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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Trascendencia Dorada (42 page)

BOOK: La Trascendencia Dorada
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Gannis había luchado y corrido riesgos para alcanzar su alta posición: quería descansar de la lucha, y disfrutar de sus recompensas. Tras crear un lucrativo emporio, Gannis había querido mantenerlo sin más esfuerzo, ser protegido del desafío de Helión a sus intereses empresariales, ser protegido de la realidad.

Uno de los miembros de Gannis, que estaba echado en la mesa dorada, se movió y alzó la cabeza.

—Hermanos, otros yo mismo. ¡La situación no es tan mala! ¡Recordad que Gannis fue alabado en la última Trascendencia! ¡Bajo Argentorio, las mentes congregadas nos elogiaron! Entonces se sabía que éramos audaces, innovadores, un benefactor de la humanidad...

Guardó silencio.

—No comprendí cuánto había cambiado —dijo un Gannis que acababa de salir de la Trascendencia—. Cuánto había crecido mi temor, reduciendo mi dignidad. Mi alma es pequeña ahora.

Otro Gannis, uno de los primeros en despertar, abrió la boca para oponerse. Estaba a punto de decir que todos eran míseros, timoratos, embaucadores y miedosos. Todos los empresarios hacían negocios de esa manera. Todos lo hacían, ¿o no?

Cerró la boca. Todos sabían lo que había estado a punto de decir. Todos lo miraron escépticamente.

Acababan de ver las almas de toda la humanidad. Y sabían, ahora, que no todos hacían negocios de esa manera. No todos eran timoratos, furtivos, deshonestos. Era asombroso cuán pocas personas eran así. ¡Qué espantoso descubrimiento!

Ese Gannis, uno de los primeros en despertar, se echó en su trono y no dijo más.

Hubo agitación en la cámara.

El Gannis del trono central abrió los ojos y alzó la mano. Los segmentos Gannis que estaban despiertos trataron de alinearse con él, y quedaron deslumbrados por la saturación de datos. Por esto supieron que no era la supramente Gannis normal quien hablaba.

Era la Trascendencia misma, o un vestigio de ella, un segmento de las mentes congregadas de toda la civilización que aún estaba enlazada, hablando a través de él.

—Vuestra hija está condenada a muerte —dijo.

Olvidando sus problemas personales, el grupo Gannis que estaba alrededor de la mesa invocó las energías almacenadas y el espacio informático del planetoide Gannis. Implacablemente, sin preparación adecuada, se enlazaron con la supramente Gannis, aún parcialmente trascendida.

En un instante se derrochó una fortuna en tiempo informático. Gannis apenas reparó en ello.

Una pequeña Trascendencia, consistente sólo en Gannis, sus asociados y colegas, y los pocos millones enlazados a través de la supramente, tuvo lugar en el espacio de Júpiter.

Esta pequeña Trascendencia predijo (o decidió) que el dirigente Nuncaprimerista llamado Unmoiqhotep, también llamado Ungannis de Ío, quien conspiró con Jenofonte de Lejanía y la máquina Nada para guerrear contra la Ecumene Dorada, sería buscado y apresado, acusado de traición e intento de genocidio, y ejecutado, borrado sin posibilidad de resurrección.

Había sido ella, en su disfraz de cono rugoso con tentáculos, quien se había aproximado a Faetón frente a la Curia. Con la ayuda de Scaramouche (quien iba sobre ella con forma de pólipo), había mostrado a Faetón la tarjeta mental para infectarlo con el virus que, más tarde, le hizo alucinar el ataque de Scaramouche frente al mausoleo señorial Rojo.

Ungannis había participado, pues, en el intento de controlar la
Fénix Exultante para
usarla como nave de guerra. Ungannis se había regocijado ante la inminente destrucción de la Estación Equilateral de Mercurio, la civilización del polo norte solar, los sofotecs orbitales de la Tierra, y la Trascendencia misma.

Por ello, debía ser perseguida, apresada y muerta.

La mayor parte del drama del vano intento de Ungannis de escapar ya se había desarrollado durante medio segundo de tiempo de la Trascendencia (durante el cual, la unión de todas las mentes había sentido repulsión ante la necesidad de encarar este asunto desagradable).

El resto estaba condenado (decía la predicción) a ser liquidado durante el cuarto mes posterior, el Mes de las Remembranzas Evanescentes. En esa época. Temer, Intrépido y Sanspeur Lacedemonio de Gris Oscuro (todos guardianes de fines de la Sexta Era, y comisarios de alguaciles) encontrarían el último de los almacenajes de información autorreplicantes donde estaba oculta su identidad numénica.

Algunas copias de Ungannis estaban codificadas como partes de un mosaico; otras, como fractales cambiantes no aleatorios entre las formas de las nubes de la atmósfera de Ío; otras en lugares aún más imaginativos; cada copia hacia tantas copias de sí misma como su presupuesto energético lo permitía.

Pero la Trascendencia conoció sus planes antes que ella misma. Neciamente, había participado en la Trascendencia, tan autocomplaciente que nunca imaginó que alguien la castigaría por sus delitos una vez que todos lo entendieran.

Y lo entendieron. Lo bastante para hallar cada sitio donde planeaba ocultarse. Lo bastante para gastar el esfuerzo de tiempo y mano de obra para rastrearla, sin importar el coste.

La última copia de Ungannis fue hallada en un escondrijo inspirado en un relato de misterio compuesto tanto tiempo atrás que la idea era un cliché: dentro de las facetas de una gema, cuya estructura molecular alterada refractaba la luz para registrar los patrones mentales.

Los alguaciles las reunieron a todas.

Algunas copias mutaron. Otras se modificaron radicalmente, tratando de destruir los recuerdos culpables para ser (al menos en su propia visión) inocentes de todo mal cuando las apresaran. Muchas intentarían «redimirse», usando modificadores autoanalíticos para alterar opiniones y emociones sobre sí misma, y programarse para lamentar sus horrendos actos. (Muchos de estos cambios eran puramente cosméticos. Nunca pensó en reprogramar su filosofía básica, que daba origen a esas opiniones.)

La consternación y la indignación públicas provocadas por los juicios de estas miríadas de copias serían peores que las provocadas por el militarismo del nuevo Colegio. Los antiguos precedentes legales establecían que las personas no podían escapar de la deuda o del castigo mediante el olvido del pasado, a menos que los cambios fueran tan globales y fundamentales como para ser legalmente equivalentes al suicidio, y la versión rescrita fuera considerada un infante, una nueva entidad.

Este precedente sería cruel cuando, llevado a su extremo lógico, cientos de mujeres jóvenes, copias de Ungannis, inocentes, ignorantes de sí mismas, sin sospechar que nada anduviera mal, debieran comparecer ante la Curia para ser juzgadas y ejecutadas.

Otras copias manifestarían su contrición y arrepentimiento, y expresarían, en los canales públicos, que en sus pensamientos íntimos no tenían reservas, ningún deseo de cometer de nuevo esos actos espantosos. Todas suplicarían misericordia; no se les concedería.

Las apacibles y gráciles gentes de la Ecumene Dorada quedarían pasmadas ante esta severidad, y se preguntarían por qué la Trascendencia, la culminación de toda la sabiduría de la civilización y la historia, permitía que esto sucediera. ¿Por qué esas muertes sin sentido, esa amarga venganza?

Esa cuestión podía responderse. Ciertas copias de Ungannis estaban aquí, «ahora», como parte de la Trascendencia, pues, habiendo borrado el recuerdo de sus fechorías, no había visto razones para no enlazarse con la mente de sus congéneres. Sólo al enlazarse, y al reseñar los viejos recuerdos, vio la espantosa verdad: que era una genocida en potencia.

La parte de la Trascendencia que era Ungannis apartó ciertos recuerdos y los almacenó para aquéllos que de lo contrario quedarían pasmados ante sus múltiples ejecuciones. En esos recuerdos mostraba las opciones que le había mostrado el intelecto e intuición suprema de la Trascendencia.

La extrapolación era tan detallada que predecía su último discurso palabra por palabra:

—Todas aquellas copias de mí que he hecho (haré) todavía creían en mis valores centrales, todavía sabían (sabrán) que el ser humano es una criatura enferma, endeble, fallida, llena de debilidad, orgullo y odio. La Trascendencia me dijo (me dice ahora) que si cambio esos valores en mí misma, que si programo mis copias para rechazar las causas que me condujeron a mis crímenes, evitaré mi ejecución. ¡Rehusé! (¡Rehusaré!) ¡Escupo en vuestra misericordia!

«Mis valores centrales no pueden ser alterados. Preferiría morir antes que renunciar a mis ideas. En lo profundo de mi alma, sé, por una intuición mística que no está abierta a cuestionamientos, inspecciones ni debates, que la humanidad es una enfermedad vil. Lo único que, mucho tiempo atrás, hacía tolerable la vida humana era el alegre conocimiento de que esa enfermedad sería borrada por la vejez, y una nueva generación de niños, provisionalmente inocentes, la reemplazaría. ¿Quién, ahora, necesita vengar la destrucción de los Caballeros del Temple por el rey Felipe el Hermoso de Francia? ¿Quién necesita vengar la persecución de los cristianos por Diocleciano, la persecución de los paganos por Constantino? ¡Nadie! El piadoso ciclo de muerte incesante ha borrado sus crímenes. ¡Pero si Felipe, Diocleciano, Constantino todavía estuvieran vivos, sus crímenes intolerables nunca serían castigados!

«Habéis detenido el ciclo de la muerte, habéis herrumbrado la rueda de las generaciones. Y cada acto cruel, cada palabra dura, cada ofensa, cada mezquina humillación impuesta a un niño, ahora que nos habéis infligido la inmortalidad, todos esos crímenes durarán para siempre.

»¡Mi padre, Gannis, fue cruel conmigo cuando era niña! Había cosas que yo quería que él no me brindó. ¡Deseos que no satisfizo! Juegos y juguetes y concursos; quería obtener el respeto de los demás. Yo quería cambiar el mundo para mejor. No me conformaba con sentirme inferior a los sofotecs. ¿Alguno de esos deseos fue satisfecho? ¡Ninguno!

«Así, cuando era joven, sabiendo que podía cambiar de opinión al crecer, una noche, cuando nadie estaba alerta, usé el circuito de autoanálisis no regulado de mi padre para fijar mis emociones, jurando que jamás olvidaría, jamás perdonaría, los insultos y la indiferencia acumulados sobre mí. ¿Qué clase de civilización cruel, infinitamente cruel es ésta, cuando las lágrimas de una niña no se pueden enjugar? ¡Os odio a todos!

«¡Inmundicia de la Ecumene Dorada (o la Ecumene Oxidada, como me gusta llamarla)! Ahora os he obligado a matarme, a matar cien versiones inocentes de mí, para que vuestras manos blancas como lirios se enrojezcan con sangre de niños. Vuestro fraude santurrón queda expuesto en toda su crueldad: esta civilización, construida sobre la razón y la lógica, es sólo un incesante estado de opresión, un incesante matadero, y vosotros sois una incesante línea de peleles con cara de goma. ¡Os podéis cortar la cara con navajas y no sangraréis! ¡En esta gran civilización de la que estáis tan orgullosos, sólo mis deseos, mis deseos humanos, no pudieron ser satisfechos! ¡Sólo yo sufro! ¡Sólo yo soy humana! ¡Soy el último ser humano vivo en todo el sistema solar, y vosotros, viles máquinas y mascotas de máquinas y falsos humanos, habéis encontrado las agallas para matarme! Ahora vosotros sois los homicidas; ahora os he vuelto humanos también. ¡Aquí, en la muerte, está la victoria!

Durante la pequeña Trascendencia de Júpiter, Gannis gastó más de una fortuna, tratando de mantener por su cuenta el tipo de infraestructura y velocidades de pensamiento necesarias para llegar al espacio mental trascendente.

Buscó una solución. Buscó un futuro en que su hija pudiera salvarse.

Y halló una copia de Ungannis en los circuitos de Ío que se demoraba en la Trascendencia. Ella miraba incrédulamente, ejecutándola una y otra vez, cierta extrapolación que predecía la reacción ante su último discurso.

Pensaba que ese discurso ferviente conmovería a la Ecumene Dorada hasta sus cimientos, pero apenas provocó una glacial socarronería, quizá cierto desdén.

Gannis llegó por los cables, llevando la pequeña Trascendencia consigo. Duró sólo un par de segundos —ni siquiera él, con toda su riqueza, podía mantener semejante esfuerzo largo tiempo—, pero durante ese segundo su hija tuvo un momento para pensar.

Y pensar con todo el poder mental de millones que la ayudaban.

Aún le quedaba una opción: en vez de huir, podía preservar sus recuerdos dentro de una persona parecida, pero sin sus valores fijos. El cambio sería tan radical que la Curia la consideraría, legalmente, otro individuo. Adoptaría la reconfortante creencia de que era la misma persona. Pero una ironía sería que ella (otra persona legal) ya no estaría en la línea de sucesión para ser heredera de Gannis si todas las versiones de él morían. Su intento de escapar, su intento de confundir la moralidad de la Curia presentando a sus captores cientos de copias inocentes o contritas, no se produciría, si ella optaba por no hacerlo.

No era demasiado tarde. Ungannis podía escoger otro futuro.

¿Lo haría?

La pequeña Trascendencia se negó a predecir o decidir ese desenlace.

16 - Recónditos tiempos venideros

Helión fue el último hombre de la Tierra que abandonó la Alta Trascendencia. En ella vio una visión del futuro. Su futuro. Mientras duró, él acaparó la atención, las controversias, los comentarios, los reproches, las alabanzas. Era su momento.

Durante la Alta Trascendencia, Helión no fue consciente de sí mismo como su propia persona, así como un hombre cuya concentración se enfoca en una tarea exigente, o en un éxtasis que disuelve los sentidos, no es consciente de sí. En cambio, toda la consciencia de pensamiento estaba compuesta de pensamiento. Tal como una obra de arte, o una animada conversación entre amigos íntimos, puede cobrar vida propia, el pensamiento del pensamiento cobró vida propia. El sueño de Helión se irradió por el espacio mental como los rayos de un sol. Notó que sus pensamientos eran recogidos y completados por otros, cuyos pensamientos, a la vez, eran completados por otros, analizados, bruñidos, pulidos, mejorados, tal como los planetas fecundos, llenos de vida, envían su brillante reflejo al sol central, el cual, sin esos verdes planetas, es estéril.

Cada participante estaba justamente orgulloso de su aportación al resultado general, aunque ninguno podía adjudicarse mérito por la totalidad, tal como una escuela de pensamiento o un movimiento artístico o científico carece de un autor único, aunque el genio de los fundadores de esa escuela no caiga en el olvido ni el anonimato.

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