—Sí, tía Mame.
—¿Alguna vez tu padre dijo algo…, es decir…, alguna vez te habló de mí antes de morir?
Norah me había contado que los mentirosos iban derechos al infierno, así que tragué saliva y le solté:
—Sólo que eras una mujer muy peculiar, que quedar en tus manos era un destino que no le desearía ni a un perro, pero que no siempre se puede elegir y que tú eras mi único pariente vivo.
Soltó un grito ahogado.
—El muy cabrón —dijo sin inmutarse.
Yo cogí mi cuaderno de vocabulario.
—Esa palabra, cariño, era
cabrón
—me explicó con mucha dulzura—. ¡Se escribe c-a-b-r-ó-n, y significa «tu difunto padre»! Y ahora sal de aquí y corre a vestirte.
* * *
Pasé aquel primer verano en Nueva York trotando detrás de la tía Mame con mi cuaderno de vocabulario, teniendo breves «conversaciones matutinas» todas las tardes, y siendo visto pero no oído en sus tés literarios, tertulias de salón y cócteles.
Ellos también empleaban un montón de palabras nuevas y, al final del verano, había adquirido mucho vocabulario. Todavía conservo algunas de las hojas llenas de extrañas informaciones espigadas en las
soirées
de la tía Mame. Una, fechada el 14 de julio de 1929, incluye términos tan diversos como:
día de la Bastilla, lesbiana, Club Hotsy–Totsy, guerra de bandas, el Ello, daiquiri
—aunque ésta no la escribí bien—,
relatividad, amor libre, complejo de Edipo
—ésta también la escribí mal—,
móvil, curda…
, a partir de ahí, mi ortografía se vuelve delirante: narcisista,
Biarritz, psiconeurótico, Schoenberg y ninfómana
. La tía Mame me explicó todas las palabras que pensó que debía conocer y luego me hizo incluirlas en frases que yo practicaba con Ito, mientras él hacía sus arreglos florales japoneses y se reía.
Mis progresos ese verano de 1929, aunque no fuesen exactamente los que recomendaría la
Every Parent's Magazine
, fueron notables. A finales de julio, ya sabía preparar lo que el señor Woollcott llamó un «martini luculiano en miniatura» y había aprendido a no asustarme de los amigos más sorprendentes de la tía Mame.
La tía Mame pasaba el tiempo en un perpetuo torbellino de compras, recepciones, fiestas en casas ajenas, arreglos de la extravagante ropa del día —y la suya parecía más extravagante que ninguna—, salidas al teatro y a obras experimentales que se abrían y cerraban como almejas en todo Nueva York, cenas en casa de diversos caballeros intelectuales y exposiciones de cuadros y esculturas incomprensibles. Pero, a pesar de su vida frenética y vacía, todavía le quedaba mucho tiempo que dedicarme. Me llevaba consigo a la mayoría de las exposiciones, expediciones de compras con su amiga Vera y cualquier función teatral que la tía Mame considerara adecuada, estimulante o iluminadora para un niño de diez años. Lo que incluía un espectro francamente amplio.
En realidad, la tía Mame y yo tardamos muy poco tiempo en aprender a querernos. Era de esperar que me atrajera su sorprendente personalidad, que antes había seducido a otros miles. Al fin y al cabo, tenía un encanto caótico pero innegable y era mi única familia. Pero que quisiera ocuparse de un niño de diez años totalmente insignificante y carente de interés no dejaba de sorprenderme, complacerme y extrañarme. Sin embargo, así era, y siempre he pensado que, a pesar de toda su popularidad, sus intereses, sus constantes idas y venidas, es probable que también se sintiera un poco sola. Sus detractores han dicho que yo fui simplemente un nuevo pedazo de arcilla al que dio forma, estiró, moldeó y aporreó a su antojo, y es cierto que la tía Mame nunca resistía la tentación de meterse en la vida de los demás. Aun así, tenía un acendrado e inquebrantable sentido de la confianza. Ambos lo vivimos como una forma de amor, y fue una experiencia única.
No obstante, no tardó en cernerse sobre nuestro idilio una nube tormentosa, en la forma de mi fideicomisario. La tía Mame y yo estábamos teniendo una de nuestras pequeñas conversaciones matutinas. Ese día se sentía muy maternal y me estaba leyendo unos pasajes de
Adiós a las armas
, cuando una carta certificada de la Knickerbocker Trust Company perturbó nuestra plácida hora con Hemingway.
En la carta, el señor Babcock explicaba que llevaba tiempo queriendo vernos, pero los negocios etcétera, etcétera; además, su familia y él siempre pasaban en Maine la parte más calurosa de etcétera, etcétera; y, nada más volver, su hijo había sufrido un grave ataque de amigdalitis por lo que el médico etcétera, etcétera; pero ahora las cosas estaban otra vez etcétera, etcétera; y había mucho que discutir sobre Patrick etcétera, etcétera; y sería buena idea que la señorita Dennis llevase al joven señor Dennis a Scarsdale para disfrutar de una auténtica y tradicional etcétera, etcétera; que acabara temprano para que los chicos pudieran acostarse pronto etcétera, etcétera; los trenes que salían de la estación de Grand Central, aunque no fuesen los más cómodos, etcétera, etcétera. Y pedía a la tía Mame que le confirmase la fecha.
La tía Mame gimió, me entregó la carta y pidió que le sirvieran un
whisky sour
.
—¡Oh, cariño! —exclamó—, he aquí la llamada del destino. ¡Ese fideicomisario! Lo veo con tanta claridad como te veo a ti: un abominable plan para controlar y frustrar todos los proyectos que tengo para ti.
Yo escribí «controlar» y «frustrar» en mi cuaderno y luego le aseguré que el señor Babcock era, en realidad, un hombrecillo muy amable y tranquilo.
—¡Ay, criatura! —aulló—, ésos son los peores, son como ratas. Igual de falsos que el Uriah Heep de Dickens.
Según su costumbre de toda una vida, la tía Mame nos obsequió con un recital de histrionismo que duró casi media hora y luego se serenó y decidió afrontar la situación. Empleando su voz más cultivada, telefoneó al señor Babcock y le dijo que ambos estaríamos encantados de comer con su familia en Scarsdale al día siguiente, y que no se tomase la molestia de ir a esperarnos a la estación, pues iríamos en coche. Estuvo refinadísima. Luego llamó a su mejor amiga, Vera, y le pidió que dejase lo que estuviera haciendo y viniera cuanto antes.
Vera, la amiga de la tía Mame, era una famosa actriz de Pittsburgh que hablaba con tanta elegancia de Mayfair que apenas se entendía una palabra de lo que decía. No le gustaban los niños, y lo mismo podía decirse a la inversa, pero, como la tía Mame había invertido en su nueva obra de teatro, Vera era muy educada conmigo.
Llegó envuelta en una nube de pieles de zorro blanco y luego ella y la tía Mame interpretaron otra farsa desesperada. Por fin Vera, que era la más tranquila de las dos, decidió abordar la cuestión. Pidió a Ito que le llevara una botella de
brandy
y más o menos tomó las riendas del asunto.
—Querida —dijo Vera—, no debes sacar las cosas de quicio. Te estás poniendo histérica. Vamos, bebe un sorbo de esto y cálmate mientras te explico unas cuantas cosas. En primer lugar, no tienes nada que temer. Tienes buena apariencia, educación, inteligencia, cultura, dinero, buena posición…, todo. Lo único que ocurre es que tal vez seas un poco extravagante para Scarsdale. Pero, querida, basta con que te moderes un poco…, temporalmente. Cuando interpreté a lady Esme en
Locura de verano…
—
Locura de verano
—chilló la tía Mame—, ¡ésta es mi locura de verano y lo único que se te ocurre es hablar de tus éxitos! ¿Qué voy a hacer? —Se mordisqueó las uñas doradas.
—Lo único que digo, querida —replicó, altiva, Vera—, es que cuando interpreté a lady Esme, Chanel hizo todo mi vestuario y me dijo: «
Chérie
(siempre me llamaba
chérie
), la ropa refleja el estado de ánimo, la personalidad…, todo». Y tenía razón. ¿Recuerdas el último acto, cuando bajo por las escaleras justo después de que Cedric se pegue un tiro? Pues bien, yo quería ir de negro, pero Chanel dijo: «
Chérie
, para algo así hay que vestir de gris. Un día gris, un estado de ánimo gris y un vestido gris con tal vez un poco de marta cebellina». Querida, jamás olvidaré lo que dijo Brooks Atkinson de ese vestido. Afirmó que elevaba la obra hasta las mismas alturas que Shakespeare.
Cualquier discusión sobre ropa siempre atraía la atención de mi tía Mame, que se animó en el acto.
—Sí, Vera —dijo lentamente—, tienes razón. Ya te entiendo: me pondré el kimono gris con los bordados escarlatas y tal vez una camelia roja encima de cada…
—Mame, querida —repuso Vera con mucho tacto—. No estaba pensando en un vestido japonés para esta… ordalía. Tendrás que ser diferente en Scarsdale…, algo parecido a Jane Cowl. Pensaba más bien en un vestido sencillo. Algo simple y bonito que no sea negro. Ya sabes a lo que me refiero, querida, triste, pero no exactamente de luto, y muy recatado. Eso inspirará confianza al fideicomisario.
La tía Mame se quedó dubitativa, pero empezó a interesarse y, a medida que el nivel de la botella de
brandy
—supuestamente introducida de contrabando de la
Île de France
— fue disminuyendo, las conmovedoras imágenes de la respetable tía soltera pintadas por Vera alcanzaron alturas aún más celestiales. La tía Mame sentía debilidad por el teatro, y pronto las dos mujeres empezaron a explorar su vasto armario ropero tan felices como un par de chiquillas.
Mientras yo leía en voz alta un libro de poemas de Elinor Wylie llamado
Ángeles y criaturas terrenales
y me ocupaba de llenarle el vaso a Vera, un viejo negligé de seda se transformó en un vestido sombrío y apropiado, que, junto con el gran sombrero de Vera, un velo y un collar de azabache, proporcionó a la tía Mame el aire de pesadumbre adecuado. Vera también desenterró un viejo postizo que la tía Mame había llevado un día en el baile de Bellas Artes. Una vez trenzado, se convirtió en una tensa, pero vacilante diadema sobre el peinado de la tía Mame. A eso de las seis en punto, el disfraz estaba completo, luego Vera me fabricó un pequeño brazalete de luto, bebió una última gotita de
brandy
, y cayó redonda.
* * *
A las nueve de la mañana siguiente —en plena noche, como decía ella—, la tía Mame estaba ya levantada, pálida y con muy mala cara. El apartamento estaba silencioso, excepto por algún gemido ocasional procedente del dormitorio que ocupaba Vera. En la cocina, Ito estaba preparando una enorme cesta para el almuerzo, con sándwiches de pepino, champán y pastel de almendras. Fuera, en Beekman Place, el Mercedes–Benz de la tía Mame relucía amenazadoramente. La tía Mame tardó casi dos horas en vestirse de luto, pero afirmó que quería dar buena impresión, y, aunque ese día estábamos a más de treinta grados, se puso la estola de marta cebellina al recordar el éxito de Vera como lady Esme.
En 1929 se tardaba poco más de media hora en llegar a Scarsdale en tren, pero la tía Mame no lograba acostumbrarse a las precisas exigencias de los ferrocarriles. Así que el enorme Mercedes salió de Beekman Place ocho horas justas antes de la hora de la cita, lo que probablemente fuese una suerte, pues Ito era como mínimo un conductor un tanto peripatético, y ninguno teníamos ni la menor idea de dónde o qué era Scarsdale. La tía Mame, muy tensa, iba sentada detrás toqueteándose la mal anclada diadema y pellizcando la estola de marta cebellina. De vez en cuando, me cogía de la mano y murmuraba:
—¡Oh, cariño!, ¿qué vamos a hacer?
Aunque el coche era bastante grande, el habitáculo estaba abarrotado con nosotros dos, la cesta de picnic, los cubos de hielo para el champán, una variada colección de mapas de carreteras —la mayoría de otras partes del país—, una manta de viaje de piel, un volumen de versos afectuosamente dedicado a la tía Mame por Sara Teasdale y mi cuaderno de vocabulario.
Ito, que tenía aún menos sentido de la orientación que la tía Mame, condujo en primer lugar hacia Long Island, luego hacia Nueva Jersey y por fin siguió la pista correcta. Tras un largo almuerzo en Larchmont y una pequeña confusión en Rye, Ito volvió a encaminar el coche hacia nuestro objetivo y llegamos a Scarsdale a las tres y media.
—¡Oh, Dios —gimió la tía Mame—, hemos llegado tres horas antes de la cuenta!
Pasamos el resto de la tarde viendo una película de Tom Mix
[2]
que a Ito y a mí nos gustó mucho, aunque la tía Mame afirmó que era repugnante la de cosas que hacen tragar a la gente y que el gobierno debería subvencionar películas culturales.
A las seis y media en punto llegamos a casa de los Babcock. Era un edificio en parte de madera, construido en lo que la tía Mame llamó un estilo «pseudo–Tudor». No obstante, me pareció muy contenida.
Los Babcock no eran una familia demasiado interesante. Su hijo, Dwight junior, llevaba gafas y era exactamente como un señor Babcock al que hubieran encogido en la lavandería. La señora Babcock también empleaba gafas y habló con la tía Mame sobre jardinería, conservas caseras y psicología infantil.
La tía Mame aludió una vez a Freud y luego se lo pensó mejor. El resto de su conversación con la señora Babcock se redujo a una serie de sosos síes y noes y de veras.
Dwight junior me enseñó su colección de mariposas disecadas, me contó lo de sus amígdalas y lo bien que lo iba a pasar en el internado de San Bonifacio.
El señor Babcock decía mucho «¡ejem!». Sirvieron limonada, y por fin la criada anunció que la cena estaba servida.
Hacía un calor sofocante en el comedor estilo inglés de los Babcock, y la cena, a base de cordero demasiado hecho, puré de patatas, calabaza, remolacha y judías, comparada con la delicada cocina oriental de Ito, me cayó como un trozo de cemento en el estómago. Durante uno de los muchos silencios, la tía Mame se sintió inspirada y disertó con mucha erudición sobre la arquitectura en el período Tudor, un discurso fascinante de no ser porque sirvió para demostrar que hasta el último detalle del comedor de los Babcock era falso. No obstante, la tía Mame estuvo encantadora y se comportó como la típica mujer a la que se le podría confiar un niño.
Mientras nos comíamos la ensalada de gelatina, la señora Babcock se puso a hablar de teatro y afirmó que simplemente adoraba a Vera Charles. Sin prestar atención a la mirada de advertencia, respondí que Vera era la mejor amiga de la tía Mame y que probablemente estuviese durmiendo en el apartamento en ese preciso momento. La señora Babcock se quedó arrobada:
—¡Qué mujer tan digna y majestuosa debe de ser! —dijo—. ¡Me encantaría conocerla!