La promesa del ángel (22 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Johanna no sabía por qué había reaccionado así. No tenía nada que ocultar, y no se avergonzaba de François, al contrario… ¿Sería que se avergonzaba de sí misma? Lo cierto es que, desde la cena en Saint-Germain-des-Prés a su regreso de Italia, no había parado de acosarlo para ser nombrada directora del proyecto de Mont-Saint-Michel utilizando todos los argumentos de que disponía, algunos de los cuales eran irrebatibles. No lo había visto desde hacía una semana y, en lugar de alegrarse por su visita inesperada, le daba una clase sobre las dimensiones cluniacenses.

—Después de todo, aquí nos estamos helando, en plena corriente de aire —dijo François—. Tienes razón, vamos a nuestro pequeño santuario.

Los amantes clandestinos también tienen costumbres, aunque las encuentren románticas. A Johanna y François les gustaba citarse en una capilla gótica del siglo XV situada en el único vestigio elevado de Cluny III: el brazo sur del gran transepto. Los inviernos borgoñones eran crudos, pero Juan de Borbón, un padre abad del siglo XV, no deseaba pasar frío como sus hijos, de modo que hizo construir, lindando con la capilla glacial donde sus monjes oficiaban congelados, una discreta antecámara reservada para su uso, donde una gran chimenea le calentaba la espalda durante la misa.

Una noche, Johanna había encendido allí un gran fuego y descorchado una botella de vino de Meursault, y habían hecho el amor. A François le había complacido el excitante sacrilegio. Más tarde, Johanna le había dicho que su ultraje era mínimo comparado con los de los propios monjes; contó que, ya en el siglo XIII, los frailes de Cluny frecuentaban las tabernas, los garitos y a las prostitutas, y que en el siglo XVIII se empolvaban la nariz. Pese a ser atea, se preguntaba si el empeño de los habitantes de Mácon en demolerlo todo, durante veinticinco años, no sería un castigo divino cuyo brazo armado eran unos autóctonos escandalizados por esa decadencia secular.

—Debe de estar un poco caliente, pero no importa —dijo François de espaldas a la chimenea de piedra, mientras sacaba una botella de champán y dos copas de su maletín.

—¿Tenemos algo que celebrar? —preguntó Johanna, sorprendida.

—Pues claro —respondió él, abrazándola—. Nuestro aniversario. Hace un año que estamos… juntos. Normalmente son los hombres los que olvidan este tipo de cosas, pero yo no.

—François, estoy muy emocionada —dijo ella, bajando la cabeza hacia el anorak manchado de tierra—. ¡Eres un encanto!

Se besaron. Johanna se derretía como una chocolatina ante aquel delicado e inesperado detalle. No era lo suficientemente consciente de lo tierno que era aquel hombre. A veces se decía que estaba loca por tener la cabeza y el corazón llenos de muertos del pasado, de piedras secas y de huesos polvorientos, cuando el presente le ofrecía a un ser vivo y amante. ¿No podía dejar de buscar lo imposible, de aspirar a un cielo inexistente, cuando la vida le ofrecía semejante regalo? ¿No estaba demostrando ceguera e ingratitud con la existencia? ¿No debería deshacerse de sus sueños para vivir libre y feliz?

—Además, tenemos otra cosa que celebrar que no quería decirte antes —añadió François, soltando a Johanna y descorchando la botella de champán—. ¿Te acuerdas de hace un año? Nuestra historia empezó gracias a Hugo de Semur y el decreto de autorización de las excavaciones… Pues bien, un año más tarde prácticamente día por día…, mira, mi amor.

Emocionado, sacó un papel del bolsillo interior. Johanna contuvo la respiración.

—¡Mira! —repitió—. Hoy, nuestra historia continúa bajo los auspicios del arcángel san Miguel. ¡Aquí tienes tu nombramiento para el Monte!

Pirámide gris cuya cima de oro brota de un desierto de agua. Fortaleza almenada con las entrañas de roca. Beso permanente al cielo, fugaz caricia a la tierra… Es un monstruo arremetiendo contra el infinito, un monstruo de lo bello y de lo imposible, que abraza a los dioses y baja los ojos hacia el hombre, redondeando sus flancos lamidos por el mar. Es el mito, el deseo eterno, la carne del misterio…, el sexo del Ángel.

Johanna lo contemplaba sin poder apartar la mirada. Cluny, construida en piedra calcárea, era blanca, de un blanco roto de virgen descarriada. El era gris, gris como una armadura de caballero. Diferentes matices de antracita, en facetas brillantes, prolongaban las nubes y las olas sin fundirse con ellas: victoria del granito sobre la naturaleza y el tiempo. Arrogante frente a los elementos, semihombre y semidiós, emanaba de él una fuerza viril cautivadora. ¿Qué ocultaba esa coraza guerrera, esa omnipotencia erguida?

—Si existió, la capilla de San Martín debía de estar aquí —explicó Christian Brard, el administrador de Monumentos Históricos, de pie junto al potro—. Un manuscrito antiguo cuenta que, en el año 992, el conde de Armórica Conan I, muerto en la batalla de Conquereuil, fue enterrado en el Monte, en la llamada «capilla de San Martín», lo que llevó a deducir que se trataba de esa capilla y que dicho lugar tenía una vocación funeraria… Se encontraron varios esqueletos, pero no el de Conan. Se cree que uno de ellos puede ser el de Geoffroy, duque de Bretaña e hijo de Conan; los otros son de monjes y más recientes, del período románico, cuando la capilla de San Martín fue destruida y reemplazada por un cementerio, o cuando el abad Roberto de Thorigny construyó allí un osario. Durante la Revolución, cementerio y osario fueron arrasados, pero siguen quedando osamentas. En realidad, nos gustaría encontrar la tumba de Judith de Bretaña, la esposa de Ricardo II, duque de Normandía, el que expulsó a los canónigos, puso el Monte en manos de los benedictinos y financió la construcción de la gran iglesia abacial románica… Si me hubieran dicho hace dos meses que, en lugar de a Roger Calfon, tendría a una mujer para buscar a Judith, no lo habría creído.

Era un hombre alto, cercano a la sesentena, seco como un hueso, de hombros caídos, labios finos y penetrantes ojos de color avellana, que llevaba unas gafas pequeñas con montura de concha. Había resuelto el problema de la calvicie afeitándose la cabeza, lo que, entre aquellos muros, le daba un aspecto de presidiario intelectual. Johanna esperaba más hostilidad por su parte; hasta el momento, se había mostrado acuciante pero cortés. Ese comentario era el primero que le hacía desde que se había presentado ante él, media hora antes.

—Sobre todo, no lo interprete como una señal del cielo —repuso Johanna con una sonrisa\1 \2 tranquilícese, solo estaré aquí seis meses, mientras el señor Calfon se ocupa de su mujer antes de consagrarse a Judith.

La ironía desacostumbrada de la joven procedía de un violento sentimiento que se había apoderado de ella desde su llegada al Monte: el miedo, el miedo de una niña ante un sueño que se hacía realidad y el miedo de una mujer adulta ante una tarea de la que no se sentía a la altura. Se mezclaba todo: la fobia de ver de nuevo al monje decapitado y la angustia ante la posibilidad de no verlo nunca más; el temor de dirigir unas excavaciones en las que no encontraran nada y la ansiedad ante la perspectiva de descubrir apasionantes sepulturas.

—Y… dígame, señor Brard, ¿por qué fue destruida esta capilla de San Martín durante la construcción de la abadía románica? —preguntó la joven para cambiar de tema.

—No se sabe —confesó él, mirándola a través de las gafas—. De lo que se ha llegado a tener la certeza, aunque los planos de la abadía románica hayan desaparecido, es de que al principio lo que estaba previsto derribar era la iglesia carolingia, mientras que esta capilla iba a ser conservada. Al final, se hizo lo contrario: destruyeron San Martín y conservaron la iglesia, transformada en cripta de sostenimiento de la nave románica y bautizada con el nombre de la Virgen Soterraña. Hay una cripta de apoyo de uno de los brazos del transepto que se llama cripta de San Martín, pero no tiene nada que ver con esta capilla, quizá le pusieron ese nombre como un homenaje al lugar derribado. Seguramente fue un capricho del constructor o del padre abad; ya sabe que en la Edad Media los cambios de este tipo eran muy frecuentes durante las obras.

—Sí, lo sé —dijo Johanna tocando las piedras del muro, pensativa desde que había oído mencionar la Virgen Soterraña.

—Lo mejor que puede hacer es sumergirse en la historia de la abadía. Encontrará todo cuanto necesita en la biblioteca de mi despacho, la pongo a su disposición —dijo el administrador en un tono almibarado—. Mire —añadió, mirando el reloj—, esta tarde tengo que dar una conferencia en Rennes y no he terminado de preparar mi intervención. Si no le importa, le pediría que pasara en otro momento por mi despacho para firmar la incorporación; también tengo que darle las llaves de la abadía, y mi ayudante le enseñará su alojamiento. Con todos los imprevistos que han surgido, el inicio de las excavaciones se ha retrasado; el material y el equipo no llegarán hasta dentro de una semana. ¿Cuándo piensa empezar?

La cosa estaba clara: aceptaba a Johanna, pero permanecía al acecho por si daba algún paso en falso.

—De inmediato —respondió ella.

Era una casa grande situada bajo los contrafuertes de la abadía, detrás del museo de historia donde ahora descansaba Geoffroy, hijo de Conan, y con vistas al cementerio del pueblo. Johanna estaba rodeada de sepulturas, día y noche. La construcción medieval, con postigos blancos, tenía un pequeño patio cuadrado y una garita redonda desde donde vigilaban la bahía durante la guerra de los Cien Años. En lo alto de la atalaya, se arrodilló al borde de la tronera. Se sentía bien, tenía la impresión de dominar un poco la situación y de estar segura en una torre de vigilancia. Al caer la noche, fue a su habitación para preparar su cuartel general. Arrastró la cama de hierro hasta el centro de la estancia para tener una visión circular. Colocó un sillón de terciopelo y la pequeña mesa de despacho contra la ventana que daba al cementerio.

Tendría que hacer un viaje a París para traerse sus cosas y ser totalmente operativa, pero ya podía pasar su primera noche en Mont-Saint-Michel. Sí, su primera noche como directora de excavaciones, su primera noche tan cerca de la Virgen Soterraña y del personaje que la atormentaba. Se estremeció. La humedad era peor que el frío; en Cluny, el invierno era glacial pero franco, mientras que allí era engañoso y solapado. El aire parecía suave, pero se deslizaba bajo la ropa como una serpiente mojada y mordía lentamente la piel, a pequeñas dentelladas insidiosas y acidas que corroían los músculos, helaban los huesos y destruían la energía. Johanna arrugó unas cuantas hojas de un periódico que estaba dentro de una caja, las echó a la chimenea, encendió una cerilla y colocó unos troncos sobre el papel. Empezó a brotar un humo acre que la aturdió.

Unos instantes más tarde, el viento nocturno entraba por las ventanas abiertas, disipaba el humo y hacía temblar la llama de las velas que Johanna había encendido por toda la habitación, prescindiendo de la lámpara halógena de diseño, que desentonaba en aquella atmósfera del pasado. Sentada en el centro de la cama, envuelta en el anorak negro manchado de tierra, tomando de vez en cuando un sorbo de calvados y galletas que había encontrado en la cocina, estaba sumergida en la lectura de un grueso libro, abierto junto a una decena de volúmenes más y un bloc de notas, algunas de ellas desperdigadas sobre la manta. El desarrollo de las obras de construcción de la iglesia abacial románica era un misterio y el nombre del constructor no había pasado a la historia.

«¡Qué obra maestra arquitectónica y mística! —pensaba mientras miraba unos dibujos—. Todo tiene un sentido…, no hay sitio para el azar… ¡Qué pureza! ¡Qué armonía! Décadas construyendo, y ni rastro de la historia de las obras. ¿Por qué no derrocaron la vieja iglesia, la Virgen Soterraña? ¿Es posible que fuera a causa del monje decapitado? Todo es leyenda, leyenda de combate contra la muerte y las fuerzas del mal: el nacimiento de la montaña, la llegada de los benedictinos, las construcciones gigantescas, la lucha perpetua entre normandos y bretones, la guerra de los Cíen Años… Increíble, la guerra de los Cien Años en el Monte —se dijo, elevando la mirada por los muros que la rodeaban y que databan de ese período—. Toda Normandía estaba en manos de los ingleses, incluso la isla de Tombelanie, al lado, todo salvo el Monte, que resistió y no llegó a caer. Sufrió un asedio de treinta años… Al principio de este —leyó— fue cuando el coro románico de la abadía se derrumbó sobre los monjes en pleno oficio…

»E1 coro, que se volvió a construir en estilo gótico treinta años después… La montaña estaba defendida por caballeros del rey de Francia y por los monjes, que jamás cedieron al invasor pese a la traición de su padre abad, Roberto Jolivet, que se pasó al bando de los ingleses y más tarde votó a favor de la muerte de Juana de Arco. Todo esto es increíble —pensó, suspirando y alzando los ojos al cielo—. El Monte, a imagen y semejanza de su Arcángel, es mucho más que una iglesia: es el símbolo del conflicto guerrero, individual y colectivo, de la lucha patriota, incluso nacionalista —continuó leyendo, tras ponerse de nuevo las gafas—. Después de la derrota de 1870, lo salvó la III República, laica y anticlerical, cerrando las prisiones y restaurando la iglesia abacial, pues la veía, no como una catedral, sino como una divisa: el emblema de la resistencia contra el ocupante.»

Una alegoría de la batalla contra los enemigos interiores y exteriores, eso es lo que era la fortaleza sagrada. Johanna no sabía qué demonios iba a encontrar, fuera y dentro de sí misma, pero notaba que el lugar le transmitía su potencia ofensiva. Todo iría bien… Debía aprovechar el poco tiempo de que disponía antes de la llegada de los demás y del comienzo de las excavaciones, así como la distancia que había interpuesto el administrador entre ambos, para buscar al hombre misterioso que la había inducido a ir allí. A la mañana siguiente iría a Avranches a consultar los manuscritos antiguos de la abadía; quizá encontrara alguna mención al monje decapitado o a crímenes cometidos en el monasterio. Pero antes iría sola a la Virgen Soterraña. A no ser que fuera a visitarla esa noche… El monje no le haría ningún daño, estaba segura; no tenía miedo. El monje decapitado era como el Monte: más allá del tiempo, se alzaba erguido y sombrío. Indestructible, lleno de secretos, le hablaba como un valeroso paladín que combate contra una fuerza invisible… Johanna se levantó y cerró las ventanas, pero no los postigos blancos. Quería que la despertara la claridad, el amanecer del nuevo día. Se desnudó y puso sobre las baldosas rojas todos los libros excepto uno, que dejó junto a su cabeza abierto por la página del juramento que hicieron en 1469, después de la guerra de los Cien Años, los caballeros de la orden de San Miguel:

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