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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (50 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Pero todavía falta lo más duro.

Al día siguiente, 23 de noviembre, a la una y media del mediodía, el entierro. El féretro, que pesa ciento cincuenta y cinco kilos y es de caoba revestido de plomo, cubierto con la bandera española y con la espada y la vaina de general, llega al Valle de los Caídos sobre un armón del ejército desde la plaza de Oriente, donde ha tenido lugar una misa de corpore insepulto. Detrás, de pie, en coche descubierto, su majestad el rey de España, que acaba de recibir una buena noticia. Su padre, después de ver la ceremonia por televisión en el sencillo comedor de sus amigos Charo Treviño y José Luis López-Schümmer, se puso de pie y levantó su copa de champán brindando:

—Por España.

Aunque, fiel a sí mismo, mirando el líquido al trasluz y chasqueando la lengua, comentó:

—A mí el champán siempre me ha parecido una bebida de putas.

Y, de acuerdo con sus consejeros, ha emitido un comunicado desde París en el que dice confiar en su hijo para realizar el cambio democrático en España, le ha enviado un telegrama —«rezo por ti para que Dios te ilumine»— y en privado le ha manifestado que le va a apoyar:

—Juanito, con toda la fuerza de mi legitimidad histórica.

A Juan Carlos una vez más en esos días se le han saltado las lágrimas, pero esta vez de alivio. Claro que también ha conocido la reacción de Carrillo, el secretario general del Partido Comunista, ante la muerte de Franco:

—Juan Carlos es una marioneta… sin ninguna dignidad, un simplón, será rey como máximo unos meses, ¡Juanito el Breve!

Pero no le preocupa. Se ríe incluso. Ha empezado a hacer uso de ese don con el que lo ha obsequiado el dedo caprichoso de Dios, el de la seducción, y después de conquistar a Hassan piensa ir a por el viejo líder comunista.

Y acertó. Poco después de conocerlo, Carrillo exigió que se suprimiera esta frase de la entrevista que se iba a publicar en un libro. Él también había cambiado de idea.

En la basílica y sus alrededores hay setenta mil personas que han venido a despedir al Caudillo. Casi todos pertenecen al búnker y se oyen muy pocos:

—¡Viva el rey!

La multitud grita sin cesar: «¡Franco, Franco, Franco!», y también: «¡Arriba España!», «¡Presentes!». Se oyen algunos gritos aislados: «¡Abajo los Borbones!». Y se entona, cómo no, el Cara al sol.

La sepultura espera al Caudillo desde hace dieciséis años, detrás del altar mayor presidido por el Cristo de Beovide, policromado por Zuloaga, construido con un tronco de enebro que había cortado personalmente el mismo Franco. Fue allí donde el Caudillo había indicado al arquitecto el día de la inauguración, en 1959.

—Méndez, yo aquí.

Con lo que queda demostrado que, contra lo que afirma mucha gente en la actualidad, Franco sí quiso ser enterrado en la basílica del Valle de los Caídos y sí expresó ese deseo en numerosas ocasiones.

Suena al órgano el himno nacional, mientras Juan Carlos, de uniforme, con banda negra en el brazo, ojeroso, pálido y solemne, ocupa un sillón al lado del evangelio. Da una imagen tremenda de juventud y de soledad. A su alrededor, obispos, miembros de la casa civil y militar. Muchos trajes militares, sotanas, medallas, condecoraciones, expresiones severas, ceñudas, resentidas o tristes. Augusto Pinochet, el dictador chileno, lleva el uniforme más vistoso.

Todos son personas de edad.

El féretro llega a hombros del marqués de Villaverde, colocado en primer lugar, sus nietos Francis y José Cristóbal, su nieto político Alfonso de Borbón, y representantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea. La familia tenía un lugar reservado junto al cardenal Tarancón, pero prefieren quedarse de pie, junto a la fosa que espera los restos del Caudillo. Todos, incluso el «príncipe» Alfonso, que desde la muerte de Franco ya no disfruta de ningún trato especial en el plano protocolario.

Durante la larguísima ceremonia, se mantienen agrupados, como dándose calor los unos a los otros. La expresión de sus rostros es triste, pero al mismo tiempo se les ve desconcertados, atenazados por las dudas respecto a su futuro. Miran a su alrededor con aprensión y miedo. Ya no son la primera familia del país, no se hacen ilusiones acerca del amor que les puedan tener los españoles, y a pesar de las seguridades que les da Juan Carlos, piensan que quizás sea preferible alejarse de España. Se barajan varios destinos.

Filipinas y Miami son los más probables.

Pedro Macías retransmite con un susurro sobrecogedor la ceremonia por Televisión Española. Los Franco, al borde de la fosa en la que va a ser enterrado el Caudillo, se tambalean, y alguno parece que vaya a caerse. La tensión es tremenda. Del fondo del templo surge una voz:

—¡No al rey!

La familia, con los ojos fijos en el suelo, como si no hubieran oído nada, finge rezar.

Juan Carlos, desafiante, sigue mirando al frente.

Un destello de satisfacción se vislumbra en los ojitos maliciosos de Carlos Arias Navarro, el presidente del Gobierno. Se lo va a poner muy difícil al nuevo rey. Vamos, si se lo va a poner difícil.

Sofía se ha quedado en Zarzuela, necesita retomar, aunque sea momentáneamente, el pulso cotidiano de su vida, estar con sus hijos, pasarles los deberes, firmar sus notas —la profesora de los niños comentará que ese día firmó once boletines con un enérgico «Sofía, reina»—, incluso, en un momento dado, cuando sus hijos ya están cenando, se sienta para escuchar en silencio La Pasión según San Mateo, de la que el rey Pablo dijo mientras agonizaba:

—Nunca se ha escrito una música más grande.

Le pide fuerzas a su padre.

Y en lugar de pensar en su futuro de reina, por el que tanto ha luchado, por el que tantos sinsabores ha debido padecer y muchos de ellos causados por la familia Franco, no puede apartarlos de su pensamiento; Luego lo contaría:

—Pensaba en los Franco, ¡para ellos todo iba a ser diferente!

Tenían que salir del palacio de El Pardo, tenían que perder su estatus de ser la familia más importante y más poderosa de España, tenían que dejar de mandar. Por fuerza les sería costoso; yo me ponía más en su piel que en la mía… y me propuse tener con ellos las máximas atenciones y darles todas las facilidades del mundo que estuvieran en mi mano.

Generosas palabras también las de ella, con toda la grandeza de una reina. Lo había aprendido de su madre:

—No pienses en los agravios… solo refiérete al pasado para agradecer y perdonar…

Generosidad que corrobora el rey:

—Los Franco sabían, porque yo se lo había repetido hasta la saciedad, que mi primera preocupación cuando estuviera a la cabeza del Estado sería impedir por cualquier medio que se hiciera un memorial de agravios cometidos por el régimen franquista…

No hay ninguna mención a su primo, Alfonso de Borbón. Había jugado demasiado fuerte y los reyes se limitaron a borrarlo de sus vidas.

Automáticamente, también quedó borrado de la Historia de España. A partir de entonces solo brillaría en las revistas del corazón.

Los últimos compases de La Pasión según San Mateo se extinguen al mismo tiempo que cae la noche sobre Zarzuela.

Sofía se repite en ese primer momento de soledad que Franco ha muerto y con él un periodo de su vida.

Duro y apasionante. En esta travesía azarosa ha consumido su juventud, pero, como Ulises, ha llegado por fin a su Ítaca. Tal vez, en el umbral de su nueva vida como reina, recuerda también el poema de su compatriota Constantino Cavafis: Has disfrutado de tu largo viaje, ha estado lleno de peripecias, peligros y experiencias y muchos días de verano.

No esperes que Ítaca te enriquezca, quizás no tiene otra cosa que ofrecerte mas que este hermoso viaje.

Se encienden las luces de toda la casa; un grito:

—Sofi, Sofi.

Entra Juanito atropellándose, se agacha cerca de su mujer y le dice con un fondo de temor en sus pupilas, ¡suya es ya la responsabilidad, ya no caben excusas, nadie a quien echar la culpa!

—La gente quiere cambio… no podemos defraudarles, Sofi.

¡Tenemos que hacerlo bien!

Sofía le coge las manos con entusiasmo, atrapa sus ojos con sus ojos para darle fuerzas, y con su tono de voz alto y bronco, con la sonrisa deslumbrante de Calypso frente a Ulises, le dice:

—Juanito, ¡va a salirnos bien! ¡En España está todo por ganar y hay más ilusión que miedo!

Capítulo 10

—Elena, vamos a dar una sorpresa a papá, que está cazando. —Una Sofía alegre y desenfadada se volvió hacia la nueva gobernanta, Mercedes Soriano—. Mercedes, por favor, prepare a las infantas y al príncipe.

El rostro de Elena se iluminó, porque tenía doce años y su ídolo era su padre. Cristina, sin embargo, refunfuñó:

—Yo no sé por qué papá tiene que ir a cazar… no me gusta… pobres animalitos.

Sofía razonaba con ella:

—A mí tampoco me gusta, Cristina, ya lo sabes, pero el pobre papá va para relajarse y descansar…

Era cierto; en el mes y medio que llevaban «de reyes», los días de Juanito parecían tener cincuenta horas en lugar de veinticuatro.

Desmontar pieza a pieza el régimen franquista, que había tardado cuarenta años en forjarse, era un trabajo ímprobo que necesitaba todo su esfuerzo, y el nuevo rey mantenía una actividad frenética.

Arias, «el desastre sin paliativos», se agarraba a su cargo y era un lastre muy pesado para «ir de la ley vieja a ley nueva», según el argumento de la transición política ideado por el consejero de Juan Carlos, Torcuato Fernández Miranda.

Ya apenas quedaba nada de aquella España de sacristía y tentetieso. Doña Carmen había dejado El Pardo entre lágrimas, mientras una pequeña orquesta tocaba el himno nacional y un grupito de personas gritaba:

—¡Viva Franco, muera el rey!

Claro que ella no tenía nada que reprocharles a los Juanitos. Le habían concedido el título de Señora de Meirás y le habían prometido:

—Tranquila, nada de venganzas.

De todas formas, cuando la familia Franco hablaba en la intimidad, sospechaban que era Sofía la que había impedido que El Pardo se convirtiera en un museo del franquismo, como era su deseo, y era contra ella contra la que se dirigían todas las invectivas.

Quizás tenían razón. La reina era la que había sufrido las humillaciones más sutiles, y carecía de la mala memoria para los agravios típica de los Borbones, que ella achacaba a la volubilidad y falta de carácter de los latinos.

Pasado el primer momento de emoción, cuando dijo que su recuerdo compasivo había sido hacia la familia Franco, se impuso la dura realidad. ¿Cómo olvidar el desplante de Villaverde el día en que nació la infanta Cristina? ¿Y lo del whisky al príncipe? Sofía es constante en sus afectos, pero también en sus rencores.

Alfonso de Borbón, la espada de Damocles sobre Juanito durante tantos años, abandonado de todos languidecía como una planta sin riego. Su matrimonio
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, también:

—La muerte del Caudillo tuvo repercusiones en nuestra historia personal. El clima moral se degradaba, los valores familiares se desintegraban, el matrimonio empezaba a estar pasado de moda, todo exaltaba las parejas en situación irregular, las aventuras sentimentales y las situaciones escabrosas.

Quizás no estaba pensando únicamente en sí mismo cuando hablaba de esta manera en sus Memorias.

En medio de movimientos telúricos propios de un alumbramiento conflictivo, huelgas, manifestaciones, detenciones, atentados de uno y otro signo, el rey tardará ocho meses en sentirse lo suficientemente fuerte como para pedirle a Arias la dimisión. Son demasiadas preocupaciones para sus hombros, y como ya no necesitaba ni temía a su primo, se limitó a apartarlo de su camino. Sin rencores.

Quizás él hubiera podido llegar a sentir misericordia por Alfonso. Pero Sofía no le había dejado, con unas palabras tajantes:

—No se lo merece; él no lo haría por ti.

Como en el fondo Juanito sabía que tenía razón, simplemente le comunicó al servicio:

—Cuando telefonee don Alfonso de Borbón Dampierre, no me pasen las llamadas.

Don Juan refunfuñaba en Estoril y todo le parecía mal. Villa Giralda tenía ya el aspecto vacío y destartalado de las casonas en las que no vive nadie. Sus primeras Navidades como padre de rey habían sido muy solitarias, nadie le había invitado a ir a España, las relaciones con Juanito estaban muy mal y, a pesar del comunicado emitido desde París, no podía dejar de verlo como un suplantador.

Sofía no hacía nada para suavizar el trato entre padre e hijo. Por Navidad, Sofía prefirió invitar a Zarzuela a su hermano, su cuñada y sus sobrinos, también a su hermana Irene, y después se los había llevado a todos a pasar el fin de año al Valle de Arán. Cogieron una planta entera del hotel Montarto.

¿Y dónde estaba el código de Armada, ese en el que se le exigía al príncipe el cuidado de la familia ante todo? Tan pesado para Juanito como la losa que guardaba la sepultura del Caudillo, dormía en el rincón más oscuro del cajón más remoto de Zarzuela, aunque es de suponer que Sofía de vez en cuando lo exhumaba y lo leía con nostalgia.

Como me dijo un amigo del rey de aquellos tiempos:

—De repente don Juan Carlos se dio cuenta de que él también era Borbón en «todos» los sentidos.

Curiosamente, en esa nueva etapa de sus vidas, mientras las actividades de Juanito se multiplicaban vertiginosamente, las de Sofía disminuyeron.

Se lo reprochaba a su marido:

—Ya no te veo nunca.

Nervioso, agitado, pero aun así con la misma llama juvenil y desafiante en los ojos de aquel chico que en Corfú se enfrentaba a la terrible Federica y conseguía vencerla, le contestaba:

—Sofi, hombre, no me vengas con esas… Tienes demasiada categoría para hacer estos comentarios. Y además, por si no lo recuerdas, tengo que reinar en un país al borde de la guerra civil…

Sofía se callaba avergonzada, ¡es verdad! ¡Cómo podía molestarlo con estas cicaterías!

Suspiraba. ¡Al final habían conseguido ser reyes! Lo habían logrado. Su lucha sin desmayo, sin deserciones pero también sin piedad, que les había llevado a levantarse frente a sus padres y el mundo entero, a disimular, a callarse, a mentir incluso, había tenido su recompensa.

Sofía no entendía por qué entonces estaba tan triste.

Como en una depresión posparto, ella, que nunca las había tenido, se sentía vacía y desalentada. Espiaba a su marido. Lo observaba a hurtadillas cuando hablaba por teléfono. Se había dejado patillas, ahora venía de Barcelona a peinarle el peluquero Iranzo.

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