La Trascendencia Dorada (15 page)

Read La Trascendencia Dorada Online

Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Trascendencia Dorada
6.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y, si no me equivoco, la
Fénix Silente, o
la nave estelar que hayan usado para venir aquí.

—¿No te habrás creído su historia?

—No más que tú, mariscal. El enemigo todavía está suelto. ¡Vamos! Tenemos mucho que deliberar antes de la próxima emisión.

Atkins miró su cuerpo cubierto de sangre, la cubierta incinerada.

—¿Hay algún sitio donde pueda limpiarme? Mi sangre es un arma, y no quiero que esté cerca de ti.

—Querido amigo, ¿existe alguna parte de tu cuerpo que no hayan transformado en arma?

—Sólo una. Me la dejan conservar para levantarme la moral.

—Bien, sube al puente principal, donde está almacenado mi cuerpo. Tengo antinanotoxinas y bioesterilizadores que te pueden limpiar, y vestirte.

—¿Puente principal? Creí que éste era el puente principal.

—No, éste es el auxiliar. No creerás que expondría mi puente principal al peligro, ¿verdad?

—¿Tienes dos puentes?

—Tres. Y un acople que puedo enchufar en cualquier empalme principal. Soy un ingeniero muy conservador: creo en la triple redundancia.

—¿Dónde pusiste otros dos puentes? ¿Cómo sabías que Jenofonte no los encontraría?

—¿Bromeas, mariscal? ¿En una nave de este tamaño? ¡Podría ocultar las lunas de Marte! Más aún, no sé si alguna no se metió en mi pala de suministros por error cuando pasamos por la órbita marciana. ¿Alguien ha visto Fobos últimamente?

—Muy gracioso.

—Ven: sigue a la armadura. Te conducirá a la estación ferroviaria más próxima.

6 - Las falsedades

Diomedes y Faetón estaban sentados a la amplia mesa redonda de madera y marfil nacida de la cubierta del puente. Ambos usaban austeros fracs negros con cuello alto y corbata, según las convenciones victorianas Gris Plata. Alrededor de ellos, brillantes cubiertas de oro, altos espejos energéticos, columnas de formación supramental y cortinas de presión azules y radiantes como el cielo relucían y llameaban y fulguraban, como un mundo de fuego frío y silencioso.

Un anacronismo: Diomedes empuñaba una lanza de fresno con asta de bronce en un guante de cabritilla, y jugaba con ella, mirando la punta, haciéndola oscilar como un metrónomo, tratando de adaptarse a la visión binocular que le daban un cuerpo y un sistema nervioso de forma humana.

Atkins, sentado frente a ellos, usaba una armadura de reflejos de la Cuarta Era. El circuito camaleónico estaba desactivado, y había sintonizado el color en un rojo sangre brillante, en nítido contraste con la madera negra de la silla de respaldo alto que ocupaba. La sustancia del traje parecía una cota de malla feérica, con pequeñas placas superpuestas de material compuesto que estaban programadas para endurecerse bajo un impacto, y formar una armadura de choque que se conectaría con diversos sistemas defensivos para proteger al usuario sin importar de dónde viniera el ataque. La rutina para fabricar esta armadura primitiva estaba codificada dentro de las células sanguíneas negras, y la armadura se había urdido a partir de las placas cuarteadas del puente donde su sangre se había derramado.

En el centro de la mesa, un reloj de arena imaginaria medía el tiempo estimado hasta la próxima emisión del proyector de partículas fantasma.

Los tres miraban el goteo de la arena.

Diomedes movió los ojos hacia la reluciente punta de la lanza que empuñaba.

—¡He aquí una causa para maravillarse! Vivo y respiro y hablo y veo, encamado por una nueva máquina, una unidad noética portátil sin más soporte que la mente de la gloriosa
Fénix Exultante.
¡Ningún sofotec se necesitó para la transferencia! No se requirió un gran sistema inmóvil. ¿Esto significa que la inmortalidad será común a partir de ahora, aun entre los duquefríos, eremitas y mineros del hielo, entre todos los nómadas demasiado pobres para costeamos la sofotecnología? ¡Quizá sea la muerte de nuestro amado y atesorado modo de vida! ¡Ja! En tal caso, enhorabuena.

—Buen Diomedes —dijo Faetón—, ese modo de vida es el que ha hecho que la tripulación de la
Fénix
sea tan inconcebiblemente tolerante ante el secreto que ahora rodea las cabriolas del puente auxiliar, y el homicidio de Neoptolemo. Sólo personas nacidas y criadas en total aislamiento e indómita privacidad tolerarían no saber lo que sucede. Atkins todavía teme espías, e insiste en que estos hechos se tapen hasta que la mente Nada esté arrinconada. ¿Quién sería tan loco, salvo los neptunianos, para aceptar la idea de que hay cosas que, por razones militares, los ciudadanos que mantienen a los militares no deben saber?

Atkins se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa.

—Hablando de muerte —le dijo a Diomedes—, ¿hay en la Duma otras copias de Jenofonte o Neoptolemo que debamos rastrear, o la que él trajo a bordo es la única?

—¿Pensabas perseguir a las demás? —dijo Diomedes—. Sería en vano. Mientras yo era Neoptolemo, vi en acción la mente del silente a quien podríamos llamar Ao Varmatyr. Trató de enviar copias de sí mismo para corromper a tantos neptunianos como pudiera. A pesar de su alarde, su trama viral no fue suficiente para penetrar las intimidades concéntricas con que se rodea cada neptuniano. A diferencia de vosotros en vuestro mundo libre de delitos, estamos habituados a fraudes mentales, piratas informáticos, secuestradores, guerrilleros, violadores mentales, sonámbulos. Si Ao Varmatyr hubiera sido recibido en la Tierra, y no en Lejanía, vuestro mundo no inmunizado quedaría inundado de virus con el primer despacho público. Como nosotros no tenemos público, lo único que hizo fue irritar a los demás duques de Neptuno, que enviaron conjuros de conejo, afrodisíacos, destructores de sistemas y otros irritantes y virus cuyos nombres ni debéis conocer.

Un destello frío brilló en los ojos de Atkins, un aire de diversión profesional. Obviamente pensaba que él, por lo menos, conocía los nombres y mucho más sobre las armas mentales, los virus y los duelos de información neptunianos. Pero no dijo nada.

—Había otras copias de Neoptolemo en la Duma, sí, pero ninguna de Ao Varmatyr. Estuve dentro de él una quincena; y no me ocultó secretos, considerándome hombre muerto. Creo que yo habría visto una transferencia de su plantilla. No hubo ninguna. Él estaba mucho más solo y asustado de lo que su historia sugiere.

Faetón quería preguntar si esa otra versión de Neoptolemo contenía el derecho de prenda sobre el título de su nave, pero contuvo la lengua. Otros asuntos tenían prioridad.

—¿Ao Varmatyr se comunicó con sus superiores? —preguntó Atkins.

—En las primeras horas, después de mi captura —dijo Diomedes—, estableció un enlace nervio a nervio conmigo. Esto fue antes de que impusiera control total sobre el huésped Neoptolemo, y cortara mi sensaciones externas no filtradas. —Diomedes hizo un gesto indolente y continuó—: Lo que sucedió a continuación no fue tan extraño. Nuestro buen amigo Jenofonte era un eremita. Yo soy un duquefrío. En comparación con los desperdigados refugios de hielo eremitas del cinturón de Kuiper, los duques, en las capas de metano S y K de Neptuno, tenemos mucha más densidad de población. A veces, tan sólo mil kilómetros separan las inmediaciones de nuestros enjambres palaciegos y casas sumergidas, y los caparazones y torres de un duquefrío neptuniano profundo están rodeados por cortafuegos y falsos reflejos para cerrar el paso a los gusanos dañinos que tienden a salpimentar nuestro lenguaje cuando compartimos pensamientos. ¿Entiendes?

—Quieres decir que Jenofonte se lió contigo en comunicación mente a mente y tú le diste una buena tunda —dijo Atkins.

—Dicho sin sutileza, pero correcto en lo esencial. Tuve acceso a sus archivos de memoria profunda por unos segundos, suficientes para hacer una copia en mi espacio cerebral antes de que Ao Varmatyr me pusiera en privación sensorial. Fue una lectura interesante durante mis horas de soledad. De allí pude extrapolar la información sobre todo lo que sabía Ao Varmatyr.

—Querido amigo, confío en que no nos tendrás en ascuas —dijo Faetón.

Diomedes sonrió con displicencia.

—No más de lo necesario para construir cierta tensión dramática, amigo mío.

—Siento un cosquilleo de tensión, buen Diomedes, te lo aseguro.

Atkins sacudió la cabeza al oír este diálogo. Pensó:
Con razón estos
envarados tíos Gris Plata sacan de quicio a todo el mundo.

—¡Caballeros! —dijo en voz alta—. ¡El tiempo corre! Vamos al grano.

—Primero —dijo Diomedes con lento énfasis—, Jenofonte cooperaba conscientemente. Segundo, Ao Varmatyr desconocía la existencia de un superior. Hubo dos veces, ambas cuando Ao Varmatyr estaba conectado al enlace de comunicaciones de largo alcance, en que su memoria se puso en blanco, y su reloj interno fue reconfigurado para encubrir el tiempo faltante. Jenofonte lo notó, pero Ao Varmatyr no lo notó ni pudo notarlo. Jenofonte quedó intrigado por esto pero, careciendo de una imaginación suspicaz, no comprendió lo que implicaba: a saber, que la mente de Ao Varmatyr estaba configurada tal como las mentes de las máquinas pensantes de la Ecumene Silente que él describía. Un invisible corrector de conciencia, desconocido aun para él, lo obligaba de cuando en cuando a realizar ciertos actos que después no recordaba. Ao Varmatyr, sin saberlo, se comunicaba con su superior. Nada Sofotec, pero ellos no «hablaban». Sospecho que el superior sólo daba instrucciones operativas al corrector de conciencia de Ao Varmatyr, el virus de lealtad que llevaba dentro.

—¡Qué espanto! —murmuró Faetón.

Diomedes, con una sonrisa torva, acarició el asta de su lanza.

—Ya lo creo —dijo—. Pero no era peor que lo que la Ecumene Silente había hecho durante años y siglos a sus máquinas pensantes. ¿Por qué no hacer lo mismo con sus sujetos humanos? Es un paso pequeño.

—¿Cómo resististe la invasión del virus de lealtad de la Última Transmisión cuando Jenofonte no resistió? Estabas totalmente aislado, y Ao Varmatyr tenía control total sobre tus datos entrantes.

—En parte fue por falta de tiempo y atención de su parte, creo. Pero en parte, con toda modestia, fue mi fuerza de carácter. Es verdad que yo estaba convencido, quizás hasta una hora cada vez, de que la filosofía de Nada era correcta, y de que no había razón para resistir, y de que tenía que cooperar por el bien de la Ecumene Silente. Pero nunca más de una hora.

«Veréis, sospecho que el virus estaba destinado a operar en las mentes y actitudes típicas de la Ecumene Silente. El valor central que la mente atacada debe aceptar antes de aceptar la filosofía de Nada es que la moralidad es relativa, que el fin justifica los medios, que el bien y el mal constituyen una opción individual y arbitraria. Esto despoja a la víctima de toda defensa: ¿quién puede defender legítimamente sus prejuicios contra los de otro si sabe, en lo profundo, que ambos son igualmente arbitrarios, igualmente falsos?

«Pero no funcionó conmigo porque poco tiempo atrás había cargado una copia de la rutina didáctica de la filosofía Gris Plata en mi memoria a largo plazo. La rutina insistía en fastidiarme con preguntas. Una que me gustaba era:
Si un filósofo te enseña que no está mal mentir, ¿por qué no
sospechas que él te miente al decirlo?
Otra que me gustaba era:
¿Es un
postulado meramente arbitrario creer que todas las creencias son meros postulados arbitrarios?

—¿Qué convenció a Jenofonte? —preguntó Faetón—. ¿Estuvo expuesto al mismo virus?

—No. Él creyó la historia que le contó Ao Varmatyr sin reservas. La misma que te contó a ti: ante todo, Jenofonte creía en la inhumanidad implacable de los sofotecs. Muchos neptunianos creen en ello.

—¿Dónde está ahora Nada Sofotec? —preguntó Atkins—. ¿Tienes alguna pista acerca del lugar desde donde se enviaban estas instrucciones?

—Ninguna. Pero como Ao Varmatyr estaba programado para hacer sus informes sin saberlo, no escogía el tiempo ni las circunstancias en que los hacía. (Ni el contenido, que quizá consistiera en un paquete de información en bruto tomado de su memoria.) En consecuencia, llegan a intervalos regulares. —Diomedes señaló el reloj de arena y sonrió de nuevo.

—No he vivido tantos dramas de espionaje como mi esposa —dijo Faetón—, pero cualquiera pensaría que los enemigos que intentan esconderse no incurrirían en conductas tan previsibles.

—Tales debilidades son un resultado inevitable del modo de hacer las cosas de la Ecumene Silente. Si tratas a las personas como máquinas, debes darles órdenes mecanicistas. Por eso sabemos cuándo se realizará la próxima transmisión.

Todos observaron los granos de arena del reloj en silencio, cada uno sumido en sus reflexiones.

—Aún hay muchas cosas que no entiendo sobre lo que acaba de ocurrir —dijo Diomedes—. Mariscal, ¿puedo preguntar, si no es uno de esos secretos militares que valoras tanto...?

Atkins enarcó una ceja.

—Puedes preguntar.

—¿Cómo sobreviviste dentro de la armadura de Faetón? Llegaste a la embajada neptuniana desacelerando a noventa gravedades. Sólo Faetón tiene un cuerpo especialmente diseñado para soportar esas presiones. Fue precisamente por eso que Ao Varmatyr no sospechó que no eras Faetón. ¿Cómo sobreviviste?

—No sobreviví —dijo lacónicamente Atkins.

—¿Cómo has dicho?

—Su cuerpo quedó hecho una papilla sanguinolenta dentro de mi armadura —dijo Faetón—. Entretanto, su mente fue almacenada en la unidad noética. Sólo cuando estuvimos en reposo, y el revestimiento de mi armadura tuvo una oportunidad de reconstruir el cuerpo militar que albergaba, lo transferí y lo reencarné. Todo lo que él «vio» antes sólo era transmitido de las cámaras de mi armadura a su mente grabada. Sólo después estuvo dentro de la armadura, mirando hacia fuera, cuando inhaló su primer doloroso aliento.

Diomedes quedó impresionado.

—¿Quién estaba dentro del maniquí de Ulises? —preguntó—. El que fue incinerado por Ao Varmatyr...

—Un sparring que uso para entrenarme —dijo Atkins—. Una rutina de ejercicios.

—¿Programada para perder?

—No. Pero yo sólo le había dado armas y técnicas antiguas, que databan de la Era Sexta y fines de la Quinta. En otras palabras, sistemas de armamento que los silentes sabían que teníamos. Así que perdió. Sólo cuando Ao Varmatyr quedó convencido de que tenía un control total mostró su verdaderas intenciones, y comenzó a ordenar a la
Fénix Exultante
que adoptara una postura militar.

Other books

The Candle of Distant Earth by Alan Dean Foster
Althea and Oliver by Cristina Moracho
Red Planet Run by Dana Stabenow
Never Eighteen by Bostic, Megan
The Last Days of Dogtown by Anita Diamant
The Master of Phoenix Hall by Jennifer Wilde
Misery Loves Cabernet by Kim Gruenenfelder