La Rosa de Asturias (47 page)

Read La Rosa de Asturias Online

Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
11.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Un poco más allá, Eward oyó las palabras del rey con amargura creciente. La esperanza de que Carlos lo nombrara prefecto de la Marca Hispánica se desvaneció como el humo y, angustiado, se preguntó qué diría Hildiger ante dichos acontecimientos. Su amante aún no había regresado de Asturias y, al parecer, el rey no estaba dispuesto a esperar su llegada. El temor por Hildiger y la desilusión hicieron que Eward casi le echara en cara a su hermanastro que también él se sentía traicionado… por el propio Carlos. Pero como temía perder el aprecio de este por completo, apretó los labios y permaneció sentado en su lugar con expresión huraña.

También Ermengilda estaba deprimida. Cuando los francos abandonaran España tendría que seguir a Eward hasta su tierra natal. No se le ocultaba el destino que la aguardaba allí, como esposa de un hombre obligado a aceptarla y que no sabía qué hacer con ella. Quizás Eward, ante la insistencia de Hildiger, la enviaría a un convento remoto y la olvidaría antes de que el carruaje que la transportara hasta allí se hubiera alejado.

Maite era la única a quien la coyuntura causaba cierta satisfacción. No había olvidado que Eneko de Iruñea se había inmiscuido en los asuntos de su tribu y que había ayudado a su tío a afirmarse en su puesto. Ahora Okin era un huésped respetado en la mesa de Eneko, mientras que hombres como Amets de Guizora y Asier no gozaban de ese privilegio, lo cual vino a indicarle el rango que ocuparía si se casaba con este último.

Hasta entonces, Maite nunca se había preguntado por qué su madre, siendo la esposa de un jefe, y ella su hija, se habían visto obligadas a lavarse la ropa y a limpiar la cabreriza. Su padre también siempre les había echado una mano. En cambio los hombres como Eneko y Okin imitaban el ejemplo de los nobles extranjeros: se sentaban a la mesa, bebían vino y dejaban que los mozos y las criadas se encargaran de realizar sus tareas.

Mientras cavilaba, notó que alguien le tiraba de la manga. Al volverse se topó con la mirada del joven Eneko.

—Logré hablar unos instantes con mi padre. Al parecer, los rehenes hemos de ayudar a desmantelar las murallas, pero mañana huiremos para que los francos no puedan llevarnos a su tierra, así que no te alejes de mí y aguarda mi señal.

Maite suspiró. Si lo francos la llevaban allende los Pirineos, tardaría años en regresar y quizá no volvería jamás, y eso suponía dejarle vía libre a Okin. En cambio si huía, al menos podría intentar enfrentarse a la influencia de su tío sobre la tribu, aunque para lograrlo tuviera que casarse con uno de los hijos de Amets. Maite dirigió una sonrisa desdeñosa a Okin: seguro que a este no le agradaría que el joven Eneko la ayudara a huir y ya se alegraba de la cara de tonto que se le quedaría cuando ella volviera a aparecer en Askaiz. Al pensarlo, comprendió que volver a ver su aldea natal la haría muy feliz.

Una vez más, se vio obligada a reflexionar sobre el destino de Ermengilda. Si antes de sufrir la herida había parecido que Eward se iba acostumbrando a la presencia de su esposa, entre tanto dicha esperanza había desaparecido. Eward demostró ser un enfermo deplorable y les guardaba rencor a ambas por los dolores sufridos. Su amiga podría darse por afortunada si acababa en un convento, porque según Maite, la presencia de Hildiger significaba que corría peligro de morir asesinada.

Así que pegó un codazo a Ermengilda y dijo:

—¡He de hablar contigo hoy mismo!

Esta le respondió con una sonrisa amarga.

—No creo que esta noche a mi esposo le apetezca mi compañía. Hace un momento llegó un mensajero anunciando la inminente llegada de Hildiger, así que dormiré en la misma habitación que tú.

—¡Muy bien! —dijo Maite, suspirando de alivio. Si Hildiger volvía a rondar a Eward, Ermengilda estaría dispuesta a prestar oídos a su propuesta.

5

Poco después, cuando Ermengilda enfiló el oscuro pasillo que conducía a la habitación que les habían asignado a ambas, una sombra se separó de la pared. Primero se asustó, pero entonces reconoció a Philibert, que la aguardaba apoyado en un bastón.

—Perdonadme, pero he de hablar con vos —susurró.

—¡Estáis herido! Deberíais estar en la cama. —Ermengilda miró en torno con preocupación porque temía la presencia de delatores que informaran a su marido que había sido vista hablando con otro hombre ante la puerta de sus aposentos, y tampoco quería dar explicaciones a Maite.

—¡Bah! Solo es un arañazo y pronto habrá cicatrizado —contestó Philibert, restándole importancia a su herida pese a temblar de debilidad—. ¡Me preocupo por vos! No debéis acompañar a Eward a Franconia, porque él aprovechará la primera oportunidad para deshacerse de vos.

—¿Y qué he de hacer, según vuestra opinión? ¿Abandonar el palacio y rogar a los guardias que me dejen pasar? Muchas millas me separan del castillo del mi padre y no creo poder recorrerlas sola.

—¡No estáis sola! —Philibert le cogió la mano y se la llevó a los labios—. Yo os acompañaré. ¡Juro por Dios que para salvaros de Eward y Hildiger, incluso sería capaz de convertirme en musulmán!

—Esas son palabras pecaminosas —lo reprendió Ermengilda. Pero al mismo tiempo se sintió muy complacida: ser amada y respetada le hacía mucho bien, y durante un instante se sintió tentada de aceptar la propuesta de Philibert, pero luego sacudió la cabeza—. Es imposible. Vuestra herida no ha cicatrizado y si volviera a abrirse, podríais morir. Además, ello implicaría dejar atrás todo lo que amáis: vuestra familia, vuestro hogar y vuestro rey.

—¡Por vos incluso daría mi vida! —Philibert quiso hincar la rodilla ante ella, pero su pierna herida se lo impidió.

Ermengilda lo sostuvo durante un momento.

—Os aprecio mucho por lo que queréis hacer por mí, pero no puedo aceptar vuestro sacrificio.

—¡Solo porque soy un tullido cojo!

Desilusionado, Philibert se apartó y se alejó sin despedirse. Ermengilda quiso seguirlo, pero entonces vio que Maite se acercaba desde el otro lado y se detuvo.

—No era necesario que me esperaras en el pasillo —comentó la vascona, sorprendida.

Ermengilda apenas prestó atención a sus palabras, porque seguía mirando en la dirección por donde Philibert se había alejado y preguntándose si había rechazado su propuesta por un sentido del deber o por cobardía. Tal vez sería mejor huir con él, pero entonces recordó la herida del soldado franco y sacudió la cabeza: en su estado, jamás habría logrado recorrer el camino hasta el castillo de su padre, y ella se negaba a alcanzar la libertad a costa de la vida de Philibert.

Como Ermengilda permanecía allí ensimismada y sin reaccionar, Maite la cogió del brazo y la arrastró al interior de la habitación. Mientras corría el pestillo, de pronto se preguntó si podía confiar en Ermengilda. Si esta la delataba a los francos, la huida de los rehenes vascones fracasaría por su culpa. Al fin y al cabo, no tenía motivo para ayudar a la hija del hombre que había matado a su padre. Sin embargo, constató que su odio no era lo bastante intenso como para desearle todas las desgracias que esperaban a la astur en Franconia, así que sujetándola del brazo, la obligó a girarse.

—¡Escúchame con atención! ¿Estás dispuesta a jurar que no revelarás a nadie lo que voy a confiarte?

Ermengilda le lanzó una mirada atónita; no comprendía qué pretendía Maite.

—¡Maldita sea! ¿Lo juras o no? —le espetó la otra.

La joven astur reprimió sus dudas y su preocupación.

—Lo juro —dijo con voz cansina.

—Mañana Eneko, yo y algunos más huiremos. Quiero que nos acompañes.

—¿Huir? —Ermengilda la miró fijamente, presa de la duda.

Cuando Philibert le propuso lo mismo se había opuesto de inmediato, pero más debido a su preocupación por él que a las consecuencias que conllevaría dicha acción. No obstante, no tenía motivos para inquietarse por Maite: la vascona era tan joven y sana como una cabra y conocía la comarca como ninguna otra. A ello se añadía que estaba convencida de que, tras todo lo que ambas habían vivido, Maite nunca volvería a permitir que la esclavizaran.

Lentamente, como si su nuca se negara a inclinarse, asintió con la cabeza.

—¡Iré con vosotros!

Sería lo mejor para Philibert… y también para Konrad. Sin embargo, se preguntó por qué pensaba en ellos en ese preciso momento. Claro que los guerreros francos le habían salvado la vida y con ello adquirido el derecho de contar con su agradecimiento, pero lo que sentía por ambos jóvenes iba mucho más allá. Antes que a aquel que se denominaba su esposo ante los hombres, sin serlo ante Dios, habría preferido a cualquiera de los dos jóvenes.

Maite notó que Ermengilda volvía a sumirse en sus cavilaciones y de momento se alegró de no tener que responder a sus preguntas, porque había descubierto un inconveniente. Como esposa de un noble franco, Ermengilda no formaba parte de los que estaban obligados a derribar las murallas de Iruñea, pero si ambas querían huir juntas, la astur debía permanecer cerca de ella.

—¡Escúchame con atención! Mañana por la tarde has de dirigirte a la puerta oriental. Allí nos reuniremos con los demás y te llevaremos con nosotros. El conde Eneko dispondrá caballos para todos.

Tras pronunciar esas palabras, se dio cuenta de que con ello quedaría obligada al señor de Iruñea, el mismo que había ayudado a Okin a alcanzar más poder y prestigio, porque le proporcionaría la oportunidad de huir.

6

La orden del rey de derribar las murallas hizo cundir el pánico entre los habitantes de Iruñea. Puesto que su ciudad se encontraba en el territorio afectado por la tensión entre Asturias, los sarracenos y el reino franco, significaba que en el futuro estarían indefensos frente a cualquier enemigo. Además, para el conde Eneko suponía el fin de sus planes de convertir Nafarroa en un reino independiente y ocupar el trono.

Presa del odio más absoluto, tuvo que observar cómo los francos sacaban a los habitantes de su ciudad de las casas y los arrastraban hasta las murallas. En un barrio, algunos se negaron a iniciar las obras de desmantelamiento. Fue como si los francos solo hubieran esperado el momento para estatuir un ejemplo.

Los guerreros francos les arrancaron las ropas a los que se resistían, los raparon y les pusieron argollas de esclavos alrededor del cuello, mientras otros saqueaban sus casas y las derribaban. Después ya nadie se negó a cumplir la orden del rey Carlos. Roland también obligó a Eneko Aritza a ponerse manos a la obra: era su venganza personal por los muchos días durante los cuales el señor de Pamplona se había negado a abrirle las puertas.

Mientras Eneko se esforzaba por quitar una pesada piedra del muro, alguien se acercó y le ayudó.

—Aguantas mucho, amigo mío —dijo el hombre. A tenor de su vestimenta, se trataba de uno de los habitantes más pobres de la ciudad, pero la lengua árabe en la que habló delató su origen.

Eneko tardó un momento en reconocerlo.

—¡Yussuf Ibn al Qasi! ¡Qué osadía la tuya! Si los francos te descubren, te reunirás con Alá antes de lo previsto.

—Los ojos de los
giaur
solo ven aquello que quieren ver, a menos que quieras congraciarte con ellos y delatarme. Fadl Ibn al Nafzi se alegraría; ha reunido un grupo considerable y solo espera probar su espada. Puede que las mujeres y las muchachas de Pamplona lo complacieran como esclavas.

Yussuf Ibn al Qasi consideraba que su antiguo protegido se merecía la humillación a la que lo sometían los francos, porque Eneko había titubeado demasiado si optar por unirse a los francos y prosperar a la sombra del reino o bien aliarse con los sarracenos.

—Claro que no te delataré, a fin de cuentas somos parientes —dijo Eneko, quien cogió la siguiente roca medio suelta y la arrojó al vacío. Tras echar un vistazo a los francos apostados cerca de él, preguntó—: ¿Qué haces aquí?

—He acudido para ofrecerte mi consejo.

—Ya me aconsejaste en cierta ocasión, y el resultado fue nefasto. Me dijiste que no apoyara a los francos, así que cerré las puertas y no les proporcioné provisiones. En recompensa, me permiten desmantelar las murallas de mi ciudad. Ante futuros ataques no me quedará más remedio que huir a las montañas, pero allí solo soy un jefe como los demás, esos que hoy me consideran su señor.

—Necesitas amigos que te presten su apoyo, pariente. Te entregué esta ciudad y me encargaré de que puedas conservarla. Aunque, por supuesto, eso tiene un precio —contestó Yussuf Ibn al Qasi con una sonrisa.

—¡Dímelo! ¿Qué quieres: doncellas? Recibirás todas las que desees, y también esclavos…

—¡Todo eso no me interesa! Mi objetivo consiste en quebrar el espinazo de los francos para que se olviden de regresar aquí. Si logramos dar una señal que indique su ruina, el reino de Carlos no tardará en arder en llamas de un extremo al otro. Los sajones ya se han rebelado, los seguirán otros pueblos, y pronto el estandarte de las llamas doradas desaparecerá bajo el polvo y la sangre. Y con ese fin, hermano mío, tú te ocuparás de la parte que te corresponde.

Eneko soltó una carcajada amarga, pero se interrumpió para que su interlocutor no llamara la atención de ningún guardia franco.

—¿Cuál es tu plan? ¿Acaso pretendes que ataque el ejército franco con mis guerreros, unas huestes que son al menos diez veces más numerosas que las mías ?

—Atacar a los francos en campo abierto sería una locura; ni siquiera el emir osó hacerlo. Pero lo que te propongo es conseguir que su ejército, o una parte de este, caiga en una emboscada cuando atraviese los desfiladeros de los Pirineos. ¿O es que no quieres vengarte por lo que te han hecho a ti y a tu ciudad?

—¡Desde luego! —gritó Eneko imprudentemente. Estaba harto de esos hombres del norte y sus armaduras de hierro que lo trataban como a un siervo. Sin embargo, le puso otra pega—: Ni siquiera dispongo de suficientes guerreros para atacar la retaguardia de los francos con éxito. Además, Carlos maniobraría con su ejército de inmediato y arrasaría Iruñea.

—Carlos no regresará: tiene a los sajones entre ceja y ceja. Además los vascones no lucharíais solos. Ya he dicho que Fadl Ibn al Nafzi ansía bañar su espada con la sangre del enemigo. Sus guerreros os aguardarán por encima de Orreaga.

Sin esperar una respuesta, Yussuf Ibn al Qasi le dio la espalda y se marchó. Uno de los francos quiso detenerlo.

—Eh, tú, has de trabajar.

—Enseguida vuelvo. Solo quiero ir en busca de un poco de vino para recuperar fuerzas. ¡Si me dejas marchar, te traeré una jarra llena!

Other books

Treason by Newt Gingrich, Pete Earley
The Widow's Mate by Ralph McInerny
Altar Ego by Lette, Kathy
Deborah Camp by Lonewolf's Woman
Long Shot by Mike Lupica
The Choosing by Annabelle Jacobs
Boomer's Big Surprise by Constance W. McGeorge
Hollywood by Gore Vidal
Black Hand Gang by Pat Kelleher