fue la causa de que cambiara los planos de la iglesia abacial. El documento ha sido científicamente autentificado; su contenido no puede ser puesto en duda, y de todas formas no tardará en salir a la luz… Más vale que lo aproveche para solicitar permiso para excavar en la Virgen Soterraña. Para excavar y cumplir la promesa que acaba de hacerle, en la intimidad de su corazón, al monje sin cabeza: la promesa de liberarlo.

Capítulo 16

El cráneo afeitado de Christian Brard brilla como un charco de lluvia bajo los rayos primaverales. Detrás de las gafas con montura de concha, mantiene los ojos fijos en un documento mientras, con un ademán, invita a Johanna a sentarse.


«Motivación imperiosa»
—lee—,
«era absolutamente preciso que modificara en un punto los planos de Pedro de Nevers, que llevaba en mi escapulario», «era preciso conservar esa iglesia», «las causas reales de la modificación de los planos deben permanecer siempre ocultas a todos»…

—«Tal vez en el momento en que estáis leyendo esto por fin me he reunido con ella. Indudablemente he terminado mi último deber en la tierra, realizado en memoria de ella, en fidelidad al secreto que me confió y a nuestro amor inmortal» —dice Johanna, pues se sabe de memoria la confesión de Román.

—¿Y esta cita la conoce? —replica él—. «Las piedras eran trozos de azúcar empapados de agua.»

—No…

—Prosper Mérimée, el escritor —añade el administrador—. También era inspector general de Monumentos Históricos y escribió esas palabras en el informe que envió al ministro en 1841, tras su visita al Monte. Había encontrado la abadía en tal situación de deterioro que alertó a los poderes públicos, precisando que sobre todo no había que hacer obras, si no, la administración penitenciaria aprovecharía para meter todavía más presos. Afortunadamente, en 1863 el Estado se dio cuenta de que la única manera de salvar esta joya de la historia era cerrar de una vez esa maldita prisión.

El administrador de Monumentos Históricos se levanta y se quita las gafas.

—En ese estado se encontraba cuando lo pusieron en nuestras manos —concluye—. Desde 1872, el Estado francés ha invertido miles de millones en su restauración, que no acaba nunca, y continúa gastando miles de millones en su conservación… Ya supondrá el talento, la imaginación y la energía que han sido necesarios para salvarlo, devolverle su esplendor y su alma, y hacer que los comparta, tal como establece la República democrática, el mayor número de personas. Tengo un millón de visitantes al año en la abadía, nueve mil al día en verano, y estoy encantado. Porque si les hiciéramos caso a ustedes, los arqueólogos, la abadía se cerraría al público para reservársela exclusivamente a ustedes, acabaría amenazando ruina y, sobre todo, ustedes la transformarían en un queso de gruyere excavando por doquier porque tienen una intuición o porque un manuscrito del siglo XI permite suponer la existencia de un hipotético misterio. Si los hubieran dejado, no quedaría nada de esta abadía, nada, solo agujeros diseminados a capricho de su curiosidad y de su inspiración del día, y ni una sola piedra permanecería en pie. ¡Nosotros, los administradores, invertimos años tratando de salvar un emplazamiento arqueológico, haciendo que todos lo conozcan y lo aprecien, mientras que ustedes…, ustedes quieren cerrarlo para destruirlo a su antojo!

—Y sin embargo —lo corta la joven sin alterarse—, las excavaciones en la antigua capilla de San Martín también se autorizaron sobre la base de un viejo manuscrito. Los dos trabajamos para el mismo empresario, el Estado, el Ministerio de Cultura, y de hecho servimos al mismo fin: exhumar un pasado aniquilado por la Historia, volver a darle vida y hacer que se comparta para que ilumine a nuestros contemporáneos.

—Su presunta salvaguarda de la historia exige el saqueo oficial de otra historia —replica él en un tono ácido—. La campaña de excavaciones en la antigua capilla de San Martín no dañaría ningún vestigio, absolutamente nada, ¡mientras que las excavaciones en la cripta! Froidevaux consagró más de dos años de su vida " a restaurar la Virgen Soterraña, el emplazamiento arqueológico más antiguo del Monte, a liberarla de escoria, a interpretar, a reconstituir los muros desaparecidos, «la epidermis», como él decía. Sintió tan bien el lugar, lo reparó con tanta sensibilidad y habilidad que actualmente desafío a cualquiera a que distinga las piedras contemporáneas de las originales. Incluso descubrió un lienzo de pared del santuario de Auberto… Supo restituir la cripta con un arte tan perfecto que esa restauración se considera un modelo que sorprende y encanta a todos los visitantes. ¡Y usted, con el pretexto de desenterrar un pasado más antiguo, del que sin duda no subsiste nada, quiere destruirlo todo!

—Señor, comprendo su punto de vista y su inquietud —dice Johanna, levantándose también—. Usted ama su oficio, ama esta abadía, y yo también, cómo no. Es indiscutible que Monumentos Históricos ha realizado aquí, y continúa realizando, una obra considerable que en ningún caso yo deseo dañar. En lo que se refiere a la Virgen Soterraña, no tocaré la restauración de Froidevaux.

—Permítame dudarlo. ¡De todas formas, no va a encontrar más que roca!

—Es posible. El futuro lo dirá.

—Usted dice que me comprende, señorita —dice Brard, sentándose de nuevo detrás de su mesa y limpiándose las gafas—, pero en cambio yo no la comprendo a usted. Usted, reconocida y respetada especialista en Cluny, remueve Roma con Santiago para que la envíen, en sustitución de Roger Calfon, a una abadía de la que, con perdón, no sabe gran cosa. Eso, en último término, puede explicarse por una ambición profesional legítima y por el interés de las excavaciones en la antigua capilla de San Martín, los primeros trabajos arqueológicos importantes que se hacen aquí, iniciados a partir de un pergamino, cierto, pero un pergamino que da indicaciones precisas y verificables. En lo que no la sigo es en que, lejos de aprovechar esta fantástica oportunidad, se enemista con todo el mundo, empezando por mí, y utiliza su influencia en el ministerio, exponiéndose a arruinar su carrera, para que trasladen las excavaciones de la antigua capilla de San Martín a la cripta de la Virgen Soterraña, sobre la base de un antiguo manuscrito cluniacense cuyos oscuros y sibilinos argumentos, lo sabe tan bien como yo, son insuficientes para justificar la realización de unas excavaciones. Y como guinda, y eso no se lo perdono porque es una actitud indigna de un funcionario, en lugar de venir a hablar conmigo abiertamente de ese manuscrito y de su proyecto, que conciernen directamente al Monte y, por lo tanto, me conciernen a mí, ha pasado por encima, ha intrigado a mis espaldas, en secreto, hasta que me han impuesto desde arriba esa decisión.

Johanna se sienta antes de contestar.

—En eso —confiesa—, reconozco no haber demostrado una lealtad total hacia usted. Pero, sinceramente, ¿cree que si hubiera acudido a usted tras el descubrimiento del testamento de fray Román, habría acogido favorablemente mi petición? Vamos…, no tenía ninguna posibilidad, salvo entrar en conflicto abierto con usted.

—¡Al menos mi pasión por los manuscritos antiguos se habría visto satisfecha antes! Porque este es excepcional, y me hubiera gustado ser de los primeros en examinarlo. Pero tiene razón, me habría opuesto a sus deseos, es verdad, pues tanto ayer como hoy me parecen sin fundamento, absurdos y peligrosos, puesto que atentan contra la salvaguarda de las piedras de la abadía.

—¿Y si le dijera que la cripta esconde un tesoro? —se aventura a decir Johanna, al ver que el administrador se muestra mejor dispuesto que al principio de la entrevista.

Él la observa como un alienista escrutando a un loco incurable.

—Supongo que será una broma —dice con voz apagada—. ¿Ha deducido de las palabras de fray Román que había modificado los planos para proteger un tesoro? ¿Es eso lo que espera encontrar, un tesoro de los vikingos, de los celtas, de los cruzados, de los monjes normandos o qué sé yo de quién, y lo que justifica esta conspiración, esta mascarada ministerial? No me lo puedo creer… Ha leído demasiadas novelas de Stevenson o de Dumas y se le han subido a la cabeza.

Ella lamenta sus palabras, pero ya es demasiado tarde. Más vale añadir algo para demostrarle su convicción, aunque sin revelarle el verdadero motivo.

—Cuando digo «tesoro», no me refiero forzosamente a oro y piedras preciosas. La cripta encierra un secreto, eso no puede negarlo: fray Román, el constructor, protege un secreto que ni siquiera quiso confiarle a su abad y por el que cometió una inmensa blasfemia, tratándose de un monje y de aquella época. Ese secreto no lo ha desentrañado nadie. Puede tratarse de reliquias muy antiguas de santos que se remontan a los primeros cristianos o al propio Auberto, de manuscritos, biblias o vasijas que datan de los celtas o de los canónigos, o de algo relacionado con Moira, sí, Moira, el amor de su vida. Algo que ella escondió allí y que habría sido descubierto sí hubieran derribado la antigua iglesia, cosa que Román evitó. En cualquier caso, hay un misterio muy concreto que la arqueología contemporánea tiene los medios para esclarecer sin saquear la cripta. Sería un crimen no hacerlo.

El administrador se coge la cabeza entre las manos en un gesto de desesperación.

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