Llegaba con sus gafas modernas, su cerrado acento catalán, con su maletín y los instrumentos que solo utilizaba con el rey, y se encerraba con él en una habitación. Al cabo de un par de horas resurgía un nuevo Juanito.
Hasta parecía tener más pelo. A veces Sofía sospechaba que llevaba un postizo, pero nunca se había atrevido a preguntárselo.
Iranzo también era el responsable del nuevo dibujo de sus cejas. La muerte de Franco había servido también para estas cosas nimias: ya no se consideraba afeminado que los hombres se quitaran esos pelillos del entrecejo más dignos de una España rural y con boina que del nuevo país que el reinado de Juan Carlos I estaba a punto de alumbrar.
Los trajes de funcionario modesto que llevaba como príncipe de España —ese título, otro pecio del franquismo que se había ido para no volver nunca— habían sido sustituidos por las chaquetas ajustadas al cuerpo como un guante que le hacían en Collado o en Jaime Gallo. Sofía fingía leer una revista y lo veía en escorzo, aguantando el auricular entre el hombro y la barbilla para apuntar alguna cosa en un papel en equilibrio sobre el respaldo de una butaca. Colgaba el teléfono e iba hacia ella para contarle algún cotilleo, pero otra vez volvía a sonar, lo cogía y ahora todo era con un tono más grave de lo normal y alguna risa falsa:
—Sí, no, claro, exactamente, tú lo has dicho.
Sofía entrecerraba los ojos para distinguirlo mejor. Cuando hablaba, metía el dedo pulgar en la parte posterior de su cinturón de cocodrilo, se apoyaba en una pierna u otra; cuando reía, arrugaba la nariz como un cachorrillo y enseñaba los caninos en una mueca un poco feroz; a veces se pasaba la mano por la frente, el nacimiento del pelo, los dedos abiertos, la muñeca ceñida por el reloj de acero.
Esa mano que a ella le gustaría coger y pasársela por la cara.
Sí, en el dedo meñique seguía llevando el camafeo que le regaló Federica.
Estaba delgado, pero tenía buen color; a pesar de sus muchas obligaciones, procuraba dejarse el domingo libre y se acercaba al campo para participar en alguna montería.
Pero ese día era sábado y no domingo. Sábado, 10 de enero.
Juanito lo había razonado así:
—Han adelantado la cacería por mí, pues saben que el domingo tenemos la recepción al cuerpo diplomático.
El viernes había pedido que le dejaran la maleta preparada, pues había que salir temprano. Y contestó impaciente a la pregunta que una orgullosa Sofía no le haría nunca:
—Es una partida de hombres… ninguna mujer, te aburrirías… además, a ti no te gusta la caza, ¿no?
Era verdad. Ella se quedaría en Zarzuela. Contestó:
—Claro, claro, vete, yo tengo mucho trabajo.
Mucho trabajo era preparar sus clases en la Complutense de los sábados; ahora, como tarea, habían de asistir a diversos cultos de distintas religiones, el sábado le tocaba ir a una iglesia adventista y el otro sábado a una sinagoga. Trabajo era organizar el cumpleaños de Felipe.
Treinta niños, ocho años, el 30 de enero, y la comunión en mayo. Mucho trabajo era buscar un colegio nuevo para Elena, no se adaptaba al Rosales, con un nivel demasiado exigente para sus capacidades, y Laura le había recomendado el Santa María del Camino, más familiar y relajado, solo de niñas, ¡a las alumnas les enseñaban a cocinar, a coser y cuidar niños! Misa diaria y tareas sociales conformaban un ideario no muy distinto del que preconizaba Pilar Primo de Rivera, que había conseguido que los falangistas, que la obedecían como un solo hombre, se mantuvieran en calma y no entorpecieran la labor del nuevo rey. Las meriendas en El Pardo habían dado su fruto.
Y una Sofía agradecida lo reconocerá después:
—Pilar hizo mucho por nosotros.
¡No tenía a nadie a quien contarle sus cuitas! Solo su madre.
Las cartas volaban diariamente a Madrás, con la recomendación de que fueran destruidas de inmediato. Cartas llenas de preguntas, de incertidumbres, de dudas… Es de suponer la respuesta de Federica, ya de vuelta de tantas cosas:
—Hija, disfruta. ¡Tienes todo aquello por lo que has luchado!
Relájate… Piensa en lo que daría tu hermano por estar como tú… Busca tu área de actuación, está todo por hacer… Vuela alto, yo no te he educado para que prestes atención a cosas menores que te degradan…
Juanito durante la semana se levantaba temprano y se encerraba en su despacho. Por la noche, entraba tarde en la habitación, tirando cosas, tropezando con los muebles. Sofía oía sus imprecaciones, se incorporaba con sus castos camisones largos hasta los pies y cerrados hasta el cuello (el detalle trascendió no me atrevo a decir cómo) y le preguntaba fingiendo que la había despertado:
—Juanito, ¿pasa algo?
Y el rey contestaba sentándose en la cama y quitándose los zapatos con un suspiro de alivio:
—¡He estado reunido siete horas con Torcuato…! Hemos estado cargándonos levemente los Principios Nacionales del Movimiento, a ver por dónde les podemos meter mano. ¿Te parece poca cosa?
Olía a tabaco, un poco a colonia, a licor fuerte, a cuero y a otra cosa más indefinible. ¿Cigarrillos perfumados, un algo femenino?
—¿Había mujeres?
—Bueno, ha venido Adolfo Suárez, ya sabes que como director de Televisión Española se portó muy bien, y su secretaria, Carmen Díez de Rivera.
Sofía se extrañó:
—¿Conoces el nombre de una secretaria?
Pero ya Juanito se impacientaba:
—Joder, no es una secretaria normal, es la hija de la marquesa de Llanzol… secretaria política, yo qué sé.
Pero Sofía prosiguió, implacable:
—¿Es guapa?
Y como sí lo era, ¡y mucho!, Juanito contestó con malos modos:
—No me he fijado. ¡No me fijo en esas cosas!
La reina por dentro debió de pensar: «¡Y yo que me lo creo!».
Lo peor fue que un día masculló sin mirarla:
—Sofi, me parece que lo mejor sería que durmiera en otra habitación… mientras la situación esté así de difícil, con estos horarios… luego ya se normalizará todo. Voy a decir que me arreglen la de tu madre.
Pero a Sofi esto le aterraba. Y protestó:
—No, Juanito, si no me molestas… haz el ruido que quieras, si tampoco dormía.
Es verdad, ella tampoco dormía, se quedaba largo rato despierta mirando el techo de su habitación mientras se repetía la clase que había tenido el sábado. Llegaba hasta el final y volvía a empezar: «El principio básico del capitalismo, el lucro a corto plazo, no ha variado en absoluto desde que Marx escribió su teoría económica». Repasaba los nombres de todos los escoltas, los cuatro de cada uno de los príncipes, los ocho de Juanito y los ocho suyos, pensaba en que a Felipe le tendrían que poner aparatos en los dientes como los que llevó ella en Salem. ¿Sufriría mucho? ¿Qué podríamos hacer las madres para evitarles a los hijos el dolor y las penas? ¿No hay un camino, una fórmula?
Felipe, dando formalmente la mano, como el rey. Felipe, con corbata y traje de Collado porque quería vestir como papá. Felipe, que a veces gastaba bromas pesadas a personas que no podían pegarle un bofetón, es decir, todas, y no se daba cuenta del daño que causaba. Se negaba a pedir perdón, se cruzaba de brazos y todo era por parte del agraviado:
—Déjelo, lo ha hecho sin mala intención, es igual.
Lo que no evitaba que en casa comentaran lo consentido y mal educado que estaba el principito.
Naturalmente, en las biografías sobre Felipe, alguna muy buena, solo se comenta su sencillez, su dulzura, lo bondadoso que era, listo, responsable, buen compañero, dócil, trabajador, disciplinado… ¿Quién osaría decir otra cosa del que va a ser rey de España?
Pero Peñafiel, por ejemplo, lo consideraba «consentido, mimado, de mal talante». Balansó, por su parte, opinaba que «de su primer colegio, tan elitista, surgieron sus amigos que de mayor seguirían siendo sus compañeros de holganza». Más adelante daremos algunos ejemplos, pocos, que abundan en esta opinión.
Sofía no tenía complejo en manifestar:
—¡Estoy enamorada de mi hijo!
Pero admitía que Felipe no tenía el encanto de su padre. Aunque ella aquí juntaba las manos y le decía a la Panagia:
—¡Dios te bendiga!
Este pensamiento le hacía sentirse algo desleal hacia su marido, porque en lugar de preocuparla la llenaba de alegría.
Presentía que este legendario encanto la iba a hacer muy desgraciada.
Y otra vez volvía a mirar la esfera fosforescente del reloj, la una, las dos, las tres… A las cuatro y cuarto entraba Juanito:
—¡Joder!, ya habéis vuelto a cambiar los muebles…
Toda la ropa iba al suelo, pateaba los pantalones para sacárselos, hasta que se daba cuenta de que, si antes no se quitaba los zapatos, las perneras no salían. Con un bostezo monumental se metía en la cama y a los dos minutos se oían sus ronquidos subiendo hasta el techo.
Sofía, vigilante y alerta, intentaba adormecerse con el tictac del reloj, y cuando una luz sucia empezaba a colarse por las persianas, se daba cuenta de que empezaba otro día y no quería que empezara.
Por todas estas razones, ese frío sábado de enero se había despertado con una determinación que había puesto alas en sus pies, ¡no podía ser que su matrimonio se resintiese de sus nuevas obligaciones! ¡Tenían que hacerlo todo en equipo, como antes!
No hacía más que seguir el consejo de su madre:
—Tú siempre a su lado.
Mandó llamar a Gaudencio:
—Vamos a ir a la finca donde su majestad está cazando… no diga nada al servicio.
Se puso una falda de franela; no podía acostumbrarse a los pantalones, consideraba que tenía las caderas demasiado anchas, aunque su cintura apenas le había aumentado un par de centímetros. Por encima una capa que se había comprado en Londres en la última visita que le había hecho a Tino, que ahora estaba intentando demostrar que el referéndum realizado en Grecia era ilegal, pues no había podido defender su candidatura.
Hasta Federica le decía a Sofía con cierta condescendencia piadosa:
—No tiene posibilidades… pero no se lo digamos, necesita luchar para sentirse vivo. Admitir su derrota sería como si empezara a morirse, y solo tiene treinta y siete años…
Tino, que era el único que continuaba llamándole, con cierta ternura burlona que les llenaba a ambos los ojos de lágrimas: «Basilisa…».
Y ella contestaba compadeciéndose un poco de ellos mismos:
«Diádoco…».
El Audi 100 devoraba silenciosamente la autopista en dirección a Toledo. Pasado Aranjuez tuvieron que desviarse por una carretera comarcal llena de baches, pero aun así los pasajeros iban cómodamente sentados, sin apenas sobresaltos. Elena, Cristina y Felipe tenían las puntas de las narices rojas y se las frotaban con sus guantes de franela. Felipe iba leyendo Tintín en el País del Unicornio, Elena llevaba colgada del cuello la cámara de fotos que le habían traído los reyes, los de Oriente. Iba señalando:
—Mira, mami, nieve.
Cristina estaba haciendo un dibujo. Sin levantar la vista explicó:
—Es para papá.
Papá le disparaba a un ciervo y al animal le salían alas y se iba volando al cielo, desde donde caían unas gotas de sangre muy roja.
Papá iba con corona.
Sofía los miró con orgullo. Eso nadie se lo podía quitar. Era su obra. Su contribución a esta España que ahora estaba por fin entrando en el siglo XX.
¡Lo contento que se iba a poner Juanito cuando los viera llegar!
Repasó los trajes de las niñas. Juanito muchas veces se impacientaba:
—Pero ¿no las puedes poner un poco más…?, no sé, ¿modernas? ¡Parecen niñas del siglo pasado!
A ella le parecía que iban muy bien, con sus chaquetones azules y sus faldas plisadas.
El austero paisaje de la estepa castellana quemado por el invierno, los pueblos silenciosos que atravesaban con las pobres enseñas de bares y panaderías, las puertas de madera por donde salía alguna anciana con mantilla negra y un misal entre las manos, le daban escalofríos. Se ajustó la capa al cuello. A ella que le dieran pinos, mar azul, olor a salitre; ayer, sin ir más lejos, abrió al azar un armario cualquiera y se encontró unas toallas de playa que se habían traído innecesariamente de Marivent, el palacio que el gobierno balear les había regalado en Mallorca.
Antes de ponerse a reñir al servicio y sin que nadie la viera, había hundido la cara en la tela áspera y rígida, donde se había refugiado el untuoso olor a verano.
—Ya veréis qué sorpresa se va a llevar papá. ¿Qué hora es, Gaudencio?
—Las once, majestad.
—Niños, los cazadores a estas horas estarán descansando. ¿Cómo se llama eso que hacen a media mañana, Gaudencio?
—El taco, majestad.
—Desayunan en la casa y ya veréis la cara que se le pone a papá.
La finca estaba apenas a hora y media de Madrid.
Una hora y media separaba a Sofía de su Monte Calvario.
Hubiera sido tan fácil no ir. ¿Por qué Palo no sujetó a su hija?
¿Por qué los dioses no enviaron una tormenta que inundara las carreteras? ¿Por qué no se hundió el mundo?
Creo que este suceso, quizás el más importante de la vida matrimonial de Sofía y Juan Carlos
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, ya que marcó un antes y un después en sus relaciones de pareja, merece ser investigado rigurosamente. Yo le he aplicado los métodos que aprendí en mis años de reportera en Interviú y he podido trazar una cronología de los hechos y también la versión, no sé si más verídica, pero sí la más verosímil.
Cuando llegaron frente a la casapalacio, Sofía se sorprendió.
Las ventanas estaban cerradas, las persianas echadas. Ningún coche a la vista, tan solo un viejo Jeep. Gaudencio se apresuró a decir:
—Señora, no hay nadie, deben estar cazando todavía… ¿Regresamos? ¡Quizás su majestad ha vuelto a Madrid!
Sofía paseó la vista por la fachada de la casa, algo destartalada, todo daba sensación de silencio y abandono.
—Sí, Gaudencio, lástima… —titubeó, los niños se impacientaban, con los rostros pegados al cristal—. Vámonos, aún podemos llegar a casa a la hora de comer.
Con un suspiro de alivio, el conductor empezó a dar marcha atrás, cuando Felipe se puso a gritar:
—Mira, mami, es Moro. ¡Moro!
El enorme mastín del rey, el negro Moro, avanzaba pesadamente hacia ellos moviendo la cola. Sofía le dijo a Gaudencio:
—¡Pare! ¡Sí está el rey!
Abrió la puerta y les dijo a los niños: