También la rodearon de un cinturón sanitario, y evitaban invitarla, sobre todo si había peligro de que coincidiese con la reina.
Es una mujer atractiva, aunque no vistosa, es elegante más que espectacular, es discreta, tiene una mirada intensa y romántica, una sonrisa prometedora, es interesante y muy femenina. Es el prototipo de mujer que le gusta a Juanito: Julia, Corinne, Berta, todas son así, excepto… la vedette.
Otra relación que se iniciará ese año.
Esta en Madrid.
A la artista se la presentará precisamente su presidente de Gobierno, Adolfo Suárez. Era una actriz de destape de belleza impactante, muy sexy, con las piernas largas, una voz sensual, una simpatía desgarrada, y un descaro lleno de picardía. Si la decoradora era un vino Ribera del Duero, el Único de Vega Sicilia —Concentrado, generoso y elegante, madurado en barrica de roble, reposado, aterciopelado, denso, que se queda largo rato en el paladar y cuyo sabor recordamos durante mucho tiempo—, la artista era un vino de aguja «petillante», chispeante, embriagador, que te hace perder la cabeza y cuando te recuperas no recuerdas muy bien lo que has hecho, pero sientes los músculos doloridos, una vaga sonrisa que permanece haciendo equilibrios en la comisura de los labios y el cuerpo feliz.
Cuando estaba escribiendo este capítulo del libro, me puse en contacto con la vedette para que me contara su versión de los hechos y con educación declinó hacer comentarios. Sí me comentó con la voz emocionada:
—Al contrario de lo que piensa la gente, esta historia me ha perjudicado mucho; tanto profesional como personalmente he tenido que pagar un peaje muy alto.
Sofía cumplía con sus compromisos oficiales con admirable dedicación. E incluso iba más allá de lo que le marcaban sus ayudantes o el nuevo jefe de la Casa que había sustituido a Mondéjar, Sabino Fernández Campo. Mientras presidían la solemne constitución del Consejo General del Poder Judicial, Suárez se acercó al oído de los reyes y les dijo con voz grave:
—Ha habido un atentado de ETA en una escuela del País Vasco, en Ortuella.
Sofía no lo dudó. Como tampoco lo hizo cuando quiso visitar a los damnificados por las inundaciones del Vallés. Como cuando fue a auxiliar a las víctimas del terremoto de las islas Jónicas. En unos años en que ETA cometía decenas de atentados al año, en los que la vida de ella, de su marido y de sus hijos corría peligro constante, se fue de la sala de actos, se quitó la peineta y la mantilla y pidió con urgencia:
—Un coche, yo me voy allí.
Suárez no sabía que hacer; el mismo Juanito le pidió:
—Déjalo, Sofi, es peligroso; se te agradece, pero es mejor no complicar las cosas…
No lo escuchó. Como no lo hizo él a los asesores que intentaron prohibirle que siguiera a pie y a cuerpo descubierto el féretro de Carrero Blanco, el presidente asesinado. Ni a los que desaconsejaron el viaje a Marruecos en los días de «la marcha verde».
Sofía lo aprendió cuando era niña, cuando Freddy se la llevaba con ella al último confín de Grecia.
Los reyes están para esto.
¿Era un impulso de madre ir a consolar a aquellas otras madres que habían perdido a sus hijos? ¿Era una estrategia que, junto a su sangre azul, corría inevitablemente por sus venas, que sus diecisiete antepasados reyes habían incorporado a su código genético?
No escuchó. Mandó preparar un maletín. Sin hacer caso a nadie, dos horas después estaba en los hospitales de Bilbao donde habían ido a parar los niños malheridos, y bajó al tanatorio, y se abrazó a aquellas madres, cincuenta, que lo habían perdido todo, porque para una madre sus hijos lo son todo. Allí la informaron de que no había sido un atentado terrorista, sino una explosión de gas propano originada en las cocinas del colegio.
Pero el acto de valor estaba cumplido.
A la salida del hospital, algunas personas la aplaudieron espontáneamente. En el País Vasco.
Una mujer se adelantó; los policías llegaron tarde para detenerla. Asentada sobre sus gruesas piernas de campesina, se paró frente a la reina, la miró fijamente a los ojos y le dijo:
—Esquerrikasko.
Fue quizás la primera vez que la presencia de la reina, en solitario, se agradeció de forma sincera, y ahí sí que Sofía mostró una sonrisa leve, pero clara y emocionada.
Quizás no es simpática, no tiene y nunca tendrá el encanto de su marido. Pero es auténtica y su trabajo lo hace bien.
El episodio, en solitario, no se volvería a repetir. Salieron voces airadas del entorno de Zarzuela, achacándole afán de protagonismo, demagogia y riesgo innecesario.
Y es que en el firmamento de Zarzuela solo hay sitio para una estrella.
La vida particular de Sofía, sin embargo, era tan rutinaria que las fotos que se le hacían apenas encontraban comprador. Posando con su madre en la puerta de la nueva casa de la Pleta de Baqueira; en el Valle de Arán, con las infantas, ya adolescentes; en el teatro o en una exposición en Palma; con Irene en el Teatro Real. Mismo peinado, mismo estilo de ropa; su rostro no parecía sentir el paso del tiempo; su sonrisa perenne mantenía sus mejillas sin flacideces; sus ojos se entrecerraban. En persona es más atractiva que en fotografía, porque sus gestos son vivaces y juveniles; sorprende lo rápido que camina, la estrechez de su cintura.
Sotto voce se criticaba lo consentido que tenía a Felipe. El que fue su primer ayudante, José Antonio Alcina, comentaría más tarde que cuando Felipe entró en la «edad del pavo»:
—Se quedaba dormido por las mañanas, siempre llegaba tarde al colegio… se descentraba, le tuvieron que poner profesores particulares…
También contaría lo difícil que era para él corregirle, ya que era un simple comandante de una familia sin pedigrí aristocrático:
—Yo debía mantener una actitud de respeto, no decir ni una palabra más alta que la otra…
Y también:
—Tenía que actuar con suavidad y paciencia…
De lo que se deduce que el tan cacareado «que sea un alumno más» distaba bastante de la realidad. Alcina
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, no atreviéndose a ir más allá en la educación del que iba a ser su rey, concluía:
—Cuando no había más remedio, había que acudir a don Juan Carlos.
No nombraba a la reina, quizás porque Alcina sabía que Sofía era incapaz de ser severa con su hijo, al que estaba tan unida, en el que veía todos los dones de la tierra y que la compensaba de todos sus sinsabores.
—¡Estoy enamorada de mi hijo!
Felipe en el colegio únicamente destacaba en gimnasia e inglés, lo que es natural, ya que es su idioma vehicular, pero sus padres decían, soñadores:
—Tendrá una preparación de primer nivel.
Televisión Española le dedicó al heredero una película propagandística, en la que el príncipe y su padre hacían footing por los jardines de La Zarzuela. Felipe echaba a correr y dejaba atrás a su padre. Federico Jiménez Losantos escribió un artículo en Diario 16, que hoy resulta premonitorio, en el que fingía horrorizarse:
«¡Conspiración contra la monarquía de don Juan Carlos! ¡El príncipe echa a correr dejando a su padre atrás y solo!».
Las imágenes iban acompañadas de una pequeña entrevista que despertó muchas burlas. A la pregunta:
—¿Qué significa para usted ser príncipe de Asturias?
Aquel príncipe del que sus padres decían que iba a ser el mejor preparado de Europa, contestaba sencillamente:
—No sé.
La Navidad de 1979 Sofía aceptó ir a Villa Giralda.
Se lo había pedido Juanito. A su padre se le había detectado un cáncer maligno, de laringe. El viejo capitán había doblado el petate, por utilizar un símil marinero, y la atroz enfermedad lo atacaba, sabiéndolo ya vulnerable. Había abdicado en su hijo en una ceremonia pobretona que nadie entendió porque nadie se lo explicó.
Emanuela comentó burlona:
—¿No era un rey legal Juanito? ¿Es que acaso Juan era el rey?
El único que estaba emocionado era don Juan. Felipe iba con jersey, y se le notaba aburrido, Cristina ni siquiera había ido, nadie había creído necesario hacerla viajar desde Londres, donde estaba realizando un curso de inglés. Doña María tenía una expresión abatida, llena de amargura.
A Sofía le parecía todo un paripé destinado a contentar al padre de Juanito, que, como un niño pequeño, no se resignaba a pasar por la historia de España como un simple exiliado, y se lo dijo sinceramente a su marido:
—Veo esta ceremonia innecesaria, crea confusión. Que lo haga por carta.
Juan se enteró de este comentario de su nuera, un agravio más que se añadió al principal: Sofía estaba en el trono en lugar de ellos.
Pero Sofía no creía deberle nada a su suegro. Consideraba que no solamente no los había ayudado en su largo y tortuoso camino hacia la Corona, sino que había hecho lo posible para ponerles palos en las ruedas.
La visita a Estoril fue dura para Sofía. No se sentía querida por sus suegros.
En Villa Giralda, Juan se quejaba de que su larga vida de sacrificio por España no le había sido recompensada:
—Soy invisible, solo tengo rango de subsecretario; en una cena oficial me pondrían en la peor mesa… Mejor haría muriéndome…
Se sentía ofendido también porque nadie le había dicho todavía que fuera a vivir a España. Los españoles no tenían un buen recuerdo de Juan de Borbón, ¡ya se había encargado Franco durante cuarenta años de ensuciarlo y difamarlo! Fernández Miranda le había aconsejado al rey que todavía no exhibiera a su padre, ¡eran momentos tan delicados!
Juan no estaba lejos de la muerte, y la veía ya como un descanso. Y Sofía advirtió miradas de reproche tanto en sus suegros como en sus cuñadas.
Juanito recuperó el rostro abatido que tenía mientras estaba en el centro de la tormenta creada por su padre y Franco. Cuando exclamaba:
—¡No sabía que se podía sufrir tanto!
Sofía se puso físicamente enferma, y ella, que era capaz de asistir a un acto institucional con cuarenta grados de fiebre, se encerró en su habitación y ya no salió hasta el día en que regresaron a España.
En enero llevaron los restos de Alfonso XIII al Panteón de los Reyes de El Escorial. La ceremonia fue larga, hacía mucho frío… alguna duquesa había llevado una petaca de coñac y se puso los guantes en los pies… También a Sofía le pareció otro capricho que Juanito quiso concederle a su padre para compensarlo por su derrota. Lo único que contaba en esta nueva España era el presente, Juanito, ella y sus hijos.
Al día siguiente, Juan y María se fueron a Nueva York, a él lo iban a operar en el Memorial Hospital. Después de la intervención, que duró siete horas, para seguir el tratamiento de quimioterapia, cogieron un pequeño apartamento en el hotel Mayfair, donde María le hacía las comidas en una cocinita americana. El matrimonio se mantenía mucho más unido de lo que lo había estado en cincuenta años. Ella le llamaba:
—Almirante.
Y cuando salía de la habitación, su marido le suplicaba con mimo:
—No tardes.
Quizás Sofía se dijera que a esos Borbones solo los rendía la enfermedad. ¿Qué enrevesados pensamientos pasarían por su mente?
La conversación entre ellos fue fluida. Quizás ayudó el hecho de que a Juan se le había prohibido hablar.
Y entonces comenzaron los años de luto. Sofía estaba entrando en un periodo de su biografía, por el que desgraciadamente todos hemos pasado o tenemos que pasar, en que empezaban a desaparecer los que la habían precedido en el camino de la vida. Y lo iban haciendo casi todos a la vez.
Una vez finalizado ese periodo, y después de una tregua, a la que le toca morirse es a una misma.
En diciembre de 1980, el día 14, fue su abuela, la altiva hija del káiser, Victoria Luisa de Prusia, la que rindió tributo a la muerte en Hannover. Tenía ochenta y ocho años y el invierno anterior todavía esquiaba.
Sofía, con la infanta Elena, fue a los funerales y acompañó a quien fue princesa de Prusia, princesa de Alemania y duquesa de Brunswik a su última morada, el imponente mausoleo del cementerio de Herrenhauser Garten en el que yacen todos los Hohenzollern y Hannover que han fallecido.
Allí Sofía no era la reina de España, sino una de las múltiples nietas de la última hija del último emperador alemán, Guillermo II.
La severa ceremonia se desarrolló con la grandiosa pompa de la Gran Alemania con la que soñaba el káiser, con representaciones de todas las tierras del antiguo imperio, Baden-Wurtenberg, Bran-deburgo, Hesse, Pomerania, Sajonia, Renania o Schleswig-Holstein, de donde proviene su linaje. Precisamente para que dejara un testimonio de su vida única, Freddy había convencido a su madre para que escribiera sus memorias:
—Mamá, yo también lo he hecho, para que mis hijos y mis nietos me conozcan.
Freddy se rió del título que había escogido su madre, ¡la retrataba tan bien! Memorias de una hija del emperador.
—Es honrado y carente de imaginación, como ella.
Pero su risa se le cortaba en seco cuando pensaba en todos los años perdidos en peleas inútiles cuyos motivos ni siquiera recordaba:
—Ahora me arrepiento de haber estado tanto tiempo separada de ella.
No iba a estar tanto tiempo. Le faltaban dos meses para morirse ella también y reunirse con Victoria Luisa, las dos almas rebeldes, dignas hijas de su siglo, unidas como jamás lo habían estado en este mundo.
Sofía, huérfana ya para siempre, vestida de luto, de negro de pies a cabeza. Sentada en una butaca de orejeras con tapizado de flores, leía en su habitación el último libro de J. J. Benítez, Incidente en Manises, que el periodista le había enviado con una cariñosa dedicatoria aludiendo a los días mágicos que habían pasado juntos en Nazca.
Era el 23 de febrero de 1981. En realidad, más que leer, lo que hacía era pasear la vista una y otra vez por el mismo párrafo, «salía por detrás de las montañas y se dividía en varios fragmentos», sin comprender el significado, sin importarle lo que le pasaba al avión, a sus asustados —según Benítez— pasajeros, al ovni, al Ministerio de Defensa y al mundo entero.
La yorkshire Sancha se había levantado lentamente de su cojín y primero la había mirado con la cabeza ladeada, interrogativa y con una pata en el aire, después, de un salto, se había subido a su regazo dando varias vueltas sobre sí misma hasta encontrar la postura perfecta. Sofía le acariciaba el pelo sedoso tratando de buscar consuelo en los gestos cotidianos, el latido del mínimo corazón bajo su mano, los huesecillos de la cabeza, los ojos pequeños y negros como las canicas con las que todavía jugaba Felipe aunque ya había alcanzado la provecta edad de doce años.