La soledad de la reina (49 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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Pero tengo que reconocer que entonces, en esos momentos terribles en que se estaban jugando vidas, ¡y se perdieron!, ¡hace tan solo cuatro días como quien dice!, no recibimos ningún apoyo por parte de los príncipes de España. ¡Ni a nosotros, ni a nadie, se nos ocurrió recabarlo!

Escucho estas palabras de Magda mientras contemplamos una foto de Sofía aquel primero de octubre de 1975. En el balcón sobre la plaza de Oriente, al lado de los Arias y todos los miembros ultra del gobierno, está muy seria, no esboza ni una sonrisa. Doña Carmen no se separa de su lado, tan juntas que a veces Sofía parece que en realidad la sostiene. Doña Carmen sí que exhibe una sonrisa orgullosa y satisfecha.

Cuando terminó el acto y antes de que se dispersase la gente, Franco se volvió hacia Juan Carlos y con evidente torpeza le dio un abrazo. Fue la única vez que se vio contacto físico entre los dos hombres, que habitualmente se limitaban a estrecharse la mano.

Desconcertado, el príncipe palmeó la espalda del dictador, que se estremecía espasmódicamente.

Ese día la muerte para Franco bajaba del Guadarrama a lomos del frío viento otoñal. Moriría un mes y veinte días después.

Primero pareció un simple enfriamiento. Pero, de repente, todo se precipitó. Empezaron las hemorragias gástricas, los dolores agudos y las oscuras maniobras de Villaverde. Toda la familia Martínez-Bordiú dejó el piso de Hermanos Bécquer y se trasladó de nuevo a El Pardo, para estar cerca del Caudillo. Dos veces al día el padre Bulart celebraba misa en el oratorio. A Franco lo habían instalado en un precario hospital de campaña en el mismo palacio; las gasas ensangrentadas se acumulaban en un cubo en un rincón y frente a la cama del dictador, un catre de soldado, se sucedía un continuo goteo de visitas. Los nietos no paraban de salir y entrar en la habitación.

El día 30 de octubre por fin se hizo el trasvase de poderes a Juan Carlos, quien solo los aceptó cuando le comentaron que el estado del Caudillo era irreversible. La situación internacional era gravísima, ya que, en Marruecos, Hassan II había convocado una peregrinación, la llamada «marcha verde», a la que acudieron más de trescientas mil personas, para protestar por el dominio español en el Sahara.

En Zarzuela, Juan Carlos miró mudamente a Sofía. No le preguntó nada, y ella, que había estudiado el asunto cuidadosamente y estaba al corriente de la situación tanto como él, le dijo categórica:

—Juanito, debes ir allí con tus hombres, mamá siempre se lo decía a mi padre, el lugar de un militar está con sus tropas.

Como en el funeral de Carrero Blanco, a pesar de la oposición de sus asesores, corrió al Sahara a ponerse al lado del pequeño grupo de militares que estaban al frente de la colonia española, explicándoles que no podían disparar contra una multitud formada por mujeres y por niños:

—No os preocupéis, vamos a negociar una retirada perfectamente honorable.

Y es cierto, gracias a su intervención «la marcha verde» se retiró pacíficamente. Juan Carlos y Hassan II hablaron por teléfono «de hermano a hermano» y después la espinosa cuestión de la independencia se dejó en manos de los diplomáticos.

Sofía estaba satisfecha. Había sido su primera decisión autónoma en una materia internacional importante y lo habían hecho bien. Aunque lo que había decidido el tema había sido la capacidad de seducción de Juanito y su habilidad en las distancias cortas, quien había tomado la iniciativa había sido ella. Un buen equipo.

Mientras, Franco agonizaba de una forma tan dolorosa que solo se le oía musitar:

—Qué duro es morir.

A su regreso de El Aaiun, Juan Carlos y Sofía fueron a verle a menudo, según detallaba el periodista Yale, «con un Mercedes conducido personalmente por el príncipe», por la carretera interior que une La Zarzuela con El Pardo. La última vez que Franco pudo hablar, hizo un esfuerzo sobrehumano y, cogiendo las manos de Juan Carlos con una fuerza inusitada en un cuerpo tan consumido, le dijo:

—Alteza, prometedme que pase lo que pase mantendréis siempre la unidad de España.

El equipo médico, formado por veintidós profesionales comandados por el marqués de Villaverde, decidió trasladarlo a la clínica La Paz. La intención del marqués era alargar la vida de su suegro por lo menos hasta después del 26 de noviembre, en que expiraba el mandato del presidente de las Cortes, Rodríguez de Valcárcel. Si Franco sobrevivía a esa fecha, la renovación era cosa segura, y el rey, con un ultra como Rodríguez de Valcárcel, hubiera tenido las manos atadas. Aun sin Franco, hubiera habido franquismo seis años más. Y también, como dice Vilallonga, «en el fondo de sí mismo el marqués todavía abrigaba la esperanza de ver a Franco volverse atrás en su decisión primera y nombrar sucesor a título de rey a don Alfonso de Borbón Dampierre, lo que haría de su hija Carmen la futura reina de España».

Finalmente, la marquesa de Villaverde, Nenuca para su padre, que estaba destrozada y no había dormido más de dos horas seguidas desde hacía un mes y medio, le plantó cara a su marido y le ordenó:

—Basta, Cristóbal, papá quiere descansar.

El jefe del equipo, el doctor Vital Aza, contó después:

—En las últimas cuarenta y ocho horas tiramos la toalla. Era una situación terminal. En el monitor se veía el electrocardiograma que se fue deteriorando hasta que se paró, se murió. Yo estaba solo y mandé llamar al doctor Martínez-Bordiú, que estaba descansando en una habitación cercana. Cuando llegó, le dije, Cristóbal, esto se acabó.

Es Yale el que habla ahora: «Las últimas cuarenta y ocho horas, ni un solo periodista abandonó su lugar de trabajo. En Madrid nadie dormía, un infernal nerviosismo se había adueñado de la noche, la tensión era absolutamente demencial, delirante. Se sabe que al filo de la medianoche se encuentran en La Paz los marqueses de Villaverde y sus hijos mayores… el frío era intenso. Televisión despedía su programación y la sirena de una ambulancia puso una nota estridente en la ya inquieta primera hora del día, un millar de personas estaban concentradas delante de la escalinata principal de La Paz».

La gloria de la primicia periodista hay que achacársela a la agencia Europa Press, que solo por unos segundos se adelantó a Pyresa con el siguiente y dramático flash: «Franco ha muerto, Franco ha muerto, Franco ha muerto».

Durante todos esos días de angustia, Nenuca no se separó de su bolso. Dentro estaba el testamento que le había dictado su padre en los primeros días de su enfermedad: «Si muero, lo das a conocer, y si no pasa nada, pues lo tiramos», y que ella misma había tecleado en una vieja Olivetti con pulso torpe, recordando las lecciones de mecanografía que le había impartido su única maestra, una monja teresiana, en sus primeros días en El Pardo.

Sofía, con larga memoria para los agravios, pero también para los apoyos, no ha olvidado nunca el favor extraordinario que les hizo la marquesa de Villaverde, y por ese motivo sus palabras, cuando habla de ella, siempre son de cariño y emoción:

—Carmen lo escribió a máquina y lo guardó por encargo de su padre. Podía no haberlo sacado, pero es una mujer muy noble y muy inteligente. Y no solo no estorbó, sino que facilitó las cosas.

El título de duquesa de Franco que le concedió el rey se lo tiene más que ganado.

Juan Carlos, por su parte, también tuvo un recuerdo afectuoso para la hija del Caudillo:

—Nadie sabía que existía el testamento, nadie le obligó a mostrarlo… se portó como una señora.

En ese testamento, que Arias leyó en televisión horas después de la muerte de Franco con voz temblorosa, se conminaba al pueblo español a apoyar al rey don Juan Carlos de Borbón de la misma forma que había apoyado a Franco. Las palabras «don Juan Carlos de Borbón» habían sido añadidas a mano encima del texto original para que no hubiera ninguna duda de quién tenía que ser el rey de España.

A la pregunta de Vilallonga:

—¿Creísteis que Franco, bajo la presión de su entorno, hubiera podido en el último momento preferir a su nieto político, el duque de Cádiz, en lugar de a vuestra majestad?

Don Juan Carlos contestó con algo de sequedad, olvidadas todas las angustias, incertidumbres y menosprecios que sufrió, con esa falta de memoria que dota de grandeza a los seres humanos, ese olvido selectivo que permite construir el futuro con limpieza, sin rencores ni afán de venganza:

—No, nunca lo creí. Franco nunca se volvía atrás en sus decisiones.

22 de noviembre de 1975, doce y media de la mañana, sábado madrileño frío y despejado en el palacio de las Cortes de la Carrera de San Jerónimo.

Es el día de la proclamación.

Rostros ancianos y lívidos, militares con uniforme y medallas, obispos, bigotillos, gafas oscuras, expresiones severas. Expectación.

Y también miedo. La muerte de Franco, todavía insepulto a los dos días de su fallecimiento, pesa sobre la reunión como la descomunal losa de granito que está esperándole en el Valle de los Caídos. En medio del hemiciclo, cinco personas, dos adultos y tres niños, parecen aferrarse unos a otros como náufragos en plena tormenta. Es un grupo familiar completo; el rey no ha querido estar solo, la institución monárquica son el rey, la reina y los hijos, todos a la misma altura. Por fin, en esta nueva España, los «prisioneros» de Zarzuela, los «rehenes», los «peleles», después de trece años de travesía por el desierto, se levantan y empiezan a caminar.

Sofía hace algo impensable, que despierta voces críticas entre las damas del búnker: no va de luto; para que los españoles vean que los tiempos están cambiando, lleva un vestido rosa fucsia, un gesto probablemente estudiado desde hacía tiempo; es su forma de romper con el pasado. Eso sí, ha tenido la precaución de hacerse a toda prisa un abrigo de terciopelo negro, largo hasta los pies, para cubrirse y asistir a la capilla ardiente en el palacio de Oriente, donde está lo que queda del hombre que gobernó a España durante cuarenta años, una figurita patética de apenas metro y medio dentro de un enorme féretro.

Las nuevas modistas de Sofía, las hermanas Molinero, habían llevado un corte de traje a Zarzuela con patronaje de Valentino y durante la noche habían cosido el abrigo, ayudadas por Sofía y por Irene, que había regresado a España apresuradamente desde la India. De ahí las ojeras que lucía Sofía, que no había podido pegar ojo en toda la noche.

Las infantas Elena y Cristina visten trajes de terciopelo verde con cinturones verde claro de seda y cintas negras en la cabeza. El príncipe Felipe lleva traje y corbata negra. Los tres guardan una compostura perfecta durante toda la ceremonia.

Juan Carlos, en uniforme caqui de capitán general, está pálido y ojeroso; su mirada no descansa, y tan pronto recorre los largos bancos en los que sabe tiene tantos enemigos —los rumores de que se prepara un atentado contra su persona son constantes—, como mira hacia arriba, al palco central, justo encima del reloj que marcará la hora histórica. Allí dos infantas de España se inclinan hacia el hemiciclo, siguen con tanta atención la ceremonia que parece por momentos que vayan a caerse por la barandilla. Pilar y Margot oyen atentamente el discurso del joven rey; con frialdad y semblante imperturbable escuchan los inevitables elogios de su hermano a Franco: «Su recuerdo será siempre para mí una exigencia de comportamiento» (cuarenta segundos de aplausos). Y también la mención al padre ausente, que está viendo la ceremonia por televisión en París:

«El cumplimento del deber está por encima de cualquier circunstancia, como me enseñó mi padre desde la infancia» (ocho segundos de aplausos por parte de media docena de procuradores), con voz casi exhausta; pero esta evocación no las conmueve, solo ellas saben que hace tiempo que padre e hijo no se hablan. Solo ellas comprenden los días terribles, la sensación de traición y fracaso que siente Juan de Borbón, el hijo del último rey de España.

Ambas están al tanto, en esta hora suprema, de que su padre ya no será nunca rey, porque el agua no puede remontar río arriba, y no pueden dejar de ver a Juanito como un usurpador. Como lo ven todavía algunos viejos monárquicos partidarios de su padre.

Uno me lo dijo muy claro:

—¡Ojalá don Juan hubiera reinado aunque fuera diez minutos para que la cadena no se rompiese y dar legitimidad a esta monarquía!

En los años que han convivido los tres hermanos en Madrid apenas se han visto fuera de algunas ceremonias estrictamente familiares. Como me dijo alguien que las conoció muy bien en aquella época:

—Las infantas fueron muy duras con su hermano.

Juanito las disculpa, porque, al fin y al cabo, se trata de ser fieles a su padre, pero Sofía no las perdonará jamás.

Durante la hora larga que dura la entronización, Sofía recuerda la misma ceremonia que vivió con sus padres, treinta y dos años atrás, en el Palacio Real de Atenas. Entonces ella era una niña, como sus hijas, y era su padre el que iba a ser ungido rey.

Su madre no ha venido. Aunque nadie la ha invitado, ha llamado diciendo:

—No me insistáis, no voy, no quiero que digan que me meto en todo y que os quiero robar protagonismo.

Federica no está en el edificio, pero sí en el recuerdo de su hija, ¡la risa de Federica! ¡Sus manos expresivas! ¡Sus ojos centelleantes! Las voces de los muertos, la tía María, su abuela Victoria Luisa de Prusia, la hija del káiser, su tío el rey Jorge, el general Smuts llenan el silencio hostil que los rodea, basilisa, agapi mou, in touta Niké… Y sobre todas las voces, la de su padre, el buen rey Pablo, susurrándole al oído en el idioma de la infancia:

—?e t????e?e? sa?.

Dios te bendiga, basilisa, corderito, pequeña refugiada, extranjera, las bombas caen, pero no tengas miedo, in touta Niké, Dios está contigo.

Solo hay una persona en este lugar, en este país, que puede comprenderla. Sofía levanta la vista. Arriba está su hermano. El rostro serio de su hermano, pálido, ¡él es rey también, también fue entronizado y pronunció discursos y firmó leyes! ¿Total para qué?

Todo se ha disuelto como una raya en el agua. Por un instante se miran fija y tiernamente como si estuvieran solos, a Sofía le gustaría llegar con su mano al rostro de Tino, acariciar sus ojos cansados; Tino los cierra como si ya sintiera la caricia leve y, sin poder evitarlo, se echa a llorar.

Ha llegado la hora del cambio. En el plano físico, el escudo, los himnos, las banderas, en el plano político, nada más y nada menos que el sistema. Y en el plano íntimo se va rompiendo hoja a hoja el maldito decálogo de Armada: vida personal impecable, que la princesa y los hijos sean la principal preocupación, que no haya una vida más allá del matrimonio o del trabajo… Porque, cuando todo terminó, Juan Carlos y Sofía empezaron a escribir una nueva página en la historia de España. Y también en el libro de su vida conyugal.

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