La sonrisa etrusca (16 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

BOOK: La sonrisa etrusca
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Para reforzar esa buena estrella toca la bolsita colgada de su cuello, porque una sombra parece haber espesado la del cuarto. Se pone en pie alertísima por si puede proteger al niño, pero no es nada, quizás una aprensión suya porque ha recordado otra
strina
, muy distinta, una puñalada de melancolía… La canturrea bajito:

"La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos más."

«¿Has oído, Brunettino? ¡Y qué verdad es, pero somos tan burros que la cantamos riéndonos…! Sólo ahora me doy cuenta de lo que dice, porque nunca me importó morir.

Morir sería malo si después te dieses cuenta de que no estás vivo, ¡figúrate!, pero como no te enteras de que estás muerto, ¿qué más da?… Aunque ahora sí me importa, porque me necesitas, no puedo dejarte solo en este Milán de asco… ¿Sabes? No quería decírtelo, pero se me ha escapado y más vale que te vayas haciendo a la idea: esta Nochebuena es mi última y, si no, seguro la siguiente… No te apures, tengo tiempo para dejarte en el buen camino; ya vas marchando por él… Nos queda todo el verano y el otoño; duraré lo necesario para ti. En cuanto el cabrón hinque el pico nos iremos allá para explicártelo todo y que eches raíces en tierra de hombres. Después ya no me importará morirme, porque lo que te enseñe no lo podrás ya olvidar nunca. Serás un árbol tan alto y tan derecho como yo, Brunettino, te lo juro.»

El viejo calla, porque mientras se está prometiendo ese porvenir dorado, la congoja le estrangula y oprime sus ojos… Un sollozo rompe, a pesar de todo…

«Me hubiera gustado tanto llegar a verte mozo, valiente, bien plantado y comiéndote con los ojos las mujeres… ¡Me hubiera gustado tanto!»

En ese instante, el milagro. Los ojitos se abren, negros, dos pozos inescrutables con el agua honda de una decisión. De súbito como cuando el viejo se alzó contra la sombra inquietante, el cuerpecito se mueve, se destapa, deja caer al suelo dos piernecitas por encima de la barandilla y al pisar el suelo se hiergue, se suelta de los barrotes, se vuelve hacia el abuelo sentado… ¡y da tres pasitos tambaleantes, él solo, hasta llegar a los viejos brazos conmovidos!

Brazos que le acogen, le estrechan, le apretujan, se reblandecen en torno a ese prodigio tibio, le mojan las mejillas con unas gotas saladas rodando sobre viejos labios temblorosos…

—¡Tus primeros pasitos! ¡Para mí! ¡Ya puedo…!

La felicidad, tan inmensa qué le duele, anega sus palabras.

25

—¿Más café, papá?

Los dos en la cocina, desayunándose. Al lado, en el baño, ronronea la máquina de afeitar de Renato. Pasada la fiesta, se reanudan las prisas matutinas. Con la cafetera en el aire, Andrea se impacienta.

—Sí, gracias… Y no me vuelvas a llamar «papá».

—Lo siento. Siempre se me escapa.

—No es eso. Desde ahora llámame abuelo, nonno.

Andrea, un instante irritada, le mira con enternecida sorpresa. «¡Cómo quiere a mi hijo!», piensa. Y entonces es el viejo a quien le toca irritarse, por esa ternura que percibe.

—¿Qué miras? ¿Es que no lo soy? ¡Pues «abuelo» y ya está, demonios!

«Abuelo.» El viejo paladeó la palabra durante la madrugada, en su guardia junto a Brunettino.

Nonno,
nonnu
en calabrés: sonaba como sordo esquilón en el macho guía del rebaño. También como arrullo junto a la cuna.

«
nonnu
», susurró repetidamente, sin que el niño se despertara. Se lo explicó a la bicha:

«Es lo que soy,
Rusca
. Más que padre y suegro, mucho más: "abuelo". El único que le queda a mi Brunettino; mientras que otros tienen dos y dos abuelas… Menos tuve yo, ¡ninguno! Por eso no sabía lo que era, y hasta ahora no empiezo a comprenderlo. ¡Así salí de desgarrao! ¡Ah, y también de hombre, claro! Aunque se puede ser hombre y también… No sé, pero yo siento dentro algo más, algo nuevo, asomando… ¿Qué?… Bueno, tú me comprendes… No, tú no, porque tú eres como yo; vas a lo tuyo y a dentelladas… ¡Una abuela sí, ya ves! Una abuela lo entendería, pero él no tiene más que a mí… Y ¡es tan bonito achuchar ese cuerpecito contra uno y oírle murmujear como un palomo amansado!… Me crece dentro algo blando, tierno, ya ves… Antes me reía de eso: ¡cosa de mujeres!…, pero ahí está ese corderillo, ahí…»

Esta última idea le asombró y, más todavía, sentirla sin avergonzarse. «¿Será posible? ¡Si yo hubiera sabido antes…!»

Como tirando de unas riendas paró en seco sus cavilaciones al asomarse —como suele últimamente— a desconocidos vericuetos interiores por los que se acercaba una figura.

Pero no cerró sus ojos a la repentina evocación de Dunka, pues también esos sentimientos los hubiera explicado ella: la que precisamente trató de llevarle por tales umbrías…

Umbría, hombría… «¡Qué cosas se me pasean por mi cabeza!… ¿De dónde vendrán?»

«Y ahora, además, tan de repente, ¡Hortensia! ¿Cómo habrá pasado la Navidad? En casa de su hija, seguro, tan lindamente. Tiene una hija,
Rusca
, y hasta una nietecilla, ¿sabes? Parece mentira, una mujer tan joven y abuela… Dice que ya no tiene voz. ¡Imposible! Habrá cantado para ellos; bailando tarantelas pasarían la Nochebuena. Música de verdad y no la que pone Andrea. Tendrían música, un pesebre… ¡y nada de arbolitos alemanes!»

Ahora, mientras se bebe el café, ajeno a las idas y venidas de sus hijos, sigue rumiando la idea que concibió tan súbitamente anoche. ¿Estará bien llevar a Hortensia unas flores? Y ¿cuáles? Sólo de imaginarse por la calle con un ramo en la mano, como los señoritos, se siente nervioso. Pero algo ha de hacer, tras tantas atenciones de ella, además de visitarla en estas fiestas… Recuerda entonces que en los jardines hay un quiosco de florista y que desde allí hay poco trecho a la via Borgospesso: eso le decide.

Así es cómo, más tarde, sube en el encajonado ascensor con su ramo en la mano, siempre receloso de que esa caja se atasque en su chimenea… Previamente ha llamado desde el portal y ella le ha invitado a subir. Le espera en el descansillo del ático.

Como siempre: limpia, sencilla, animosa. Y, además, acogiéndole ahora con asombrado júbilo:

—Pero ¿qué ha hecho usted? ¿Cómo se le ha ocurrido? Pase, pase.

El viejo ofrece torpemente las rosas que, según la del quiosco, eran lo más propio. Ella acerca el ramo a su cara, aspira.

—¡Espléndidas!… Pero usted no tenía que…

—Oiga, que ya nos tuteábamos, mujer… Y muchas felicidades.

—Gracias; para ti también.

Ella ofrece la mejilla y el viejo la besa. Huele mejor que las rosas. Y su pelo, ¡qué seda tan firme!

—¿Te gustan? —pregunta el viejo, ya sentado, contemplándola mover los brazos al arreglar las flores en un jarro.

—Bien sabes que a las mujeres nos gustan.

—Supongo —responde el viejo con gravedad, añadiendo—: Es la primera vez que traigo flores a una mujer.

Y es verdad; con Dunka era ella quien ofrecía flores. Pero Hortensia lo ignora y, sorprendida, se vuelve hacia él, grave a su vez la mirada tras el permanente chispeo de sus ojos, que recuerdan un río tranquilo donde cabrillea el sol. Ahora la sorpresa la hace indiscreta:

—¿Qué dices, hombre? ¡Habrás conocido a tantas!

La sonrisa viril lo confirma de sobra.

—Pero nunca necesité flores.

Ella no se atreve a replicar. Concluye de arreglar el ramo, lo centra en la mesa y, sin decir nada, desaparece un instante volviendo con la grappa y un vasito. Pregunta:

—¿Qué tal tu Nochebuena?

—Con el nieto. Por lo demás, nada, ellos dos… Una Nochebuena milanesa… ¡Tú sí que la celebrarías con tu hija!

—¿Yo? Aquí sola.

—¿Sola? —se asombra el viejo, pensando: «Si yo hubiera sabido… Pero ¿qué?, no iba a dejar a Brunettino».

—Los hijos son todos iguales: viven su vida. Bueno, también yo la viví de joven. Cuando me marché de Amalfi, mi padre no quería, pero no me arrepiento. Allí no había nada que hacer.

El viejo la mira: «¿Qué vida habrá llevado? Desde luego tiene mundo».

—¿Y también te quedarás sola en la San Silvestre?

La sonrisa femenina se acentúa.

—Ya no. Tendré tus rosas.

Ahora es el viejo quien no se atreve a contestar.

Ella le mira: «¿Qué estará pensando ese hombre?… Algo bonito, seguro… Bueno, pues yo no me callo».

—¿En qué estás pensando?

—En tu pelo. ¡Qué hermosura!

«Sabía que iba a reírse de garganta», se regocija el viejo al oírla.

—¡Gracias! Hubiera sido mala propaganda tenerlo feo.

—¿Por…?

—Fui peinadora. Capera, decimos nosotros.

—¡También nosotros!

—¡Vaya, por una vez, de acuerdo Amalfi con Calabria!… Tenía mis clientas; además compraba pelo y lo revehdía para pelucas… Sacaba unos cuartos para ayudar en mi casa.

Continúa, interpretando la súbita expresión del viejo.

—Había peinadoras con mala fama, de acuerdo; pero yo nunca llevé recaditos ni líos. Además, el oficio se hundía: con las permanentes y los institutos de belleza…

Impresión del viejo, al sentirse adivinado: ¿Será ella vidente?… No, es que esa mujer habla sin miedo.

—Así tienen todas las cabezas estropeadas. En cambio tú…

La mujer se retoca el moño y acepta el cumplido.

—Nunca me ondulé; sólo cortar… Si llega a ponerse todo bien blanco será bonito.

«Suelto, suelto, es como me gustaría a mí verlo», piensa el viejo. Pero habla de su nieto, de su cabecita más bien rizada.

—Y ya anda, ¿sabes? Desde anoche, para mí solo.

—¡Estarás contentísimo!

No necesita decirlo; pero se plantea un problema. Un niño que ya ha empezado a andar necesita otros zapatos. La Andrea, esperándolo de un momento a otro, le ha comprado unos muy feos: los llama mocasines y son como abarcas.

—Mi nieto no irá como un pastor —sentencia el viejo, bebiéndose la grappa de un solo trago—. Ha de vestir como un señor. Eso: con calcetines blancos y zapatitos negros de los que brillan.

Así es como el viejo se representa a los hijos de los señores. Se le quedó grabada la estampa cuando bajó un domingo desde el monte a Roccasera, llevando al cuello un cabritillo para el señor marqués, recién llegado para cazar con dos amigos: el marqués a quien él acabaría comprando las viñas y el castañar. Fue la primera vez que vio un automóvil y de aquel vehículo prodigioso se apeó un niño flaco y rubio: sus calcetines blancos salían de unos zapatitos relucientes como espejos. Por cierto, al acabar la guerra fue fusilado: había sido alto jerarca fascista.

—Hortensia…, ¿tú crees que esos zapatitos brillantes son de fascista?

—¡Qué bobada! —ríe ella—. Pero mejor que de charol serían unas botitas. Ciñen el tobillo y el niño anda más seguro.

Al viejo le cuesta renunciar a su ideal infantil, pero comprende que son más de hombre unas botas. Su problema es comprarlas. ¿Cuáles? ¿De qué medida? ¿Dónde? ¿Y si le engañan en el género? Porque estos milaneses, cuando ven a uno del campo…

Hortensia se ofrece para acompañarle a la zapatería. ¡Estupendo! Así las botitas serán un regalo de Reyes para el niño, aunque la costumbre no sea ésa. Ella los guardará en su casa hasta la víspera, asegurando la sorpresa. ¡Qué cara pondrá la Andrea! Ríen juntos.

El viejo se despide, pero deja en esa casita luminosa el lazo entrañable de un secreto referente a Brunettino y compartido con Hortensia. Ágil y alegre, baja las escaleras como cuando descendía de la montaña a Roccasera en víspera de fiestas.

26

¿Y eso son las famosas mujeres?

Andrea le inscribió en un estupendo Club de Animación para la Tercera Edad, frecuentado por señores y señoras: así dijo ella.

—¿Mujeres? —preguntó el viejo.

—Claro, mujeres —sonrió forzadamente Andrea.

Y ahora el viejo mira a las mujeres en el salón engalanado aún con guirnaldas navideñas. Y, por supuesto, con un árbol de Noel en un ángulo. Pero sus bombillitas están siempre encendidas, sin hacer guiños.

Unas juegan a las cartas; otras forman grupo sentadas en divanes y sillones, con té o café en mesitas cercanas. Hay hombres también y se charla animadamente, estallando de vez en cuando una risita aguda. Una de ellas ha dejado de tocar el piano, volviéndose hacia la puerta en su taburete giratorio y, como las demás, mira al viejo que, junto con Andrea y la directora del Club, permanecen en el umbral. A su vez, el viejo las mira:

«Mujeres? ¡Un hato de viejas!… Onduladas, maquilladas, emperifolladas…, ¡pero todas viejas!».

Los hombres, por el estilo. Hay uno de pie junto a la pianista. Dos juegan al ajedrez: los únicos que no se han vuelto hacia los recién llegados.

—Continúe, don Amadeo: su voz está mejor que nunca… ¡Magnífica!… El comendador es un gran tenor —aclara al viejo la directora.

Bueno, insiste en que no la llamen directora. «Yo no dirijo nada; todo lo deciden nuestros miembros del Club. Sólo soy una modesta animadora, una compañera más.» Pero el viejo comprende que es la directora: no hay más que verla y, sobre todo, oírla. ¡Ese aire de autoridad…!

—¡Ah, cuando yo cantaba en la Scala…! —farfulla el viejo junto al piano, inclinándose en ceremonioso gesto de gratitud. Vuelve una página en el atril e indica a la pianista—:Recomencemos, por favor.

La pianista pulsa unos acordes. Luego, mientras la cascada voz ataca la Matinatta de Leoncavallo, la directora conduce a Andrea y a su suegro hacia dos sillas vacías, frente a un sofá con dos señoras y un caballero entre ellas.

—No les presento porque aquí no es necesario: todos están presentados por el hecho de ser socios. Nuestra regla es la espontaneidad, el libre impulso afectivo, ¿verdad?

Las tres cabezas del diván asienten repetidamente. La directora-animadora sonríe. En realidad, todo el mundo aquí sonríe, menos el viejo. Y tampoco Andrea, que le observa con inquietud.

—Yo soy Ana Luisa —dice una de las viejas, al mismo tiempo que la otra declara llamarse Teodora. Han de repetirlo porque como hablaron a la vez resultó confuso.

Desgraciadamente tampoco se les entiende a la segunda porque el otro viejo suelta una risa en cascada que acaba en un golpe de tos, durante el cual ellas logran por fin identificarse, casi a gritos.

— No les haga caso, compañero —desmiente el viejo en cuanto puede hablar—. No se llaman así, le están engañando. Son unas bromistas, unas bromistas… Ji, ji, ji; estas muchachas son unas bromistas.

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