La tiranía de la comunicación (17 page)

BOOK: La tiranía de la comunicación
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El telediario de modelo hollywoodiense, el que inspiró a comienzos de los años setenta, en Estados Unidos a Walter Cronkite en la CBS, se creía por razones estrictamente opuestas. La voz que hablaba tenía un rostro y un nombre; estaba perfectamente identificada, era la del presentador que hablaba a los telespectadores (gracias al prompter) mirándoles a los ojos; les hablaba cada noche, era recibido en casa. Se establecía con él una relación de confianza, de conocimiento. Y un conocido, que te habla mirándote a los ojos, no puede mentir. Por este hecho, la credibilidad de la información era mayor en la televisión que en los otros media.

En los nuevos formatos, la figura del presentador se difumina. La información «en directo y en tiempo real» no puede reposar en un presentador único, lo desdibuja. Por otra parte, los pasajes por el estudio central son fugaces, funciona sobre todo como centro de selección, como cruce, pero lo importante es la red, la malla de corresponsales, la multiplicación de conexiones, en resumen, el parpadeo permanente de un sistema, que ahora ocupa el espacio central. Es un tinglado de estimulación electrónica el que se muestra, que funciona, que «comunica». Y, por el momento, los telespectadores carecen todavía de signos para establecer con tal maquinaria una relación de confianza, que es indispensable para la credibilidad. Llegará, quizá, cuando la familiaridad y la confianza respecto a los microordenadores, Internet y otras «máquinas inteligentes» hayan convencido de que se puede creer en la máquina informacional.

Pero nada se asemeja, por el momento, en la voz abstracta de la información a la presencia sonriente de un presentador. Frente al ciudadano se conecta, se multiplica, se circula por la red, en resumen, se «comunica», pero el ciudadano siente confusamente que eso le excluye.

La televisión, hay que saberlo, no es una máquina para producir la información sino para reproducir los acontecimientos. El objetivo no es hacernos comprender una situación, sino hacernos asistir a un acontecimiento. A los males de la política, gangrenada por la corrupción y por la debilidad de las ideologías, se han añadido, desde hace algún tiempo, la desconfianza, la repulsión respecto a los periodistas y los media.

La guerra del Golfo, Somalia, Ruanda, Diana y tantos otros tele-eventos (repicados por la prensa y la radio) han acabado por desconcertar a los ciudadanos. Además, esta decepción llega en un momento en que el periodismo, en tanto que «cuarto poder», se presentaba como un recurso posible contra los abusos de los otros tres; la garantía, para los ciudadanos, de un control democrático. Adornado con los calificativos más engañosos - independiente, probo, honesto y riguroso - el periodista emergía de la descomposición general y aparecía como un auténtico paladín de la verdad, como el aliado fiel del ciudadano desamparado.

El asunto Watergate, en los años setenta, y el papel que desempeñaron algunos periodistas, vinieron a confirmar que incluso el hombre más poderoso del planeta - el presidente de Estados Unidos - no podía resistir a la fuerza de la verdad cuando estaba defendida por reporteros sin tacha, incorruptibles. Richard Nixon, hundido por las revelaciones del Washington Post, tuvo que dimitir en 1979.

En el curso de los años siguientes el periodista fue, verdaderamente, presentado como el «héroe positivo» de las ficciones del «realismo democrático» (lo mismo que el obrero modelo, «el hombre del mármol» era antes el héroe positivo de las ficciones socialistas). ¿Cuántos films, docudramas, emisiones se han consagrado a su gloria, a su gesta o a su martirio?

A lo largo de todo el decenio de los ochenta, mientras se hundían - se decía - las ideologías y desaparecían la mayor parte de los intelectuales de renombre, se alzaba la figura del valiente periodista. Algunos de ellos, en Francia y en otras partes, se convertían en nuevos maitres á penser. Consultados como oráculos por los grandes media, escuchados por los políticos, seguidos por los ciudadanos, algunos de esos vaticinadores consiguieron incluso aparecer a los ojos de la mayoría (nueva prueba de la derrota del pensamiento) con el estatuto de «verdaderos pensadores de nuestro tiempo».

Hoy caen del pedestal. Y deben afrontar los sarcasmos y la desconfianza de los ciudadanos. Muchos de ellos comparten, además, esta desconfianza (el 84 por 100 de los periodistas estiman haber sido «manipulados» durante la guerra del Golfo). Sin duda la mala imagen actual es, en parte, tan inmerecida como lo era la anterior mitificación. El público siente que su mejor o peor participación en la vida cívica, y, por tanto, la calidad de la democracia, depende de que cuente con una información de calidad. Pero el ciudadano se ha dejado acunar por los halagos de la televisión que le prometía informarle divirtiéndole, presentarle un espectáculo lleno de primeros planos de actualidad, apasionante como una película de aventuras. Se trata evidentemente de una contradicción. Ante una información que sigue hoy hasta el paroxismo la lógica del suspense y del espectáculo, el ciudadano empieza a comprender los riesgos que le hacen correr su abandono y su fascinación. Descubre que informarse cuesta. Y que ese es el precio de la democracia.

Nuevos imperios mediáticos

Rupert Murdoch

Magnate de los media de Australia (donde posee un centenar de periódicos y varias cadenas de radio y televisión), Rupert Murdoch se hizo célebre a mediados de los años ochenta rompiendo los sindicatos obreros de artes gráficas (muy ligados al Partido Laborista) con el apoyo firme del gobierno Thatcher. Actualmente controla un tercio de la tirada de los diarios británicos, particularmente con The Sun, el prestigioso The Times y sus respectivos dominicales, News of the World y Sunday Times. Pero todo esto representa sólo una parte muy pequeña del imperio News Corp. (10.000 millones de dólares como cifra de negocios) y que en el Reino Unido controla asimismo la British Sky Broadcasting (BSkyB), una red de televisión de pago por satélite y por cable que cuenta con seis millones de abonados, una de las sociedades más rentables de la Bolsa de Londres, sin ningún competidor local y que posee además el control de la primera oferta de televisión digital por satélite en Gran Bretaña.

News Corporation, de la que Rupert Murdoch posee el 30 por 100 de las acciones, es el ejemplo típico del gran grupo multimedia contemporáneo. En Estados Unidos controla las ediciones Harper Collins (550 millones de dólares de beneficios en 1995) (31); el diario New York Post; varias revistas, entre las que se cuenta TV Guide: la productora Twenty Century Fox (que produce, entre otras, la serie televisiva Expediente X); la red de televisión Fox Network; una cadena popular de televisión por cable, la FX; una cadena de información ininterrumpida, la Fox News Channel (que rivaliza con la CNN del grupo Time-Warner, con la MSNBC, creada por Microsoft y con la cadena NBC de General Electric); una empresa de marketing y promoción, la Heritage Media; así como una veintena de servidores Web en Internet. En el campo de la tecnología digital, Rupert Murdoch acaba de invertir mil millones de dólares para ofrecer, aliado con Echostar y la compañía telefónica MCI, un conjunto de más de 200 cadenas a los telespectadores estadounidenses.

En asociación con las sociedades japonesas Sony y Foftbank, Murdoch ha entrado también en el proyecto de televisión por satélite Japan Sky Broadcasting (JSkyB) y se propone difundir 150 cadenas para el público japonés en la primavera de 1998. Su grupo posee ya una cadena de televisión por satélite, la Star TV, que difunde decenas de programas con dirección a Japón, China, India, el sureste asiático y el este africano.

Esta profusión de alianzas sin fronteras, de fusiones y de concentraciones - de las que Rupert Murdoch es un ejemplar arquitecto - caracteriza el universo actual de los media.

La sociedad de la información global

En los tiempos de la mundialización de la economía, de la cultura global (world culture) y de la «civilización única» se pone en marcha lo que algunos denominan la «sociedad de la información global» (Global Information Society). Esta se desarrolla conforme se acelera la expansión de las tecnologías de la información y de la comunicación, que muestran una tendencia a invadir todos los campos de la actividad humana y a estimular el crecimiento de los principales sectores económicos. Como una inmensa tela de araña a escala planetaria, se extiende una «infraestructura de información global» (Global Information lnfrastructure), aprovechándose especialmente de los progresos en materia de digitalización y favoreciendo la posibilidad de interconexión de todos los servicios ligados a la información y a la comunicación. De forma especial estimula la imbricación de los tres sectores tecnológicos - informática, telefonía y televisión - que convergen y se funden en el multimedia y en Internet.

En el mundo hay 1.260 millones de televisores (de los que más de 200 millones están conectados al cable y alrededor de 60 millones abonados a una oferta digital), 690 millones de abonados al teléfono (de los que alrededor de 80 millones son teléfonos móviles o celulares), unos 200 millones de ordenadores personales (de los que cerca de 100 millones están conectados a Internet.) Se calcula que, en el año 2000 o en el 2001 la potencia de la red Internet superará a la del teléfono, que el número de usuarios de la red oscilará entre los 600 y los 1.000 millones y que el sistema contará con más de 100.000 servidores comerciales (32). La cifra de negocios de las industrias mundiales de la comunicación, en sentido amplio, podría elevarse en cinco años a 2 mil millardos de dólares, es decir, el equivalente a, aproximadamente, el 10 por 100 de la economía mundial (33).

Los gigantes industriales de la informática, de la telefonía y de la televisión saben que los negocios del futuro se encuentran en estos nuevos filones que abre ante sus ojos, fascinados y codiciosos, la tecnología digital. Sin embargo, no ignoran que a partir de ahora su territorio ya no estará delimitado, ni mucho menos protegido, y que los mastodontes de los sectores próximos se ciernen sobre él con instintos carniceros. La guerra en el campo de la comunicación se libra sin tregua y sin cuartel. Aquel que se dedica a la telefonía quiere hacer televisión, y viceversa. Todas las redes, en especial las vendedoras de flujos de energía y comunicaciones y que disponen de una malla sobre el territorio (electricidad, telefonía, agua, gas, ferrocarriles, sociedades de autopistas, etc.) aspiran a controlar una parte del nuevo El Dorado: el multimedia.

De una punta a la otra del planeta, los combatientes son los mismos, las empresas gigantes convertidas en los nuevos amos del mundo: ATT (que domina la telefonía a escala planetaria), el dúo MCI (segunda red telefónica estadounidense) - BT (ex British Telecom), Sprint (tercer operador norteamericano de larga distancia), Cable & Wireless (que controla especialmente Hongkong Telecom), Bell Atlantic, Nynex, Us West, TCI (el distribuidor de televisión por cable más importante), NTT (primer grupo japonés de telefonía), Disney (que ha absorbido la red de televisión ABC), Time-Warner (que posee la CNN, la News Corp, IBM y Microsoft - que domina el mercado del software informático - ), Netscape, Intel, etc.

Fusiones y concentraciones en Europa

Todas estas batallas enfrentan en el continente europeo a grupos cuyos intereses cruzados y porcentajes recíprocos de participación son múltiples; News Corp, PEARSON {The Financial Times, Penguin Books, BBC Prime), Bertelsmann (primer grupo alemán de comunicación), Leo Kirch, CLT (RTL), Deutsche Telekom, Stet (primer grupo italiano de telefonía), Telefónica, Prisa (primer grupo español de comunicación). France Télé-com, Bouygues, Lyonnaise del Eaux, Genérale des Eaux (que ya domina Canal Plus y Havas en Francia), etc. Las tomas de control y las fusiones se multiplican. Sólo en el año 1993 se habrían producido en Europa un total de 895 fusiones de sociedades de comunicación (34).

En esta nueva mutación del capitalismo, la lógica dominante no es la alianza sino la absorción, de manera que pueda extraerse beneficio de los conocimientos y la competencia de los mejor situados en un mercado que fluctúa al ritmo de aceleraciones tecnológicas imprevisibles o de entusiasmos sorprendentes por parte de los consumidores (véase el boom de Internet). El núcleo central de la nueva situación es el flujo de datos que crece sin cesar: conversaciones, informaciones, transacciones financieras, imágenes, signos de todo tipo, etc. Esto afecta por una parte a los media que producen éstos (editoriales, agencias de prensa, periódicos, cine, radio, televisión, páginas Web, etc.) y, por otra parte, al universo de las telecomunicaciones y de los ordenadores que los transportan, los tratan y los elaboran.

El objetivo que persigue cada uno de los titanes de la comunicación es el de convertirse en el interlocutor único del ciudadano. Quieren estar en condiciones de suministrarle a la vez noticias, entretenimiento, cultura, servicios profesionales, informaciones financieras y económicas... y situarlo en un plano de interconexión potencial a través de todos los medios de comunicación disponibles: teléfono, fax, videocable, pantalla de televisor, red Internet.

En esta línea, el consorcio Iridium (que agrupa a las empresas Stet, Sprint, Lockheed, McDonnell Douglas y Verbacom, alrededor de Motorola) proyecta lanzar 66 satélites de telecomunicaciones de órbita baja (778 kilómetros de la Tierra) a fines de 1999 para envolver al planeta en una malla virtual que permita crear una red de telefonía celular que cubra la totalidad de los cinco continentes de una forma homogénea. Otros diez proyectos de «constelaciones de satélites» prevén el lanzamiento de unos mil satélites en los próximos cinco años (35). Lo que ha puesto en estado de irrefrenable euforia a los fabricantes y concesionarios de sistemas de lanzamiento de satélites, entre los que se encuentran los europeos de Ariane, metidos a su vez en la batalla planetaria por el control de la comunicación.

El «libre flujo de la información»

Para que todas estas infraestructuras posean una utilidad es preciso lograr antes que las comunicaciones puedan circular sin trabas a través del planeta, como el viento sobre la superficie de los océanos. Por esta razón y en la corriente de la globalización de la economía, Estados Unidos (primer productor de nuevas tecnologías y sede de las principales empresas) ha puesto toda su influencia en la batalla de la desregularización, para abrir las fronteras de un número de países cada vez mayor al «libre flujo de la información», es decir, a los mastodontes norteamericanos de las industrias de la comunicación y del ocio (36).

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