Anunziata hace entrar las piernecitas en las del pelele y vuelve al niño para abrochárselo por detrás. El viejo se enfrenta empeñosamente con el botón de arriba, pero aún no ha terminado cuando Anunziata ha abrochado todos los demás. «Déjeme a mí», le dice ella, pero el viejo hace de su tarea una cuestión de honor. Sin embargo, el redondelito de pasta se escurre siempre entre sus recios dedos y, como el viejo persiste, Brunettino empieza a gruñir y el abuelo se da por vencido, sofocando en el pecho una gimiente maldición.
Anunziata abrocha el botón en el acto y el niño es instalado en su cuna. El viejo se sienta a sus pies y reanuda su canturreo, como medio siglo atrás junto a sus corderos.
Tonada melancólica, porque le sigue pesando su fracaso ante el botoncito. «De modo que si estuviéramos los dos solos —cavila—, ¿me sería imposible vestirle para que no se resfriara? No. No iba a envolverle en la manta; no es modo para un niño.»
El viejo, absorto en sus pensamientos, no percibe la llegada de Andrea, a la que Anunziata recibe en el vestíbulo.
—Le está durmiendo el abuelo, señora. El hombre está lleno de rarezas, pero se le puede dejar con el niño. Se sienta junto a la cuna como un mastín.
Andrea, de todos modos, se acerca a la puerta entornada y olfatea, porque ese cazurro de su suegro es capaz de ponerse a fumar. No por mala intención, sino porque no tiene idea de la higiene ni de criar niños… No se huele nada. Menos mal, pero ¡hace falta paciencia con el hombre!
Dentro, el viejo se ha callado al dormirse el niño. La escasa luz acotada por la rendija entre las cortinas cae directamente sobre sus manos. El viejo las contempla obsesionado: los dorsos, las palmas. Fuertes, anchas, con azulosas venas, dedos como recios sarmientos, uñas duras y cortas, pardas manchitas visibles entre el vello…
Las contempla: esas dos garras que saben degollar y acariciar. Trajeron corderos al mundo y refrenaron caballos, lanzaron dinamita y plantaron árboles, rescataron heridos y domaron mujeres… Manos de hombre, manos para todo: salvar y matar. ¿Todo? Ahora no está seguro. ¿Y el botoncito? ¿Y sostener bien al niño? ¿Sirven sus manos?
El fracaso de hace un rato le acongoja. Esos dedos que mueve ante sus ojos… Nudosos, ásperos… No son para esa piel de seda. ¿Será posible? ¡Por primera vez en su vida no se siente orgulloso de sus manos!
«Brunettino necesita otras; le sirven mejor las de la Anunziata… Pero ¿qué locura estoy pensando? ¡Envidiando a una mujer, como un milanés! ¡No, no; mis manos como son: éstas, las mías!»
Necesita un tiempo para sosegarse, para perdonarse a sí mismo tamaña aberración; pero no por eso deja de cavilar. «¿Es que la fuerza estorba? ¡Tiene que valer! ¡También para botoncitos, para cambiarle, para lo que sea!… ¡Fuera mujeres! ¡Mi Brunettino y yo; nadie más para hacerle hombre!»
Los dos solos: esa idea le encanta. Así no le malearán. Pero entonces…, ¿niñero? El repentino sofoco le obliga a pasarse el índice entre su cuello y el de la camisa. Se envara, sublevándose contra tales imaginaciones, sintiendo la sangre agolparse a sus mejillas.
«¡No, lo mío será otra cosa! ¡Maestro, eso es, su maestro!» Pero el temor a los equívocos no se desvanece. «¡Qué vergüenza! ¡La bicha me está comiendo el coraje!»
Contempla esa redonda blancura sobre la almohada, con el suave color de los morritos y el oscuro mechón en la frente. Violentísimo arrebato de ternura le arranca un sordo suspiro y encamina su mano hacia esa carita. Su dedo la roza y da un respingo reflejo, como si se hubiera quemado, porque, en la memoria carnal del dedo, esa mejilla ha despertado el tacto de una caricia a Dunka. La mano recuerda, y desata una explosión de memorias en el hombre: ¡Dunka! ¡Aquellos días, aquellas noches!… Dunka durmiendo a su lado; la mejilla de Dunka como ésta… ¿O ha sido al revés: la mano de Dunka en la cara del niño, o en el rostro del viejo?… Sentidos anublados, confusiones del tacto, ambigüedad.
Otra vez la luz declinante sobre unas manos y la vieja mirada clavándose en ellas. Pero ¿qué manos? Atónito, las descubre diferentes, esas manos insertas en sus muñecas: blancas, delicadas, femeninas… ¿Femeninas? ¡Si están llenas de fuerza!… ¿Y qué? ¡También Dunka empuñó virilmente la metralleta mortífera!
El asombro del viejo se vuelve angustia. «¿Me han echado mal de ojo? ¡Favor, Santos Difuntos: quiero mis manos!…» Oprime la bolsita de sus amuletos…
Cesa el terremoto interior y el mundo vuelve a su orden. El viejo se reconstruye, se reafirma en su ser, percibe el lugar, la hora… ¿Ha dormido, quizás soñado? Resopla y agita su cabeza, sacudiéndose sus fantasmas como un perro mojado se sacude el agua.
Verifica sus manos: las de siempre. … Sólo que, añora: «¡Si fueran también las de Dunka!».
Le acariciarían, se posarían en su frente librándola de maleficios… Resucita en su poso interior una cancioncilla sentimental, de moda cuarenta años atrás, que en plena guerra permitía olvidar los tiros… Un atardecer en Rímini, tarareándola juntos cuesta abajo hacia el mar, desde el Templo Malatestiano que a ella le asombraba tanto… La casa en la marina, en el patio la vieja parra sobre sus cabezas, uvas maduras al alcance de la mano… Dunka tendida se apoyó en su codo, arrancó un racimo y… ¡Eso, exactamente la dama etrusca!
Cuajan hondos sollozos en el viejo pecho; los reprime su escandalizada hombría…
Pero la ternura le anega en un mar apacible donde —inesperado delfín— saltan estas palabras:
—Brunettino, ¿qué vas a hacer de mí?
Las ha susurrado en dialecto. En dialecto lo preguntó también a Dunka, rindiéndose, cuarenta años atrás… Revive en sus labios el sabor del beso que entonces recibió por toda respuesta.
Dos ansias, dos edades, dos momentos vitales se funden en su pecho, arrancándole este conjuro, gemido, confesión, entrega…
—¡Brunettino mío!
Los miércoles Andrea no tiene clase y se dedica a «repaso de casa». El viejo ya sabe lo que eso significa: que Anunziata lleva ya un buen rato limpiando cuando su nuera sale al fin de la alcoba embutida en su pantalón de pana verde. Le hace al niño unas carantoñas si está despierto, da una vuelta de inspección poniendo reparos y acaba parapetándose tras sus libros en un rincón del estudio, como llama al cuarto de estar. De vez en cuando cae súbita, como halcón en picado, por donde trabaja la asistenta o buscando al viejo, que suele estar refugiado en su silla de la cocina. Ella le mira con santa paciencia y a veces le dice:
—¡Papá! ¿Qué hace usted ahí? ¡Su sitio es el estudio, en su sillón florentino!
El viejo la prefería con las gafas de antes; le daban un sencillo aire de maestra. Con lentillas parece otra, más extraña… «¡Si no fuera por no regalarle mi propio entierro al Cantanotte…! ¡Madonna mía, dame sólo un mes más de vida que a ese cabrón; justo para volver allí!» Es la jaculatoria cotidiana.
Por tercera vez se asoma Andrea esta mañana a la cocina. «Hoy sus estudios no se le dan bien», piensa el viejo. Por eso, cuando la oye mandar a Anunziata a comprar fruta y pan, se ofrece a hacer el recado, para quitarse de en medio.
—¡Claro que entiendo de peras! ¡Si soy hombre de campo!
Accede Andrea y, al cabo de un buen rato, el viejo regresa triunfante con su compra.
Se pavonea, riéndose:
—¡Je! ¡Quería engañarme dándome de esas envueltas en plástico para no poder tentarlas!… Pero ¡sí, sí! ¡Plantada la dejé!
—¿A quién, papá? —se alarma Andrea.
—A la fulana de tu tienda. ¡Que se las coma ella! ¡Una ladrona!… Mira las peras que traigo, por la mitad de precio.
Anunziata desenvuelve el paquete y pregunta:
—¿Y el pan?
—¡Ah, el pan! Bueno… ¡No me hables! ¿A eso le llaman pan? Yo entiendo de panes, pero de esa cosa no. Y como se me olvidó la marca que querías… ¡Hay tantas marcas de pan en Milán! Y todas lo mismo: artificiales. Andrea le mira con desesperación de víctima.
—Pero ¡mira, mujer, mira estas peras! Son naturales, no como las otras, tan iguales que parecen de cera… Y luego, con esos trucos para que no puedas ni olerlas y para que pagues cartones en el peso… Bueno, si me recuerdas la marca, bajo otra vez a por el pan.
—No, papá, no se preocupe. Tengo yo que comprar unas cosas mías. De…, de perfumería, eso.
La mirada y el tono de Andrea delatan malos humores y el viejo decide largarse también en cuanto ella se marche. No quiere estar a su regreso, porque un día cualquiera se va a hartar y va a mandarlo todo a paseo…
Cuando él sale, Andrea ya ha llegado a su frutería habitual y está dando explicaciones a la dueña, ofendidísima por la conducta del viejo. Andrea se esfuerza en aplacarla.
—¡Llegó a llamarme ladrona, señora Roncones delante de mis clientes! ¡Ladrona yo, que miro y remiro los precios como todo el barrio sabe!
—Discúlpele, señora Morante; es viejo y está enfermo. Además, es del Sur, un campesino, ya comprende… ¡Si supiera cómo me las hace pasar! Perdónele por mí.
—Por usted le disculpo, que es usted una verdadera señora… Pero él que no vuelva, por favor… ¿Pues no quería romper el plástico de los envases para manosear la fruta?… ¡Un rústico, un patán y perdone, sin idea de la higiene!… Luego la tomó con mi balanza automática, la más moderna: empeñado en comprobarla con pesas de verdad, decía él… ¡Sospechando, señora, sospechando! ¡Una balanza Veritas precintada por la Prefectura…! Y venga a discutir y a regatear, y la tienda llena de gente esperando… Pero lo que menos le perdono es la desconfianza. ¡Treinta años llevamos aquí sin que nadie se haya quejado nunca!
Andrea, abochornada, soporta el chaparrón para no caer en desgracia, pues las demás fruterías del barrio son inferiores. Por supuesto, jamás se le ha ocurrido entrar en la de los tarentinos, donde precisamente el viejo ha hecho su compra. Al fin la frutera se ablanda:
—Parece mentira que sea el padre de su esposo, tan distinguido. Y usted tan señora, doña Andrea, hija de un senador, toda una profesora de Universidad…
Mientras la frutera presume de clienta ante las demás compradoras, Andrea prolonga su papel de víctima:
—¡Qué me va usted a decir, si soy yo quien le aguanta! Con el niño estoy en vilo; nadie sabe lo que puede ocurrírsele a ese hombre. A veces hasta parece que no anda bien de la cabeza.
—Pues él debería reprimirse, viviendo en su casa… ¿Cómo lo consiente su marido?
—No podemos hacer nada… Se está muriendo.
—¿Su suegro? ¿Con ese genio y esos modos? —se pasma la frutera.
—Un cáncer.
La palabra fatídica deja helada a la asistencia. Hasta la ofendida se apiada:
—¡Pobre!
—Y rápido. Le trata el profesor Dallanotte. Como es colega mío en la Universidad…
—¡Dallanotte! ¡Una eminencia!
Andrea explica cómo hacen lo imposible para evitarle al suegro padecimientos, pero él ¡lo pone todo tan difícil con sus manías…! Acaba pidiendo otro par de kilos de fruta como es debido: conservada, higienizada y plastificada:
—Tienen buena pinta ésas de allá… ¿Cómo son?
—De lo mejor. Como las yugoslavas que lleva usted otras veces y se me han acabado.
Ésas son griegas.
—¡Sí, sí, de Grecia!
Se despiden, ambas satisfechas. La frutera, por haber recibido excusas en público y, después de todo, ante un cáncer ningún buen cristiano puede ser exigente. Andrea por haber resuelto el incidente: no quiere enemistarse con esa mujer, que vende caro pero donde compra la gente más distinguida. Así, alta la cabeza, Andrea regresa a su casa, adquiriendo por el camino su panetto.
Entre tanto, en un banco de los jardines, defendiéndose del frío con su pelliza, el viejo fuma en paz el único cigarrillo que se permite en todo el día, aparte el de después de cenar, ya en su alcoba. Su mente rumia el asombro experimentado al conocer al marido de la señora Maddalena cuando ha ido a comprar las peras. Un hombre alto, sí, pero fofo, cara de santurrón, pelo a raya muy aplastado y voz atiplada.
—¿Y la señora? —le preguntó cortésmente el viejo.
—Ha ido a la Prefectura, por cuestión de las licencias. Esas cosas las arregla ella… ¡Y ya debería estar aquí! —concluye echando una mirada al reloj colgado tras el mostrador.
—Dele recuerdos de Roncone, el de Catanzaro.
«¿Por qué me echó entonces el tío una mirada de reojo?… —evoca el viejo—. «No, ese tipo no le pertenece a la señora Maddalena. Esa real hembra pide otra cosa. ¡Menuda
stacca
!»
Y, mira por donde, Milán destapa una vez más su caja de sorpresas, porque cuando el viejo llega al corso Venezia, dando la vuelta al Museo, divisa justo enfrente, esquina a la via Salvini, un coche deteniéndose junto a la acera. Primero le llama la atención su color verde metalizado y, al fijarse, también le resulta notable el perfil aguileño con bigote y la tez oscura del conductor. Que, por cierto, se despide con un beso de alguien sentado a su lado y a punto de apearse.
Cambia el color del semáforo y el viejo empieza a cruzar el corso, mientras el coche arranca veloz y en la acera queda su pasajero. Se trata de una mujer, claro, y nada menos que de la señora Maddalena, plantada en la acera con su buena estampa, bien vestida y despidiendo con la mano en alto al coche que se aleja. Luego, sin ver al viejo a su espalda, entra por la vía Salvini hacia su tienda.
El viejo sonríe anchamente. «¡Vaya, vaya, vaya con la señora Maddalena…! ¡Así ya se comprende!»
El viejo, paseando más allá de los jardines, llega hasta una gran plaza con un monumento en el centro: una figura ecuestre en lo alto de un imponente pedestal con alegorías de bronce a los lados. «Esa gorra y esa barba… ¡Garibaldi! ¡Y vaya caballo!… Bueno, algo han hecho los milaneses. Por lo menos se han acordado de Garibaldi, éstos del Norte que le dejaron tirado en cuanto acabó con los reyes de Nápoles… ¡Qué bien lo explicaba el profesor en la partida! Lo mismo que nos dejaron tirados a los partisanos en cuanto nos cargamos a los alemanes. ¡Volvieron a mangonear los barones y sus caciques, mandando desde Roma como siempre…!»
Sigue adelante bajo los árboles de otra avenida y vuelve a detenerse al divisar al fondo las imponentes murallas rojizas que la cierran.
«¡Vaya torre! ¡Buena fortaleza, con sus aspilleras de tirador! Resistiendo como nuestros castillos; ésta no pudieron cargársela ni los aviones de Hitler… ¡Hasta conserva su campanile en todo lo alto!»