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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (3 page)

BOOK: La tumba de Verne
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Aquella otra mañana ya lejana, la mañana en que sobre el puente de San Pablo el comentario infantil de Capellán activó el ingenio de Ávalos, el maestro también deseó estar solo de inmediato, quitarse de encima al inoportuno acompañante e iniciar la inmersión en la teoría que lentamente iba dando forma mientras subían por la calle Canónigos buscando la protectora sombra de la catedral. Pero también entonces Capellán se interpuso entre él y su deseo de confirmar su teoría cuanto antes, porque al pasar junto a la taberna El Botijo el periodista se empeñó en invitarlo a un aperitivo.

—Te lo agradezco, de veras, pero aún no tengo hambre —argumentó Ávalos tratando de zafarse del imprevisto obstáculo.

Pero la verborrea de Capellán hizo que sus débiles protestas apenas fueran escuchadas. Que no, hombre, que no, insistió el periodista mientras colocaba unas sillas para que ambos tomasen asiento bajo una sombrilla al tiempo que, con presteza, alzaba la mano solicitando la presencia del camarero.

Una ración de pisto y otra de ajoarriero después, ambas mojadas con dos cañitas de cerveza, Ávalos creyó verse libre al fin tras abonar la cuenta (lo habitual, pues Capellán mostraba siempre inclinación a invitar para que otro pagara), pero no fue así. Resultó que la cerveza refrescó la memoria de Miguel y cuando pasaban bajo los arcos del Ayuntamiento arruinó las esperanzas del maestro.

—Ya que estamos medio comidos y ando sin prisas, a lo mejor me subo a su casa para echarle un ojo a ese artículo suyo sobre los amoríos de Verne.

Ávalos se agarró a un bastón invisible para no caerse y durante unos segundos deseó tener en verdad una cachaba a mano para romperla sobre el lomo de su irritante compañía, aunque era muy probable que ni siquiera a garrotazos se lo quitara de encima. De manera que unos minutos después estaban los dos en el estudio de Ávalos. Este, impaciente por quedarse solo, movía y removía papeles de un lado a otro de la mesa de nogal; el otro, sentado en el sillón de lectura de su anfitrión, devoraba aquel artículo tan bien escrito como insólito en su contenido.

De vez en cuando, Capellán levantaba la vista y posaba sus ojillos azules miopes en Ávalos, pestañeaba y volvía a enfrascarse en las páginas de la revista. El maestro aguardaba el fin de aquella lectura con ansiedad. Estaba seguro de que Capellán sería incapaz de establecer la relación que a él se le había venido a la cabeza entre uno de los episodios que se narraban en el artículo, el comentario que el propio Capellán había hecho sobre la hoz del Huécar y la hermética misiva firmada por Nemo.

Y resultó estar en lo cierto. La lectura de Capellán no fue más allá de lo que tenía delante de sus narices: que Jules-Gabriel Verne Allotte (el articulista escribía el nombre del novelista en su versión francesa) tuvo una vida amorosa más agitada de lo esperado. Una vida sentimental a la que algunos biógrafos dan comienzo con la pasión que, afirman, un Verne quinceañero sintió hacia su prima Caroline Tronson, hija de la hermana de su madre. La muchacha fue la inspiración para varios poemas
[5]
, amén de ser la primera que quebró el corazón de Jules al casarse con un petimetre negociante llamado Émile Dezaunay.

El segundo desengaño, pudo leer Capellán, se llamó Herminie, una muchacha cuatro meses más joven que Jules a la que él dedicó un puñado de poemas abominables
[6]
. Pero aquellos versos infantiles y edulcorados no sirvieron de nada ante la inflexible postura del padre de Herminie, un ricachón terrateniente que la llevó del brazo al altar para casarla con alguien de más pedigrí que el hijo de un simple procurador, como era Pierre Verne, el padre de Jules.

Capellán alzó de nuevo los ojos para buscar los de Ávalos al enterarse de que Verne, siendo estudiante de Derecho en París, exhibió una jocosa militancia contra el matrimonio engrosando las filas del llamado Club de los Vírgenes Necios (o Los Once sin mujeres). Descubrió que en aquella singular hermandad Jules destacó como autor de poemas picantes. Pero aquella soltería suya se quebró de la noche a la mañana tras asistir en Amiens a la boda de un amigo suyo llamado Auguste Lelarge. El artículo recogía el impacto que causó en Verne aquella ciudad situada a unos cien kilómetros al norte de París, así como la fiebre que de pronto le entró al futuro escritor por casarse. Aquellos pensamientos los compartió con su madre en una carta fechada el 24 de mayo de 1856, cuyo principal meollo, naturalmente, citaba Ávalos
[7]
. Y así fue como de una boda salió otra boda.

Ávalos explicaba en aquel artículo que el amigo de Jules había contraído matrimonio con Aimée de Viane, que tenía por hermana a una joven viuda de muy buen ver llamada Honorine de Viane. La muchacha deslumbró al joven Jules, y él hizo lo que mejor se le daba: escribir una carta sobre el caso
[8]
. Ni siquiera el hecho de que Honorine tuviera dos hijas (Suzanne y Valentine) amedrentó a Verne. ¡Quién lo hubiera dicho unos meses antes, cuando Jules se burlaba del matrimonio junto a los demás Vírgenes Necios!

No han faltado estudiosos que han visto en la súbita conversión del joven Verne el deseo de asegurarse gracias a la joven viuda una estabilidad económica que le permitiera escribir. Pero lo cierto es que no fue así. Antes al contrario, se procuró un nuevo oficio: corredor de Bolsa. Y para ello debió de contar con la colaboración del hermano de la novia, Ferdinand de Viane, que ejercía esa profesión en París, y con la de su propio padre, a quien Verne solicitó apoyo financiero para poner en marcha su nueva vida laboral
[9]
.

Según Capellán leyó en aquella revista, el 10 de enero de 1857, con veintinueve años, Verne fue directo al matadero. Y se cuenta que, con el propósito de escapar de las chanzas y pullas de sus antiguos correligionarios del ya citado club de solterones, Verne hizo correr rumores contradictorios sobre el lugar del enlace.

Al parecer, la treta surtió efecto y los conocidos de París fueron a Amiens, y los de Amiens a Nantes. Pero el único que no pudo huir fue el propio interesado, a quien se vio camino del Gólgota, colina lúgubre esta que aquel día adoptó la caprichosa forma de la alcaldía del tercer distrito de París, donde tuvo lugar la parte civil del ritual, y luego el semblante torvo de la iglesia de Saint-Eugène.

El artículo recogía algunos detalles curiosos sobre aquella boda, como el hecho de que el padre de Verne se enojara profundamente porque la ceremonia no solo se redujo a un puñado de invitados, sino que su hijo osó aparecer luciendo un frac blanco y guantes negros. Por su parte, Honorine acudió adornada con un vestido con cuello de encaje.

En los retratos de la boda, atribuidos por algunos biógrafos al fotógrafo Delbarre, los contrayentes aparecen por separado. El joven abogado luce una hermosa barba con la que, tal vez, pretendía ocultar las huellas que había dejado en su rostro el violento tratamiento que le aplicaron para combatir las parálisis faciales que padeció en sus tiempos de estudiante parisino
[10]
. En cuanto a Honorine, podemos decir que se muestra demasiado reflexiva en las instantáneas, como si no estuviera segura de haber hecho lo correcto al casarse por segunda vez.

Y tal vez el presentimiento de Honorine fuera cierto. Las novelas de Verne están repletas de hombres solteros. Sus héroes en pocas ocasiones se ven atrapados por el lazo del compromiso matrimonial. Ahí estaba el caso, recordaba el artículo, de Clovis Dardento, cuyo nombre da título a una de las obras de Jules Verne
[11]
, a quien se describe como un soltero para quien «jamás la luna de miel se hubiera levantado en el horizonte». Y no quería decir eso que no le gustasen las mujeres. De hecho, no han faltado exegetas que han visto un juego de palabras sexual en el apellido del personaje («dardo ardiente») .

¡Y qué decir del maestro Antifer!
[12]
, de quien Verne escribe que, siendo un solterón empedernido, se vio puesto ante el «paredón del matrimonio». Y no eran los únicos personajes vernianos que emergían como solterones militantes. Todo el mundo recuerda al impagable Passepartout de
La vuelta al mundo en ochenta días
[13]
, quien al saber de las costumbres de los mormones lamentó profundamente la suerte de los hombres de esa confesión, los cuales podían verse terriblemente rodeados por varias esposas.

En el fondo, parecía que Verne no estaba cómodo en el matrimonio y expresaba esas dudas en sus novelas. Tal vez por eso en el futuro se encerraría durante horas en su guarida, en su estudio de escritor, o se haría a la mar en su barco.

Pero ¿eso era todo? ¿Dónde estaba la chispa de lo inesperado en aquel artículo cuya lectura entretenía a Capellán para desesperación de Ávalos?

En realidad, la gracia venía después de aquel matrimonio que dio por único fruto un hijo al que llamaron Michel Jean Pierre Verne y que asomó su nariz al mundo en la noche del 4 al 5 de agosto de 1861, cuando Jules tenía treinta y tres años. La parte interesante del artículo, la que más veces hizo levantar la mirada de Capellán en busca del rostro de Ávalos, tenía que ver con las diferentes teorías sobre los amores secretos del creador del capitán Nemo. Como, por ejemplo, la supuesta relación extramatrimonial con una tal Estelle Duchesne, a quien algunos biógrafos de Verne atribuyen la decisión que tomó el escritor en 1865 de mandar a Honorine y a sus hijas a Le Crotoy, una aldea de la bahía del Somme que la familia frecuentaba. Mientras ellas estaban allí, él iba a París periódicamente, tal vez porque Estelle estaba enferma (y de hecho falleció en diciembre de aquel año). Incluso algunos han pretendido ver en ella la fuente de inspiración en la que Verne bebió para crear el fascinante personaje femenino de
El castillo de los Cárpatos
[14]
.

El segundo dato insólito que se encontró Capellán fue la especulación sobre pederastia que planeaba como una sombra sobre Verne.

No faltan quienes recuerdan que las mujeres no tienen apenas protagonismo en las novelas del bretón, y de ahí han deducido una posible homosexualidad que ejemplifican en una supuesta relación con el político Aristide Briand cuando este no era más que un joven compañero de estudios de Michel, el hijo de Verne, en Nantes
[15]
.

El último episodio que recogía el artículo era una historia fascinante protagonizada por una rumana llamada Luise Teutsch-Müller. Se contaba que había llegado a Amiens del brazo de un acaudalado suizo alemán, que tenía alrededor de treinta años y que a todos los hombres dejaba boquiabiertos. Y, para suerte de Jules, resultó que era amiga de Suzanne, una de las hijas de Honorine.

Probablemente nunca se sabrá si Verne, que frisaba por entonces la cincuentena, tuvo algún lío de faldas con ella, pero no faltan opiniones que la hacen competir con Estelle Duchesne como fuente de inspiración para el personaje de La Stilla, o incluso para una rumana llamada Zinca Klork que se menciona en la novela
Claudio Bombarnac
[16]
.

Pero lo mejor era la historia con la que Ávalos cerraba su escrito. Al parecer, se contaba que Luise regresó a Bucarest para dar a luz a una niña a la que llamaron Eugénie Jeannette. Y se añadía que siendo una quinceañera Eugénie regresó a Amiens con el propósito de estudiar enfermería. Y como quiera que en Bucarest era conocido que su madre se enorgullecía al mostrar a las visitas cuatro maquetas de barco que, aseguraba, le había regalado Jules Verne, el afamado novelista, muchos se hicieron en voz alta la siguiente pregunta: ¿sería posible que Verne hubiera tenido relaciones en secreto con aquella mujer y que ella hubiera concebido una hija?

Cuando Capellán concluyó la lectura del artículo estaba muy lejos de suponer que aquel interrogante era el menos extraordinario de cuantos adornaban la vida de Verne. El periodista levantó la nariz y con ella hicieron lo propio sus lentes de diseño. Había admiración en su mirada cuando tropezó con los ojos de Ávalos.

—Usted nunca dejará de sorprenderme. —Por un instante deseó levantarse de aquel sillón, coger el cuello del maestro entre sus manos y exigirle, bajo la amenaza de estrangularlo sin más preámbulos, que le contara todo lo que sabía no solo sobre Verne, sino sobre las miles de historias seductoras que aquel viejo parecía guardar bajo llave—. Y qué casualidad que al poco tiempo de publicarse este artículo le envíen a usted esa nota incomprensible firmada por alguien que dice ser Nemo, ¿no cree?

Ávalos había dejado de mover los papeles que tenía sobre la mesa y luchaba por contener su deseo de comprobar de inmediato si la idea que había tenido en el puente de San Pablo serviría para destripar la nota de marras, pero para entregarse a ese ejercicio era imprescindible no cometer ningún error en la respuesta a la pregunta que le acababa de formular su acompañante. Debía lograr que Capellán se marchara cuanto antes, para lo cual era preciso medir muy bien qué decir a ese comentario. Tras unos segundos de reflexión eligió las siguientes palabras:

—Para ser sincero, no me cabe la menor duda de que una cosa y otra están relacionadas. —Carraspeó suavemente antes de añadir—: Aunque tal vez sea la típica broma de alguno de esos adalides de la mal llamada ciencia que acostumbran a sembrar de trampas nuestras investigaciones para que cometamos alguna torpeza. No sería la primera vez, como bien sabes.

Por supuesto que Capellán lo sabía. Sabía que bajo el paraguas de la ciencia se ocultaban en ocasiones inquisidores dispuestos a sembrar en Internet o en cualquier gacetilla de poca monta la chanza y el desprestigio sobre quienes, como él o como Ávalos, se dedicaban a la caza y captura del misterio. De acuerdo, era cierto que muchos de los artículos que él mismo había escrito no resistían el menor análisis serio y que le había puesto en bandeja muchas veces a sus críticos el que pudieran fusilarlo en cualquier blog, pero no era menos verdad que resultaba patético que aquellos tipos consumieran buena parte de su vida en acechar los errores ajenos.

—Si al menos les importara de verdad la ciencia —comentó Capellán.

—Debe de ser triste carecer de luz propia y que el mundo sepa de tu existencia solo porque reflejas pálidamente la luz que emiten aquellos a los que criticas —sentenció Ávalos.

No obstante, la posibilidad que había avanzado el veterano escritor de que tal vez aquella carta fuera el cebo lanzado por algún crítico para ver si el maestro jubilado metía o no la pata dando a conocer alguna teoría delirante de las suyas en las páginas de cualquier revista logró el propósito que Ávalos perseguía cuando hizo aquel comentario. Sabía que Capellán había sido corneado en varias ocasiones por algunos de aquellos personajillos que vigilaban cada línea de sus reportajes buscando los errores que, inevitablemente, todos cometemos en mayor o menor medida.

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