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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (57 page)

BOOK: La soledad de la reina
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No dejaba de pensar en los días horribles por los que acababa de transitar. ¡No había podido mirar el rostro de su madre muerta, deformado por la operación de párpados! Pudorosamente, los embalsamadores lo habían cubierto con un velo. Solo había podido besar sus manos cerúleas, que ya no eran sus manos, acariciar el ataúd donde a Federica la mantuvieron en el salón de Zarzuela durante seis interminables días. La caja oscura, de severa caoba con herrajes de plata, contrastaba con la decoración liviana del palacio.

La reina griega al final lo había logrado. Vivir en España.

Este pensamiento hizo sonreír a Sofía, pero enseguida se entristeció al recordar su lucha solitaria para conseguir lo único que su madre le había pedido:

—Enterradme al lado de vuestro padre. En Tatoi.

Nadie entendía el empeño de Sofía:

—Que descanse aquí, en España, majestad. ¿No comprendéis que el gobierno griego se opone a la entrada de vuestro hermano o cualquier miembro de la familia real en su territorio? ¡Es una complicación innecesaria que enturbiará las relaciones de España con Grecia, una relación que nada tiene que ver con estos asuntos familiares!

Pero era un tema en el que Sofía no pensaba ceder. Los españoles, que solo la habían visto serena y sonriente, no hubieran reconocido a esa mujer ceñuda y furiosa que se golpeaba con el puño de una mano la palma de la otra y repetía sordamente:

—Mamá tiene que estar en Tatoi. Si es necesario, me la llevaré a escondidas y la enterraré con mis propias manos.

Todavía entonces, once días después, se ahogaba de ira cuando recordaba aquellos días atroces, desde que cogió el helicóptero en el Valle de Arán para ir a Madrid sin saber si su madre estaba viva o muerta.

Juanito no la había acompañado.

La había dejado sola. Como siempre. Una vez más.

Se le endurecieron los rasgos. Ella, que fumaba tan poco, sacó un cigarrillo de un paquete arrugado y más que fumárselo lo trituró a pesar de las miradas de reproche de Sancha, que amagó incluso algún falso estornudo de tísica. ¡Desde que llegó a Madrid hasta que pudo sacar a su madre, pasaron seis días! Fueron seis jornadas de agonía, en las que el primer ministro griego, Karamanlis, se negaba a que la que fue su reina volviera a la tierra en la que quiso ser enterrada.

En Tatoi. Al lado de la tumba de su padre. Tantas veces había leído sus palabras, que su madre reprodujo en sus Memorias: «Descansaremos bajo el cielo de Tatoi, que los cervatillos pasen por encima de nosotros y que broten flores silvestres en nuestras tumbas por primavera…».

Irene acudió presurosa desde la India. Estaba aturdida por el jetlag y por el golpe, parecía no darse cuenta de que su madre se había ido para siempre. Tino, que llegó desde Londres, sufría tanto como ellas, pero su hermana advertía un poso de orgullo en el fondo de su voz mientras afirmaba:

—No quieren que vayamos porque nos temen… saben que tenemos partidarios…

Sofía asentía, satisfecha.

Para otros será insensibilidad. Para ellos, la institución monárquica está por encima de todo, hasta de sus sentimientos filiales, ¡que se lo expliquen, si no, a don Juan!

Al final Juanito consiguió convencer al gobierno griego, utilizando la astucia y el poder de convicción que había adiestrado, pulido y al que había sacado brillo durante los diecisiete años que vivió a la sombra de su padre y de Franco, «¡los dos viejos!», como los describía en la intimidad. Quería, tal vez, que su mujer olvidara la dureza de aquel viaje solitario desde el Valle de Arán, cuando no había querido acompañarla.

Pero ¿cómo olvidar las aspas del helicóptero repitiendo una y otra vez: «Mamá einay nekros, antío, mamá», mamá está muerta, adiós, mamá, auf wiedersehen, mutti! ¡Aunque viviera mil años, aunque Juanito se arrastrara de rodillas por los caminillos de grava de Zarzuela subiendo y bajando los escalones picudos como guillotinas, Sofía no conseguiría borrarlo de su mente!

Juan Carlos negoció solo, sin la ayuda de nadie, porque Adolfo Suárez, el presidente de Gobierno que él había nombrado para sustituir a Arias, acababa de dimitir, y el nuevo, José Calvo Sotelo, todavía no había tomado posesión de su cargo.

Claro que el permiso de Karamanlis tenía más de castigo que de victoria: «La república, que en el fondo es humanitaria, dejará que la exfamilia real pise territorio griego desde que salga el sol hasta el ocaso». El edicto tenía ecos homéricos, ¡dicen que cada griego lleva un poeta dentro!

Sofía, al estar casada, tuvo que envolverse en velos negros, como manda la tradición de los funerales ortodoxos. Era un bulto informe, muy parecido a las mujeres con burka que vemos por nuestras calles; sus hijas la miraban con curiosidad, Felipe con algo de miedo. Solo después, en las fotos, el flash desvelaba unos rasgos desmoronados como esas masas de hielo deshechas por las altas temperaturas. Ese ritual antiguo, esa forma de vestirse, tan extraña a nuestros ojos, recordaron a los españoles que nuestra reina era una extranjera que ni siquiera había aprendido a hablar español por mucho que llevara veinte años viviendo aquí. Ninguna amiga estuvo a su lado, no se la vio llorando frente a ningún Cristo sangrante y tenebroso clavado en una cruz, ningún sacerdote la acompañaba.

Caían copos de nieve. Cuando Constantino pisó territorio griego, se arrodilló y besó el suelo de su patria después de catorce años de exilio.

Los cuatro hermanos de Federica, Ernesto Augusto, Jorge Guillermo, Christian y Enrique, marcialmente erguidos a pesar de los años y la derrota de gran parte de sus ideales, recordaban quizás la primera vez que pisaron suelo griego, acompañando a la prinzessin de veinte años que iniciaba una vida singular y que ahora había sido la primera de los hermanos en irse.

—Soy una bárbara del norte que ha venido a Grecia para civilizarse.

Un poco más atrás, con velos negros que las cubrían de la cabeza a los pies, las dos hermanas vivas de Pablo, Helena de Rumanía, reina también, como Federica, como Sofía, ¡en su casa, en Florencia, se habían conocido Palo y Freddy! ¿Cómo no recordar la gracia inigualable de aquella gitanilla de ojos brillantes, cómo no entristecerse por su vida errante, por el desasosiego de su existencia? Una tenue sonrisa se dibujaba en los labios de Helena al recordar los días brillantes del Agamemnon, cuando Palo la abrazaba y le decía:

—Aquí estamos, Helena, ¡los cuatro hermanos juntos!

¡Todo, entonces, era verano!

Y Freddy les hacía una foto con una cámara más grande que ella.

Y la otra hermana sobreviviente, Catalina, la fiel compañera del exilio, sollozando al recordar esa vida excesiva y desperdiciada: los hoyuelos de sus mejillas, su risa en la sala del hospital, sus canciones para que sus hijos no oyeran los bombardeos, corriendo por los viejos aeródromos de Sudáfrica con un largo pañuelo al cuello para subir a una avioneta que debía llevarla a los brazos de Pablo.

Catalina susurra:

—Adelfi.

Hermana. Adiós, hermana.

—Antío, adelfi.

Sin que Sofía lo advirtiera, silenciosamente, se les fueron uniendo príncipes y reyes de viejas monarquías europeas, rindiendo homenaje a la que en vida tuvo tan pocos. Sin pronunciar palabra, tiraban flores, hojas de laurel y romero sobre la tumba de piedra. Juliana de Holanda, Alberto de Lieja, María Astrid de Luxemburgo, Enrique de Dinamarca, el duque de Edimburgo, los antiguos reyes de Portugal, los de Italia, los príncipes de Liechtenstein se inclinaron ante aquella reina exagerada y contradictoria, llena de matices, dotada solo para lo grande. De pie, al lado de la tumba de su madre, rodeada de sus pares, Sofía creía escuchar el coro de La Orestíada frente a la tumba de Agamenón: «Honor a nuestro hermano… ¡Ya le es posible ver la luz! ¡Ya se le han quitado sus fuertes cadenas!».

La prinzessin Freddy, la criatura silvestre de los poemas irlandeses, se reunía al fin con el gran amor de su vida, y esta vez para siempre.

Ese día, 12 de febrero de 1981, todos los «soy española», «España es mi país», la peineta, la mantilla, el traje de faralaes con el que se vistió Sofía en una feria de Sevilla, incluso alguna corrida de toros a la que se había visto forzada a acudir, se evaporaron, desaparecieron.

En las imágenes veíamos una mujer griega, tan griega como Irene Papas o el Partenón, llorando en una ceremonia griega, en el paisaje que cantó Píndaro: «Ardoroso y quemado, bueno para Minerva, malo para los humanos».

Aquella extranjera era consciente de que, antes de ponerse el sol, habría de colocarse el disfraz de su oficio, ¡reina de España! Pero entretanto, que la dejasen llorar junto a los suyos, en la tierra húmeda rebosante de líquenes, con el ruido espectral de unos truenos lejanos y un sofocante olor a cirios y a rosas pasadas.

De forma confusa, en Madrid, sus asesores percibieron como la reina, dejándose llevar por sus sentimientos íntimos, se había alejado de sus súbditos. Paradójicamente, fue como si el velo le hubiera quitado la máscara, y hubiéramos visto al fin quién era en realidad Sofía.

Apenas se distribuyeron imágenes de ese día, nadie explicó en qué consistía la ceremonia; en realidad se dio a entender que había sido una despedida católica. ¡Hasta muerta, Federica era incómoda!

Sancha levantó la cabeza porque Sofía había dejado de acariciarla.

La miró con mudo reproche. Sacó la lengüita, y le dejó sobre el dorso de la mano una huella húmeda y afectuosa. Esta señal de cariño quizás fuera la única que había tenido esos días.

Había pasado solo semana y media. Lo peor de todo, para Sofía, no había sido la dureza del gobierno griego, lo peor de todo no había sido sentirse tan distinta de sus súbditos, lo peor de todo era saber que, a partir de ahora, tendría que enfrentarse al mundo en soledad absoluta, empezar una nueva vida sin Federica.

Oyó voces y carreras apresuradas por los pasillos. Sancha saltó al suelo y se escondió bajo la cama. Sofía se secó las lágrimas con rabia. Apagó el cigarrillo. Al final fue la doncella, Maribel, la que entró y le dijo, asustada:

—¡Señora, hay tiros en el Congreso!

Se puso en pie, con la mano intentó hacer desaparecer el humo, como cuando estaba en el colegio y la sorprendían fumando:

—¡Tiros en el Congreso! Avisen a la princesa Irene, que está bañándose en la piscina cubierta, y al príncipe. ¿El rey dónde está?

—En la pista de squash, con don Miguel Arias y con don Ignacio Caro… Ya ha sido avisado.

—Nos reuniremos en su despacho, Maribel.

Quería cambiarse de ropa, a Federica no le gustaba que fuera de negro, se lo había prohibido.

¿El futuro sin su madre?

¿Eso creía?

Los fantasmas viven entre nosotros, Pablo lo sabía, Federica también.

Sofía notó una ligera presión en el hombro. No le dio miedo.

No se sorprendió. Le contestó sosegadamente:

—Sí, mamá, ya sé que estás ahí, gracias. Intentaré ser digna hija tuya.

A partir de aquí empiezan las doce horas quizás más estudiadas de la historia de España. Multitud de libros, artículos, tesis de doctorado, documentales de televisión, películas se han hecho sobre estas doce horas, por no hablar de las tertulias y entrevistas radiofónicas mantenidas a propósito de este tema. Escritores de izquierdas, derechas, de extrema izquierda o extrema derecha, golpistas implicados, militares, demócratas, tontos, listos, instruidos e ignorantes, canallas y personas honradas, todos han dado su versión de los hechos. Y lo más curioso es que ninguna concuerda.

Nadie se detiene demasiado en el papel de la reina esa noche.

Yo voy a enfrentar los dos relatos que me parecen más fiables y que aportan más información sobre ella. El de Pilar Urbano, cómo no, en la única biografía autorizada de la reina, en la que es la misma Sofía la que habla de su propio papel en aquella noche que estuvo a punto de ser la de los cuchillos largos, y las notas manuscritas del íntimo amigo del rey, Manuel Prado y Colón de Carvajal, que pasó la noche junto a su majestad, y que fueron publicadas póstumamente por Jesús Cacho en el periódico digital que entonces dirigía, El Confidencial, en el treinta aniversario del golpe.

No coinciden.

La reina, en el libro de Urbano, cuenta: «Vimos directamente el rey y yo los tiros en el Congreso y la actuación de Gutiérrez Mellado, y los diputados escondiéndose detrás de los asientos…».

Prado, por su parte, relata: «El rey vio la grabación de la entrada de Tejero en el Congreso, lo de Gutiérrez Mellado, etcétera, en una grabación que llevó a medianoche el equipo que debía grabar su propio mensaje a la nación».

Y aquí da, para mí, una información crucial y muy poco comentada:

—Mandó que se destruyeran las cintas por el daño que se iba a hacer al país, pero le dijeron que ya las habían pasado en televisión y que estaban circulando por todo el mundo.

Otra discrepancia: «Nosotros [la reina y el resto de la familia] no estuvimos en el momento en que el rey grabó su mensaje, no lo vimos en directo, lo vimos también por televisión, como el resto de los españoles». Prado, sin embargo, dice: «Mientras se grababa el discurso, la reina lo miraba sentada en un sillón». También llama la atención que Urbano diera a entender que este discurso lo había escrito el rey, cuando Prado deja muy claro que lo escribieron entre él y Mondéjar. Asimismo, mientras la reina dice que fue Mondéjar quien llamó a televisión para que enviaran un equipo (Picatoste y Erquicia), Prado dice que fue él personalmente quien los avisó.

Según la reina, Constantino fue un gran apoyo, llamó varias veces desde Londres para consolarlos, habló con el rey y le dio su punto de vista.

El mismo Tino le explicó a Pilar Urbano que habló varias veces con su cuñado y que no le aconsejó, pero sí le contó su experiencia, por si le podía servir para esa noche tan parecida a la suya.

Según Prado, el rey le dijo, aludiendo a Constantino:

—Quítamelo de encima.

Y también:

—Pienso hacer lo contrario justamente de lo que hizo él.

También llamó don Juan (relato de Prado), que sí habló con su hijo. Estaba en el cine en Lisboa. La reina no menciona esta llamada en el libro de Urbano.

El rey no habló con Armada, según la reina. Según Prado, sí, y a continuación, exasperado, tiró el aparato al suelo.

También lo tiró después de hablar con Milans del Bosch, que estaba sembrando el pánico en Valencia con sus acorazados:

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