La soledad de la reina (46 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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La de Nieto Antúnez refunfuñó:

—Como si les hiciera falta… ya tienen el oro de Moscú.

Después pasaron a los asuntos «de casa»:

—¡Es que no se salva ni la radio, he tenido que prohibir al servicio que escuche Simplemente María por lo inmoral que es!

Pura Huétor, que presumía de linajuda, comentaba con desprecio:

—Yo eso no sé qué es, porque mi marido dice que escuchar la radio es de pobres.

La de Carrero protestaba:

—Tuve que llamar el otro día al director general de televisión, porque en un programa de historia solo se hablaba de los republicanos.

—¡Bah! ¡Republicanos, los llaman ahora! ¡Rojos, rojos, siempre serán rojos!

Y todas coreaban:

—¡No hemos hecho una guerra para que cualquier liberalote nos robe la victoria!

A pesar de la presencia de Sofía, ya estaban lanzadas, y allí iba todo en una vomitona incontenible. Los ministros miembros del Opus Dei, según ellas, en realidad «son unos masonazos», los que no son del Opus son «comunistas emboscados», como les había contado el duque de Cádiz, que poseía abundantes carpetas con informaciones sobre todos ellos.

—Se niegan a levantar el brazo para saludar.

Y echaban lumbre por los ojos cuando miraban a Sofía, como si ella fuera la culpable de la ola de indecencia que estaba invadiendo el país. Al final la princesa no lo soportó más, puso la excusa de los niños, se despidió con educación y se fue.

Nada más salir Sofía, se juntaron las cuatro cabezas en un aquelarre tragicómico para comentar que don Juan era un «borracho»

y un «libertino», que don Juan Carlos «es tonto», aunque una arguyó con voz pesarosa:

—Pero mujeriego como el padre no, ¿verdad?

La otra soltó una risotada:

—¡Porque es tonto!

Y todas concluyeron que Sofía:

—Es ambiciosa como su madre.

Sofía no volvió nunca más.

También les dijo López Rodó que «utilicen a sus encantadores hijos» llevándolos a El Pardo, haciendo que estos llamen «abuelo»

a Franco, viviendo más tiempo en verano junto a ellos, restringiendo las semanas que habían empezado a pasar en Mallorca, en el hotel Victoria.

Así, ese mes de agosto volvieron al pazo de Meirás, una costumbre que habían iniciado en el año 1969, y se estuvieron un par de semanas más de lo habitual. Sofía, explicó luego, estaba contenta porque creía que así vería una imagen más humana e íntima del Caudillo. Pero ocurrió que Franco no abrió la boca en todos los días que estuvieron allí, y fueron los nietos y, sobre todo, los hijos, los marqueses de Villaverde, los que llevaron la voz cantante.

Por la noche Sofía pedía a sus hijos que besaran al Caudillo:

—Buenas noches, abu.

Y le hacía una seña a Juanito para intentar quedarse a solas con Franco y la Señora, pero después de rezar el rosario, que Juanito y Sofía seguían con la cabeza baja y expresión de profunda devoción, cenaban el consabido caldo gallego y una pescadilla triste, sin intercambiar palabra. A veces Franco se lanzaba a contar alguna hazaña deportiva:

—Era un atún —trabajosamente abría las palmas de las manos pero los brazos no le daban para demostrar el tamaño descomunal de la pieza y acababa diciendo— de aquí a la ventana… trescientos cincuenta kilos… récord europeo, ría de Sada…

Pero la Señora ya no tenía la paciencia de antes, y además, ya no le hacía falta ser amable con la pareja:

—Francisco, eso ya lo habías contado.

El Caudillo volvía a caer en un pesado silencio y pasaban a un cuartito con el techo artesonado, adornado con cuadros del propio Franco, cerámicas de Sargadelos y una inmensa cabeza de un ciervo que el Caudillo había «fusilado» personalmente en la sierra de Cazorla, donde iba a cazar todos los meses de octubre, ¡a Sofía le parecía que el ciervo la miraba con profundo reproche con sus ojos de cristal!

Siete años después, ya muerto Franco, este escenario será pasto de las llamas y esta cabeza de ciervo será uno de los pocos objetos que se salvarán.

Ponían el aparato de televisión y ya no se podía hablar, porque hacían Crónicas de un pueblo y había que escuchar con unción religiosa. Luego, a dormir.

Pero lo normal era que los Villaverde aparecieran guapos, bronceados, oliendo a perfume y a loción solar, ella con sandalias de tacón y vestidos camiseros de seda y él con fulares y chaquetas marineras con escudo en el bolsillo y botones dorados, a decirles:

—Veníos, hemos quedado con los Coca y con el tío Pepe en el Club Náutico, no podéis fallarnos, ¡hemos reservado mesa para ocho!

El tío Pepe Sanchís era un mago de las finanzas, el artífice de la inmensa fortuna de los Martínez-Bordiú, cifrada en cien mil millones de pesetas del año 1977.

—Todo era sacarnos del pazo; terminábamos haciendo vida con los Villaverde… A mí me produjo una gran decepción; si no hubieran estado ellos [habríamos hecho más vida con Franco]…

Planes continuos, navegar, cenar, tomar el aperitivo, jugar al tenis, charlar en el jardín… y nosotros no íbamos al pazo para divertirnos.

Además, nosotros no nos divertíamos con ellos.

Sofía sospechaba —y nosotros también— que los Villaverde lo que querían era alejarlos de Franco para que no pudieran influir en él y para que tampoco les cogiera todavía más cariño, ¡estaban cultivando las posibilidades de su hija y de su yerno!

Los príncipes regresaron a Madrid extenuados y con la estúpida sensación de haber perdido un tiempo precioso.

Pero Alfonso ya se había cansado de jugar a embajador, él creía que estaba llamando a más altos destinos.

Fue un mal embajador. En la época en que España se ponía en entredicho en todo el mundo, ¡todavía se sentenciaba a muerte y las cárceles estaban llenas!, fue demasiado beligerante, llegó a escribir tantas cartas a los periódicos suecos que un día recibió un talón por correo acompañado de una nota en la que se decía: «Ocupa usted tal cantidad de espacio que el Sindicato de Periodistas nos obliga a que le paguemos unos honorarios».

Carmen se aburría a morir en la austera Suecia, tan democrática que los reyes iban en bicicleta por la calle. Ya había tenido un hijo, pero ni eso le servía para entretenerse. Ladinamente, Alfonso le dijo al Caudillo:

—Volvemos a España, porque aquí hay pornografía hasta en los escaparates de las tiendas y no me gusta que mi hijo crezca en este ambiente.

Así que regresaron y, mientras les terminaban el piso de San Francisco de Sales que les había regalado doña Carmen, se fueron a vivir a El Pardo. Muchos ya daban como seguro que Alfonso sería el sucesor. Fue entonces cuando en un cóctel que dieron nada más llegar, el marqués de Villaverde le dijo a un camarero:

—Sírvale un whisky al príncipe.

El camarero se apresuró a ponérselo a don Juan Carlos, que ya levantaba la mano para protestar:

—No, no, que yo he pedido una limonada.

El marqués lo miró con desprecio y después se regodeó con una sonrisa envenenada y, señalando a su yerno, le dijo al camarero, cortante como los bisturís que utilizaba para abrir el tórax de los pobres pacientes que no tenían dinero para irse a una clínica privada:

—¡He dicho al príncipe!

Franco podía estar alelado, pero en ese momento sacó su autoridad de general y con una voz suave que daba escalofríos, le dijo al camarero:

—El príncipe ya está servido, ahora atienda usted al duque.

Pero a Carmen toda la situación pronto le empezó a producir un aburrimiento insoportable. Al principio le había hecho ilusión la novedad; le preguntaba a la niñera de su hijo:

—¿Ha tomado ya el señor su biberón?

Y aceptaba sin rubor las reverencias que le hacían las ancianas amigas de su abuela sin levantarse de su asiento con forma de trono.

Pero pronto empezó a añorar su vida de soltera, las amigas de su edad. Se cansaba de escuchar a su marido, obsesionado con los agravios que le inferían el ABC, su tío, su primo y el mundo entero, ¡como si todo eso le importara a ella!, ¡solo tenía veintitrés años!

Alfonso, que creía que cuando llegara a Madrid le iban a dar un ministerio por lo menos, vio como no le ofrecieron nada. Únicamente la embajada de Buenos Aires, que él rechazó, exigiendo la de Roma.

La designación de embajadores correspondía al ministro de Asuntos Exteriores que había sucedido a Castiella, Gregorio López Bravo, miembro del Opus y partidario de Juan Carlos, quien le dijo:

—Lo siento, la de Roma es para un miembro de la carrera diplomática.

A regañadientes, aceptó entonces la de Buenos Aires. López Bravo se asombró:

—¿La de Buenos Aires? Ya no está vacante, se acaba de asignar.

Mano sobre mano. Todo el día. Censurando a la frívola de su mujer, que se iba de compras con Isabel Preysler, «la manzana agusanada que pudre todo el cesto», como la definió en sus Memorias, y denunciando el nido de rojos en que se había convertido el gobierno de la nación.

Doña Carmen le daba la razón y se retorcía las manos:

—¡No sé qué hace mi marido! ¡No me hace caso! ¡Lo tienen dominado!

Tuvieron otro hijo, Luis Alfonso, que Carmencita depositó en manos de la niñera, la Seño, y cuando Alfonso le dijo que quería tener más, se echó a reír:

—¿Otro? ¡Estás loco!

Empezó a rehuirle, no lo soportaba. Cuando estaba con él, el aburrimiento mortal, el sopor insoportable, le clavaba sus garras en los hombros, como un animal mitológico, haciéndola sentir pesada, sin fuerzas.

Al final, el único interlocutor que le quedó a Alfonso fue el médico de su excelencia, Vicente Gil, con el que echaba interminables parrafadas que el doctor apuntaba cuidadosamente después de comentar con socarronería:

—¡Me ha dicho que tengo que llamarlo príncipe! ¡Pues bueno! ¡A mí el único que me importa es el Caudillo!

El monólogo de Alfonso da buena cuenta de su carácter:

—Cada día veo más negro el horizonte de España. Hace ya más de ocho meses denuncié la ocupación de cargos de responsabilidad por personas con antecedentes comunistas y no he conseguido nada…

Muy mal se debía sentir Alfonso, con todo su clasismo a cuestas, cuando le pedía al médico que le explicara todo esto al Caudillo, porque a él ya no lo recibía si no era con Carmencita y los niños, y entonces todo se iba en:

—Oliñas veñen, oliñas veñen.

El terrible dictador daba palmas delante de sus bisnietos, lo que, dado su Parkinson, cada vez más avanzado, le costaba bastante.

Y también, recuperando los acentos cantarines de su propia infancia en el Ferrol: Por o rio baixo va una troita de pe, corre que te corre vai.

Pero se negaba a hablar de política.

Gil le llevaba sus recados. Aunque luego le explicaba:

—Ya le he referido todo eso al generalísimo, lo del horizonte negro y las personas con antecedentes comunistas, pero no contesta…

Aquí debe volver a hablar la biógrafa. Franco, debido a las presiones de su familia, quizás llegara a dudar de la lealtad de Juan Carlos, pero no he encontrado ni una sola prueba, por muchas averiguaciones que he realizado en archivos, libros y conversaciones o declaraciones del dictador, por muchos expertos a los que he consultado, de que en algún momento pensase en volverse atrás en su decisión de que le sucediera este. Un político puede volverse atrás en sus decisiones, ¡un militar, nunca!

Creo que en ningún momento, ni siquiera cuando se casó con su nieta, llegó a tomarse en serio la opción de Alfonso de Borbón Dampierre, y si la esgrimió en alguna ocasión, fue para chantajear a Juan Carlos y de paso fastidiar a su padre.

¡Era gallego!

Y poco a poco, la imagen de Juan Carlos empezó a mejorar. Al decidido e incondicional apoyo de ABC, se sumó entonces incluso el del diario Pueblo. La plana mayor del periódico, con su director Emilio Romero al frente, lo visitaron y charlaron con él durante dos horas. Sofía no estuvo delante. Únicamente, en el momento de las despedidas, salió con las infantas y el príncipe, dando una imagen de familia sencilla y unida.

La seguía, como siempre, su simpático lasa tibetano Laia.

Se comprende lo que se apoyaba Juan Carlos en su mujer en esos años, por la anécdota que contó Emilio Romero. El príncipe le estuvo preguntando diversas cuestiones de tipo dinástico, como si en caso de fallecer siendo ya rey, podría ser Sofía regente durante la minoría de edad del príncipe Felipe.

—Es que la princesa vale mucho.

Emilio Romero le contestó que no, porque la ley de sucesión preveía que el regente fuera varón (aquí el demonio de la duda y el miedo volvieron a apoderarse del príncipe de España; temía que si él faltaba, se nombrara automáticamente rey a Alfonso Cádiz, y ¡era tan fácil tener un accidente!).

Días después Pueblo dedicó una foto al acto con el siguiente pie:

«La conversación duró largo rato y hubiéramos deseado grabarla. El príncipe estuvo con nosotros afectuoso, abierto, interrogativo y la “vanguardia” de Pueblo estuvo a gusto, locuaz, incisiva y sincera».

Y resumía: «Es un príncipe para todos y al servicio de todos…».

¡Qué diferencia estos elogios de la imagen de príncipe aniñado e infantil que daba Pueblo años antes! ¡Pero si ahora hasta se le llamaba «el príncipe sabio»!

La televisión española también se puso a favor de los príncipes de España. A su frente estaba Adolfo Suárez, un político joven y ambicioso que veía muy claro que su futuro estaba unido al del príncipe Juan Carlos. Rescató del archivo de televisión imágenes familiares de los príncipes, escenas simpáticas de sus viajes, mostrando grupos de personas aplaudiendo con cariño, Sofía llevando el timón de un pequeño barco de vela, también esquiando en el Valle de Arán con un anorak pasado de moda, todo muy lejos de la parafernalia de las plazas de Oriente, el Azor y los desfiles de la Victoria.

Los periódicos contaban que Sofía «cada día acompaña a las infantas y al príncipe Felipe a su colegio, el Rosales, llevando ella misma el volante de su Simca 1000», y empezaron a correr anécdotas sobre su sencillez y su cercanía. Como cuando su hijo volvió muy triste a casa porque no lo habían invitado a una fiesta de cumpleaños, y ella llamó personalmente a la madre del condiscípulo de Felipe para preguntarle si le importaba que lo llevara, a lo que la madre contestó:

—Por Dios, pero si es que no me atrevía a invitarlos, ¡no me imaginaba que fueran tan sencillos!

Como no podía ser menos, Felipe también era muy sencillo, «un niño más, cada día sale a merendar con sus amigos a un bar del pueblo», decían las revistas. Lo que no contaban era que, cuando eso ocurría, su escolta habitual, que era de cuatro policías, tenía que doblarse, y que al final el jefe de seguridad solicitó hablar con el director. Se limitó a preguntarle:

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