Dos filas de soldados presentaron armas, y Tino se llevó la mano a la frente, como había visto hacer a papá en tantas ocasiones.
Tiraron salvas y palomas, les ofrecieron flores. Un pequeño grupo de griegos residentes en Egipto aplaudió, algunos voltearon las gorras al aire. Una orquestina compuesta por tres miembros empezó a tocar una tonada irreconocible, y Federica exclamó, asombrada:
—¡Es el himno griego!
Lo escucharon inmóviles, con los mustios ramos de flores entre las manos, los ojos lívidos de miedo y el corazón encogido.
Todos se creían que iban a ir directamente a Atenas, pero Federica se empeñó en pasar por París. Su marido se echaba las manos a la cabeza:
—Estás loca, corderito, París, ¿para qué? ¡Grecia está esperando a su diádoco y a su basilisa! ¿No tienes ganas de llegar después de tantas desventuras?
Pero la princesa ya no era aquel ratoncito asustado que a todo decía que sí. Con una mirada de acero que su marido no le conocía y toda su sangre prusiana puesta en pie como un solo hombre, fue terminante:
—No pienso presentarme delante de mi pueblo como una desharrapada, quiero que estén orgullosos de su princesa heredera.
¿Quieres que salga en las fotos con este cutis quemado por el sol y estos vestidos a la moda de hace diez años?
Pablo masculló algo así como que él la encontraba muy guapa y muy elegante, pero después se calló y empezó a parlotear sobre Isis sin velo, un libro de madame Blavatsky, la fundadora de la Teosofía, que le había impresionado muchísimo, descubriendo con cierta alarma que cuando a su Freddy adorada se le ponía la boca de cierta manera, era mejor no llevarle la contraria.
Pero aún intentó una tímida objeción:
—Pero el dinero… el gobierno todavía no nos ha asignado ninguna partida…
A lo que Federica repuso majestuosamente:
—La tía María me ha abierto una cuenta en la banca Rothschild, ¡pero es un adelanto! ¡Si el pueblo quiere y necesita a su diádoco, nos tienen que recompensar generosamente por todos estos años!
Federica se hizo un trousseau completo como si fuera a casarse, ¡cómo un trousseau!, ¡veinte o treinta! La mujer del rey Faruk, Farida, le había recomendado un modisto que, aunque nacido en El Cairo, era hijo de griegos: Jean Dessès, que se había formado en la prestigiosa Maison Jane. Freddy entró con cierto temor en los elegantes salones del Faubourg de Saint Honoré de color malva y beis, pero pronto se sintió cautivada por el carácter meridional del modisto. Nada más verla había juntado las manos con arrobo y se había postrado prácticamente de hinojos:
—¡Vuestra alteza parece una maniquí!
Le diseñó decenas de vestidos, de cóctel muy cortos, enseñando las rodillas:
—¡Vuestra alteza no puede esconder sus piernas!
Para los trajes de noche, y ya más segura de sí misma, Federica sacó una foto arrugada de su bolso y le expuso una idea que había maquinado en las largas veladas del destierro:
—¡Mira, es una cariátide del Erecteion de la Acrópolis! ¡Hazme algo que recuerde las túnicas griegas!
Como a todos los artistas, a Dessès no le gustaba que a otros se les ocurrieran ideas nuevas, y arrugó la nariz con desprecio:
—Bueno, es lo que hace madame Grès desde hace años… no es original… pero intentaré adaptarlo a su estilo.
Cuando Federica salió del taller, el modisto se puso a dibujar febrilmente unos patrones nuevos. A partir de ese día se pusieron de moda las túnicas de un solo hombro, con telas que caían hasta el suelo, de seda de gasa y de chifón, imitando los vestidos de las vestales de los templos. También Dessès se permitió la licencia de resaltar la estrechez de la cintura de Federica con un drapeado o un simple cordón de seda con borlas en los extremos.
Pero de día, la nueva mujer surgida de la guerra tenía un aire masculino, con hombreras y falda ajustadas —¡todavía faltaba un año para que Christian Dior deslumbrara con su New Look!—, y cuando Federica reclamó sombreros, Dessès accedió a hacerle un casquete con un velito que ocultaba los ojos, pero arrugó la nariz y decretó:
—Los sombreros están pasados de moda.
Y también:
—Mañana viene Alexandre, que tiene salón en Cannes, únicamente para peinar a la Begum. La va a atender en la peluquería Gervais. Yo, si estuviera en el lugar de su alteza, me pondría en sus manos.
Alexandre observó el peinado descuidado de Federica con disgusto y empuñó con ferocidad sus famosas tijeras de plata.
Federica le suplicó:
—Por favor, Alexandre, no me corte usted mi melena.
A lo que le contestó fríamente el peluquero:
—Madame, usted no puede decir a un cirujano qué debe amputar.
Sus bucles fueron cayendo al suelo. Los rizos cortos formaban ahora una aureola alrededor de un rostro que se había llenado de aristas y huecos que antes no existían, ¡había perdido su redondez y su encanto adolescente, pero resultaba más profundo e interesante! La mujer nueva es deportista, conduce su propio coche y no quiere estar pendiente de moños y horquillas.
Rosi «Dedos de Oro» Carita le depiló las cejas, le hizo la manicura y la pedicura y le aplicó la afamada Mascarilla de la Eterna Juventud, a base de crema montada y rosas cuyo componente secreto se guardaba en una caja fuerte de la Banque de France. Para terminar, le dio un masaje con aceites orientales que devolvió a su piel ese brillo lujurioso que su marido gustaba de acariciar interminablemente.
Una nube de Shalimar la inundó de la cabeza a los pies de un aroma a bergamota, rosa, jazmín, vainilla, naranja y lima. La indiscreta perfumista le dijo:
—Parece un perfume diseñado para usted: nació en el Taj Mahal y es para mujeres de un solo hombre.
Únicamente entonces Federica estuvo dispuesta a volver a su patria.
Mandó poner las decenas de piezas de Vuitton que había comprado en la cubierta del Nauvarinon, los baúles de la ropa, había una maleta solo para la lencería, y otra para los guantes largos bordados de Hermès, un enorme necessaire para las cremas de Helena Rubinstein que le habían traído desde Estados Unidos a precio de oro. ¡Sombrereras! ¡Incluso dos enormes maletones para sus abrigos de pieles!
La casa Vuitton agradeció de una manera tan especial este importante encargo en una época en que Europa estaba en ruinas, que años más tarde diseñó en honor a Federica una bolsa de viaje que bautizó con el nombre del dios griego del viento, Eolo.
Federica contemplaba orgullosa su equipaje; hasta Sofía se acercaba de vez en cuando a pasar la mano sobre la suave lona con su sutil anagrama de forma romboidal que brillaba tenuemente al sol de otoño. Cuando de pronto se desató una tormenta en el habitualmente tranquilo Mediterráneo y un golpe del oleaje empezó a arrastrar las maletas hacia el mar. ¡Federica y los niños intentaron detenerlas con sus propios cuerpos y estuvieron a punto de caerse también!
Maletas, baúles, necessaires, maletines, sombrereras. Los vieron precipitarse al mar uno a uno. Algunos se abrían y dejaban ir las filigranas que habían salido de las manos de Jean Dessès, el guardarropa más completo que había preparado nunca. Los camisones flotaban largo rato como medusas gigantescas y los guantes parecían manos de ahogados.
Federica, que llevaba cinco años de duro destierro sin que el destino le hubiera ahorrado ninguna penalidad y sin que nadie la hubiera visto llorar, se puso a gemir:
—Mira, el vestido de seda color champán con cola… los zapatos, el sombrero de Reboux, ¡el traje de montar!
Su marido la consoló:
—Las diosas se presentaban desnudas, Nausícaa cautivaba únicamente con sus canciones.
Consiguió hacerla reír, porque Freddy graznaba como una rana cuando quería cantar, pero ante la idea de presentarse desnuda delante de sus compatriotas no tenía la conciencia muy tranquila, ¡la verdad es que, sin decirle nada a su marido, se había comprado una prenda de baño de dos piezas que se llamaba biquini!
En septiembre de 1946 entraron en Grecia por el puerto de El Pireo. Una Federica que no había cumplido aún treinta años se abrazaba emocionada a su marido, que le susurraba al oído:
—Te quitaré tus arrugas a besos, una a una, agapi mou.
Con lo que Freddy se quedaba algo turbada, pues creía que con la Mascarilla de la Eterna Juventud se le habían borrado las odiosas huellas del tiempo. Sofía, que iba a cumplir ocho años, agarrada a la barandilla, contemplaba con asombro los colores de esta patria que se le había olvidado.
Y después, excitada, gritando, se giraba a Nursi para contarle su gran descubrimiento:
—¡Nursi! ¡Ya sé la tinta que usaba papá para escribirnos!
Distraída, Sheila, que estaba abrochando el abriguito de Tino, le preguntaba:
—Cuál, Sofía.
Y la niña señalaba con el dedo abajo, al agua azul tinta por la que navegaba Ulises, donde las sirenas cantaban:
—¡El mar! ¡El mar de Grecia!
Sofía se sentaba siempre muy derecha. Nursi la peinaba con raya al lado, recogiéndole el flequillo con un pasador de carey sobre la sien, y alrededor del rostro le bailaban unos cabellos color maíz, tan ligeros como el plumón de un ave.
—¡Sóplatelo! —le pedía su hermana Irene, su más fiel y humilde servidora.
Con aire de suficiencia, Sofía avanzaba el labio inferior, soplaba y los rizos se agitaban como la hierba por el viento.
Irene intentaba copiar el gesto, pero para mover su pelo áspero y grueso, tan rizado como el de Federica, hubiera necesitado un huracán tropical por lo menos y siempre terminaba llorando mientras su hermana la contemplaba con gesto hastiado:
—Pesada.
Sofía era una niña de ocho años y medio con un atractivo rostro de forma triangular, mirada adulta, labios finos que no sonreían demasiado, barbilla pequeña, pómulos altos, cuello esbelto y unos hombros muy rectos. Mantenía las manos sobre la mesa, a ambos lados del plato; Nursi le había enseñado poniéndole un libro debajo de la axila que los brazos debían ajustarse al cuerpo lo máximo posible.
Ese día, 1 de abril de 1947, estaban comiendo los cinco juntos en el comedor de la casa de Psychico, donde había nacido Sofía.
Una casa que, por mucho esfuerzo que se hubiera hecho, continuaba sin quedar como antes de la guerra, lo que es natural, ya que durante su exilio había sido ocupada por italianos, alemanes e ingleses que no solamente habían hecho fuego con los mejores muebles, sino que incluso habían defecado en las habitaciones. Claro que como no se sabía si habían sido los italianos, los alemanes o los ingleses los que habían hecho una cosa tan repugnante, era mejor hacerle caso a Nursi, que repetía:
—¡No hay que hablar de esos temas!
Pero Tino se atrevía a desafiar la autoridad de Nursi para preguntarle en voz baja a Blasi, el cocinero griego, que era su amigo y su cómplice:
—¿Pero cómo se sabe que es caca humana?
Para ser sinceros, Federica tampoco se había preocupado demasiado por la decoración de la casa, ¡era la última de sus prioridades! Desde que habían vuelto del exilio ella y el diádoco apenas habían dormido un par de semanas en Psychico, puesto que viajaban incansablemente por todo el territorio devastado por la guerra, agobiados por el sofocante olor de la sangre derramada. Pero en Macedonia la guerra civil no se había terminado, ¡los enfrentamientos entre la guerrilla comunista y el ejército causaban cada semana decenas de muertos! Federica afirmaba que cientos de niños habían sido secuestrados y transportados a Yugoslavia y Albania, y los que quedaban se morían de hambre.
Y cuando Freddy llegaba a Psychico después de estos interminables viajes, sucia de polvo porque iban en Jeep, cansada pero al mismo tiempo llena de planes, apenas podía ver a sus hijos, ¡tenía tantas reuniones, tanto trabajo que hacer! ¡Estuvo a punto de olvidar el cumpleaños de Sofía, que la niña esperaba ansiosamente porque por fin lo celebrarían en su patria! Acuciada por los remordimientos, a última hora se le ocurrió llamar a un pintor joven amigo de su cuñada Catalina
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y le dijo:
—Tienes que pintar todos los personajes de Walt Disney en una sola noche en los cuartos infantiles. Techo y paredes.
Mientras dormían apaciblemente, el pintor llevó a cabo su tarea, y cuando los niños se despertaron creyeron que soñaban todavía: Dumbo, Blancanieves, con su rostro de parafina y su pelo negrísimo que encantaba a Sofía, Cenicienta y sus atroces hermanastras, Bambi, Mickey Mouse y su novia Minnie de zapatos enormes, Popeye el Marino y Olivia, todos los miraban en la silenciosa luz de la mañana desde las paredes, como queriendo jugar con ellos. Tino se frotaba los ojos y decía:
—Es que estamos soñando.
Solo Sofía se levantó y, pasando el dedo por la pared, todavía húmeda, decretó:
—¡Es pintura!
Con el mismo tono en que la niña María Sanz de Sautuola debió exclamar en 1879 al descubrir las cuevas de Altamira:
—¡Son bueyes pintados!
También se conservaba la sólida mesa de comedor donde habían nacido la basilisa Sofía y Tino. Esa mesa sobre la que ahora comían. Primero keftedes con salsa de yogur, porque Federica quería que la familia del diádoco comiese al estilo griego, y luego carne de ternera a la parrilla que podía ser griega o alemana, porque Federica había dado orden a Blasi de que evitase el picante y las fuertes especias. Dos criados ingleses perfectamente uniformados, uno de librea y el otro con chaqueta negra y camisa de rayas, que habían estado al servicio de una gran casa ducal londinense destruida por los bombardeos alemanes, servían los platos y luego se retiraban junto a la pared para no oír las conversaciones.
Sofía se movía en la intrincada geometría de los cubiertos con exacta desenvoltura, vigilando de reojo a sus hermanos: Tino, un chico de expresión ingenua y rostro redondo en el que quedaban muchos rasgos de bebé, se sentaba también con perfecta compostura, pero Irene, con sus gafas de pasta y sus dientes separados, estaba distraída observando los gestos de los otros dos, ¡no quería perderse ni un parpadeo! Si Tino se apartaba el pelo de la cara, ella hacía lo mismo. Si Sofía se subía las mangas de la chaqueta, ella también. A veces los dos mayores hacían gestos absurdos, se ponían bizcos, se tocaban las rodillas con la frente, para comprobar si la pequeña Irene los imitaba.
En voz baja, sin apenas mover los labios, Tino se burlaba:
—Imitamonas.