La tiranía de la comunicación (16 page)

BOOK: La tiranía de la comunicación
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No es la primera vez que esto ocurre. Durante decenios - años sesenta y setenta - se reprochó especialmente a la televisión ser un «instrumento del poder» y querer «manipular los espíritus» para el beneficio electoral del partido dominante. Esta primera etapa en la desconfianza, esencialmente política, terminó en numerosos países (en Francia en 1982) con el fin del control directo ejercido por los gobiernos sobre la información televisada, y la creación de instancias de regulación (Alta Autoridad, Comisión Nacional o Consejo Superior) del audiovisual. No es el caso de España y eso es algo que sigue siendo escandaloso.

La segunda era de la sospecha no tiene el mismo carácter. Se basa en la convicción de que el sistema informacional no es fiable, que tiene fallos, que da pruebas de incompetencia y que puede - a veces a pesar suyo - presentar enormes mentiras como verdades. De ahí la inquietud de los ciudadanos.

Nos encontramos ante un giro en la historia de la información. En el seno de los media, desde la guerra del Golfo, en 1991, la televisión ha tomado el poder. Ahora es ella la que da el tono, quien determina la importancia de las noticias, quien fija los temas de la actualidad. Hasta hace poco tiempo, el telediario de la noche se organizaba sobre la base de las informaciones aparecidas el mismo día en la prensa escrita; se encontraba en él la misma clasificación de la información, la misma arquitectura, el mismo orden. Ahora ocurre a la inversa. Es la televisión quien dicta la norma, es ella quien impone su orden y obliga a los otros media, en particular a la prensa escrita, a seguirle. Con motivo del asunto de Timisoara, en diciembre de 1989, los responsables de los periódicos admitieron públicamente que, impresionados por las imágenes vistas en la televisión, habían reescrito el texto de su enviado especial, que no hablaba de la fosa de cadáveres descubierta.

De ese día arranca una nueva etapa en la evolución de la información. Un media central - la televisión - produce un impacto tan fuerte en el ánimo del público que los otros media se sienten obligados a acompañar este impacto, mantenerlo, prolongarlo.

Si la televisión ha conseguido imponerse así no ha sido solamente porque propaga un espectáculo, sino porque se ha convertido en un medio de información más rápido que los otros. Tecnológicamente apta, desde finales de los años ochenta, mediante la emisión por satélite, para transmitir imágenes a la velocidad de la luz.

Poniéndose a la cabeza en la jerarquía de los media, la televisión impone a los otros medios de información sus propias perversiones. En primer lugar, su fascinación por la imagen. Y esta idea fundadora: sólo lo visible merece información. Lo que no es visible y no tiene imagen no es televisable, por tanto, no existe.

Los acontecimientos productores de imágenes fuertes (violencias, catástrofes, sufrimientos) toman, en este contexto, la delantera en la actualidad: se imponen a los otros temas incluso si su importancia es en absoluto secundaria. El shock emocional que producen las imágenes - sobre todo las de dolor y muerte - no puede compararse con el que pueden producir los otros media, incluida la fotografía (basta con observar la crisis actual del fotorreportaje, cada vez más ganado por la prensa del corazón).

Obligada a seguirla, la prensa escrita puede recrear la emoción sentida por los telespectadores, en textos que planean sobre el mismo registro afectivo, sentimental, dirigiéndose al corazón y no a la razón. Consecuencia: las crisis, incluidas las más graves, de las que no hay imágenes, son despreciadas, incluso por los media tenidos por serios.

Esta ley de base de la información moderna no es ignorada por los poderes políticos, que intentan usarla en su beneficio. Así, cuando se trata de cuestiones delicadas y comprometedoras, vigilan celosamente a fin de que ninguna imagen circule. Se trata de una forma selectiva de censura. Los relatos escritos, los testimonios orales pueden en rigor difundirse. Jamás producirán el mismo efecto. El peso de las palabras no vale lo mismo que el shock de las imágenes. Pues, como afirman los expertos en comunicación, la imagen desvía o anula el sonido y es el ojo el que lo lleva hacia el oído. También algunas imágenes son hoy objeto de rigurosa vigilancia. O más bien, algunas realidades están estrictamente prohibidas en lo que respecta a su conversión en imágenes. Es el medio más eficaz para ocultarlas. No hay imagen, no hay realidad.

Como se ha señalado en otros capítulos, desde la guerra del Vietnam, los estados mayores de los ejércitos ya habían comprendido esto. Y ninguna guerra después, ni siquiera las conducidas por Estados democráticos, ha sido objeto de transparencia en materia de información. Astucias, mentiras, silencios, se han convertido en la norma, como se pudo constatar con motivo de las crisis de las Malvinas en 1982, de Granada en 1983, de Panamá en 1989 y, en fin, del Golfo en 1991. No ha sido únicamente el ejército quien lo ha entendido de esta forma. La mayoría de los organismos públicos o privados lo saben tan bien que se han dotado masivamente de agregados de prensa y encargados de comunicación. Su función: practicar la versión moderna, «democrática», de la censura. Que reposa en dos figuras de primer orden: la retención, en su forma clásica de información nula; y la saturación, forma contemporánea de la edad de la comunicación: el periodista se hunde, literalmente, bajo una avalancha de datos, dossiers, más o menos interesantes, que le movilizan, le ocupan y, como un señuelo, le distraen de lo esencial. Además, esto estimula su pereza: ya no hay que buscar la información, llega sola.

Dos lógicas se enfrentan: la del «todo imagen» querida por la televisión, y la del «cero imagen» defendida por los poderes. La primera conduce a abusos cada vez más frecuentes, como la elaboración de falsedades, el recurso discreto a los archivos (ejemplo, el cormorán bretón presentado como una gaviota del Golfo víctima de la «marea negra»), la reconstrucción de escenas con ayuda de actores o de imágenes de síntesis, la llamada a los videoaficionados que hayan filmado «en vivo» acontecimientos sin importancia, etc.

La otra lógica tiene un nombre, se llama censura. Pero no solamente porque en un Estado de derecho el estatuto de la imagen esté reglamentado. No se filma cualquier cosa o a cualquier persona. Es necesario contar con autorización para penetrar con las cámaras en los hospitales, en las cárceles, en los cuarteles, en las comisarías, en los asilos... Esto se puede entender; tiene que ver con el respeto a la persona.

Los militares han querido hacer extensible este razonamiento a cualquier zona de combate. Pero la guerra, cualquier guerra, es consecuencia de lo político y afecta directamente a los ciudadanos que tienen el deber de informarse y el derecho a estar informados. Los periodistas en la guerra del Golfo ¿hicieron bien aceptando la lógica de los militares, la de los pools? Era, inevitablemente, hacerse cómplices de sus mentiras.

Tal enfrentamiento de lógicas contradictorias se produce en un momento en que la televisión, que ha experimentado un gran salto tecnológico, puede presentar, en directo e instantáneamente, imágenes de cualquier punto del planeta. Puede seguir ya un acontecimiento (sucesos o crisis internacionales) en toda su extensión. Puede también, gracias a las transmisiones por satélite y a las conexiones múltiples, transformar un acontecimiento en asunto central del planeta, haciendo reaccionar a los principales dirigentes del mundo, a las personalidades más destacadas, obligando a los otros media a seguirla, a amplificar la importancia del acontecimiento, a confirmar su gravedad y a convertir en urgencia absoluta la resolución del problema. ¿Quién puede escapar a este tam-tam planetario? Tiananmen, Berlín, Rumania, el Golfo, Somalia, Ruanda, Diana, etc., sacuden con tal fuerza el curso de la actualidad, que todo el resto de la información se difumina, se amortigua, se disipa. Hasta el punto de que otros hechos importantes pueden disimularse tras el paraguas de los media y escapar a la atención del mundo.

También esto lo han comprendido los poderes y se aprovechan de la distracción de la aldea planetaria, ocupada en seguir con pasión un gran «drama» de la información, para llevar a cabo cualquier acción criticable. Así, Estados Unidos se aprovechó de la emoción despertada por la «revolución» rumana, en diciembre de 1989, para invadir, en las mismas fechas, Panamá; Moscú se servirá de la guerra del Golfo para intentar arreglar sus problemas bálticos y para sacar a Eric Honecker de Alemania. El gobierno israelí explotará los espectaculares ataques de los Scud iraquíes en 1991 para reprimir, de manera aún más severa, a las poblaciones civiles palestinas de Cisjordania y Gaza. Clinton intentará desviar la atención de los media de sus asuntos personales (asunto Lewinski, en enero de 1998) relanzando artificialmente las tensiones militares en la región del Golfo, etcétera.

A pesar de estos peligros, la información televisada se abandona a la embriaguez del directo, parece poseída por un furor de conectar, de multiplicar, de enlazar... La guerra del Golfo elevó esta nueva fiebre hasta el paroxismo. La televisión exhibió, literalmente, sus modernas capacidades tecnológicas, su dominio (no siempre perfecto) de las conexiones múltiples: Washington, Ammán, Jerusalén, Dahran, Bagdad, El Cairo... se sucedían vertiginosamente en la pantalla, en una especie de autozapping ensordecedor, enervante, fascinante. Después, todas las cadenas han imitado a la CNN y el menor acontecimiento nacional (matrimonio principesco) o internacional (viaje del papa a Cuba, por ejemplo, en enero de 1998) dan lugar a una histeria de los enlaces, a una locura de conexiones con decenas de «enviados especiales».

Ahí está, por otra parte, la función principal: en esta aptitud para llegar hasta el fin del mundo. Pues, por lo demás, esta «tele-visiófono» suena a hueco. Además, al multiplicar las conexiones, obliga a los corresponsales a permanecer cerca de las antenas móviles, impidiéndoles ir en busca de las fuentes y las informaciones. La permanente solicitud desde los estudios centrales obliga por otra parte a los reporteros a enlazar ellos mismos con otros media llenando así, en bucle, el sistema informacional de rumores diversos, de declaraciones sin importancia y de hechos no verificados. Lo importante, lo esencial, es que el sistema funcione; que la máquina «comunique». Y no que informe. Tal es el principio sobre el que se organiza la cadena CNN convertida desde 1991 en el modelo a imitar.

La consecuencia de esta nueva situación, de esta fascinación por el directo, el Uve, el tiempo real es el cambio de modelo de representación del telediario. Este espectáculo, estructurado como una ficción, ha funcionado (y funciona todavía) sobre una dramaturgia de tipo hollywoodiense. Es un relato dramático en el que se suceden, en una mezcla de géneros, de golpes de teatro y de cambios de tono (en torno a tres registros centrales: amor, muerte, humor) y reposan sobre el atractivo principal de una star, es decir, el presentador único: Walter Cronkite ayer, Dan Rather hoy. En el cine, lo atrayente no es la historia de La dama de las camelias o de Madame Bovary que todos conocen, sino cómo Greta Garbo o Isabelle Huppert reencarnan esos personajes; de la misma manera en el telediario la información principal no es lo que ha pasado sino cómo el presentador nos lo cuenta.

Este modelo está siendo reemplazado actualmente por otro: el del periodismo deportivo. Lo importante son las imágenes del acontecimiento sobre el cual, como en un partido, no hay gran cosa que decir. El comentario es mínimo y el papel del presentador disminuye. El periodista se presta a añadir un mínimo de informaciones pues es la fuerza de la imagen lo que importa. Lo mismo que se puede seguir un partido suprimiendo el sonido, se pueden prácticamente seguir los acontecimientos suprimiendo los comentarios. En el momento de la caída del muro de Berlín, los presentadores de los telediarios que se habían desplazado decían, mirando a la cámara, mientras que detrás de ellos corría la gente del Este hacia el Berlín opulento: «Mirad, estáis viendo cómo se hace la historia ante vuestros ojos.»

La televisión cree que ahora puede mostrar «la historia mientras se hace»; y que cada uno es lo suficientemente adulto como para comprenderla. Como si fuera suficiente ver un acontecimiento para comprenderlo.

Por esto se abre paso una concepción de la información en la que cada vez se valora menos el trabajo del periodista. Así, desde el momento en que un acontecimiento estalla en cualquier lugar, los media - sobre todo la radio y la televisión - han adoptado la costumbre de establecer contacto con alguien que se encuentre allí (basta que hable el idioma del país que se trate) que dice lo que sabe. Incluso aunque sea poco, incluso aunque sea falso, incluso aunque se trate sólo de un rumor. Lo importante es la conexión y su efecto de realidad: el que habla está en el lugar de los hechos y esto es una garantía de autenticidad, es un «verdadero» testimonio, y eso es bastante. Residuo (ruina) de la fascinación por el periodismo de investigación: un «testigo» se convierte, en la ideología del directo, en un valor absoluto. Hasta el punto de que se intenta transformar al periodista en simple testigo (palabra que viene del griego y que quiere decir mártir).

Se envía al periodista a lugares que no conoce, de los que no sabe ni el contexto sociopolítico, ni la historia, y apenas ha desembarcado su cadena contacta ya con él, le pregunta, en caliente, sus primeras impresiones. Es necesario que vaya rápido, muy rápido: «Slow news, no news», tal es el eslogan de la CNN. Todo eso lo hace «vivo», todo «comunica». Es lo esencial.

Frente a estos cambios, el telespectador se queda desconcertado, desorientado. De ahí su malestar. Desorientado porque lo que también cambia - sin que las propias cadenas se den cuenta - es la instancia que otorga la credibilidad.

¿Por qué se cree en un discurso audiovisual de información? En la historia de la información audiovisual ha habido dos modos de credibilización, y nos encontramos hoy en el umbral del tercero. Primero fueron los espacios de actualidad antes de las proyecciones cinematográficas. Cada semana, las salas de cine presentaban un acercamiento a la actualidad nacional y mundial en imágenes y sonido. Se creía un discurso a causa del comentario en off, que fijaba el sentido de las imágenes (Chris Marker en Carta de Siberia demostró definitivamente la importancia semántica del comentario sobre las imágenes) y hacía ese sentido aceptable, evidente. El comentario lo profería una voz anónima, no identificada (sin aparecer en los títulos de crédito); era la voz de una abstracción, de una alegoría: la de la información. Esta voz, nítidamente teológica, hablaba a los espectadores en la oscuridad y el silencio de la sala. Y se la creía.

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