La soledad de la reina (6 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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—Hemos dicho que no, ¡por todos los dioses!, ¡no y mil veces no!

Pablo, transido de emoción, se inclinó ante su rey. Jorge lo cogió por el brazo y le dijo:

—Ven aquí, hermano.

Y se abrazaron, y así estuvieron largo rato, abrazados, aquellos dos hombres, ninguno de los cuales quería ser rey, pero que cumplirían con su destino con el mismo honor con que lo hicieron los reyes de las epopeyas que cantaron Virgilio y Homero. ¡Allí, en ese país donde nacieron las palabras!

¡Que nadie diga que es un país pequeño!

¿Hay algo más hermoso e importante que la lengua en la que nos comunicamos los humanos?

Y después, Jorge se sentó, agotado, mirando al trasluz su copa de licor ambarino, y con voz sin esperanza confesó delante de su hermano y su cuñada:

—Yo hubiera querido ser un rey sin guerras; ¡a nuestro pueblo le queda todavía mucho sufrimiento!

Tímidamente la princesita alemana se atrevió a preguntar, recordando los comentarios burlones de sus hermanos acerca de la eficacia del ejército griego:

—Pero… ¿resistirán los soldados griegos?

Y Jorge se puso en pie y se embozó para irse, pero antes dijo:

—¡Claro que sí! ¡Los griegos no luchan como héroes, son los héroes los que luchan como griegos!

Y después le hizo una carantoña a su cuñada, que arrugaba los ojos y estaba a punto de llorar, y le dijo:

—No lo olvides, omorfi.

Y en efecto, entraron las tropas italianas por Albania creyendo que la conquista de Grecia sería un paseo, con sus fantásticos uniformes inventados, entonando las canciones fascistas con las que habían invadido la también depauperada Abisinia: Faccetta nera, bell’abissina, aspetta e spera che già l’ora si avvicina!

Quando saremo insieme a te, noi ti daremo un’altra legge e un altro Rè.

Pero, asombrosamente, el pequeño destacamento de soldados griegos, mal pertrechados, incluso algunos descalzos, aprovechando su conocimiento del terreno y su familiaridad con la lucha de guerrilla, se enfrentó con valor a las tropas italianas, cuerpo a cuerpo, defendiendo cada árbol, cada surco de su tierra en una lucha encarnizada que dejó el suelo cubierto de cadáveres. ¡El olor a sangre tardó años en borrarse!

Y no fueron solo los hombres, ¡las mujeres del Epiro arrastraban las cajas de munición hasta los combatientes y subían víveres hasta las líneas de fuego! Cuando un soldado caía, ellas cogían su fusil para continuar disparando.

Federica sintió una profunda admiración:

—¡No hay ni un solo griego que no lleve un héroe en el corazón!

Su cuñado, el rey Jorge, que amaba a los clásicos, repetía con orgullo:

—Mnemosine, la diosa de la Memoria, se lo recordará a las generaciones futuras.

Los italianos emprendieron también una brutal ofensiva por aire, aunque, artistas al fin, evitaron bombardear la Acrópolis y los monumentos de la Antigüedad. A toda prisa, los griegos habilitaron subterráneos para refugiarse. El ulular de las sirenas horadando el silencio se convirtió en la música de fondo en las vidas de Sofía y Constantino, que pronto aprendieron a levantarse de la cama sin protestar para bajar al refugio que se había construido en el sótano de la casa.

Pero Psychico era demasiado peligroso, y Nursi se los llevó a Tatoi, una destartalada casa de campo a quince kilómetros de Atenas que pertenecía al rey, en cuyo jardín había grandes rosas muy abiertas y en el suelo una celosía de hojas que olían a humedad triste. Dentro, encendían la chimenea con maderos y piñas, que crepitaban y soltaban chispas como pequeños fuegos artificiales, y se sentaban absortos mirando el baile de las llamas; pero allí también llegaron las bombas, y al final terminaron viviendo bajo tierra casi constantemente, ponían mantas y un pequeño hornillo para cocinar y se dormían tranquilos y confiados, incluso Sofía insistía en que le leyeran el libro de cuentos que le había enviado la abuela Victoria Luisa desde Alemania.

Pablo se alojaba en el palacio, al lado de su hermano, reunido con la junta de gobierno en sesión permanente. Mataxas había fallecido —probablemente asesinado— y los gobiernos provisionales se sucedían uno tras otro, ¡nadie quería ser primer ministro de un país con vocación de derrota!

Federica vagaba incesantemente por la casa solitaria de Psychico como el abejorro encerrado que se golpea sin cesar contra los cristales sin encontrar la salida. A veces se tapaba los oídos con algodón y se tendía en el diván con una almohada encima de la cabeza para no oír las sirenas, queriendo volver a ser niña, la prinzessin Freddy, la Criatura Silvestre de los poemas irlandeses.

Nadie la visitaba. No dejaba de ser «la alemana».

Nadie olvidaba que Hitler era aliado de los fascistas italianos que querían invadir Grecia a sangre y fuego.

La tía María se había ido a Viena a salvar a su maestro, el judío Sigmund Freud, pagando por él a los nazis un rescate fabuloso. Ni siquiera podía cartearse con su querida cuñada Helena. El hijo de esta, Miguel, era ya rey de los rumanos, y si ahora era un juguete en manos de los partidos comunistas o conservadores, dentro de poco lo sería en manos de Stalin o de Hitler, lo que resultaría mucho más peligroso. Helena, una mujer inteligente, quería estar allí cuando a su hijo lo expulsaran de una patada para recoger lo que quedara de él, sacudirle el polvo, ponerlo en pie y volverlo a convertir en un hombre.

Ella tampoco podía consolar a la pobre Freddy.

Hasta que un día llamaron a la puerta. Abrió ella misma y se encontró a su cuñada, la «pequeña» Catalina. Iba vestida con un uniforme sucio y arrugado de la Cruz Roja, y su expresión denotaba cansancio, pero también determinación.

Fingió no ver el rostro abotargado de su cuñada y sus ojos hinchados, la cogió de las manos y le suplicó:

—Freddy, ¡te necesitamos!

Federica la miró con asombro; ¿a ella? ¿a la prusiana?

—¿Tú me necesitas? ¿Para qué?

Su cuñada la miró como si estuviera loca:

—¿Yo? ¿Que para qué te necesito yo? ¡Te necesita Grecia!

¡Grecia, tu país, te llama!

Con urgencia, su cuñada descolgó un abrigo del perchero, se lo echó encima y, empujándola para salir, le dijo:

—¡Grecia está en los hospitales! ¡Están llenos de heridos que preguntan por su basilisa! ¡Se mueren, Federica, y tú no estás a su lado! ¿No comprendes que eso no lo van a olvidar nunca?

Cuando llegaron al hospital, el espectáculo la sobrecogió.

Hombres con miembros amputados, muñones llenos de sangre, otros ciegos, con quemaduras que les causaban un dolor tremendo y les hacían aullar como bestias. Las agotadas enfermeras se afanaban con palanganas, esponjas, jeringuillas; solo se oían ayes y lamentos. Y lo que daba más miedo de todo, voces de sonámbulos repitiendo salmodias sin sentido.

Federica se puso a sollozar de impotencia y a retorcerse las manos:

—Yo no sé hacer nada… me desmayaré si tengo que poner una inyección, no puedo ver sangre, ni heridas…

Pero su cuñada ya no le hacía caso, estaba ayudando a otra enfermera que se esforzaba en sujetar a la cama a un soldado que se agitaba presa de un ataque epiléptico.

De pronto oyó una voz que le decía cortésmente:

—Kali mera [buenos días].

Con timidez, Federica se acercó a un joven demacrado, casi un niño, con un vendaje ensangrentado alrededor del pecho. Tenía las puntas de las orejas de lebrel largas y separadas del cráneo.

—¿Cómo te llamas?

—Federica —y a continuación, avergonzada, le confesó—, casi no sé hablar griego.

El chico tenía una mirada alegre, aunque las sombras bajo los pómulos delataban su gravedad extrema.

—¿Quieres que te enseñe?

—Sí.

Y el muchacho la señaló con su dedo largo de premuerto y le dijo:

—Omorfi.

Federica se rio, ¡sí, por imposible que parezca, se rio!, y le dijo:

—¡Eso lo entiendo!

Fue una risa juvenil, breve, sofocada casi en el acto, que detuvo el tiempo. Se acallaron los lamentos por un segundo, y fue como si hubiera entrado un rayo de sol de un fulgor insostenible en la sombría sala de hospital.

Las orejas de lebrel del muchacho se agitaron riendo también.

Hasta el dolor quedó en suspenso.

Luego todo siguió igual, pero persistió una puntita brillante titilando en el fondo de las pupilas, una luna rielando en agua negra.

Freddy estuvo un rato con el herido, pero ya le reclamaba el de la cama de al lado, un muchacho con la cabeza vendada. Y un hombre mayor que aparentemente no tenía ninguna herida pero que se removía inquieto y del que le dijo la enfermera en voz baja:

—Tiene una hemorragia interna… No pasará de esta noche…

Un soldado quiso contarle cómo mató a tres italianos, y otro dijo que él a veinte y otro a cien. El de más allá le explicó que si a él lo hirieron fue porque era de noche y se le ocurrió encender un cigarrillo. Se incorporaban en sus camas, se apoyaban en un codo, la llamaban con las manos o dando golpes en los barrotes del cabezal.

Y se dio cuenta de que ella también tenía un arma poderosa, su sonrisa, su juventud, su compasión sincera, la capacidad de identificarse con los demás… A partir de entonces fue todas las tardes:

—Me di cuenta de lo que quería decir el Padre Nuestro cuando pide «el pan de cada día»… Son nuestras almas las que necesitan un alimento que solo puede proporcionar el amor y la piedad.

Filas y filas de ojos suplicantes. Todos los heridos querían que se acercara y les hablara. Cuando su cuñada le decía que se diera prisa, trataba de explicárselo:

—No puedo, Catalina, tengo que acercarme a todos, si me olvido de alguno le privaría de la única satisfacción de un día lleno de dolores y desconsuelo.

A cada hombre le dio una foto de su hijo Constantino. Los heridos, a su vez, le enseñaban fotos de sus mujeres; con ellos aprendió a hablar griego, ¡y también a escribirlo! ¡Cartas a las novias, a las madres, a los hijos!

Catalina se lo contaba así a Pablo:

—Seguro que, si hay que amputar, Freddy cortaría la pierna equivocada, ¡pero con ella los muchachos se encuentran mejor! ¡Se les ilumina la cara cuando la ven! ¡Están enamorados!

Pablo estaba tan agobiado que no tenía tiempo ni siquiera de sentirse orgulloso de su mujer, lo que da la medida de su estado de tribulación.

La tía María, a su vuelta de Viena, donde había dejado instalado a Freud y a su familia en un confortable compartimento del Orient Express con destino a Londres, se paseaba constantemente con casco en la cabeza, aunque estuviera en su casa y fuera vestida con bata, y llevaba a cuestas siempre su aparatosa cámara de filmar.

Su hijo Pedro se había casado con una aventurera rusa llamada Irina y vivía en Londres, donde se había enrolado en el ejército británico. Le decía:

—Mamá, envíame tus películas y las proyectaremos en los cines.

Es una pena que María Bonaparte no le hiciera caso. Todo el material que filmó, de un valor capital para los historiadores, debe de permanecer en manos privadas, o quizás se ha deteriorado o perdido.

Su otra hija, Eugenia, conseguía bajo mano en el mercado negro y a precios astronómicos jabón, arroz, lentejas, alcohol, que María entregaba a Federica. Para desesperación de esta, la tía María se empeñaba en ir todos los días al hospital, y se acercaba a las camas con su rudeza y su voz de trueno, preguntando:

—¡Qué! ¿Cómo estamos de deseos sexuales? ¡Cuando se termine esta guerra habrá que repoblar Grecia!

Los enfermos se asustaban y llamaban a Freddy quedamente:

—Basilisa, basilisa.

La pobre Irene, la cuñada mayor, no estaba en Grecia, porque, aprovechando la confusión del momento, había conseguido casarse con Aimon, el duque de Aosta, ¡y, para asombro de todo el mundo, ahora ambos incluso eran reyes! De un pequeño país inventado que se llamaba Croacia y que se habían repartido Alemania e Italia, pero no se habían atrevido a decir que no a Mussolini, que incluso había amenazado con internarlos en un campo de concentración si se negaban, ¡y no tenían dinero, ni recursos, ni amigos para oponerse! Vivían atemorizados en Palermo y no habían puesto jamás un pie en el país del que Aimon era rey con el sonoro nombre de Tomislav II.

Y como la flor del amor crece en los terrenos más insospechados, Alejandra, la hija del hermano muerto de Pablo, se había prendado en Londres del veinteañero rey Pedro de Yugoslavia, que había tenido que huir de su país, invadido por los alemanes, a bordo de una avioneta. Aspasia, su madre, no se atrevía a imaginar a su hija, por la que nadie parecía tener mucha consideración, reina de Yugoslavia; pero ¿existiría Yugoslavia cuando terminara la guerra?

Mejor dicho, ¿existirán todavía los reyes?

Freddy no tenía tiempo de atender a los avatares de su familia.

Uno de los heridos le dejó una tosca cruz en la que ponía: «In touta Niké» [Dios está contigo], y le pidió que la llevara hasta que la guerra terminase. Federica, que era protestante sin entusiasmo, se emocionó y se la guardó en el bolsillo. Cuando no podía más, cuando la noche era más negra que nunca, la apretaba para que le diera fuerzas.

Cuando la guerra termine…

Los italianos desertaban o se arrancaban de las guerreras las insignias de su grado para rendirse en masa… Ya no cantaban, sus flamantes uniformes estaban manchados de barro; como niños asustados querían volverse con la mamma. El viejo chiste aquí se convertía en realidad. Los oficiales gritaban:

—¡A las bayonetas!

Y ellos entendían «¡a las camionetas!», y todos, oficiales incluidos, intentaban retroceder y desandar el camino que les llevaría a sus hogares en Positano, en Umbría, en el Véneto, en la Campania.

¡Quién les había hecho venir a esta tierra tan desgraciada como ellos! ¿Quién?

Pero nadie se alegró de su retirada; los griegos menos que nadie, Pablo menos que los griegos.

Porque Hitler no podía consentir que su aliado quedara en ridículo y corrió en su ayuda. La apisonadora nazi, esta sí invencible, diez divisiones, cruzó la frontera el 6 de abril de 1941 y puso rumbo a Atenas, adonde llegó veintiún días después dejando una estela de destrucción y fuego. Eran ocho millones de griegos luchando contra ciento ocho millones de italianos y alemanes.

¡Desde la batalla de las Termópilas, David nunca había sido tan pequeño ni Goliat tan grande!

Causaron veinte mil muertes solo en esos días. Y aquí se registra una de las grandes injusticias de la historia: la ocupación de Grecia apenas merece una línea en los tratados sobre la Segunda Guerra Mundial y no puedo entender por qué. Robert St. John, el corresponsal de la agencia Associated Press en Belgrado
[12]
, escribía que «todo Corinto quedó empapada de carne humana, la carne humana despide al quemarse un olor repugnante y dulzón, un olor que jamás se olvida…». Y contaba que él mismo dio una dosis de morfina, quizás letal, a un hombre que aullaba de sufrimiento con el brazo colgando únicamente de un tendón. ¡Los gritos de los niños! ¿Cómo pueden escucharse los gritos de los niños y seguir viviendo? Y termina su crónica con una amarga reflexión sobre nuestro oficio: «Los periodistas éramos como sanguijuelas, intentado sacar titulares de toda aquella muerte, aquel sufrimiento».

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