Allí, en ese ambiente ligero y sofisticado, tan diferente del agreste país en el que había nacido Pablo, o de la simpleza pastoril de la corte de Hannover, Federica Brunswick-Lüneburg, Freddy, y Pablo Schleswig-Holstein, Palo, se enamoraron de manera fulminante, ¡como si les hubiera atravesado un rayo! Federica lo recordó más tarde, soñadora:
—Fue instantáneo, era tan guapo.
Lo que dijo Pablo no ha llegado hasta nosotros, pero podemos aplicarle las palabras de un poeta también súbitamente enamorado: Y fui como un herido por las calles hasta que comprendí que había encontrado, amor, mi territorio de besos y volcanes.
Dos años después, en diciembre de 1937, Federica se enfundó un vestido azul de Molyneux, se puso un sombrerito de cuero blanco, ¡los colores nacionales de Grecia!, la valiosa pulsera de zafiros que le había regalado Palo el día que se habían prometido como talismán y se dirigió con el paso alegre de los pioneros que descubrían territorios y cambiaban los mapas a un país desconocido y difícil, en la frontera de Oriente y Occidente, cuyo único patrimonio era un glorioso pasado. La acompañaban sus padres y sus hermanos Ernesto Augusto, Jorge, Óscar Christian y Enrique.
Su nueva familia la recibió con curiosidad en el enorme y destartalado Palacio Real abigarrado de muebles cubiertos de polvo, lleno de corrientes de aire y de criados negligentes. Los oficiales de guardia se apoyaban en sus bayonetas mirando con curiosidad muy poco marcial a la que iba a ser su reina.
A Federica y a su familia les asombró ver que los soldados charlaban entre ellos y se reían a carcajadas, ¡y también se dieron cuenta de que alguno fumaba escondido entre los cortinones de terciopelo raído y lleno de lamparones! Al fondo se oían gritos, risas, pasos, puertas que se cerraban y entrechocar de platos, y todo tenía el aire improvisado, descuidado y muy poco confortable de un bazar oriental. Freddy oyó mucho la palabra:
—Omorfi.
Y cuando se enteró de que quería decir «guapa», se sintió un poco escandalizada, pero también muy complacida.
Pablo, a pesar de que era invierno, se secaba el sudor con un pañuelo y, en este hogar sin anfitriona, le tuvo que pegar un grito a un criado:
—¡Trae una bandeja con bebidas!
Todos estaban sedientos después del largo camino recorrido desde la estación, interrumpido a menudo por la multitud que invadía tranquilamente las calles para acercarse a los coches donde iban su futura reina y su familia. Algunos pilluelos se subían a los estribos de los coches y escrutaban el interior haciendo muecas y sacando la lengua.
Los familiares de Pablo, que a Federica le parecieron mayores, mal vestidos y bastante tristes, se mantenían agrupados en el centro del salón, ¡como defendiéndose los unos a los otros! Aunque Pablo le había hablado de todos ellos y le había explicado a grandes rasgos sus complicadas peripecias vitales, Freddy había olvidado quiénes eran, porque no prestaba atención y se ponía a bostezar ostensiblemente para hacer callar a su novio quejándose:
—¡Son todo tragedias griegas y me ponen muy triste!
Pero como veía que él fruncía el ceño, añadía echándole los brazos al cuello, cuando la dama de compañía se hacía la distraída leyendo un libro, y sonriendo para que le aparecieran los irresistibles hoyuelos que volvían loco a Palo:
—Además, mira, sí que te he escuchado, tienes cinco hermanos, bueno, cuatro, porque el pobrecito Alejandro ya se ha muerto, y se llaman… a ver…
—Y se ponía a contar con los dedos como una niña pequeña, sacando la puntita rosada de la lengua—. El rey Jorge, la basilisa Helena, la basilisa Irene y la basilisa Catalina, ¡cuando los trate los voy a querer mucho!
Pablo tenía sus dudas, pues no imaginaba a su alegre gorrioncito alternando con sus hermanos, supervivientes de la historia convulsa de su país, ¡el más crispado de toda Europa!, según proclamaba el rey Jorge de Inglaterra, y esclavos de sus pasiones, también desatadas e ingobernables. Yargüía para convencerse a sí mismo:
—Bueno, a Helena ya la conoces, ¡te quiere mucho!
Pero no había nada que temer, porque una impecable prinzessin Freddy, bien adiestrada por su madre, se arrodilló frente al rey Jorge, vestido de militar y con todas sus condecoraciones a cuestas a pesar de ser una reunión familiar, y humillando la frente hasta casi tocar el suelo
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, le dijo una frase que llevaba meses preparando:
—Solo soy una bárbara del norte que ha venido a Grecia para civilizarse.
Todos esbozaron una sonrisa desconcertada, y el rey, con cierto embarazo, intentó levantarla. Claro que el pobre Jorge estaba muy debilitado por su insuficiencia cardiaca, no pudo con el peso y estuvo a punto de caer con Freddy en brazos, ¡alguna condecoración rodó por el suelo y fue enviada de un certero puntapié bajo un sillón por un criado obsequioso!
Ya recompuestos ambos, el rey le hizo una seña a su chambelán para que le entregara una caja plana:
—Gracias, Federica, bienvenida a Grecia, espero que sea tu país y el de tus hijos. Toma, era de nuestra madre.
En la caja, en un lecho de terciopelo azul con escudo de Garrard, el joyero real inglés, reposaban un broche y un collar de perlas muy gruesas con varios rubíes incrustados. Era una montura anticuada y de muy mal gusto, pero Federica, que nunca había llevado más que unas sencillas perlitas de río, se quedó deslumbrada y solo pudo balbucear:
—Gracias… —Paseó la mirada por el grupo mientras un criado recogía la caja—. Gracias a todos… Ha sido un detalle muy bonito.
Jorge se inclinó mascullando:
—Tenemos más… Ya irán saliendo.
Y por un momento una sonrisa iluminó su rostro macilento de enfermo crónico. Pablo le había contado discretamente a su novia que su hermano mantenía una amistad muy íntima con una dama inglesa a la que en la corte llamaban «señora Brown», pero que nadie lo criticaba, porque el pobre Jorge había hecho un matrimonio desastroso y llevaba quince años divorciado de una extravagante princesa rumana, Elisabeta, tan disoluta que solía explicar con displicencia después de inyectarse una dosis de morfina:
—¡He practicado todos los vicios posibles excepto el asesinato y no descarto matar a alguien antes de morirme!
Elisabeta había tenido, según algunos, incluso relaciones incestuosas con su hermano Carol, rey de Rumanía, divorciado a su vez de Helena, la hermana de Pablo en cuya casa de Florencia se habían conocido los flamantes novios. El rey Carol le había dejado a su exmujer, además de las cicatrices de las palizas que le había propinado, un hijo larguirucho y tristón, Miguel, que entonces tenía dieciocho años. Helena había abandonado por unos días su amada Florencia y sus criados de mallas ajustadas para recibir a su futura cuñada, a la que dio dos besos sonoros y tiernos. Miguel, también en uniforme militar, se inclinó sobre la mano de la que iba a ser su tía, depositó en ella sus gordezuelos labios de mujer y le dijo con voz en la que cantaban todavía algunos gallos adolescentes:
—Hola, tía Freddy.
Un poco apartada del grupo, en un modesto segundo plano, vestida inadecuadamente con un remedo del traje regional griego, estaba la viuda de Alejandro, el hermano muerto. Una señorita llamada Aspasia Manos, que se había casado en secreto con el entonces rey, ¡y cuyo matrimonio, desgraciadamente, solo había sido reconocido a la muerte de aquel! Su hija Alejandra, de la misma edad que Miguel, dieciocho años, se sentía avergonzada delante de su primo vistiendo también el traje regional, que le sentaba bastante mal, y bajaba la cabeza hurtando la visión de su miraba inquietante e impropia de sus pocos años.
El diádoco carraspeó presentándolas a su prometida:
—Freddy, son… la señorita… la princesa… quiero decir mi cuñada Aspasia y mi sobrina Alejandra.
Federica se acercó espontáneamente a ellas, que no se atrevían a moverse de su puesto secundario, y les dio dos besos, mientras le decía a Alejandra:
—¿Sobrina de Palo? ¡Pero si tienes mi edad! ¿Cómo es que no te conocía?
Alejandra, ruborizada, contestaba confusamente que estaba estudiando en Inglaterra, y Federica proclamó:
—¡Vamos a ser muy amigas!
Pablo le dio un empujón casi imperceptible para el ojo humano (pero no para Aspasia y Alejandra, acostumbradas a detectar todos los desplantes y a sufrirlos en silencio), para presentarle a sus dos hermanas solteras:
—Mira, Freddy, esta es Irene.
Federica le dijo alegremente, sin reparar en sus grandes ojos sombríos:
—Ya sé que has tenido que retrasar tu boda por nuestra culpa, ¡perdónanos! Conozco a tu novio, Aimon de Aosta, ¡es guapo, pero no tanto como Palo!
Irene se quedó asombrada, ya que en realidad no se casaba con Aimon porque la madre de su novio no aprobada la boda dada su escasa dote, pero enseñó los dientes en algo que estaba entre sonrisa y relincho, mientras Alejandra soltaba una carcajada, pronto convertida en tos que no engañó a nadie.
—Y esta es la pequeña, Catalina.
Pablo lo dijo con severidad, temiendo quizás que Freddy, ya en vena, hiciera alguna alusión a la sospechosa paternidad de Catalina o a la edad de la «pequeña», veintisiete años, ocho más que ella, pero la novia se limitó a besar a aquella muchacha de larga nariz, ojos acuosos y pinta de solterona.
Sin esperar que Pablo la presentase, una señora imponente, alta, con un brillante del tamaño de una pelota de golf colgando sobre su pecho opulento y con unos impertinentes a la altura de sus ojos miopes, se abalanzó hacia Freddy con la majestuosidad de una escuadra de guerra. Le dio un abrazo que olía a tabaco y a pachulí mientras le informaba con rudeza:
—Yo soy la rara de la familia, ¿este barbián no te ha hablado de mí? Soy tu tía María.
La tía María Bonaparte, que, como era feminista, no había querido renunciar a su ampuloso apellido de soltera que debía a su bisabuelo, hermano de Napoleón, no la soltó sino que empezó a manosearle la cintura y el vientre, se puso a pellizcarle las mejillas, le hizo abrir la boca y hasta le miró el blanco de los ojos mientras murmuraba juicios inconexos:
—Buen funcionamiento de las glándulas… la esclerótica blanca, en el futuro quizás tendrás hipotiroidismo, buena libido, una muchacha sana y normal. —Y luego, girándose desenfadadamente hacia su sobrino, le había espetado—: Tendrás buen sexo con ella… Por ese lado creo que no habrá problemas…
Federica se puso roja como un tomate, pero nadie se escandalizó con las palabras de María Bonaparte
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, pues su fabulosa fortuna, la mayor de Francia, que provenía de los casinos más importantes de Europa, de los cuales era única propietaria, sostenía prácticamente a la familia, tanto cuando estaba en el exilio, como cuando debía vivir de la precaria asignación del gobierno heleno.
—Y si no alcanzas la volupté, ven a verme… Ya sabes que me hice psicoanalista para curarme mi propia frigidez; ¡mi maestro, Freud, dijo que nunca había visto un caso como el mío! —aunque luego la ilustre matrona añadió con autoridad—. Claro que para dar un diagnóstico más correcto habría que medirte la distancia entre la vagina y el clítoris…
Porque la tía María, además de ser sufragista y millonaria, era psicoanalista con consulta abierta en París ¡y había medido a doscientas cuarenta y tres mujeres la distancia entre clítoris y vagina, llegando a la conclusión de que cuanto más corta era, más facilidad se tenía para alcanzar el orgasmo!
—No asustes a Freddy, María. Hola, querida, yo soy tu tío Jacob.
Pablo, con alivio, le señaló a un militar tan lleno de medallas como todos. A Freddy le había comentado su novio que el tío Jacob era «afeminado», pero el anciano que se inclinaba ante ella tenía el aspecto bondadoso y triste de un payaso jubilado. María, sin hacerle caso, prosiguió:
—Sí, Freddy, este es mi marido; ni Freud consiguió curarme, ni el doctor Halban, que me practicó la operación de Narjani, que consiste en acercar…
—¡Por favor, María, no hace falta que entres en detalles!
El reproche, dicho con una sonrisa, de su marido surtió efecto porque la terrible María carraspeó y siguió, más comedida:
—Bien, ya te lo contaré otro día. Pues a pesar de no haber alcanzado nunca la volupté, ¡ni saber siquiera en qué consiste!, hemos tenido dos hijos, primero a Pedro, que es antropólogo, y si quieres saber qué demonios es eso, no preguntes porque nadie tiene ni idea. Y después a Eugenia, que se acaba de casar con el príncipe Radziwill, ¡en el futuro podréis criar a vuestros hijos juntos!
Federica se volvió a poner colorada al acordarse no solo de lo que se debía hacer para tener estos hijos, sino de las mediciones a las que se debía someter para alcanzar la volupté, pero ya Dominic Radziwill, un polaco de mirada aterciopelada y bigotito a lo Clark Gable, le estaba besando con delectación la punta de los dedos.
Mientras, su mujer, Eugenia, que era la única señora elegante de la reunión, con un chaquetón de renard argenté que dejaba entrever un soberbio collar de esmeraldas y brillantes, le sonrió sin reticencias, ¡es tan fácil ser simpática cuando sabes que nadie puede hacerte sombra!
—Freddy, hemos oído hablar mucho de ti, ¡y todo ha sido bueno!
Su hermano Pedro, el primer antropólogo que Federica iba a conocer en su vida, se acercó sigilosamente a su madre con el contoneo de un gato satisfecho, la cogió por la cintura componiendo un retablo medieval Madre e Hijo, y le dijo a su nueva prima:
—Tú no me conoces a mí… Pero yo te vi una vez en Florencia, en Villa Esparta. Naturalmente, no me hiciste ni caso, porque solo tenías ojos para el grandullón de mi primo…
Las palabras eran ligeras, pero el tono amenazante, y Freddy sintió una punzada en el corazón.
Tuvo un escalofrío. Nadie se dio cuenta.
El diádoco se acercó y le pasó el brazo por el hombro a su prometida. Se dirigió a Pedro:
—Qué raro, tú por aquí, vagabundo. Esperamos verte en nuestra boda.
El otro le contestó:
—Lo siento, Palo, pero mañana me voy a la India y al Tíbet.
—Y girándose a continuación hacia Federica, le dijo con la desenvoltura del hombre de mundo—: Primita, creo que eres demasiado joven para casarte. ¡Palo está cometiendo un infanticidio!
Nosotros, mi madre y yo, estamos intentando que este tipo de comportamientos esté penado por la ley.
Su madre le dio un golpe con el estuche de sus gafas, pero no pudo evitar una sonrisa de complacencia: