Fue entonces cuando Bertold Brecht compuso su poema: En los tiempos sombríos, ¿se cantará también?
También se cantará sobre el tiempo sombrío.
Cuatro días antes de que los alemanes llegaran a Atenas, Pablo hizo ir a su mujer a palacio, de donde no se movía desde hacía semanas. Los niños seguían en Tatoi. Nursi decía que Sofía era muy valiente y no lloraba nunca.
Palo se pasaba la mano por la cara continuamente sobre su barba crecida, como queriendo borrar la preocupación, la incertidumbre de su destino, ¡ellos, él y su hermano, eran hombres corrientes, no los habían educado para interpretar una tragedia! Olía a sudor, a tabaco, a ropa no muy limpia, pero a Federica le inspiró un amor tan violento que tuvo que contenerse para no echarse en sus brazos. Pablo, sin mirarla, le dijo:
—Freddy, estamos perdidos, ¡nadie nos ayuda! Debes irte, nadie debe pensar que te quedas aquí para darle la bienvenida a los alemanes. Coge a los niños y vete.
Y Federica, que estaba creciendo a pasos agigantados, con sus rizos enarenados porque se los tenía que lavar con jabón de la ropa, con el cutis lleno de granos por la mala alimentación, con las uñas mordidas por la lejía, sin ropa interior porque las mujeres griegas la habían entregado para que se hicieran vendas con ellas, se opuso por primera vez a su marido. Angustiada, lo cogió por la manga de la guerrera:
—¡No puedo, Palo, no me obligues! ¡Pensarán que huyo! Todo, Palo, paso por todo, prusiana, mala madre, ¡pero jamás por cobarde! ¡Mis cuatro hermanos están luchando, Enrique solo tiene diecisiete años! ¡Mi padre setenta y espera bayoneta en mano en la puerta de la oficina de reclutamiento a que le permitan ir al frente! ¡Están dispuestos a morir por la idea que tienen ellos de Alemania! ¿Voy yo a defraudarlos? ¡Mi linaje no puede mancharse con una falta tan espantosa!
Cayó al suelo y se cogió a las rodillas de su marido:
—Déjame compartir el destino de las mujeres griegas; ¡soy griega, Palo, soy griega!
Pero era inevitable. El 23 de abril de 1941 un viejo hidroavión Shuterland los recogió en la bahía de Eleusis para llevarlos hasta Creta: se subieron, fugitivos ya y mermados por esta circunstancia.
Pablo se quedó en el aeropuerto escupiendo más que llorando lágrimas fangosas.
Apretando el puño, Federica dirá, ceñuda y vengativa:
—Odio a Hitler porque hace llorar a Palo.
Un instante antes de subir, la tía María los hizo posar para su cámara: guiñan los ojos, el pelo vuela, los niños arrugan la nariz.
Están Federica con Sofía y Constantino y la niñera Sheila McNair, además de dos doncellas; la más joven de ellas se llama María y tiene apenas veinte años. El tío Jacob fija la mirada en el suelo y no parece darse cuenta de lo que pasa. En realidad, más que la guerra, lo ha hundido la muerte de su gran amor, su tío el príncipe Valdemar de Dinamarca; nunca se recuperará de esta pérdida. La tía María ha metido en su bolsón un puñado de joyas, diez zafiros sueltos que tenía para montarse un collar, una corona de laurel de brillantes con un diamante inmenso colgando que no le va a servir para nada, un rígido corsage de perlas y diamantes que sobresale de la bolsa y molesta a todos durante el viaje y un montón de billetes arrugados. Federica, en cambio, no ha querido sacar nada de su casa; ha dejado a una vieja sirvienta, Yanni, al cuidado de todo, ¡pensaban volver pronto! Únicamente lleva la cruz que el soldado le regaló. ¡Mi fuerza está en ti!, se dice mientras la aprieta tanto que llega a hacerse sangre. Catalina, que también les acompaña, está tan cansada que se queda instantáneamente dormida. Después se lamentará:
—No he podido despedirme de Grecia.
La tía María, que es francesa, lloraba contra el cristal gimiendo:
—Qué tiene esta tierra, ¡es pobre, es dura, es agreste! ¡Los griegos son volubles y locos! —La mujerona se golpeaba el pecho—.
Pero se mete aquí dentro.
Después, implacable, se volvió hacia su sobrina y le dijo:
—Pero tú no puedes llorar, Freddy, acuérdate, que nadie te vea llorar, vas a ser reina y las reinas no lloran nunca.
Llegaron a Creta bajo las bombas, todos se tiraron en una zanja. Federica pone sus manos en los oídos de Sofía y le canta desesperadamente:
—Beee beee, black sheeep.
Es la canción de un corderito que se pierde y busca su hogar.
Sheila, una británica que no tenía necesidad de huir y lo ha hecho únicamente por amor a los niños, abrazaba a Tino.
Y así empezó un exilio de cinco años. Creta, Alejandría, El Cairo, Durban, Ciudad del Cabo. Vivirían en veintidós casas.
En Creta no encontraron pañales para Tino y tuvieron que arreglarlo con harapos; para dormir, juntaban dos sillas. Se reunían con ellos el rey y Pablo, y se refugiaban en una cabaña de pastores, ¡los chinches y las pulgas se cebaban con sus pobres cuerpos! Como los niños se rascaban, tenían que atarles las manos.
Después fueron a Alejandría, dos días de barco. Al rey Faruk lo llamaban «el ladrón de El Cairo», porque mientras su pueblo se moría de hambre él se hacía traer el lenguado desde Dover, el vin rosé de la Provenza y rosas blancas desde Roma para sus banquetes, además de que cada día exigía zumo de frambuesas fresco, recién exprimido, en un país en el que no había frambuesas. La tía María, que por algo era psicoanalista, describía al rey con suficiencia:
—¡Tiene el síndrome de fuera de temporada!
Pablo le pidió ayuda, pero a Faruk le repugnaba el trato con aquella familia real pobre y sin futuro, y le preguntaba a su ayudante, el italiano Antonio Pulli:
—¿Son alemanes? ¿Quiénes son sus aliados? ¿Quién responde por ellos? Si los ayudo, ¿de qué me servirá?
Nadie sabe darle una respuesta, y la cobardía criminal y viscosa de hombre mediocre le dictó a Faruk una sentencia:
—¡No los quiero aquí mucho tiempo!
Nursi se enteró de que lo mejor para los piojos era untarse de alquitrán, y solo después de hacerlo los admitieron en un hotel, donde pudieron ducharse y comer decentemente.
En Alejandría se produjo el primer suceso del que Sofía se acordará de mayor conscientemente: está nadando en la piscina del hotel Mina House, se siente insegura y, desde el otro extremo, su padre le tiende los brazos y le dice:
—Ven.
Y con ciega confianza Sofía nada hasta ese refugio tan sólido.
Permítanme los lectores una observación personal. El primer recuerdo que conservo de mi infancia es muy parecido: yo estaba aprendiendo a caminar, debía tener un año, y mi padre en el extremo de la habitación se agachó hasta mi altura y me dijo:
—Ven.
Mi joven padre, mucho más joven de lo que yo soy ahora, joven como mi hijo. Recuerdo el miedo, cómo se fue el miedo y llegó la seguridad absoluta de que mi padre estaría ahí para recibirme. Avancé, un paso, dos, los siguientes más rápidos para llegar antes a sus brazos. Recuerdo hasta el hueco de su cuello donde hundí mi rostro. Entonces reí, lloro ahora.
Perdónenme por esta insignificante y quizás absurda digresión que me ha permitido rendir aquí mi pequeño y particular homenaje a mi padre que, hoy, mientras escribo estas líneas, hace tres años que ha muerto.
Y que también me ha hermanado por un instante, pasando por encima de todo lo que nos separa, con la mujer que trato de definir en este libro.
Después El Cairo, también en Egipto, donde Sofía sintió por primera vez, también conscientemente, el zarpazo del miedo:
—Miedo a las sirenas, tan estridentes, y al ver cómo los focos antiaéreos barrían el suelo… me metía corriendo en la cama de Nursi. Y también me daba miedo cuando nos poníamos alrededor de la radio para escuchar la BBC.
Hasta que de pronto, por un capricho estúpido, el rey Faruk los invitó a partir, inmediatamente. El único país que accedió a asilarlos fue Sudáfrica. De noche cogieron un barco holandés, el Nieuw Amsterdam, un antiguo crucero de lujo que había sido pintado de gris y servía para el transporte de tropas y material desde Suez hasta Durban. Los antiguos lujos, lámparas de Murano, columnas recubiertas de pan de oro y muebles de ébano, habían sido eliminados para permitir llevar mayor número de pasajeros. Los únicos civiles eran la familia real griega.
Conmocionados, como autómatas, vieron alejarse las costas de Egipto y pasaron frente a Somalia, Tanganica, Mozambique; no les permitían bajar.
De noche veían las palmeras africanas a lo lejos debajo de una orgía de estrellas. No los querían.
El Índico ya era un mar peligroso, destructores norteamericanos, barcos japoneses, submarinos alemanes se cruzaban como animales a punto de devorarse. El Nieuw Amsterdam intentaba esquivarlos a todos, pero era muy difícil que la inmensa mole color acero pasara desapercibida. Había simulacros de alarma, y aquí otra vez el alarido de las sirenas. Faltaban solo dos meses, finales de 1941, para el ataque a Pearl Harbor por parte de los japoneses y la entrada de los norteamericanos en la guerra europea, cuando estas aguas se teñirán de sangre.
Sofía quería saber dónde estaba Sudáfrica. Le enseñaron un mapa; Nursi le señaló el lugar:
—Mira, aquí abajo.
Pobres desterrados, como la familia de Nazaret, proscritos, fuera de la ley. Nadie los quiere.
Tardaron un mes en llegar. En el barco a Sofía y a Tino los tuvieron que llevar sujetos con arneses, como perrillos, para que no cayeran al mar.
En Durban, un puerto caótico, con hidroaviones, barcos inmensos, un tren que pitaba incesantemente y un griterío demencial, a Sofía y a Tino les llamaron la atención los gritos de los niños negros:
—Cherio, cherio.
Nursi se informó y les susurró:
—¡Os saludan!
—¿Saben que somos príncipes? —se asombró Sofía.
—¡No! ¡Os saludan porque sois blancos!
Los fueron a recibir un pequeño grupo de funcionarios griegos que llevaban muchos años fuera de su país. Cuando sonrieron, Catalina le comentó a su cuñada:
—Mira, ¡entre todos hacen una dentadura entera!
La tía María, vivificada por el aire marino, con sus ojos juveniles en medio de su rostro ajado, les dijo a sus sobrinas para animarlas:
—¡Estamos viviendo la historia! ¡No nos quejemos! ¡Es mejor vivirla que leerla luego en los libros!
El cada vez más decaído tío Jacob necesitaba cuidados como un niño pequeño. En el puerto los esperaban una Eugenia de expresión tensa y labios muy apretados, ya que su matrimonio está a punto de deshacerse, porque, como dice Dominic Radziwill, ¡no hay peor tiranía que tener una mujer rica!, y su marido. Llevaban con ellos a su hija Tatiana, que tenía la misma edad que Sofía. Tatiana acunaba a una elegante muñeca casi tan grande como ella, la más delicada elaboración de la industria juguetera alemana: porcelana, seda en el vestido, pelo natural. Sofía se abrazaba a un atado de trapos que le había confeccionado Nursi, pero que ella no cambiaría por nada. Hasta le había puesto nombre: Helena. Se enfrentaron las dos primas, los ojos obstinados, cada una con su «hijita» en brazos. Pero, mecachis, Tatiana tenía carricoche para su muñeca y Sofía no. Debió ser bastante importante este detalle para Sofía, porque lo recordaba
[13]
años después:
—Solo teníamos un carricoche para pasear a nuestras muñecas… nos peleábamos, tirando una para cada lado.
En ese viaje delirante, que durará cinco años, se anudarán indisolublemente los lazos de la familia: Irene, que nacerá en mayo, Tino, Tatiana y Sofía serán más que primos, más que hermanos, ¡el dolor, las desventuras compartidas, añaden un lazo más a los de sangre! En el pequeño núcleo que se forma en esos días, indestructible, solo se causa baja con la muerte: Federica ya se ha ido.
Sobreviven Irene, Tatiana, Tino, Sofía.
Veintidós casas en cinco años.
Ya sin Pablo, que debía reunirse con su hermano, el rey Jorge, que había ido a Londres, se había acercado al hotel Claridge y, después de seis años, había pedido tranquilamente:
—¿Me da la llave de mi habitación?
—Sí, señor.
En su cuarto lo esperaba «la señora Brown».
En otro piso del hotel se alojaban Aspasia y Alejandra.
Su primo Pedro, el hijo de María Bonaparte, fue a verlo con su uniforme de la RAF. Jugueteando con sus guantes, le dijo con insolencia:
—Aquí en Inglaterra no tenemos muy claro si sois fascistas o no.
La primera casa en la que vivió Sofía estaba en Ciudad del Cabo. Eran invitados del general Smuts, el primer ministro. Pero una noche, mientras dormían, alguien le prendió fuego y tuvieron que salir corriendo al jardín. Todas sus cosas, las pocas que tenían, se quemaron. Ni Sofía ni Tino se inmutaron.
¡Ya han visto tanto!
De ahí fueron a una vivienda que había sido cuadra y todavía olía a boñiga, y después a cabañas de pastores, a chozas, a modestas viviendas de trabajadores extranjeros. A hotelitos, a pensiones con olor a perro mojado.
El general Smuts le regaló a Federica una pistola advirtiéndole que la llevara siempre encima. Alguna vez sintió pasos en medio de la noche, y en pijama y descalza, la empuñó dispuesta a dispararla.
Incluso estando embarazada.
Federica dio a luz a Irene en Ciudad del Cabo, el 11 de mayo de 1942. Sofía quiso cogerla enseguida, y la manejaba con tanta ligereza que su madre tuvo que advertirle:
—No es un muñeco, Sofía, ¡es un niño de verdad!
Federica se admiraba del gran instinto materno de Sofía, ¡seguro que se preguntaba de quién lo había heredado!
Las ratas se paseaban por encima de sus rostros mientras dormían, oían sus patitas en el techo, y Federica tenía que apartar a las más gordas, que se encaramaban a su tocador olisqueando sus potes de crema. Los murciélagos cruzaban los cielos de noche, y de día se colgaban de las vigas como trapos viejos. Al principio todo era:
—Nursi, tengo miedo.
A Sofía la abrazaba Nursi, a Tino, Sofía. Después Nursi aprendió que hay que encender fuego para ahuyentar a los murciélagos, que las cucarachas eran inofensivas y que no había que dejar comida para que no vinieran las ratas, pero ¿qué comida? Los fondos no llegaban, la tía María tenía las cuentas embargadas. A veces, de noche, cuando no podían dormir por el hambre, los mayores comían carne en conserva, con una cucharita cada uno, sin sacarla de la lata.Las señoras de la sociedad sudafricana iban a visitarlos por curiosidad y trataban a Federica con altanería. Ella se quejaba a su marido: