Doña Carmen llevaba alrededor de su cuello de abultados tendones las perlas falsas de Pertegaz, ¡las famosas perlas de la generalísima! Se interesó por la salud de los reyes de Grecia y, después, dirigiéndose a Sofía, le preguntó:
—¿Os gustaría ver el palacio?
Sofía se apresuró a contestar que sí, y doña Carmen la llevó por todas las habitaciones señalándole los cuadros y las antigüedades con las que lo había adornado. Sofía hizo esfuerzos por expresarse en español, y al final doña Carmen se dio cuenta y le preguntó:
—¿Quiere que nos expresemos en francés? Yo lo hablo perfectamente pues tuve una mademoiselle cuando era pequeña.
Y prosiguió en su francés un tanto oxidado que Sofía no se cansaba de alabar, explicando que esta arqueta era del siglo xvii y había pertenecido a la reina María Teresa, y que la mesa del comedor era del palacio imperial de Eugenia de Montijo.
La princesa, que sabía que doña Carmen dedicaba todo su tiempo libre a visitar, y, según algunos, desvalijar los anticuarios del país, sonreía y asentía, asentía y sonreía, ¡no le parecía tan difícil como había pensado!
Es de suponer que Sofía intercalaría de vez en cuando alguna alusión a la Virgen del Pilar y también al brazo incorrupto de Santa Teresa como muestra de piedad; no descarto tampoco alguna crítica velada a la libertad de costumbres de ciudades como París o Nueva York y también a la parafernalia de las cortes europeas, porque doña Carmen, a pesar del gusto desaforado por las joyas y las antigüedades que se le había despertado, continuaba presumiendo de ascetismo y de austeridad cuartelera.
Cuando regresaron al salón fueron acogidas fervorosamente tanto por Juanito como por Franco, que ya no sabían qué diablos decirse. Al captar la angustia de su marido, Sofía le dirigió una mirada tranquilizadora:
—Todo ha ido bien.
El suspiro de alivio de Juanito debió oírse al este en Atenas y al oeste en Estoril.
Doña Carmen le comentó después a su íntima amiga Pura Huétor que la princesa le había robado el corazón a Paco
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. Según Pemán, Franco quedó embelesado por su belleza entre maliciosa y aniñada, por su religiosidad y su dominio del español.
Y el Caudillo le dijo sentenciosamente a su primo Pacón:
—La princesa hablaba bastante bien el español y se estaba dedicando a estudiarlo intensamente. La he encontrado muy agradable y me ha parecido muy inteligente y muy culta.
Según su primo, el generalísimo contaba todo esto con cara de satisfacción
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.
Franco no les hizo ninguna propuesta concreta, pero sí les dijo:
—Vamos a empezar nuevas obras de acondicionamiento en el palacio de La Zarzuela… estaría bien que sus altezas lo visitaran.
Al día siguiente Juanito llevó a su mujer al antiguo pabellón de caza de la familia real. Sofía lo encontró desangelado y muy poco acogedor, aunque le gustó el jardín de encinas y robles.
Después comieron con la frugalidad habitual —había días en que el menú consistía simplemente en una sopa de fideos y una tortilla de un huevo con el matrimonio Franco y con sus hijos, los marqueses de Villaverde. Los encargados de la cocina eran guardias civiles, por motivos de seguridad, y según contó años después Carmencita Franco:
—Les dieron un cursillo, pero creo que aprovecharon poco… mi marido siempre se quedaba con hambre.
Los nietos de Franco le comentaban mientras intentaban cortar un pollo que se les resistía:
—Abu, este debió morir allá por 1943.
—No te equivocas —respondía, socarrón, el Caudillo.
Ni Juanito ni Sofía tenían que hablar demasiado, porque la voz cantante la llevaba el marqués, quien se dedicaba a explicarles que no era cierto que él hubiera estado detrás del negocio de las motos Vespa que se habían introducido en España desde Italia, como se quería demostrar en el extranjero:
—No es más que una conspiración judeomasónica para hundir todo lo español, ¡nos tienen envidia!
Aquí Sofía debió alarmarse, pues sabía que Franco opinaba que el rey Pablo, su padre, era masón, pero no pasó nada y el yernísimo continuó parloteando con su cerrado acento andaluz, hasta que Franco, con la servilleta anudada alrededor del cuello y el cuchillo en alto, clavó la mirada en un punto indefinido del tapiz que tenía enfrente donde una jauría de perros rodeaba a un ciervo con una flecha clavada en el cuello y dijo:
—Basta.
Como el grifo que se cierra, la voz dejó de manar por la boca del marqués. Su mujer y su hija continuaron comiendo como si tal cosa.
En los postres —una manzana—, el marqués se limpió cuidadosamente los labios y pidió permiso para levantarse:
—A las cuatro tengo una operación a corazón abierto, a vida o muerte.
Su mujer y su suegro estaban revolviendo con una cucharita sus yogures haciendo bastante ruido, y solo doña Carmen dijo con un tono falsamente amable:
—Adiós, Cristóbal, que te vaya muy bien en tu trabajo.
Más tarde se levantaron y pasaron a tomar café a una salita que daba sobre el jardín. Frente a la ventana, con pantalón corto de tenis, un niqui blanco y unas raquetas bajo el brazo, vieron pasar al marqués silbando una melodía.
No hubo comentarios. Y del pobre paciente que esperaba la operación a vida o muerte nunca más se supo.
Hay un ejemplo de esos días que nos ilustra acerca de la naturaleza ladina y solapada de Franco. Si bien les deseaba a los príncipes:
—Que tengáis un buen viaje; está muy bien que los españoles y el mundo os conozcan.
Cuando el nuevo ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, tomó posesión de su cargo en julio de 1962, pidió ver «el libro verde» que contenía instrucciones para la censura.
Junto a estrafalarias prohibiciones, como «no poner trajes de baño con señoras dentro», «no escribir la palabra braga», «evitar mostrar las axilas femeninas», «cambiar suicidio por embolia», encontró la orden de que no se diera ninguna publicidad a la luna de miel de Juanito y Sofía.
El avión los dejó en Niza. En Mónaco, en el Sporting Club, una agradecida Grace de Mónaco les organizó un baile. Lo presidió Victoria Eugenia; este pequeño principado era el único lugar del mundo donde le daban honores de reina y donde podía sentirse importante.
La otra personalidad presente era el exrey Faruk de Egipto. La princesa Sofía debió saludarlo con sentimientos encontrados, al recordarlo como su voluble anfitrión en los días tenebrosos de su exilio.
Gangan, como la llamaba Juanito, le preguntó a Sofía con curiosidad qué tal había ido la visita a El Pardo; la princesa le contestó:
—Franco me ha parecido muy simpático, y Carmencita, la hija, también.
—¿Y Cristóbal Villaverde?
Y Sofía le dijo riendo:
—¡Es un playboy!
En Portofino dejaron el barco y emprendieron su viaje en los aviones jet de los que había hablado Victoria Eugenia. Llevaban una veintena de maletas, ya que iban a ser tres meses en climas diferentes y también necesitaban trajes largos, de vestir, de deporte, de tarde, ropa informal, esmoquin, chaqué, calzado, abrigos, complementos…
Solos. Ha sido quizás la única convivencia a solas que han tenido los reyes en cincuenta años de matrimonio. Sabemos al detalle el itinerario de aquel viaje, organizado por una agencia: Jordania, India —donde conocerían al Pandit Nerhu y a Indira Gandhi—, Nepal, Tailandia, Japón, Filipinas y finalmente Estados Unidos, donde el embajador Antonio Garrigues y Díaz Cañabate decidió informar por su cuenta al Departamento de Estado que los recién casados representaban a España y a Grecia.
También consiguió, dada su amistad personal con la familia Kennedy —cuando Jackie se quedó viuda, se especuló con la idea de que el embajador, viudo también, se casaría con ella—, que la pareja fuera recibida en la Casa Blanca.
La conversación, si la hubo, no ha pasado a la historia, pero hubo «foto», que era lo que interesaba. En ella vemos a Sofía con una especie de diadema de tela parecida a una tiara; lleva un collarcito de perlas dobles, un vestido con el largo por debajo de las rodillas, guantes blancos y el consabido bolso colgado del brazo, muy al estilo Jacqueline Kennedy. En la muñeca lucen las pulseras de piedras preciosas regalo de su madre que tanto criticó Victoria Eugenia. Sonríe vagamente, todavía no ha aprendido a enseñar la amplia sonrisa que lucirá posteriormente y que tanto la favorece, aunque tenemos que reconocer que nuestra reina no es fotogénica. Juanito no ha aprendido tampoco a potenciar su físico, lleva todavía el entrecejo sin depilar y, para parecer mayor, se peina hacia atrás revelando unas entradas muy poco favorecedoras.
Kennedy, por su parte, está colmado de triunfos, en la plenitud de su atractivo físico y su masculinidad, bronceado, con mechas doradas en el pelo, con unos músculos poderosos que se adivinan bajo su buen cortado traje y una sonrisa cordial que muestra perfectamente que es el hombre más importante de la historia de su país, y seguramente del siglo (y con una vida sexual prodigiosa).
Le quedaban un año y tres meses de vida.
Estoy segura de que de aquel encuentro sacó Juanito (recordemos su gesto tocándose la sien y la nariz) provechosas lecciones sobre la manera moderna de ejercer el poder, lejos de la rigidez militar y el autoritarismo posbélico del dictador Francisco Franco, propio de unos tiempos que ya se estaban yendo de España, aunque fuera de puntillas y poco a poco. No había vuelta atrás, porque el río no puede remontar hacia arriba.
Sabemos al detalle el itinerario, como escribía más arriba, pero muy poco sobre los sentimientos de aquella pareja de jóvenes que, por primera vez, vivían libremente, sin la sombra de sus padres, ni de caudillos, ni de sus responsabilidades como príncipes. En el puerto de Bombay perdieron una conexión y debieron pasar toda la noche en el aeropuerto. Con un montón de maletas ya desvencijadas, arrugados, mal vestidos, llenos de polvo, ¡solos!, ¡sin que nadie supiera quiénes eran! Parecerían dos vagabundos. Dos niños perdidos, cogidos de la mano.
Les llegó la noticia de que Federica había declarado en la prensa que le gustaría que Juan abdicase en su hijo, lo que fue desmentido rápidamente por la propia Federica en una carta a los diarios. Solo Sofía comprendió la humillación que debió sentir su madre al rectificar, obligada a desdecirse por su propio marido, que no quería trifulcas públicas con su nueva familia política.
A cambio Freddy consiguió que, en privado, Palo le escribiera a don Juan indicándole que no creía conveniente que los chicos vivieran en Estoril, que debían estar con Franco, en España.
En don Juan se acrecentó la antipatía por la familia de su nuera. Años después la reina se extrañaba de no haber encontrado aquella carta de su padre en el archivo de don Juan:
—Qué raro, debería estar ahí, con sus papeles; tengo que preguntárselo a Anson.
Conociendo al personaje, no es difícil colegir que la archivó, sí, pero en la papelera, seguramente acompañada por uno de sus habituales:
—¡Qué cabrones!
De mala gana Juanito y Sofía aparecieron al fin en Estoril arrastrando un par de maletas. Sofía se negó a instalarse en Villa Giralda. ¿Las razones?
—Ah, no, ahí no me metía yo.
El abnegado secretario de don Juan, Ramón Padilla, les cedió su villa Carpe Diem. La reina contará
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más tarde con innecesaria precisión:
—Era muy pequeña y no podíamos ni clavar una chincheta en la pared porque estábamos de prestado.
Le recuerda a Juanito que las obras en La Zarzuela ya se han acabado y que el palacio los está esperando.
La vida en Estoril transcurría entre la incertidumbre y el aburrimiento. Sofía se había casado con el heredero de un trono, pero ese trono parecía estar cada vez más lejos. Todo el mundo hablaba de la fabulosa fortuna de Alfonso XIII, pero tampoco la veía por ninguna parte. Se cuenta que María le mostraba sus joyas, los collares de perlas, la diadema de las flores de lis, los broches de brillantes, y que Sofía le preguntaba:
—¿Dónde están las joyas importantes?
En esa época don Juan había gastado toda su liquidez en la boda de su hijo y pasaba por apuros económicos. Salió adelante gracias a la ayuda de su amigo el banquero Espirito Santo.
Sofía había dejado todas sus cosas en Psychico. ¡Allí no había nada que hacer! No quería parecerse a su suegro, que se levantaba por las mañanas y le preguntaba a su secretario:
—Hoy, ¿que tenemos?
—¡Nada, majestad!
Tampoco se sentía a gusto con el grupo de amigos, y sobre todo amigas, de Juanito. Un vecino de entonces me cuenta:
—No quería integrarse, ella no aceptaba elementos extraños en su matrimonio… yo no lo entendí hasta que me casé y mi mujer hizo lo mismo. Por una parte estábamos nosotros, sus amigos de siempre, las chicas con las que había tonteado cuando era un crío, y por otra estaba Sofía… Juanito no quería disgustarla… aunque a sus espaldas intentaba seguir viéndonos.
Finalmente, encontraron un pretexto para ir a España. Una excusa humanitaria y dolorosísima, pero útil para sus fines.
Las inundaciones de Cataluña de 1962. La lluvia cayó como una inmensa masa metálica entre las seis de la tarde y la una de la madrugada del 25 de septiembre. Un río insignificante, el Besós, se desbordó y arrasó la comarca del Vallés; murieron más de mil personas, la mayoría emigrantes.
Sofía recordó su viaje a las islas Jónicas después del terremoto, que los pueblos necesitan a sus reyes en esos momentos de devastación. Le pareció oír cómo los niños le acariciaban la cara y la llamaban:
—Omorfi.
Se lo dijo a su marido en el comedorcito de Carpe Diem. Juanito primero se opuso y le respondió:
—Ya está allí Franco, todos los ministros, ¡no nos necesitan!
Y Sofía se levantó para ponerse a su altura y le dijo golpeando con el puño cerrado su corazón:
—¡Te equivocas, Juanito! ¡Somos nosotros los que los necesitamos a ellos! ¡Nosotros!
Lo cogió por la chaqueta:
—Vámonos, Juanito. Si lo consultamos a tu padre o a Franco nos van a decir que no. Vámonos solos, cogemos un avión y nos presentamos allí, ¡es nuestro pueblo! ¡Nos necesita!
Juanito la miró con asombro. Su mujercita apacible, serena, echaba lumbre por los ojos.
Intentó otra vez oponerse:
—Pero así, sin avisar… papá tendrá miedo de que no nos hagan caso y dejemos en mal lugar a la familia… Franco dirá que nos inmiscuimos.