La mano joven se posa sobre la vieja. Inmóvil, evitando la caricia que sería rechazada por blandura. De repente, a Renato le alarma en el viejo cierta expresión doliente.
—¿Le ocurre algo?
Aiu `u scilu
—sonríe el padre confesando su nostalgia—. Pero ¡basta! ¡Hay que estar alegre!… Prueba una copita; lo he mezclado yo.
El hijo reconoce la bebida:
mbiscu
, anís con ron. Le encantaba al padre, los días grandes, acompañando al café… También sabe de
scilu
, a veces le conmueven los recuerdos; pero el pasado quedó atrás y él siempre se sintió de algún modo ajeno a aquel mundo. ¿Herencia de la madre? ¿Reacción frente al padre?… «¿Por qué no nos comprendemos, padre, si yo le quiero… Pero esta noche, al menos, habitamos el mismo país; estamos juntos.»
—¡Ha sido un gran día, hijo! —exclama el viejo, empezando a recoger la mesa.
—Deje, padre; mañana viene Anunziata.
—¡Y con Simonetta, con Simonetta! ¡Qué muchacha! Pero recogeré; que no sospeche la vieja nuestra juerga de esta noche. ¡Ha sido buena!, ¿eh? Y la agonía del Cantanotte bien la merece.
—Usted, en cambio, cada día más terne.
El viejo se lleva platos al fregadero sin contestar. Prefiere no mentir. Pues la verdad es que bailando con Brunettino le faltó el resuello; ya no podría trepar por la montaña igual que antes. El niño palmoteaba, encantado, y era preciso continuar, pero el viejo se agotaba sudoroso. En la jaula de sus costillas, su corazón era un pájaro loco rompiéndose contra los barrotes.
«Cuidado, Bruno, cuidado… Sí, esta noche me he pasado, me he confiado, pero ya no más. He de ganarle la carrera al cabrón; durar más que él… ¡Y duraré, ya se ha visto! Es que mi Brunettino me da vida… Para él llegaré a sentarme bajo la parra viéndole jugar… Por lo menos un verano… ¿Y por qué no hasta la castañada?»
Ese pensamiento le da un aire de seguridad que Renato atribuye al
mbiscu
y que le anima a canturrear mientras fregotea. El hijo le ayuda y cuando han terminado pasan a la alcobita y se inclinan sobre el sueño tranquilo del tesoro. Salen y, a punto de separarse en el pasillo hacia sus cuartos respectivos, el cruce de miradas les echa a uno en brazos del otro. Es un abrazo fuerte, fuerte; hermoso y melancólico a la vez. «Como entre camaradas en la guerra», piensa oscuramente el viejo.
Renato, ya en su cama, echa de menos otro abrazo diferente. «Queriéndome usted tanto, padre, ¿por qué rechaza a mi Andrea?… Cierto, ella me apartó de allá, ¡pero para hacerme más como usted; más hombre!… Sí, con su cuerpo, ¿es que no puede usted comprenderlo?… ¡Su cuerpo! ¡Arde su carne firme, se desbocan sus nervios, me enlazan sus piernas, exige y exige y exige hasta que me colma al darse toda, exasperadamente, al filo del desmayo, del colapso!… Junto a usted yo no hubiera crecido, no hubiera pasado de ser su abogado de paja; junto a ella, en cambio… Y esta noche me falta; con esos recuerdos me siento niño desterrado… ¡Qué congoja su ausencia, ese vacío a mi costado…!»
El viejo se está arropando. El olor de su vieja manta refuerza su visión de Brunettino correteando en el patio tras las gallinas o los gatos, mientras su propio rostro recibe la tibieza del sol filtrado por la parra.
Ante ese horizonte, tan luminoso como la montaña misma, en vano la
Rusca
—adormecida, además, por el
mbiscu
— se remueve cambiando de postura en las viejas entrañas. ¿Qué importa la bicha? Nada, tras esta noche con un Renato recobrado y sensible a su sangre, digno del territorio mágico acotado por los deditos del niño. Esta noche del Sur encendida en Milán para ellos solos. Ellos tres: raíz, tronco y flor del árbol Roncone.
En los dormidos labios del viejo se ha posado, como una mariposa, una sonrisa: la idea que aleteaba en su corazón cuando le envolvió el sueño:
«¡Grande, la vida!»
Anunziata rezonga por el pasillo.
«¡Qué hombres! ¡No se les puede dejar solos! Toda la casa en desorden y sólo ayer se marchó la señora… ¿Y el despilfarro? ¡El pescadito en salsa de la cena tirado a la basura!… Cenaron en restaurante, porque no dejaron platos sucios… Tienen a menos el guiso de la vieja Anunziata… ¡Señor, Señor, qué hombres! ¡Qué bien hice en quedarme soltera!»
El viejo se cruza con ella. No ha preguntado todavía, pero ya no aguanta más.
—¿No venía también su sobrina?
—Tiene exámenes de no sé qué. Llegará más tarde —y añade, susceptible—: Además, tampoco la necesito.
El viejo se mete en su cuarto y Anunziata se pregunta, una vez más, qué ocurriría aquel día en que ella faltó y envió a Simonetta, pues la chica le habló entusiasmada del señor Roncone: que si fue partisano, que si un hombre tan interesante… Desde que sale con el dichoso Romano, para esa chica todos los comunistas son interesantes… Porque Simonetta lo negará, pero el abuelo es comunista, piensa Anunziata, y si no lo es merecía serlo.
Anunziata comprende que su sobrina simpatice con el viejo: son de la misma cuerda.
«Simonetta —piensa—, no tiene perdón y acabará mal; salió a su padre, el de Palermo. Seguro que ya se acuesta con ese rojo amigote suyo. En cambio el pobre viejo tiene disculpa porque se está muriendo y lo sabe, aunque más le valía estarse quietecito en un sillón, encomendándose a Dios. Pero ¡sí, sí, quietecito! No para, y siempre alegre… No es que ría mucho; es el gesto, la tranquilidad… A lo mejor, la misma enfermedad le engaña; a veces el Señor tiene esa compasión… ¡Ay, qué triste es llegar a la vejez! ¡Dame una buena muerte, santa Rita!… Cuando me llegue la hora, claro.»
Llaman a la puerta y aunque Anunziata se apresura, cuando asoma al pasillo el viejo ya está abriendo a Simonetta, que le planta un beso en cada mejilla, escandalizando a su tía.
A causa de la lluvia, esta vez la chica aparece con un poncho andino. Debajo lleva esos ceñidos y gastados pantalones de moda color azul de mecánico y un jersey lila de mangas largas y cuello alto enrollado. Al viejo le recuerda un paje con calzas de uno de los cuadros del museo, el día en que descubrió la estatua de los dos guerreros. Se asombra: por primera vez no le irrita una mujer con pantalones.
Brunettino alborota desde su cunita. El viejo llega primero, Simonetta le pisa los talones dedicando palabras dulces al pequeño, Anunziata se siente de más y vuelve a sus tareas. Así es que Brunettino vuelve a encontrarse, como aquel día, acurrucado contra los pechos de la muchacha y, como si lo recordase, reproduce en el acto la misma postura, la misma sonrisa, el mismo murmullito de satisfacción.
La mirada del viejo se posa, acariciante, sobre las nalgas de Simonetta. ¡Qué bien marcadas, qué caderas tan femeninas y, sin embargo, sorprendentemente inocentes, como de muchacho…! Es decir —vacila el viejo, no sabiendo entenderse a sí mismo—, de muchacho, sí; pero inocentes, no, sino atractivas. «¿Qué me pasa? —se asombra de nuevo—. Eso siempre lo tuve muy claro: una hembra es una hembra y un tío es un tío; lo demás a la basura. De modo que esto…» Recuerda, inquieto, aquel día en que sus propias manos se le aparecieron femeninas. ¿Acaso sus actuales tareas, haciendo tanto de niñero con botoncitos y pañales, pueden transformar a un hombre?
Simonetta sorprende la mirada masculina.
—¿Le gusto así, zío Bruno?
Su sonrisa y su voz, ingenuamente provocativas, tranquilizan al viejo: le garantizan que su admiración se dirigía a una mujer.
—¡Ya lo creo! —estalla, acompañado por ella en la carcajada. Y añade, eludiendo el tema—: ¿Qué tal esos exámenes? ¿Salieron bien?
—No eran exámenes.
La respuesta suena confidencial y el viejo la mira intrigado. Simonetta se le acerca con el niño y él retrocede un poco, temeroso de que Brunettino, como aquel día, vuelva a unirles con sus bracitos… «¿Temeroso, por qué?… Pero, bueno, ¿qué me pasa?»
—Engañé a mi tía —confiesa Simonetta—. Vengo de una reunión para preparar nuestra huelga universitaria por los compañeros detenidos anteayer… Pero no se lo diga a ella; me revientan sus sermones.
Sonríen, cómplices, justo cuando Anunziata asoma.
—Niña, que no has venido aquí a jugar con el chiquillo.
Simonetta lo pone en brazos del viejo, al que dedica un guiño, y sale mientras exclama:
—Ahora mismo, tía. Déjame quitarme las botas nada más.
Descalza en sus calcetines gruesos, como la otra vez, aparece en la cocina cuando Anunziata avisa para comer. El viejo se ha empeñado en almorzar con ellas, contra el parecer de Anunziata. Prefiere estar con la muchacha, aunque ahora no puedan hablar como camaradas. El paje con sus calzas se mueve con tanta gracia y alegría vital como aquellas muchachas de Roccasera en las romerías. A veces, al pasar con los platos a espaldas de la tía, Simonetta dedica al viejo risueñas muecas de complicidad. Así su presencia juvenil hace florecer unas lilas en el corazón cansado.
Por eso, cuando llega la noche, la cena del padre y el hijo, aunque más sencilla que la víspera, conduce a la misma placidez y entendimiento entre ambos. Aún permanece en el aire un rastro de femenino perfume sentimental, interpretado por Renato —que ignora la causa— como nostalgia de Andrea, mientras el viejo evoca…
Luego, de madrugada, se explaya en la alcobita, con el niño dormido, tratando en realidad de explicárselo a sí mismo:
«Te lo repito, niño mío, las mujeres no se comprenden nunca, pero sus sorpresas son lo mejor de la vida… Y Simonetta es una mujer, aunque yo… ¿No te asombra que al llegar me pareció casi un muchacho y sin embargo me gustaba? ¡Qué barbaridad! ¡Claro, con ese culito tan prieto…! Pero los pechitos… De eso tú sabrás, Brunettino, que los has tentado. Redondos y duritos, ¿verdad? A mí me gustan más grandes, pero todos son dulces… ¡Qué hermosuras te esperan en la vida, niño mío! Las disfruto yo ahora, ya ves, sólo de sentir que tú vas a gozarlas… Y no te lo pienses nunca, agarra lo que te apetezca; dentro de ser un hombre como es debido: sin engañar, pero sin encogerte. Cuando una mujer se te quiera poner debajo, tú como el gallo sobre la gallina; a tu edad ya apartaba yo al cabritillo de la madre para chupar… Bueno, a tu edad no, pero sí cuando todavía no levantaba ni tanto así del suelo… Tú echa un buen trago de todo, que siempre acaban llegando malos pasos y lo que no hayas gozado en su tiempo ya no lo puedes gozar en el mío… Pero ¿qué haces? ¡No abras los ojitos, que es muy temprano aún! Y no llores, que me descubren aquí… ¿Y eso? ¿Ahora te da por asomarte sobre la barandilla? ¡No sigas, que te caes de cabeza; si te empeñas, al revés!… ¡Qué grande eres, cómo me comprendes!
Claro, los pies primero, ponlos en el suelo, agárrate despacito… ¿Es que ya quieres echarte a correr el mundo, angelote mío?… ¿Lo ves?, en cuanto te sueltas te caes sentadito… ¡No, llorar no! Ven, duérmete en mis brazos y yo luego te acostaré, se acabó tu primera salida, ya repetirás… Así, ojitos cerrados, tranquilito… ¡Tú sí que eres dulce, y durito, y tierno, y niño, y grande, y todo! ¡Tú sí que llenas el corazón del viejo Bruno!»
«Este Milán, ¡qué traicionero!»
El viejo está indignado. Salió a la calle bajo el cielo de siempre, aprovechó para alejarse algo más y, de pronto, el aguacero. «El viento frío de los lagos, como dicen ellos. ¡Pues vaya lagos! ¡En cambio, nuestro Arvo y nuestro Ampollino!»
Intenta atajar por nuevas calles, pero no le da tiempo. Aunque no le asusta el agua, arrecia tanto que ha de refugiarse en un portal casualmente abierto. Enfrente, en la esquina, el rótulo de la calle: via Borgospesso. ¿De qué le suena?
Pasan unos minutos. Al fondo del zaguán se abre la puerta del ascensor y una mujer avanza paraguas en ristre, disponiéndose a abrirlo. Al reconocer al viejo, se detiene y sonríe:
—¿Usted?… ¡Buenos días! ¿Venía a verme o ha sido la lluvia?
El viejo saluda, encantado del encuentro. Bien la ha recordado a menudo, a la señora Hortensia: su buena figura, su espontáneo cuidado del niño, sus ojos claros bajo el cabello negro. ¡Ahora cae, ella le dio su dirección; por eso le sonaba el nombre de la calle!
—¡Otra vez los pantalones…! —ríe la mujer—. Pero ahora no es barro, sino agua. ¡Está usted calado! ¿No tiene frío?
—Estoy acostumbrado. Y con usted delante, ¿cómo tener frío? —añade, multiplicando sus pícaras arrugas en torno a los ojos.
Ella vuelve a reír. «Le sale la risa del buche, como a las palomas», piensa el viejo admirando ese pecho rotundo.
—¡Qué hombre este! ¡Un verdadero calabrés!… ¿Y Brunettino?
Al viejo le alegra ese recuerdo.
—Menos mal que hoy no le saqué. Anda con la tripita suelta. Se enfrió, creo yo.
—El que se va a enfriar es usted, si sigue aquí… Suba conmigo; necesita calentarse y una copita: es hora de aperitivo… Venga.
El viejo gallardea camino del ascensor.
Suben hasta el ático y, allá arriba, sorpresa. Cambio de panorama: no es cuestión de gallear, sino de saborear.
La bienvenida la da en el pasillo, nada más abrir la puerta, la estampa de la dulce bahía de Nápoles a la altura de los ojos, con un Vesubio tranquilo, pero recordando que sólo vale la serenidad cuando debajo hay fuego. Ya con esa visión el viejo se aposenta en el Sur, y más todavía al acceder a una salita-comedor muy clara a pesar del cielo encapotado. Un balconcito y una ventana en sendas paredes se alegran con plantas bien cuidadas y dejan ver tejados milaneses, entre los que emerge el Duomo, con su Madonnina coronando la aguja más alta. Ese ático es un palomar por encima de la trampa urbana; por eso es un refugio cálido, aunque ahora la lluvia siga batiendo los cristales.
El viejo revive aquella sensación de seguridad cuando, en sus desplazamientos clandestinos durante la guerra, el enlace de turno le llevaba a un escondite donde podía dejarse caer sobre una cama y olvidar en ella la tensa vigilancia de cada minuto. Con ese ánimo se instala en el cómodo sillón que le ofrecen, envueltas las desnudas piernas en una manta que no le hace sentirse viejo ni enfermo, sino al contrario, centro de solicitud femenina. El golpe de plancha que ella está dándole a los pantalones para secarlos viene a crear entre ambos como una antigua convivencia.
Luego, ya vestido, paladea la amarilla grappa de genciana, topacio en la copa y brasa en el gaznate, acompañada por unas lonchitas de carne de Grisones convertida en cecina meridional con sólo un toque de ajo… «Lo que sabe esta mujer… —piensa—. ¡Me adivina!»