—¿Lo ve usted, señor Roncone? ¿Lo ve usted?
El viejo deja al niño sobre la moqueta junto a la cuna y se vuelve hacia una Anunziata triunfante, bien plantada en la puerta.
—¡Zío Roncone, recuerde! Y ¿qué tengo que ver?
—Que la señora tiene razón, que no hay que coger al niño en brazos… ¡Él mismo quería bajarse hace un momento, que yo lo he visto!
Así es. El niño, desde los brazos del viejo, señalaba insistente hacia el suelo con su dedito de emperador romano y gritaba: «A, a, a», mientras se debatía para soltarse.
—Pues ya está abajo. ¿Es que no?
—¡Faltaría más!… ¡Y eso quiere decir —remacha— que la señora tiene razón!
—No; eso quiere decir lo que repetía don Nicola, el único cura decente que pasó por Roccasera; ¡por decente duró tan poco!
—¿Le ascendieron de parroquia? Porque en cualquier otra estaría mejor.
El viejo desprecia el alfilerazo.
—No. Colgó la sotana harto de no entender al Papa y se fue a Nápoles a ganarse la vida con su trabajo en un colegio.
El niño, sentado en la moqueta, se deleita con el contraste de esas voces, y atiende como si comprendiera la amistosa escaramuza de muchas mañanas.
—Ya… ¿Y qué barbaridad decía aquel modelo de virtudes?
—Una barbaridad del Evangelio. Esa de «Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen», o algo así… Eso les pasa a mi nuera y a usted… ¡Y a tanta gente como las dos, médicos o no médicos!
Anunziata se desconcierta. Al fin, contesta, recalcando el tratamiento irónicamente:
—Con usted no se puede, zío Roncone.
Se retira muy en digna vencedora.
El niño, entre tanto, ha volcado una caja a su alcance y se concentra en los juguetes así desparramados: piezas educativas ensamblables moldeadas en plástico de colores, bichitos de trapo, un tentempié con cascabeles y un caballito basculante que le compró el viejo y obtuvo gran éxito inmediato. Luego cayó en el olvido infantil y en ese momento resulta ser de nuevo el objeto preferido, para regocijo del viejo, que se sienta junto al niño y empieza a susurrarle:
—¡Pues claro que conmigo no se puede! ¿Qué se han creído esas dos?… La Anunziata es buena mujer, Brunettino, y te quiere a su manera de solterona, pero no se entera de nada, como tus padres… Se creen que no quieres mis brazos y es lo contrario: gracias a que yo te he entendido y te achucho desde que llegué vas ganando seguridad. Te haces hombre a mi lado, y, claro, te atreves a más, angelote mío; a pisar el suelo y a moverte.
Así viene ocurriendo en las dos últimas semanas. Brunettino muestra un creciente afán por ampliar su campo de experimentación. Cuando se sienta en la cuna y le entregan juguetes, acaba tirándolos fuera enérgicamente y los señala: no para que se los devuelvan, como antes pretendía, sino para que le coloquen entre ellos. Incluso a veces se aferra a la barandilla de la cunita y se asoma de un modo que obliga a estar pendiente para que no bascule por encima y se caiga al suelo.
—Tu madre dirá —continúa el viejo— que así vas dependiendo menos de ellos… ¡Pobrecilla! ¡Si no es eso!… Como no sabe que yo te voy enseñando a defenderte, no comprende que tu adelanto es que vas aprendiendo lo principal de la vida, niño mío: que o te haces fuerte o te pisan el cuello. Por eso te lo repito cuando te tengo en brazos: que te aproveches del mundo, y que no te dejes manejar y, claro, tú te lanzas por ahí a practicar… ¡Apréndetelo bien: hazte duro, pero disfruta los cariños! Como hacía mi Lambrino: topar y mamar… Sólo que el pobrecillo era un cordero y no podía llegar a fuerte, ¡pero tú eres hombre!
El niño practica, en efecto, cada vez más. A fuerza de tentativas ya se pone a gatas y recorre así la alcobita o el estudio. Ahora mismo está empezando a moverse, atraído por los pantalones del viejo, cuando de pronto suena un ruido mecánico persistente y el niño alza la cabeza con atenta mirada.
«¡Tiene el oído tan fino como yo! —piensa el viejo, reconociendo la aspiradora de Anuriziata—. ¡Qué carita pones, niño mío! Me recuerdas la frente arrugada de Terry, el asesor militar inglés que nos parachutaron, cuando cavilaba por dónde acercarse mejor de noche a la posición alemana. ¡Qué espesas cejas tenía el tío!»
Obstinado, el niño gatea hasta la puerta y asoma la cabecita. Mira a un lado y a otro: el pasillo debe parecerle un túnel infinito. Pero no se arredra y reanuda la marcha hacia el fascinante ruido. Seguido por el viejo, que comparte gozoso la aventura, se asoma al cuarto donde, de espaldas a la puerta, limpia la alfombra Anunziata.
«¡Así, niño mío, así se avanza! ¡En silencio, como los gatos, como los partisanos! ¡La sorpresa, siempre la sorpresa! "¡Enemigo sorprendido, enemigo jodido!", repetía el profesor… Bueno, él decía "enemigo perdido", porque tenía instrucción; pero sonaba más verdad a nuestro modo… Eso, ahora, ¡ataca!»
—¡Ay!
La carcajada del viejo estalla a la vez que el femenino chillido de pánico al sentir ella un roce en su tobillo: la mano del niño. En su asustada reacción, Anunziata se echa a un lado y suelta el mango de la aspiradora, que queda inmóvil sin cesar en su estrépito.
Desplazada así la barrera defensiva humana, el niño avanza imperturbable hasta su objetivo y se abraza con sonrisa feliz a la máquina vibrante.
—¡Se va a quemar, se va a hacer daño! —grita Anunziata, corriendo a apagar el motor. El súbito silencio hace aún más ruidosa la carcajada del viejo, que se palmea los muslos en su entusiasmo, para mayor irritación de la mujer.
El niño contempla el aparato enmudecido, compone una expresión frustrada y golpea el metal con la manita. Por un momento parece a punto de llorar, pero luego prefiere trepar hasta montarse a horcajadas sobre la pulida máquina, golpeándola más para excitarla.
El viejo acude al mango del aparato y pulsa el interruptor. El reanudado estrépito alarma un instante al niño y casi le desmonta, pero en el acto chilla feliz y ríe sobre su trepidante cabalgadura, sobre todo cuando el viejo le sujeta por los hombros para que no se caiga.
—¡Párelo, señor Roncone! ¡Está usted loco! —grita Anunziata, pero ha de resignarse un rato, a pesar de que reclama a cada momento la aspiradora. Al fin Brunettino se cansa del monótono juguete, se deja resbalar al suelo y se desplaza hacia otro objetivo. El viejo se pone también a cuatro patas y le habla cara a cara:
—¡Qué grande eres, niño mío! ¡Has vencido al tanque, lo has bloqueado! ¿Te das cuenta de tu victoria? ¡Como el Torlonio con sus botellas inflamables y sus bombas de mano! ¡Qué grande eres!
El viejo está reventando de orgullo, mientras Anunziata le oye estupefacta. El niño, detenido un momento ante el nuevo cuadrúpedo, se le cuela entre los brazos y se mete bajo el pecho del viejo, que entonces cambia de recuerdos:
— Eso, ahora aquí, quieto, como el corderillo con la madre. Lo que yo te decía, ¡topar y mamar!
Pero el chiquillo sigue avanzando y aparece por detrás, pasando entre las piernas del viejo, cuya memoria retorna así a la guerra, mientras el niño al fin se sienta a descansar, satisfecho de sus proezas.
—¡Vaya golpe final! ¡Así, escabullirte como nosotros nos infiltrábamos por los bosques! ¡Eso sí que es estar copado y escapar de la trampa!… ¡Ya lo sabes todo! ¡Así los hombres conseguimos vencer a los tanques y a los aviones!… ¡Eres de los nuestros, eres todo un partisano, atacando y retirándote…!
Concluye en un grito:
—¡Viva Brunettino!
De pronto, una inspiración:
—¡Mereces desfilar a caballo!
Coge al niño, lo eleva por encima de su cabeza provocándole chillidos de susto y regocijo, y lo instala a horcajadas sobre sus hombros. El niño se aferra al crespo cabello con sus manitas, el viejo le sujeta por las piernecitas y sale del estudio, entre los aspavientos de Anunziata, doblando las rodillas en la puerta por miedo al dintel, como cuando en la ermita sacan y meten a santa Chiara.
El viejo va y viene a zancadas por el pasillo con el niño en lo alto, cantando la famosa marcha triunfal:
—¡Brunettino, ritorna vincitor… Brunettino, ritorna vincitor…!
El viejo está sentado en su sillón, frente a la ventana, dando así la espalda al rincón de Andrea. «El sillón duro», como le llama Anunziata. No comprende que el viejo lo prefiera porque es un mueble florentino de nogal sin tapizar, con respaldo recto y brazos.
Pero al viejo no le gusta el diván: en él se hunde, no hay firmeza, es para la blanda gente milanesa.
—Le gustan los rascacielos, ¿verdad? —preguntó Andrea cuando le vio instalarse allí por primera vez—. ¡Son espléndidos!
Empiezan a iluminarse huecos en los incontables pisos: en el rascacielos de la piazza della Reppublica y en el famoso Pirelli, con su perfil como proa de navío. Pero no le gustan nada, ¡ni hablar! ¿Cómo va a compararse esa vista con su montaña desde la solana de Roccasera? Majestuosa, maternal y austera, su Femminamorta, con sus cambios de color según las estaciones y las nubes.
Suena la puerta del piso. Entra Renato sigiloso para no despertar al niño. Saluda a su padre y sigue hasta Andrea, besándola en la nuca. Entre el cuchicheo del matrimonio, el viejo oye crujir un sobre al ser abierto. Son sus análisis médicos, seguro; Renato ha pasado por el Hospital para recogerlos. El viejo sabe, sin volverse, que le están dirigiendo miradas compasivas. Sonríe: estos dos muchachos le hacen gracia.
Renato se acerca a su padre, alude de pasada a los análisis y empieza a quejarse exageradamente del tráfico, mientras Andrea va al pasillo a telefonear, en vez de hacerlo desde su mesa. «Están asustados —piensa el viejo—;basta ver cómo procuran disimular… ¿Qué esperaban del análisis? ¡Vaya un par de infelices!»
Andrea vuelve, anunciando que ya tiene hora del médico para el jueves, cuando ella podrá llevarle. La serena sonrisa del viejo se hace francamente burlona ante el embarazo de la pareja. El súbito llanto del niño salva la situación: Andrea sale apresurada a prepararle el baño y Renato la acompaña. El viejo les sigue relamiéndose ante esa gran ceremonia cotidiana, que hoy va a resultar excepcional.
El viejo lo comprende cuando están ya secando al niño que, como de costumbre, se acaricia su miembrito, rosada turgencia semejante a las yemas de castaño en primavera.
Y entonces, ¡gran sorpresa!, antes de llevarse los deditos a su nariz, Brunettino ofrece las primicias al viejo, sonriéndole invitadoramente, mientras le penetra con su insondable mirada de azabache.
—¡Niño! —exclama Renato, fingiendo escandalizarse.
—Déjale —comenta sesudamente la madre—. Está superando la fase anal.
Al viejo le resbala esa palabrería. En cambio, el gesto infantil le recuerda leyendas de bandoleros mezclando su sangre en ritos de fraternidad y por eso interpreta en el acto el mensaje. Se inclina hacia la manita y aspira conmovido la ofrenda. Una luz chispea en la mirada del niño que, a su vez, huele sus ungidos deditos. Así queda consumado, comprende el viejo, el mágico pacto.
Una inmensa serenidad le envuelve más tarde, acostado ya en su cama, hasta que le invade el sueño. Porque el niño ya sabe, y ha decidido confiarse al viejo.
No hay más que hablar: todo queda encaminado.
Por eso el viejo abre los ojos mucho antes que otras madrugadas. Siempre supo despertar a la hora deseada: en la guerra como en las cacerías, en el contrabando como para el amor.
Las campanas del Duomo le confirman que son las tres. La última nevada despejó la atmósfera y se oyen mejor. El viejo mira por la ventana: la opuesta pared del patio es de plata lunar.
«Mala claridad para una emboscada de aquéllas, pero buena para esta guerra… ¡Qué pronto comprendiste que soy tu compañero, niño mío!»
Se calza lentamente los gruesos calcetines y coge su manta. No hace frío en el piso calentado, pero sin ella se sentiría vulnerable. Siempre le acompañó en los grandes empeños y éste es otro: salvar al niño de la soledad.
Avanza por el pasillo con felina pisada y se detiene ante la entrecerrada puerta de la alcobita. Por la rendija escapa la luz rojiza de la mariposa eléctrica puesta en el enchufe.
Con la mano en el pestillo se pregunta si chirriarán las bisagras: al girar silenciosas ellas le demuestran unirse al pacto. El viejo entra y cierra en silencio.
La ventana es toda luna; el suelo un lago plateado; la cuna y su sombra una isla de roca. En la almohada hecha espejo se refleja serena la copia de la luna, esa carita dormida y tibia cuyo aliento acaricia la vieja faz que se ha inclinado a olerla, a sentirla, a calentar junto a ella los viejos pómulos.
«¿Lo ves? —susurra el viejo—. Aquí tienes a Bruno. Se acabó el avanzar solo y perdido. ¡Avante, compañero, conozco los terrenos!»
Desde la cuna, el niño llena la noche con su aliento y con el palpitar de su corazoncito; en el suelo, espalda contra la pared, el viejo se abre a esa presencia como un árbol a las primeras lluvias: con ellas germina su larga memoria de hombre, se despliega su pasado como una semilla vertiginosa y una fronda de recuerdos y vivencias extiende un invisible dosel protector sobre la cuna.
Los minutos, como toc-toc de lanzadera, entretejen al viejo con el niño en el telar de la vida. El recinto es un planeta de luna y sombra para ellos solos: el niño lo acotó en el baño, con sus deditos ungidos, igual que los jabalíes delimitan sus territorios —el viejo les ha visto hacerlo en primavera— sembrando efluvios genesíacos en piedras o jarales. ¿Qué ocurre, qué se forja, qué cristaliza en esos minutos? El viejo ni lo sabe ni lo piensa, pero lo vive en sus entrañas. Oye las dos respiraciones, la vieja y la nueva: confluyen como ríos, se entrelazan como serpientes enamoradas, susurran como en la brisa dos hojas hermanas. Así lo sintió días atrás, pero ahora un ritual instintivo lo hace sagrado.
Acaricia sus amuletos entre el vello de su pecho y recuerda, para explicarse su emoción, el olmo ya seco de la ermita: debe su único verdor a la hiedra que le abraza, pero ella a su vez sólo gracias al viejo tronco logra crecer hacia el sol.
La madera y el verdor, la raíz y la sangre, el viejo y el niño avanzan compañeros, como sobre un camino, por ese tiempo que les está uniendo. Ambos hombro con hombro, en extremos opuestos de la vida, mientras la luna se mueve acariciándoles, entre el remoto girar de las estrellas.
La enfermerita es un encanto.
—¿Roncone, Salvatore?… Pase, por favor.