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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (61 page)

BOOK: La soledad de la reina
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—Por Dios, vaya infundio, ¡como viajamos tanto juntos por el tema de la Cruz Roja! ¿Y eso se va corriendo por Madrid? Menos mal que la reina nunca cae en esas pequeñas mezquindades, nadie se atreve a contarle nada, porque ella de un plumazo se carga al mensajero con toda la razón… Mi mujer se reirá cuando se lo cuente…

Proseguimos la comida, ya hablando de otros temas. La conversación volvió a recaer en la reina, con la que Enrique había tenido una reunión esa misma mañana. Con la copa de coñac entre las manos, le dije distendidamente:

—La reina es guapa.

Él se animó:

—Guapísima, ¿verdad?

—Lástima el peinado…

Y aquí vino uno de esos momentos que se me han quedado grabados en la mente, que no he contado a nadie y cuyo significado no acabo de desentrañar. Me dijo vehemente:

—¿Eh, que sí? ¡Yo se lo he dicho muchas veces! Que así —y hundió sus dedos en mi pelo, apartándome el flequillo y echándomelo hacia atrás estaría mucho más guapa.

Me callé, carraspeamos los dos, se arregló el nudo de la corbata e hizo una firma en el aire al camarero pidiendo la nota.

Fue así, lo juro.

De lo demás debo decir que, por mucho que he investigado al respecto, no he encontrado ni una prueba, por pequeña que sea, ni un indicio, incluso sin confirmar, de que la reina pagara la actitud del rey con la misma moneda. Ni por despecho, ni por venganza, ni para darle celos, ni por amor, ni por soledad.

Pero sus enemigos no se dejan convencer y arguyen que en su caso su integridad no tiene valor, ya que le achacan lo mismo que los cortesanos de Alfonso XIII decían de doña Victoria Eugenia para quitar mérito a su acrisolada virtud:

—¡Es fría!

La reina no podía ignorar las turbulencias que empezaban a sacudir el barco de la monarquía, hasta ahora sustentado casi exclusivamente en los réditos ganados en el 23-F y en la simpatía del rey. Tras décadas de reinado juancarlista, «la bula real» se estaba terminando y el pacto de silencio entre los periodistas y la monarquía empezaba a llegar a su fin.

Seguía habiendo muchos «pelotas palaciegos», como los llamaba Pablo Sebastián, sin embargo empezaban a oírse ciertas críticas al príncipe Felipe, pero, según cuenta Carmen Rigalt, «con la boca pequeña para no ser tachados de antipatrióticos».

En los funerales por víctimas de terrorismo o accidentes, por ejemplo. García Abad contaba que:

—… Los reyes se acercan a los familiares de las víctimas con palabras de aliento y muestras de emoción… El príncipe también está presente, pero como un palo, sin recibir ni muestras de simpatía ni atención por parte del público.

Y concluía que el príncipe no tenía la culpa de parecerse más a su madre que a su padre.

Jaime Peñafiel opinaba sin ambages que la reina había convertido a su hijo en un «niño caprichudo, malcriado, mimado y hasta déspota»
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. Su cometido, decían, era simplemente «esperar», pero, como mientras tanto tenía que entretenerse, se rodeaba, él también, de «amistades peligrosas», se criticaba que su grupo de amigos fueran solo aristócratas, personajes de revistas del corazón, «vividores, algunos fachas y no pocos impresentables», decía el mismo Apezarena, rompiendo el tono amable y conciliador que tiene toda su biografía sobre el príncipe Felipe.

«¡Una endogamia de amigos pijos!», concluía Manuel Vicent.

Su paso por las academias militares recibió el nombre en las revistas satíricas de «mascarada de milicia» y se resaltó que en dos años consiguiera lo que a otros les costaba seis. Salió con su título de teniente en los tres ejércitos, y durante la guerra del Golfo aquel valiente oficial declaró que «en solidaridad con esta crítica situación he decidido suspender mis entrenamientos de vela para una regata», lo que causó estupor por su frivolidad. Cuando se le concedió la Medalla de Oro de la universidad, donde había estudiado un híbrido a su medida de Derecho y Económicas, un grupo de estudiantes dio a conocer un comunicado en el que protestaban amargamente por esta medida: «… es la primera vez que se concede esta medalla a un estudiante… debería primar el esfuerzo personal y las labores académicas y no la política». También hubo bromas cuando un reportaje de ¡Hola! presentó al príncipe, reluciente como un pincel, recorriendo ¡un kilómetro! del camino de Santiago. Rafael Torres escribió un artículo en El Mundo que tituló: «Lo ridículo».

En su primer viaje oficial a París, tuvo una conversación con un senador de la oposición en la que se permitió criticar a su partido. La prensa francesa mostró su disgusto y la Casa Real emitió un comunicado en el que explicaba que se trataba de una conversación privada, lo que asombró a los periodistas galos, que no sabían que el príncipe y el senador estuvieran en la Cámara francesa en plan «cuchipandi» («un aperó avec des amies»).

Y no fueron solo los periodistas republicanos los que protestaron, Alfonso Ussía, hijo del intendente de don Juan, escribió en el ultramonárquico ABC (29 de agosto de 2003) de Luis María Anson que «… lo que tanto ha costado establecer —cuarenta años de exilio y un reinado admirable— no puede estar sometido al secuestro permanente que del heredero de la corona ejercen sus amigos y su insaciable cortecilla de advenedizos y mamporreros», y hasta un monárquico genético, como José Luis de Vilallonga, escribió en La Vanguardia: «¿Por qué el príncipe no se entera por sí mismo, en las visitas que hace a las comunidades autónomas, de la realidad del país en lugar de ver solo a autoridades y periodistas locales? ¿Por qué no habla con sindicalistas, intelectuales, jóvenes que trabajan para las ONGs, amas de casa y parados?».

Cuando se le preguntó a Felipe cómo se mantenía al día, contestó:

—Escucho bastante la radio.

Y no fue solamente la prensa la que empezó a desacralizar a los reyes. La justicia se cebó de forma sonrojante en la mayoría de los amigos de Juan Carlos. Zourab Tchokotua, Francisco Sitges, Javier de la Rosa, Alberto Cortina, Alberto Alcocer, Mario Conde y hasta el mismo Manuel Prado ingresaron en prisión, aunque lo cierto es que todos eludieron implicar al rey en sus negocios. Mi fuente confidencial, que contestó limpia y sinceramente a todas las preguntas que le formulé, y que aparece y desaparece a lo largo de las páginas de este libro, aunque me pidió que su nombre no figurase en él, me explica en referencia a este tema:

—Lo trato desde que éramos pequeños y te puedo decir que el rey es muy buena persona, una de las mejores que conozco. Tiene un corazón de oro y también las debilidades humanas que todos sabemos, ¡le gustan con locura las mujeres! Pero es de una buena fe increíble, y se fía de todo el mundo… Lo enredan… Es el mejor de la familia…

Pero su crédito público se estaba agotando y los periodistas empezaban a levantar el velo sobre su vida privada.

Aunque nadie pensaba en la principal víctima de la actitud del rey: su mujer, Sofía. Que tuvo que soportar que su situación íntima fuera conocida no tan solo por su familia, sino por todos los españoles. ¿Cómo se tuvo que sentir la reina cuando, en junio de 1992, se publicó que su marido se había ausentado del país para acompañar a la decoradora mallorquina en una cura antidepresiva que estaba recibiendo en una clínica suiza?

Al rey poco le importaban ya los comentarios.

La noticia salió primero en la prensa extranjera y después en El Mundo.

Don Juan Carlos regresó a España, despachó con el presidente del Gobierno, Felipe González, y corrió de nuevo al lado de la mujer antes mencionada, con una dedicación ejemplar. Una gran prueba de amor para su amante. Pero una gran bofetada pública a la reina, una muestra de desprecio a quien tanto le había ayudado en su arduo camino hacia el trono, una crueldad innecesaria hacia su mujer, que hasta ese momento había sufrido, con enorme decoro, en el más absoluto silencio el apartamiento de su marido.

Mientras Juan Carlos le sostenía la mano a la mallorquina en su habitación hospitalaria, su hermana Pilar celebraba el setenta y nueve cumpleaños de su padre con una gran fiesta en su casa de Puerta de Hierro. Todos sabían que probablemente se trataría del último del viejo perdedor de esta monarquía, que, en efecto, moriría ocho meses después.

El príncipe Felipe, quizás estimulado por el ejemplo de su padre, dijo que tampoco iba a ir; prefería pasar ese día con su novia de entonces, Isabel Sartorius.

«Sus» dos hombres, como Sofía los nombraba en los raros momentos de ternura que se permitía, eran los únicos de la familia que no irían al cumpleaños del «almirante».

Laura Hurtado de Mendoza le preguntó a la reina:

—¿Vuestra majestad acudirá a la fiesta de su cuñada?

—Claro que sí, Laura.

Laura titubeó, y al final se atrevió:

—¿Sola?

—¡Sola!

Sofía se arregló en silencio en su habitación. Gaudencio cerró la puerta del coche con suavidad, como no queriendo molestarla, y fingió no oír los sollozos, los suspiros, los puños que golpeaban los asientos de piel. Llevaba a su reina, pero también a una mujer dolorida, furiosa, desesperada. Un animal magullado, con heridas antiguas y otras recientes. Ninguna había cicatrizado.

Aparcó en el garaje de la casa de Pilar. El chófer desplegó un periódico y fingió leer. La reina, entretanto, en el asiento posterior, sacó un espejito y se recompuso el maquillaje, el peinado, se colocó bien el chal. Después, golpeó el cristal que la separaba del conductor:

—Ya estoy lista, Gaudencio.

El hombre bajó, se descubrió y abrió la puerta, y entonces descendió Sofía y entró en el salón lleno de luces y de gente, Peñafiel dijo que «borrada ya la tremenda tristeza, con su dignidad y su prestancia características».

El rey no se molestaba en disimular. ¿Para qué? Contaba con la complicidad de casi todos los periodistas, pero, aunque no hubiera sido así, no importaba, ¡a los españoles no les preocupaba que su rey fuera un mujeriego! En una cena en el Club Náutico de Palma se acercó a la mesa en la que estaba comiendo la discreta decoradora con el matrimonio Vilallonga y se tomó con ellos una copa de whisky.

Sí. La reina también estaba en la cena. Sí, la reina se aguantó y sonrió y se quedó a los brindis, y hasta se despidió de su marido diciéndole adiós con la mano.

Una española, elevada a los altares sociales merced a su matrimonio, alardeaba en Palma de su relación (parece que solo duró una noche) íntima con el rey y daba algunos detalles privados sobre la reina. Doña Sofía incluso debió compartir con ella algún acto social, aunque se la criticaba porque no había estado muy simpática con la dama en cuestión.

La voz popular decía:

—¡La reina es demasiado orgullosa!

Los años se van echando encima. Como todas las mujeres enamoradas a las que sus maridos son infieles, Sofía hace recuento de cada merma que nota en Juanito y acecha, como cuando de pequeña esperaba la llegada de Papá Noel en Alejandría, que llegue La Vejez con su carga abrumadora de arrugas, achaques, canas, impotencia. Piensa que cuando el dios se rompa en mil pedazos, ella estará allí para recogerlos y pegarlos.

Pero no hay manera, el rey cada día está más pimpante. Un día es el tono de su pelo el que cambia y otro día aparece con una sonrisa nueva. Su mujer, que sabe que no se embellece para ella, opina:

—Juanito, me gustabas más antes, tenías más personalidad…

Sofía enternece este comentario, las grandes celosas nos reconocemos en estos detalles.

El rey se encoge de hombros como cada vez que su mujer habla.

Juan Carlos empieza a hacerse tratamientos antiaging (antiedad) en Barcelona, inyecciones de vitaminas, mesoterapia en el rostro, probablemente alguna operación de párpados… Entabla una profunda amistad con la familia propietaria de la Clínica Planas. El doctor Planas se convierte en uno de sus confidentes. Muchas veces ambos departen, puro en mano, con una copa de whisky, sobre sus problemas familiares. El doctor es una de las primeras personas que se entera de que la infanta Elena se va a separar de su marido: El rey comenta:

—Yo le aconsejo que no se separe… la vida de una mujer separada es difícil…

El doctor Planas, cuyo hijo se ha divorciado y vuelto a casar con una parienta del pintor Cuixart a la que el rey quiere mucho, le comenta quizás que todo el mundo tiene derecho a su pequeña parcela de felicidad, aunque sea en una segunda vuelta.

El rey le contesta:

—Yo le he pedido a la infanta que no se separe hasta que se case Felipe.

El médico se asombra:

—Ah, pero ¿el príncipe tiene novia?

El rey asiente sin palabras, mientras mira el extremo de su puro.

El ilustre doctor insinúa:

—¿Eva? ¿Isabel?

El rey se lleva las manos a la cabeza, cómicamente:

—No, hombre, ¡no me hables de Eva! ¡Lo que nos hizo sufrir!

¿Sabes que le mandé a Felipe a los cuatro presidentes de Gobierno que ha tenido España, cuatro, a que hablaran con él? ¡Y el cabronazo pudo con todos!

Los dos ríen. Don Juan Carlos cruza las piernas y le da un sorbo a su copa. Rememora:

—Los cuatro intentaron que renunciara a esta chica, ¿y sabes cuál fue el único que le aconsejó que siguiera a su corazón, por encima de sus deberes como heredero?

El doctor Planas aventura:

—¿Aznar?

—No, ¡ese es el que estuvo más duro! Fue… ¡Felipe González!

¡Me falló el andaluz!

Callan los dos. La clínica está en una zona tranquila de Barcelona, se oye piar a los pájaros y el sonido monótono de los cortacéspedes. El doctor, que sabe que le gusta a don Juan Carlos hablar, continúa preguntándole:

—¿Es española la prometida del príncipe?

—Sí, española, ¡asturiana! ¡Se va a armar una gorda cuando se sepa quién es! Nos la ha pasado por las narices y no hemos tenido más remedio que aguantarnos. ¡Nos dijo que, si no, lo dejaba todo y se iba con ella!

—¿Y la reina qué opina?

Juan Carlos hace un gesto de desesperación:

—La reina lo ha consentido toda la vida, por eso este niñato ha hecho lo que le ha dado la gana… La reina lo que quiere es que sea —y aquí pone un tono de voz melifluo— feliz.

Se calla. Pero al minuto, sin que el médico le diga nada, prosigue:

—Se puso a su lado desde el principio… ¡Pero si hasta defendió la opción Eva Sannum! Sé que en todos mis enfrentamientos con mi hijo se va a poner al lado del príncipe…

Luego rezonga:
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