Authors: Leopoldo Alas Clarin
Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre, un paso más adelante, a los pies de la Virgen enlutada, detrás de la urna de Jesús muerto. También Ana parecía de madera pintada; su palidez era como un barniz. Sus ojos no veían. A cada paso creía caer sin sentido. Sentía en los pies, que pisaban las piedras y el lodo un calor doloroso; cuidaba de que no asomasen debajo de la túnica morada; pero a veces se veían. Aquellos pies desnudos eran para ella la desnudez de todo el cuerpo y de toda el alma. «¡Ella era una loca que había caído en una especie de prostitución singular!; no sabía por qué, pero pensaba que después de aquel paseo a la vergüenza ya no había honor en su casa. Allí iba la tonta, la literata, Jorge Sandio, la mística, la fatua, la loca, la loca sin vergüenza». Ni un solo pensamiento de piedad vino en su ayuda en todo el camino. El pensamiento no le daba más que vinagre en aquel calvario de su recato. Hasta recordaba textos de Fray Luis de León en la
Perfecta Casada
, que, según ella, condenaban lo que estaba haciendo. «Me cegó la vanidad, no la piedad, pensaba». «Yo también soy cómica, soy lo que mi marido». Si alguna vez se atrevía a mirar hacia atrás, a la Virgen, sentía hielo en el alma. «La Madre de Jesús no la miraba, no hacía caso de ella; pensaba en su dolor cierto; ella, María, iba allí porque delante llevaba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué iba?...».
Según el Magistral, iba pregonando su gloria. Don Fermín no presidía este entierro como el del miércoles, pero celebraba con él su nuevo triunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la tila derecha, entre otros señores canónigos, con roquete, muceta y capa; empuñaba el cirio apagado, como un cetro. «Él era el amo de todo aquello. Él, a pesar de las calumnias de sus enemigos había convertido al gran ateo de Vetusta haciéndole morir en el seno de la Iglesia; él llevaba allí, a su lado, prisionera con cadenas invisibles a la señora más admirada por su hermosura y grandeza de alma en toda Vetusta; iba la Regenta edificando al pueblo entero con su humildad, con aquel sacrificio de la carne flaca, de las preocupaciones mundanas, y era esto por él, se le debía a él sólo. ¿No se decía que los jesuitas le habían eclipsado? ¿Que los Misioneros podían más que él con sus hijas de confesión? Pues allí tenían prueba de lo contrario. ¿Los jesuitas obligaban a las vírgenes vetustenses a ceñir el cilicio? Pues él descalzaba los más floridos pies del pueblo y los arrastraba por el lodo... allí estaban, asomando a veces debajo de aquel terciopelo morado, entre el fango. ¿Quién podía más?». Y después de las sugestiones del orgullo, los temblores cardíacos de la esperanza del amor. «¿Qué serían, cómo serían en adelante sus relaciones con Ana?». Don Fermín se estremecía. «Por de pronto mucha cautela. Tal vez el día en que dejé la puerta abierta a los celos la asusté y por eso tardó en volver a buscarme. Cautela por ahora... después... ello dirá». De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedaba en su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a una concha vacía arrojada a la arena por las olas. «Él era la cáscara de un sacerdote».
Al pasar delante del Casino, frente al balcón de Mesía, Ana miraba al suelo, no vio a nadie. Pero don Fermín levantó los ojos y sintió el topetazo de su mirada con la de don Álvaro; el cual reculó otra vez, como al pasar la Virgen, y de pálido pasó a lívido. La mirada del Magistral fue altanera, provocativa, sarcástica en su humildad y dulzura aparentes: quería decir
¡Vae Victis!
La de Mesía no reconocía la victoria; reconocía una ventaja pasajera... fue discreta, suavemente irónica, no quería decir: «Venciste, Galileo» sino «hasta el fin nadie es dichoso». De Pas comprendió, con ira, que el del balcón no se daba por vencido.
—¡Va hermosísima!—decían en tanto las señoras del balcón de la Audiencia.
—¡Hermosísima!—¡Pero se necesita valor!—Amigo, es una santa.—Yo creo que va muerta—dijo Obdulia—; ¡qué pálida! ¡qué
parada
! parece de escayola.
—Yo creo que va muerta de vergüenza—dijo al oído de la Marquesa, Visita.
Doña Rufina suspiraba con aires de compasión. Y advirtió:
—Lo de ir descalza ha sido una barbaridad. Va a estar en cama ocho días con los pies hechos migas.
La baronesa de La Deuda Flotante, definitivamente domiciliada en Vetusta, se atrevió a decir encogiendo los hombros:
—Dígase lo que se quiera; estos extremos no son propios... de personas decentes.
El Marqués apoyó la idea muy eruditamente.
—Eso es piedad de transtiberina.—Justo—dijo la baronesa, sin recordar en aquel instante lo que era una transtiberina.
Como en la Audiencia, en todos los balcones de la carrera, después de pasar la procesión y haber contemplado y admirado la hermosura y la valentía de la Regenta, se murmuraba ya y se encontraba inconvenientes graves en aquel «rasgo de inaudito atrevimiento».
Foja en el Casino, lejos de Mesía y don Víctor, decía pestes del Magistral y la Regenta. «Todo eso es indigno. No sirve más que para dar alas al Provisor. Lo que ha hecho la Regenta lo pagarán los curas de aldea. Además, la mujer casada la pierna quebrada y en casa».
—Sin contar—añadía Joaquín Orgaz—con que esto se presta a exageraciones y abusos. El año que viene vamos a ver a Obdulia Fandiño descalza de pie... y pierna, del brazo de Vinagre.
Se rió mucho la gracia. Pero también se notó que Orgaz decía aquello porque no había sacado nada de sus pretensiones amorosas, o por lo menos, no había sacado bastante.
El populacho religioso admiraba sin peros ni distingos la humildad de aquella señora. «Aquello era imitar a Cristo de verdad. ¡Emparejarse, como un cualquiera, con el señor Vinagre el nazareno; y recorrer descalza todo el pueblo!... ¡Bah! ¡era una santa!».
En cuanto a don Víctor, al pasar debajo de su balcón el Magistral y Ana preguntó a Mesía:
—¿Están ya ahí?
—Sí, ahí van.... Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó la cabeza.... Lo vio todo. Dio un salto atrás.
—¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatizado!
Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallón que iba de escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre.
Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas. Se le figuró al oír aquella música que estaba viudo, que aquello era el entierro de su mujer.
—Ánimo, don Víctor—le dijo Mesía volviéndose a él, y dejando el balcón—. Ya van lejos.
—No; no quiero verla otra vez. ¡Me hace daño!
—Ánimo.... Todo esto pasará...
Y apoyó Mesía una mano en el hombro del viejo.
El cual, agradecido, enternecido, se puso en pie; procuró ceñir con los brazos la espalda y el pecho del amigo, y exclamó con voz solemne y de sollozo:
—¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antes que esto, prefiero verla en brazos de un amante!
—Sí, mil veces, sí—añadió—¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del fanatismo!...
Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía.
La marcha fúnebre sonaba a los lejos. El
chin, chin
de los platillos, el
rum rum
del bombo servían de marco a las palabras grandilocuentes de Quintanar.
—¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si la amistad no ofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!
—
¡Chin, chin, chin! ¡bom, bom, bom!
—¡Sí, amigo mío! ¡Primero seducida que fanatizada!...
—Puede usted contar con mi firme amistad, don Víctor; para las ocasiones son los hombres....
—Ya lo sé, Mesía, ya lo sé... ¡Cierre usted el balcón, porque se me figura que tengo ese bombo maldito dentro de la cabeza!
—¡Las diez! ¿Has oído? el reloj del comedor ha dado las diez.... ¿Te parece que subamos?...
—Espera un poco; espera que suene la hora en la catedral.
—¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí, muchacha? ¿Se oye el reloj de la torre desde aquí?... Mira que es media legua larga....
—Pues sí, se oye, en estas noches tranquilas ya lo creo que se oye. ¿Nunca lo habías notado? Espera cinco minutos y oirás las campanadas... tristes y apagadas por la distancia....
—La verdad es que la noche está hermosa....
—Parece de Agosto.—Cuando contemplo el cielo,
de innumerables luces rodeado y miro hacia el suelo...
perdóname, hija mía, sin querer me vuelvo a mis versos....
—¿Y qué? mejor, Quintanar: eso es muy hermoso.
La Noche Serena
ya lo creo. Hace llorar dulcemente. Cuando yo era niña y empezaba a leer versos, mi autor predilecto era ese.
El recuerdo de Fray Luis de León pasó como una nubecilla por el pensamiento de Ana que sintió un poco de melancolía amarga. Sacudió la cabeza, se puso en pie y dijo:
—Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por la galería de los perales, mientras la señora torre de la catedral se decide a cantar la hora....
—Con mil amores,
mia sposa cara
.
La pareja se escondió bajo la bóveda no muy alta de una galería de perales franceses en espaldar. La luna atravesaba a trechos el follaje nuevo y sembraba de charcos de luz el suelo a lo largo del obscuro camino.
—Mayo se despide con una espléndida noche—dijo Ana, apoyándose con fuerza en el brazo de su marido.
—Es verdad; hoy se acaba Mayo. Mañana Junio. Junio la caña en el puño. ¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí en pasando la Pumarada de Chusquin.
—Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranos antes de ir al mar.
—Justo, ese... pues el río Soto lleva truchas exquisitas, según me dijo el Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nos mande dos cañas con todos sus accesorios?
—Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.
Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgaba del suyo, y la tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:
Lasciami, lasciami
oh lasciami partir...
Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las narices. Miró a su esposa, que también volvió el rostro hacia su marido.
—¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aquel tenor de Valladolid.... Pero oye... mira que idea... hermosa idea.... Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí, junto al estanque, figúrate a Gayarre o a Masini cantando... en esta noche tranquila, en este silencio... y nosotros aquí, debajo de esta bóveda... oyendo... oyendo.... Las óperas deberían cantarse así... ¿Qué nos falta a nosotros ahora? Música nada más que música.... El panorama hermoso... la brisa... el follaje... la luna... pues esto con acompañamiento de un buen cuarteto... y ¡el paraíso! Oh, los versos... los versos a veces no dicen tanto como el pentagrama. Estoy por la canción, por la poesía que se acompaña en efecto de la lira o de la forminge.... ¿Tú sabes lo que era la forminge,
phorminx
?
Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo.
—Chica, eres una erudita. Otra nubecilla pasó por la frente de Ana.
El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez, pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía.
—Pues es verdad que se oye—dijo Quintanar.
Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió:
—¿Vamos a cenar?—¡A cenar!—gritó Ana. Y soltando el brazo de don Víctor corrió, levantando un poco la falda de la
matinée
que vestía, hasta perderse en la obscuridad de la bóveda. Quintanar la siguió dando voces:
—Espera, espera... loca, que puedes tropezar.
Cuando salió a la claridad, con el cielo por techo, vio en lo alto de la escalinata de mármol, con una mano apoyada en el cancel dorado de la puerta de la casa, a su querida esposa que extendía el brazo derecho hacia la luna, con una flor entre los dedos.
—Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto de luna hago?...
—¡Magnífico! Magnífica estatua... original pensamiento... oye: «La Aurora suplica a Diana que apresure el curso de la noche...».
Ana aplaudió y atravesó el umbral. Don Víctor entró detrás diciéndose a sí mismo en voz alta:
—¡Hija mía! Es otra.... Ese Benítez me la ha salvado.... Es otra.... ¡Hija de mi alma!
Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muy buen apetito. Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar que sonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba con la cabeza.
—La casa es alegre hasta de noche—dijo ella.
Y añadió:—Toma, móndame esa manzana....
—«Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?... Ah ya....
Y se atragantó con la risa.—¿Qué tienes, hombre?—Es de una zarzuela.... De una zarzuela de un académico.... Verás... se trata de la marquesa de Pompadour: un señor Beltrand anda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y como es natural se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por más señas.
—Como tú y yo .—Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural también, coge un cuchillo.
—Para matar a Beltrand....
—No, para mondar la manzana....
—Eso ya es inverosímil.
—Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:
(Cantando y puesto en pie)
¡Cielos! monda la manzana; ¡es la marquesa de Pompadour!... ¡de Pompadour!...
Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y la gracia de su marido. «La verdad era que Quintanar parecía otro».
Petra sirvió el té.—¿Ha vuelto Anselmo de Vetusta?—preguntó el amo.
—Sí, señor, hace una hora....
—¿Ha traído los cartuchos?
—Sí, señor.—¿Y el alpiste?—Sí, señor.—Pues dile que mañana muy temprano tiene que volver a la ciudad, con un recado para el señor Crespo. Deja... voy yo mismo a enterarle.... Escribiré dos letras; ¿no te parece, Ana? ese Anselmo es tan bruto....
Salió el amo del comedor. Petra dijo, mientras levantaba el mantel:
—Si la señorita quiere algo... yo también pienso ir mañana al ser de día a Vetusta... tengo que ver a la planchadora... si quiere que lleve algún recado... a la señora Marquesa... o....
—Sí: llevarás dos cartas; las dejaré esta noche sobre la mesa del gabinete y tú las cogerás mañana, sin hacer ruido, para no despertarnos.
—Descuide usted. Una hora después don Víctor dormía en una alcoba espaciosa, estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribía con pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre el papel satinado.