La sonrisa etrusca (12 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

BOOK: La sonrisa etrusca
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El viejo suspira, escéptico… A poco, ante el niño enfermo olvida lo demás. «¡Tan malito, aunque ese tío no le dé importancia! ¡Como no es su nieto…! Porque, si sólo es un catarro, ¿a qué viene sacarle así la sangre, casi degollándole? ¿A qué?»

Oye cuchicheos en el pasillo y se pregunta si habrá vuelto el médico… No; es Renato, hablando por el pasillo con su mujer.

—El pediatra no le ha dado importancia; dice que se pondrá bueno en dos o tres días —explica Andrea—. Pero ya me ha fastidiado el viaje.

—Mujer, puedes irte a Roma después.

—¡Ahora que ya tenía la audiencia del ministro! Tendré que pedirla otra vez y…

—Además, tío Daniele había empezado a mover sus influencias.

Callan al llegar a la puerta de la alcobita. El viejo entrega el niño a Renato, mientras piensa: «Ésa sólo se ocupa de su carrera. ¡Ni que el niño le estorbase!… ¡Pobre Brunettino mío!».

Ya de noche, mientras cuida al nieto durante la cena del matrimonio, el viejo dialoga en pensamiento con la palidísima frente sobre las mejillas arreboladas:

«Sí, niño mío; ellos comiendo tan tranquilos mientras tu cuerpecito es campo de batalla; tu sangre contra el mal, a vida o muerte, ¿cómo serán capaces?… Pero déjalos, no estás solo. Tu padre no manda en casa, tu madre te entrega a ese
dottore
de mierda, pero tu abuelo te sacará adelante, ¿te enteras, angelote mío?… Por de pronto, quieran que no, mañana tendrás aquí agua hirviendo con hojas de eucalipto y flores de cremelaria… ¿Sabes? Los árboles son buenos; los árboles quieren a los niños y te salvarán mejor que esos pinchazos. Olerás a la montaña en primavera y podrás respirar… Ah, ¿sonríes?; ya veo que me crees. ¡Bravo, niñito mío! ¡Avante contra los enemigos, tú que venciste al tanque!»

A la mañana siguiente Andrea acaba transigiendo, después de consultar su maldito libro de criar niños, donde dice a qué hora exacta deben despertarse y cuándo han de tener hambre. «¡Como si eso no lo supieran de siempre las madres que no saben leer!»

Además el viejo la oye preguntar por teléfono al
dottore
, desde el supletorio de su estudio, un buen rato y cuchicheando… Pero al fin aparece en el pasillo con las mejillas sonrosadas y el temblor de una sonrisa. «Lo que yo digo, ¿andará tonta por ese mangurrino?»

Pero ha transigido y el viejo baja corriendo a la farmacia a buscar eucalipto —la cremelaria ni sabían lo que era, los desgraciados—, aunque tira las hojas porque en Milán las venden en paquetes de fábrica y no es eso. En cambio, en la tienda de la señora Maddalena —¡y qué sabroso rato mirándola y recordando aquel auto verde metálico!— tienen eucalipto de verdad y le recomiendan para las flores —¡claro que las conocen!— un herbolario próximo. «¡Qué señora Maddalena, lo resuelve todo! Y más
stacca
que nunca… Pero ya no me extraña; no es el blandengue del marido quien riega esa flor.»

Subiendo en el ascensor envuelve sus compras en el papel de la farmacia, para que las plantas salvadoras burlen los controles de Andrea y derroten al
dottore
. «En la guerra, engañar al enemigo, Brunettino mío.»

18

El viejo de pelliza campesina y anticuado sombrero, que durante unos días dirigió la poda en el jardín y luego se eclipsó, reaparece hoy empujando orgulloso una sillita con un niño. Las mamás con sus críos le reciben como a un abuelo apacible haciendo de niñero, aunque basta una sola ojeada del hombre, deteniéndose sobre sus cuerpos, para que le miren de otra manera y compongan instintivamente su postura sentada o se lleven la mano a verificar el peinado.

Pero casi siempre el viejo va pendiente del niño. Todo en él le asombra: los ojitos tranquilos o ávidos, el manoteo incansable, la suavidad de la piel, los repentinos chillidos.

Más prodigioso aún en esta tarde, su primera salida después de la enfermedad. ¡Qué pesadilla, lo que ellos llamaron catarro! Porque para el viejo fue una señora pulmonía, aunque el doctor ni se enterase. ¡Si él supiera que Brunettino sólo se había salvado gracias al eucalipto y a la cremelaria, añadida en el agua a escondidas de Andrea! La misma planta que curó la pulmonía del viejo Sareno, cuando ya le habían desahuciado.

«Gracias a tu abuelo estás ahora paseándote, niñito mío… ¡Y es que, saber de hierba para los males, nadie como los pastores! Bueno, también la señora Maddalena tenía idea, pero no tanta. Únicamente las brujas, pero ése es otro cantar. ¡La Madonna nos libre!»

De pronto le divierte al viejo recordar la cara que puso Anunziata cuando arreglaban al niño para salir de paseo: ¡qué sorpresa la suya al verle abrochar el vestidito sin dificultad! Nadie sospecha cuánto ejercicio le ha costado por las noches. Sí, aún son capaces de aprender sus dedos; aún no se le han oxidado las coyunturas… Contempla sus manos aferradas a la barra de la sillita como a un timón: recias, abultadas de venas, pero vivas y ágiles todavía. Compara con las manitas de Brunettino y entonces sí que se derrite su corazón. Esos puñitos, esos deditos, ¡cómo serán cuando derriben a un rival, cuando acaricien unos pechos jóvenes…!

«Yo no lo veré, niñito mío, ni tú lo sabrás, pero soy yo quien te está haciendo hombre.

Te he salvado del medicucho y te salvaré de tu madre y de quien sea. Yo, tu abuelo, el partisano Bruno… ¿Sabes?, sólo le pido una cosa a la Madonna todos los días: que se muera pronto el Cantanotte y pueda yo llevarte allá a corretear por el patio de casa, persiguiendo a las gallinas. ¡Verás qué bonito es Roccasera; no como este sucio Milán! Luce un sol de verdad; no te lo puedes ni imaginar viendo éste. Y a lo lejos la montaña más hermosa del mundo, la Femminamorta. Parece que se quita y se pone vestidos como una mujer. A veces está azulada, otras violeta, o parda, o hasta rosa, o lleva un velo, según el tiempo… Tiene su genio, eso sí; a veces avisa de la tormenta, pero otras nos la echa encima por sorpresa… Es dura, pero buena; como hay que ser. Te enamorarás de ella, Brunettino, cuando subamos a verla…»

Se le ocurre que son sueños y los aleja de su mente. Pero ¿por qué sueños? En realidad está salvando al niño; ya tiene la carita un poco más de mayor y eso no es un sueño, aunque Andrea lo negase ayer cuando se lo hizo notar. Acabó reconociéndolo, si bien lo atribuyó al catarro, que le había chupado un poco las mejillas al pequeño.

«¡Tonterías!, es que se hace hombrecito», piensa el viejo recordándolo. Cada día gatea mejor y hasta intenta, incorporarse agarrándose a algo… Pero no hay que forzarle: el zío Benedetto se quedó con las piernas arqueadas por ponerle a andar demasiado pronto.

Claro que para ser sillero como él no importa mucho; no es como en el caso de un pastor y un partisano. Algunos le gastaban bromas —«¿tanto te pesa lo que cuelga?»—, pero él estaba encantado por haberse librado así del servicio militar. Triste ventaja, cuando las mujeres sólo se dan a los tíos bien plantados, salvo que se tenga dinero. «Te enseñaré a caminar poco a poco, Brunettino; serás un buen mozo… Bueno, ya lo eres, ¡tan pequeñito y se té pone como mi meñique!»

El viejo mira su meñique —«no tanto», se corrige— mientras oye unas palabras al pasar ante un banco ocupado. «¿Quién habla de sol? Una milanesa tonta», piensa el viejo levantando la vista con desprecio hacia el amarillento redondel amortiguado por la neblina. De todos modos, cambia de ruta para evitar su luz sobre los ojos del niño y se acerca así demasiado al sendero que bordea el jardín a lo largo de la calzada.

De repente, un automóvil se aproxima mucho a la acera, mete la rueda en un charco y salpica la silla, la mantita y hasta lanza unas sucias gotas sobre la mejilla del niño, que rompe a llorar. Al viejo le paraliza un momento la indignación pero, al ver detenido el coche en un disco rojo, a poca distancia, echa a correr ciego de ira, gritando insultos. En su cabeza una sola idea: «¡Le mato, le mato, le mato!». La repite su boca, la piensan sus piernas, golpea su corazón. La navaja ya está abierta en su mano cuando se acerca al coche, cuyo conductor tiene la suerte de que el cambio de disco le permita alejarse rápidamente, sin haber llegado a enterarse de nada.

Al viejo sólo le queda agotar los insultos y dirigir al fugitivo un corte de mangas, una
vrazzata
, pero todo su coraje no le impide verse en la cómica situación del perseguidor burlado, impotente allí en la acera, desnuda la cabeza, con su navaja inútil provocando miradas divertidas… De repente le sobrecoge una idea:

«¡Soy un loco, he dejado al niño solo, soy un viejo loco!»

Regresa corriendo también, recuperando al paso su sombrero caído e imaginándose las mil cosas que pueden haberle ocurrido al chiquillo. A tiempo llega, porque ya una mujer desconocida se inclina sobre la sillita. ¿Intentará llevárselo? ¡Madonna! ¡Viejas historias de gitanos robando niños se le vienen a la mente en ese instante!

Llega junto a ella. La carrera, la cólera y el susto le impiden hablar, con la dolorosa galopada de su corazón. Sólo puede mirar ferozmente a la mujer, que se ha vuelto con el niño en brazos al escuchar los pasos. Ella le adivina:

—No se lo voy a robar, señor —tranquiliza con una sonrisa—. Le oí llorar, le vi solo y me acerqué.

El niño ya no llora. La mujer le limpia la mejilla con un pañolito blanquísimo. El viejo sigue recobrándose y aunque hostil todavía a la intrusión, le calma el rostro apacible: unos labios frescos entre arruguitas graciosas, una expresión joven pese a la madurez no disimulada.

—Gracias, señora —puede decir al fin, mientras su mirada, descendiendo, valora los pechos marcados sin exceso, las caderas rotundas, la buena planta.

—¿Qué pasó? —pregunta ella.

—¡Un cabrón! ¿No ve cómo puso al niño, la manta, la sillita? Un señorito en auto. ¡A un niño!… ¡Un cabrón milanés!

Se arrepiente de la palabrota, pero ella sonríe.

—También sus pantalones: míreselos. Habría que limpiárselos.

—¡Qué importa! Si le cojo le mato… ¡Cabrón! Y perdone.

—Un cabrón —repite ella serenamente, sorprendiendo al viejo.

El niño juguetea ya con el pelo de la mujer, que continúa—: ¿De qué parte del Sur es usted?

Ahora comprende el viejo: ella le ha reconocido el acento y también debe de ser de allá abajo, aunque apenas se le note. Se siente cómodo en el acto y se ajusta bien el sombrero.

—De Roccasera, junto a Catanzaro. ¿Y usted?

—Del otro mar. Amalfi.

—Tarantelona, ¿eh?

—¡Y a mucha honra!

La voz femenina suena orgullosa de su tierra; la estatura parece aumentar cuando echa atrás la cabeza altivamente.

Ríen ambos.

—¡Maldita sea! —exclama el viejo ante el barro que se seca en la sillita.

—No se puede volver así, ¿verdad? Le reñirá la mamá… ¿Su hija?

—¡Quia! ¡Mi nuera!… ¡Y qué me va a reñir ésa! ¡Ni nadie!

Es tan violento el tono que la mujer desiste de continuar la broma y observa al viejo con nueva atención: «Desde luego, no es un abuelo caduco. ¡Vaya tipo!», piensa.

—¡Quieto, chiquitín! —dice, cariñosa, liberando su pelo del puñito encaprichado—. Mire, ¡ya quiere jugar conmigo!

—¿Y quién no querría?

La mujer ríe con ganas. ¡No, nada de abuelo caduco!

—¡Guapo muchacho! —exclama, instalándole de nuevo en la sillita—. ¿Cómo se llama?

—Brunettino… ¿Y usted?

—Hortensia.

El viejo saborea ese nombre y corresponde:

—Yo, Salvatore.

Apenas vacila un instante, añadiendo:

—Pero usted llámeme Bruno… Y, dígame, ¿se pasea otros días por aquí?

19

«¡Se marcha! ¡Se va a Roma!»

El viejo se ha despertado con ese alegre estribillo en la cabeza. Lo sigue musitando mientras pone su café matutino al fuego. «De fuego, nada», piensa una vez más, comparando esos alambres enrojecidos con el chisporroteo y la danza de las llamas en el hogar campesino.

«No irá a ver a los etruscos, claro. No le gustan. Es de los otros. De los romanos, los de Mussolini. ¡Peor para ella! El caso es que se marcha unos días; que nos deja vivir en libertad… Eso, ¡libres!… Parece mentira, una mujer poco habladora, que no sale de detrás de sus librotes, y sólo saber que está ahí es como tener encima a los carabineros… ¡Las mujeres! ¡Fuera de la cama no hacen más que fastidiar!»

Andrea le dejó anoche a Renato una lista de instrucciones para llevar la casa en su ausencia y además las comentó una a una, pues quería estar segura. A mediodía Renato la llevará en coche al aeropuerto. Faltan pocas horas; el viejo se frota las manos.

Llega Anunziata y Andrea le repite el código escrito. El viejo aprovecha para salir a dar su vueltecita; esta vez sin el niño: hoy hace demasiado frío. Ya en la puerta, oye a su nuera autorizando a Anunziata para traerse a su sobrina si necesita ayuda. «¡Simonetta!», recuerda el viejo encantado, pensando que el día comienza bien. Hasta la
Rusca
está tranquila.

Y continúa propicio. En el corso Venezia se encuentra a Valerio. El estudiante le explica que le han pasado a «Vías públicas» al acabar la poda, y seguirá teniendo trabajo un par de semanas en la ornamentación callejera para la próxima Navidad. Un edil de la oposición se ha quejado de que existen barrios olvidados y el podestá ha mandado poner a toda prisa bombillas de colores también en algunas plazas de la periferia. Valerio ayudará a instalarlas por la piazza Carbonari hasta la piazza Lugano.

—Después, se acabó. A buscar trabajo de nuevo. A no ser —vacila el muchacho— que usted me ayude. Precisamente iba a ver si le encontraba en su casa.

El viejo se sorprende y Valerio se explica. Hace días le habló del calabrés al profesor Buoncontoni, el famoso etnólogo y folklorista, que inmediatamente se interesó:

—«Quiero conocer a ese hombre, Ferlini», me dijo el profesor —cuenta Valerio—. «No he vuelto a la Sila desde mi juventud, cuando investigué entre los descendientes de los albaneses llegados en la Edad Media, que aún conservan sus costumbres griegas… La Sila permanece bastante inalterada y ese amigo suyo puede darnos mucha información…Tráigale al Seminario.»

El viejo escucha al estudiante sin comprender todavía. Valerio añade que hay fondos para grabaciones testimoniales en la fonoteca del departamento. Pagan dietas a los sujetos estudiados y Ferlini lograría así ser nombrado asistente remunerado.

—¿Qué es eso de «sujeto»? —pregunta el viejo, amostazado—. ¿Qué pinto yo ahí?… Te confundes conmigo, muchacho. A mí, el dinero, ya…

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