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Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

La rabia y el orgullo (10 page)

BOOK: La rabia y el orgullo
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Yo no voy a levantar tiendas a La Meca. No voy a cantar padrenuestros y avemarías ante la tumba de Mahoma. Yo no hago pipí en los mármoles de sus mezquitas. Y mucho menos caca. Cuando estoy en aquellos países, (de lo que no saco ningún placer), nunca me olvido de que soy una huésped y una extranjera. Presto mucha atención a no ofenderles con ropa o gestos o actitudes que para mí son normales y para ellos inadmisibles. Los trato con el debido respeto, con la debida cortesía, me disculpo si por descuido o ignorancia infrinjo alguna norma suya o alguna superstición. Y mientras la imagen de los dos rascacielos destruidos se mezcla con la imagen de los dos Budas asesinados, veo también aquella (no apocalíptica pero, para mí, simbólica) de la gran tienda con la que, hace dos veranos, los musulmanes somalíes (Somalia tiene una gran familiaridad con Bin Laden, ¿recuerdas?) destrozaron y ensuciaron y ultrajaron la plaza del Duomo de Florencia durante más de tres meses. Mi ciudad.

Una tienda levantada para reprobar condenar insultar al gobierno italiano (en aquel tiempo un gobierno de izquierdas) que por una vez tanto titubeaba en renovarles los pasaportes necesarios para pasearse por Europa y traer a Italia las hordas de sus parientes. Madres, padres, abuelos, hermanos, hermanas, tíos, tías, primos, primas, cuñadas embarazadas, y los parientes de los parientes. Una tienda situada cerca del palacio del Arzobispado sobre cuyas aceras alineaban los zapatos o las babuchas que en su país dejan fuera de las mezquitas. Y, junto a los zapatos o las babuchas, las botellas de agua mineral con las cuales se lavaban los pies antes de la oración. Una tienda colocada frente a la catedral de Santa Maria del Fiore y al lado del Baptisterio, las puertas de oro esculpidas por Ghiberti. Una tienda, en fin, decorada como un apartamento. Sillas, mesitas, chaise-longues, colchones para dormir y para follar, hornillos para cocer la comida, o sea para apestar la plaza con el humo y el mal olor. Y, gracias a la habitual blandura de la municipalidad, provista de luz eléctrica. Gracias a una grabadora, enriquecida por los berridos desmañados de un muecín que puntualmente exhortaba a los fieles y ensordecía a los infieles y sofocaba el sonido de las campanas. Junto a todo esto, los amarillos regueros de orina que profanaban los mármoles del Baptisterio y su puertas de oro. (¡Por Dios! ¡Tienen la meada larga estos hijos de Alá! ¿Cómo hacían para alcanzar el objetivo separado de una verja y por tanto a casi dos metros de su aparato urinario?). Junto a los amarillos regueros de orina, el hedor de la mierda que bloqueaba el portón de San Salvatore del Vescovo: la exquisita iglesia románica (siglo IX) que está detrás de la plaza del Duomo y que los hijos de Alá habían convertido en un cagadero. Tú sabes de qué te estoy hablando.

Lo sabes porque fui yo quien te llamé, quien te pedí una intervención de tu diario: ¿Recuerdas? Llamé también al alcalde de Florencia que, lo reconozco, tuvo la amabilidad de venir a mi casa. Me escuchó, me consoló. «Tiene razón, tiene realmente razón…» Pero no sacó la tienda. Se olvidó o no tuvo el coraje de sacarla. Llamé también al ministro de Asuntos Exteriores que era un florentino, uno de esos florentinos que hablan con acento muy florentino, y además personalmente implicado en el asunto de los pasaportes necesarios para pasearse por Europa y traer a Italia a las hordas de parientes. Y también él, lo reconozco, me escuchó. Me consoló. «Sí, sí, tiene mucha razón». Pero para sacar la tienda no movió un dedo. Entonces cambié de táctica. Llamé al policía que administra la Seguridad de la Ciudad y le dije: «Querido policía, yo no soy un político. Por consiguiente cuando digo que voy a hacer una cosa, la hago. Si mañana la jodida tienda está todavía en la plaza del Duomo, yo la quemo. Juro por mi honor que la quemo y ni un regimiento de carabinieri podrá impedírmelo. Mucho más: quiero que usted me arreste. Quiero que me lleve a la cárcel. Así saldré en todos los diarios y telediarios, la Fallaci-arrestada-en-su-ciudad-por-haber-defendido-su-ciudad, y os ridiculizo a todos». Bueno. Siendo más inteligente que sus superiores, al día siguiente el policía hizo retirar la tienda. En su lugar quedó sólo una inmensa y repugnante mancha de porquerías: los restos del vivac que había durado más de tres meses. Pero la mía fue una victoria pírrica. Lo fue porque inmediatamente después los pasaportes fueron renovados. Los permisos de residencia, concedidos. Lo fue porque los abuelos y los padres y las madres y los hermanos y las hermanas y los primos y las primas y las cuñadas embarazadas que en el intervalo habían parido ahora están donde querían. Es decir, en Florencia y en otras ciudades de Europa. Lo fue porque el hecho de quitar la tienda no influyó para nada sobre las insoportables torpezas que desde hace años hieren y humillan a la que fuera la capital del arte y de la cultura y de la belleza. No desanimó para nada las insoportables arrogancias de los desagradables huéspedes. Los albaneses, los sudaneses, los bengalíes, los tunecinos, los argelinos, los paquistaníes, los nigerianos que con tanto fervor contribuyen por ejemplo al comercio de la droga. (Crimen evidentemente no prohibido por el Corán). Con ellos, los vendedores ambulantes que infestan las plazas para venderte el lápiz. Los vendedores estables que exponen la mercancía sobre sus alfombritas, a lo largo de las aceras. Las prostitutas enfermas de sífilis o de sida, acampan también en las carreteras del campo. Los ladrones que te asaltan mientras duermes en tu cama y ay de ti si a sus pistoletazos respondes con tus pistoletazos.

Todos están donde estaban antes de que el policía quitase la tienda. Los vendedores estables están también delante de los Uffizi, delante de la Logia del Orcagna, a los pies de la Torre de Giotto, alrededor de la Logia de Porcellino, frente a la Biblioteca Nacional, a la entrada de los museos, en el Ponte Vecchio donde raramente no se lían a cuchilladas. O a lo largo del Amo donde han pretendido y conseguido que el municipio los financiase. (¡Sí señor, que los financiase!). Están también en los sagrados de las iglesias. Por ejemplo la iglesia de San Lorenzo donde sin respeto alguno por su Alá se emborrachan con vino, cerveza, licores, y molestan a las mujeres diciéndoles obscenidades. (El verano pasado me las dijeron incluso a mí que ya soy una antigua señora. E inútil subrayar que después se arrepintieron. ¡Oh, sí se arrepintieron! Uno de ellos está todavía gimoteando sobre sus genitales). Sí, con el pretexto de vender la miserable mercancía, están todavía allí. Si por «mercancía» entiendes bolsas y maletas copiadas de los modelos protegidos, tarjetas postales, relojes, estatuillas africanas que los turistas ignorantes toman por esculturas de Bernini, y la susodicha droga. «Je connais mes droits, conozco mis derechos», me silbó en perfecto francés un vendedor del Ponte Vecchio. Un nigeriano al cual había dicho te-mando-a la-prisión porque la vendía. Las mismas palabras que dos años antes en la plaza de Porta Romana, me silbó en perfecto italiano un jovencísimo bengalí que me había agarrado un seno y al cual había respondido con la acostumbrada patada en los cojones. «Conozco-mis-derechos». Además pretenden construir nuevas mezquitas. Ellos que en sus propios países no te permiten construir ni siquiera una capillita, una sinagoguita, y en África les gusta tanto matar a las monjas y a los misioneros. Y ¡ay! si el ciudadano protesta, si responde esos-derechos-te-vas-a-ejercerlos-en-tu-casa. ¡Ay! si al caminar entre las mercancías que impiden el paso un peatón roza la presunta escultura de Bernini. «¡Racista, racista!». ¡Ay! si un guardia urbano se les acerca y murmura: «¿Señor hijo de Alá, Excelencia, le importaría apartarse un poquito para dejar pasar a la gente?». Se lo comen vivo. Lo agarran más bestialmente que los perros rabiosos. Como mínimo, insultan a su madre y a su progenie. Y la gente calla resignada, intimidada, chantajeada por la palabra «racista». No abre la boca ni aunque se les grite lo que gritaba mi padre durante el fascismo: «¿No os importa nada de vuestra dignidad, borregos? ¿No tenéis un poco de amor propio, conejos?».

Todo eso pasa también en otras ciudades: lo sé. Pasa en Turín, por ejemplo. Aquella Turín que hace ni siquiera ciento cincuenta años hizo Italia y que ahora ni siquiera parece una ciudad italiana. Parece Dacca, Nairobi, Teherán, Túnez, Damasco, Beirut. Pasa en Venecia. Aquella Venecia donde las palomas de Plaza San Marcos han sido sustituidas por los tapetitos con la «mercancía» y donde hasta Otelo (pero Otelo era un gran señor, un hombre de buen gusto) se los cargaría a patadas. Pasa en Génova. Aquella Génova donde los maravillosos palacios que Rubens veneraba han sido secuestrados por esa canalla y se deterioran como hermosas damas violadas. Pasa en Roma. Aquella Roma donde la política de todo cinismo y color los corteja esperando obtener su futuro voto y donde el mismo Papa los protege con su «Osservatore Romano» y balbuceos televisivos (Santidad, ¿por qué en nombre del Dios Único no los acoge en su Vaticano? A condición de que no defequen también en la Capilla Sixtina y sobre las estatuas de Michelangelo o las pinturas de Rafaello, se entiende). Pasa también en España, en Suiza, en Francia, en Alemania, en Inglaterra, en Escandinavia, etcétera: lo sé. Pasa en toda Europa. Pero en mi opinión en Italia ese escándalo supera el límite de tolerancia. ¡Bah! Ahora soy yo la que no comprende. Porque en Italia los hijos de Alá son llamados «trabajadores-extranjeros». O bien «la-mano-de-obra-que-necesitamos». Y por cierto, bien o mal, algunos de ellos trabajan: sí. Los italianos se han vuelto tan señoritos. Pasan las vacaciones en las Seychelles, la Navidad en París, la Pascua en Madrid, tienen la baby-sitter inglesa y la «criada-de-color», se avergüenzan de trabajar como obreros o campesinos. Ya no puedes asociarlos con el proletariado, y Dios: ¡alguien tiene que trabajar! Pero esos de los que estoy hablando, ¿qué trabajadores son? ¿Qué trabajo hacen? ¿De qué modo suplen la necesidad de mano de obra que el ex proletariado italiano ya no es capaz de suministrar? ¿Acampando en las ciudades con el pretexto de vender la mercancía, drogas y prostitutas incluidas? ¿Callejeando y estropeando nuestros monumentos? ¿Emborrachándose en los sagrados de las iglesias, molestando a las mujeres, o sea diciendo obscenidades a las antiguas señoras que caminan sin importunar a nadie? ¿Agarrándoles un seno, conozco-mis-derechos? Y luego hay otra cosa que no comprendo. ¿Si son tan pobres, esos hijos de Alá, quién les da el dinero para el barco o la patera que los trae a Italia? ¿Quién les da los diez millones de liras por cabeza (como mínimo, diez millones de liras, o sea un millón de pesetas) que necesitan para pagar el viaje? ¿No se los darán tal vez los Osama bin Laden con el fin de establecer cabezas de puente en Europa y aquí reclutar terroristas? ¿No se los darán tal vez los príncipes de la Casa Real Saudí con el fin de poner en marcha una conquista que no es una conquista de almas sino una conquista de territorio como la que durante más de siete siglos tuvo lugar en España y en Portugal? Paren demasiado, esos hijos de Alá. Los europeos y particularmente los italianos ya no paren: estúpidos. Sus huéspedes, al contrario, no hacen más que parir. Se multiplican como ratones. Eh, sí: ni siquiera ese asunto me convence. Y se equivoca quien se lo toma a la ligera o con optimismo. Se equivoca, sobre todo, quien compara la oleada migratoria que se ha abatido sobre Italia y Europa con aquellas que se abatieron sobre América durante la segunda mitad de 1800 hasta principios de 1900. Ahora te explico el porqué.

* * *

No hace mucho tiempo se me ocurrió captar una frase pronunciada por uno de los innumerables presidentes del Consejo que en pocas décadas han honrado (sic) a Italia. «¡También mi tío era un emigrante! ¡Yo lo recuerdo a mi tío que con su maletita de tela iba a América!». O algo parecido. Eh, no, muy egregio ex Presidente del Consejo. No es en absoluto lo mismo. Y no lo es por dos simples motivos que los desinformados como Vuestra Señoría ignoran o fingen ignorar por conveniencia y mala fe. El primer motivo es que durante la segunda mitad del siglo XIX la oleada migratoria en América no se desencadenó de manera clandestina y por prepotencia de los emigrantes. Fueron los mismos americanos que la quisieron, la solicitaron. Y por medio de una disposición del Congreso. «Venid, venid que os necesitamos. Si venís, os daremos un pedazo de tierra». Los famosos «Oklahoma-Setdements» de 1889, por ejemplo. Los americanos han hecho hasta una película sobre esto. (Sí, aquella con el cruel final donde los desgraciados corren para plantar una banderita en la tierra que llegará a ser suya…). Que yo sepa, en Italia nunca ha habido una disposición del Parlamento para invitar y solicitar a nuestros desagradables huéspedes a dejar sus países. «Venid-venid, que-os-necesitamos. Si-venís-os-regalaremos-una-finca-en-el-Chianti-o-en-la-Valpadana». A Italia llegan y siempre han llegado por iniciativa propia con los malditos barcos, las malditas pateras, y a pesar de los policías que intentaban rechazarlos. (Ahora no. Para no pasar por racistas y obedecer a los nuevos fascistas, ahora los policías los reciben con reverencia. Y tomando a los párvulos en brazos). Por lo tanto, más que de una emigración se trata de una invasión guiada bajo las enseñas del pietismo hipócrita, del provecho político y de la clandestinidad. Una clandestinidad que inquieta porque no es pacífica y dolorosa como la de los pocos emigrantes que hace un siglo o más saltaban por los navios y alcanzaban la costa a nado. Es una clandestinidad arrogante, prepotente, descarada, y protegida por la demagogia y la mentira. Y no olvidaré nunca los comicios en los que el año pasado centenares, o más bien millares, de clandestinos llenaron las plazas de Italia para conseguir los permisos de residencia. Aquellos rostros torcidos, obtusos, enemigos. Aquellos puños alzados, amenazadores, listos a golpear el pueblo que los hospedaba. Aquellas voces iracundas, bestiales que me llevaban al Teherán de Jomeini. No lo olvidaré porque, además de sentirme ofendida por tal prepotencia en mi propio país, me sentía burlada por los ministros que decían: «Querríamos repatriarlos pero no sabemos adonde se esconden». ¡Miserables, embusteros! En aquellas plazas había multitudes de clandestinos, multitudes, y no se escondían de veras… Para repatriarlos hubiese bastado con ponerlos en fila, por-favor-señor, acomódese, y acompañarles a un puerto o aeropuerto, reexpedirlos a sus países.

El segundo motivo, muy egregio ex Presidente del Consejo y sobrino del tío con la maletita de tela, lo entendería también un escolar de primaria. Y para suavizarle la fácil tarea, le doy un par de elementos. Elemento Número Uno: América es un continente, y en la segunda mitad del siglo XIX, o sea cuando el Congreso Americano avió la inmigración, dicho continente estaba prácticamente despoblado. El grueso de los habitantes se concentraba en los estados del Este, es decir, en los estados del lado del océano Atlántico. En el Midwest, o sea en las regiones centrales, estaban sólo las ya diezmadas tribus de Pieles Rojas y algunas familias de pioneros. En el Far West no había casi nadie. De hecho, la carrera al Far West acababa de comenzar, y California estaba más o menos vacía. Italia no es un continente. Es un país pequeño y, por cierto, no despoblado… Elemento Número Dos: América es un país muy joven. Si piensa que su Guerra de Independencia se desarrolló a finales del siglo XVIII, deduce que como nación tiene apenas doscientos años, y comprende por qué su identidad cultural no está todavía definida. Italia, por el contrario, es un país muy viejo. Su historia dura, en esencia, desde hace tres mil años. Su identidad cultural está muy definida, y qué diablos: desde hace dos mil años esa identidad no prescinde de una religión que se llama religión cristiana y de una iglesia que se llama Iglesia Católica. La gente como yo suele decir: yo-con-la-iglesia-católica-no-tengo-nada-que-ver. Pero se trata de palabras y basta. Tengo que ver, tengo que ver. Me guste o no, tengo que ver. ¿Cómo podría no tener que ver? He nacido en un paisaje de iglesias, conventos, Cristos, Vírgenes, Santos. La primera música que escuché al nacer fue la música de las campanas. Las campanas de Santa María del Fiore, sí, las mismas que en los días de la tienda los berridos desmañados del muecín sofocaban sin piedad. Con esa música y en ese paisaje he crecido. A través de esa música y de ese paisaje he aprendido qué es la arquitectura, qué es la escultura, qué es la pintura, qué es el arte, qué es el conocimiento y qué es la belleza. Gracias a esa iglesia (pronto rehusada y, no obstante, que permaneció dentro de mí, o sea dentro de mi cultura), empecé a preguntarme qué es el Bien y qué es el Mal, si el Padre Eterno existe o no existe, si el alma es una fórmula química o algo más, y por Dios…

BOOK: La rabia y el orgullo
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