La saga de Cugel (40 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La saga de Cugel
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A su debido tiempo regresó la mujer, con un saco y un cesto de mimbre. Encendió el fuego y preparó la cena, mientras Erwig, el dueño de la casa, tomaba una guitarra de dos cuerdas y entretenía a Cugel con baladas de la región.

Finalmente la mujer llamó a Cugel y Erwig a la choza, donde sirvió bols de gachas, platos de musgo y ganiones fritos con rodajas de prieto pan negro.

Tras la cena, Erwig empujó a su esposa e hijos fuera de la choza, a la noche, explicando:

—Lo que tenemos que hablar no debe ser escuchado por oídos no sofisticados. Cugel es un viajero importante y no tiene por qué estar sopesando cada una de sus palabras.

Sacó una jarra de barro cocido y sirvió dos vasos de arrak, uno de los cuales colocó delante de Cugel. Luego se preparó para la conversación.

—¿De dónde vienes, y cuál es tu destino?

Cugel probó el arrak, que despellejó toda su cavidad glotal.

—Soy nativo de Almery, y allí es donde regreso.

Erwig se rascó perplejo la cabeza.

—No puedo adivinar por qué has ido hasta tan lejos, sólo para volver sobre tus pasos.

—Algunos enemigos me jugaron una mala pasada —dijo Cugel—. A mi regreso, pretendo vengarme adecuadamente.

—Tales actos aplacan el espíritu como ningún otro —estuvo de acuerdo Erwig—. Un obstáculo inmediato es la llanura de las Piedras Erectas, a causa de los asms que merodean por la zona. Debería añadir que también es muy común el pelgrane.

Cugel dio un nervioso tirón a su espada.

—¿Qué distancia hay hasta la llanura de las Piedras Erectas?

—A seis kilómetros al sur el terreno se eleva, y empieza la llanura. El sendero avanza de monolito en monolito durante unos veinticinco kilómetros. Un viajero bien entrenado puede cruzar la llanura en cuatro o cinco horas, suponiendo que no se vea retrasado o devorado. La ciudad de Cuirnif se halla a otras dos horas más allá.

—Un centímetro de conocimiento anticipado vale más que diez kilómetros de reflexiones posteriores…

—¡Bien hablado! —exclamó Erwig, dando un sorbo a su arrak—. ¡Esa es también exactamente mi opinión! ¡Cugel, eres astuto!, y respecto a esto, ¿puedo preguntarte cuál es tu opinión de Cuirnif?

—La gente de allá es peculiar en muchos sentidos —dijo Erwig—. Pretenden alardear de lo distinguido de sus costumbres, pero se niegan a encalarse el pelo, y son indolentes en su observancia religiosa. Por ejemplo, rinden obediencia al divino Wiulio con la mano derecha no en las nalgas, sino en el abdomen, lo cual consideramos una práctica poco ortodoxa. ¿Qué opinas tú de eso?

—El rito debe realizarse como tú lo describes —dijo rápidamente Cugel—. Cualquier otro método carece de peso.

Erwig volvió a llenar el vaso de Cugel.

—¡Considero esto como un importante refrendo a nuestros puntos de vista!

La puerta se abrió, y la esposa de Erwig asomó la cabeza al interior de la choza.

—La noche es oscura. Sopla un viento frío del norte, y hay una bestia negra merodeando por el borde de la marisma.

—Permaneced en las sombras; el divino Wiulio protege a los suyos. Es inconcebible que tú y tus chiquillos molestéis de este modo a un huésped.

La mujer cerró la puerta a regañadientes y regresó a la noche. Erwig volvió a sentarse en su taburete y bebió un buen trago de arrak.

—Como he dicho, la gente de Cuirnif es bastante extraña, pero su gobernante, el duque Orbal, les supera en todos sentidos. Se dedica al estudio de maravillas y prodigios, y cada mago del tres al cuarto con dos conjuros en su cabeza es festejado y homenajeado y tratado como lo mejor de la ciudad.

—¡De lo más sorprendente! —declaró Cugel.

La puerta se abrió de nuevo, y la mujer miró al interior de la choza. Erwig dejó su vaso sobre la mesa y frunció el ceño por encima del hombro.

—¿Qué ocurre esta vez?

—La bestia se está acercando a las chozas. Por todo lo que sabemos, quizá sea también una adoradora de Wiulio.

Erwig intentó discutir, pero el rostro de la mujer se mostró obstinado.

—Tu huésped puede muy bien olvidar estos refinamientos ahora, puesto que después, en cualquier caso, vamos a tener que dormir todos en el mismo montón de cañas. —Abrió la puerta de par en par e hizo entrar a sus hijos en la choza. Erwig, convenciéndose de que no era posible más conversación, se dejó caer sobre las cañas, y Cugel le siguió un poco más tarde.

Por la mañana, Cugel desayunó pastelillos horneados en las cenizas y té de hierbas, y se preparó para marcharse. Erwig lo acompañó hasta el camino.

—Me has causado una favorable impresión, y te ayudaré a cruzar la llanura de las Piedras Erectas. En la primera oportunidad toma un guijarro del tamaño de tu puño y traza en él el signo trigramático. Si eres atacado, alza bien alto el guijarro y grita: «¡Retrocede! ¡Llevo conmigo un objeto sagrado!» En el primer monolito, arroja la piedra y selecciona otra del montón, haz de nuevo el signo y llévala hasta el segundo monolito, y así sucesivamente a lo largo de toda la llanura.

Todo esto está claro —dijo Cugel—. Pero quizá pudieras mostrarme la versión más poderosa del signo, y así refrescarás mi memoria.

Erwig garabateó la marca en el polvo.

—¡Sencilla, exacta, correcta! La gente de Cuirnif omite este bucle y lo traza orientado a cualquier dirección.

—Sí, son unos chapuceros —dijo Cugel.

—Así pues, Cugel, ¡adiós! La próxima vez que pases por aquí asegúrate de venir a mi choza. ¡Mi botella de arrak está siempre dispuesta!

—No olvidaría el placer ni por un millar de terces. Y ahora, en cuanto al pago de mi estancia…

Erwing alzó una mano.

—¡No acepto terces de mis huéspedes! —Dio un salto y desorbitó los ojos cuando su esposa se acercó por detrás y le clavó dos dedos entre las costillas—. Oh, bueno —dijo— Dale a la mujer uno o dos terces; la alegrará mientras hace sus tareas.

Cugel pagó cinco terces, con enorme satisfacción de la mujer, y partió del poblado.

Al cabo de seis kilómetros el camino giraba hacia una llanura gris interrumpida a intervalos por pilares de piedra gris de cuatro metros de altura. Cugel encontró un guijarro grande y, apoyando la mano derecha en sus nalgas, hizo un profundo saludo al objeto. Garabateó en él un signo más o menos similar al que le había dibujado Erwig y entonó:

—¡Encomiendo este guijarro a la atención de Wiulio! ¡Pido que me proteja a través de esta melancólica llanura!

Escrutó el paisaje, pero aparte los monolitos y las largas sombras negras arrojadas por el rojo sol matutino, no descubrió nada digno de atención, y echó a andar agradecido siguiendo el sendero.

No habría caminado más de un centenar de metros cuando captó una presencia y, girando en redondo, descubrió a un asm de ocho colmillos casi a sus talones. Cugel alzó muy arriba el guijarro y exclamó:

—¡Aléjate! ¡Llevo un objeto sagrado y no quiero ser molestado!

—¡Falso! —dijo el asm con una voz suave y confusa—. No llevas más que un vulgar guijarro. Te he estado observando y fallaste con el rito. ¡Huye si puedes! Necesito un poco de ejercicio.

El asm avanzó. Cugel arrojó la piedra con todas sus fuerzas. Golpeó la negra cabeza entre las vibrantes antenas, y el asm cayó redondo; antes de que pudiera alzarse de nuevo Cugel ya le había rebanado la cabeza.

Emprendió de nuevo su camino, luego se volvió y recogió la piedra.

¿Quién sabe lo que guió su trayectoria tan acertadamente? Wiulio se merece el beneficio de la duda.

Cambió de guijarros en el primer monolito, como Erwing había recomendado, y esta vez hizo el signo trigramático con cuidado y precisión.

Cruzó sin interferencias hasta el siguiente monolito, y siguió del mismo modo a lo largo de la llanura.

El sol alcanzó el cenit, permaneció un tiempo allí, luego empezó a descender hacia el oeste. Cugel avanzó sin ser molestado de monolito en monolito. En varias ocasiones observó a algún pelgrane planeando en el cielo, y cada vez se echó de bruces al suelo para no llamar la atención.

La llanura de las Piedras Erectas terminaba al borde de una escarpadura que dominaba un amplio valle. Con la seguridad al alcance de la mano, Cugel relajó un poco su vigilancia, sólo para sobresaltarse ante un grito de triunfo procedente del cielo. Lanzó una horrorizada mirada por encima del hombro, luego se lanzó hacia el borde a un pequeño barranco, donde se ocultó entre rocas y se apretó en las sombras. El pelgrane descendió en picado, pasó por encima del escondite de Cugel y se alejó. Gorjeando alegremente, se posó en la base de la escarpadura, alzando inmediatamente gritos y maldiciones de una garganta humana.

Sin dejar de ocultarse todo lo que le era posible, Cugel descendió de la escarpadura, para descubrir que el pelgrane perseguía ahora a un rechoncho hombre de pelo negro vestido con ropas a cuadros negros y blancos. Finalmente el hombre buscó un precario refugio tras el grueso tronco de un olofar, y el pelgrane intentó atraparle primero desde un lado, luego desde el otro, haciendo chasquear sus colmilludas mandíbulas y lanzando golpes al aire con su garras delanteras.

Pese a toda su rotundidad, el hombre demostraba ligereza de movimientos, y el pelgrane una sorprendente, empezó a lanzar gritos de frustración. Se detuvo para mirar furiosamente por la ahorcadura del árbol, mientras hacía chasquear de forma amenazadora sus mandíbulas.

Con un impulso repentino, Cugel se subió a un reborde de piedra; luego, tras seleccionar el momento adecuado, dio un salto, y fue a aterrizar con ambos pies sobre la cabeza de la criatura, encajando su cuello en la ahorcadura del olofar.

—¡Rápido! —gritó al sorprendido hombre—. ¡Busca una cuerda recia! ¡Ataremos este horror alado a este árbol!

—¿Por qué muestras piedad? —exclamó el hombre del traje adamascado en blanco y negro—. ¡Hay que matarlo inmediatamente! Aparta tu pie, para que pueda cortarle la cabeza.

—No tan aprisa —dijo Cugel—. Con todos sus defectos, es un valioso espécimen del que espero sacar provecho.

—¿Provecho? —La idea no se le había ocurrido al rechoncho caballero—. ¡Reclamo prioridad! Estaba a punto de inmovilizar a la bestia cuando tú interferiste.

—En ese caso liberaré de mi peso a la criatura y seguiré mi camino —dijo Cugel.

El hombre del traje blanco y negro hizo un gesto irritado.

—Algunas personas llegan a extremos insospechados sólo para hacer valer sus puntos de vista. ¡Está bien, manténlo sujeto! Tengo ahí al lado una cuerda que nos servirá.

Los dos hombres colocaron una rama sobre la cabeza del pelgrane y la ataron firmemente.

El orondo caballero, que se presentó como Iolo el Recolector de Sueños, preguntó:

—¿Qué valor calculas que tiene exactamente esta horrible criatura, y por qué?

—Me ha llamado la atención el hecho de que Orbal, el duque de Ombalique, es un coleccionista de rarezas —dijo Cugel—. Seguro que pagará bien por un monstruo así, quizá tanto como cien terces.

—Tus teorías tienen base —admitió Iolo—. ¿Crees que estas ligaduras son seguras?

Cugel comprobó las cuerdas, y mientras lo hacía observó un adorno consistente en un huevo de cristal azul sujeto de una cadena dorada en torno a la cresta del animal. Mientras retiraba el objeto, Iolo intentó asomar la cabeza, pero Cugel lo apartó a un lado con un golpe del hombro. Soltó el amuleto, pero Iolo agarró la cadena, y ambos hombres se miraron fijamente a los ojos.

—Suelta mi propiedad —dijo Cugel con voz helada.

—El objeto es mío, puesto que yo lo vi primero —protestó vigorosamente Iolo.

—¡Tonterías! Yo lo tomé de la cresta, y tú has intentado quitármelo de las manos.

Iolo dio una patada al suelo.

—¡No pienso dejarme dominar! —Intentó arrancar el huevo azul de la presa de Cugel. Cugel sintió que se le escapaba de las manos, y el objeto salió volando hacia un lado y se rompió con una brillante explosión azul, creando un agujero en el suelo. Instantáneamente un tentáculo dorado grisáceo brotó de él y agarró la pierna de Cugel.

Iolo dio un salto atrás hasta una distancia segura y observó los esfuerzos de Cugel por evitar ser arrastrado al agujero. Cugel se salvó en el último instante aferrándose a un tocón. Gritó:

—¡Iolo, apresúrate! ¡Trae una cuerda y ata el tentáculo a este tocón, o de otro modo me arrastrará al agujero!

Iolo se cruzó de brazos y dijo con voz comedida:

—La avaricia te ha metido en esta situación. Puede que se trate de un juicio divino, y dudo en interferir.

—¿Qué? ¿Cuando luchaste con uñas y dientes para arrancarme el objeto de las manos?

Iolo frunció el ceño y los labios.

—En cualquier caso sólo dispongo de una cuerda: la que inmoviliza al pelgrane.

—¡Mata al pelgrane! —jadeó Cugel—. ¡Necesitamos la cuerda para algo más urgente!

—Tú mismo has valorado este pelgrane en cien terces. El valor de la cuerda es de diez terces.

—Muy bien —dijo Cugel entre dientes chirriantes—. Diez terces por la cuerda, pero no puedo pagar cien terces por un pelgrane muerto, puesto que sólo tengo cuarenta y cinco.

—Está bien. Paga los cuarenta y cinco terces. ¿Qué puedes ofrecer como garantía de lo que falta?

Cugel consiguió sacar su bolsa con los terces. Al hacerlo mostró el pendiente con el ópalo, que Iolo exigió de inmediato, pero que Cugel se negó a entregar hasta que el tentáculo hubiera sido convenientemente atado al tocón.

De mala gana, Iolo decapitó al pelgrane, luego soltó la cuerda y la empleó para asegurar el tentáculo al tocón, relajando así la tensión sobre la pierna de Cugel.

—El pendiente, por favor —dijo Iolo, y apoyó de modo significativo su cuchillo en la cuerda.

Cugel le arrojó la joya.

—Aquí la tienes: toda mi riqueza. Ahora, por favor, libérame de este tentáculo.

—Soy un hombre precavido —dijo Iolo—. Debo considerar el asunto desde varias perspectivas. —Inició los preparativos para acampar allí aquella noche.

—¿Acaso no recuerdas cómo te salvé del pelgrane? —exclamó Cugel con tono lastimero.

—¡Por supuesto que lo recuerdo! De todos modos, se ha suscitado una importante cuestión filosófica. Alteraste una estasis, y ahora un tentáculo sujeta tu pierna, lo cual, en un cierto sentido, es una nueva estasis. Tengo que reflexionar profundamente sobre todo este asunto.

Cugel intentó argumentar, sin el menor resultado. Iolo encendió una fogata, en la que preparó un guiso de hierbas, que comió como acompañamiento de medio pollo frío y abundantes tragos de vino de una bota de piel.

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