Read La tumba de Verne Online

Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (49 page)

BOOK: La tumba de Verne
5.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Hacía mucho frío en Madrid. Mientras caminaba por el céntrico barrio de Salamanca camino del despacho de Alexia, Miguel recordó el día en que fue a visitarla a su trabajo por vez primera, cuando creyó haber visto a un hombre que lo seguía. Estaba seguro de ello. Lo vio reflejado en el cristal del portal, pero el portero negó que allí hubiera habido alguien.

Entró en el edificio y descubrió que el viejo portero estaba allí, como el cancerbero del infierno. Lo saludó con un movimiento de cabeza. El veterano portero apenas levantó la mirada del periódico que leía.

Ya en el bufete, se le mostró un asiento donde debía aguardar. Alexia le hizo esperar alrededor de quince minutos. Capellán no sabía si ella estaba ocupada en ese momento o si dudaba aún en recibirlo. Finalmente, apareció Nati.

—Puede pasar.

Entró en el despacho. Todo estaba como recordaba: muebles de diseño, cuadros de arte abstracto, el pequeño jardín zen… Y Alexia sentada de espaldas a la enorme cristalera. A Miguel no le pasó desapercibido el hecho de que ella no se levantara de su asiento para saludarlo. Tampoco lo invitó a sentarse en los sillones que ocuparon en su anterior visita.

—¿Me puedo sentar? —preguntó.

Ella se encongió de hombros.

Ocupó el sillón en el que debían de sentarse los clientes de Alexia, sacó de un bolsillo de su chaquetón el reloj de Ávalos y lo puso sobre la mesa.


Tempus fugit
—dijo, y trató de sonreír sin mucho éxito.

Alexia cogió el reloj de su padre y lo acarició con los dedos.

—Gracias. —Miró a Miguel con menos severidad que hasta ese momento.

Ahora sí, él acertó a sonreír, aunque Alexia no lo imitó. A continuación, dejó sobre la mesa una carpeta que hasta ese momento había llevado bajo el brazo.

—El manuscrito de tu padre —explicó—. No está acabado, como sabes. Ni siquiera tiene título.

Ella miró la carpeta y luego clavó sus ojos en él.

—¿Qué pasó? ¿Cómo te fue en Galicia?

Miguel se relajó.

—Me interrogó la policía —explicó—. El inspector que investigó el asesinato de Novoa, un cabrón de mucho cuidado. Un hueso, te lo aseguro. —Se atrevió a mirar a Alexia a los ojos antes de añadir—: No le dije una palabra sobre ti. Espero que no sigan la pista de mi supuesta esposa.

Ella asintió, pero no dijo nada. Miguel prosiguió su relato.

—No tienen ni una pista sobre quién pudo matar a Novoa. Pero sabían que a tu padre lo habían asesinado también, y a Ríos le pareció sospechoso que yo hubiera estado en los escenarios de los dos crímenes.

—¿Necesitas abogado? —dijo Alexia sonriendo.

Miguel sonrió también.

—No —contestó—. Creo que no.

—¿Y qué más?

—No sé hasta dónde seguirán investigando. Creen que Novoa estaba loco.

—¿Loco?

—De atar —explicó Miguel—. El director de La Isla me contó una película según la cual la carta de Gaston y todo lo demás era obra del propio Novoa. Me enseñó un puñado de informes médicos donde se aseguraba que estaba mal de la cabeza. Pero yo no me lo trago.

—Te cuesta aceptar la realidad, ¿verdad? ¿Es más lógico pensar tal vez que es posible alcanzar la inmortalidad?

—Sin embargo, alguien lo asesinó —se defendió Miguel—. Y a tu padre también.

Alexia se revolvió incómoda en su sillón.

—Y luego está lo de Amiens —recordó Capellán—. El incendio del hotel, y los papeles que aquella muchacha, Estrela, encontró.

—Eso fue lo que ella dijo. Ni tú ni yo los vimos. En cualquier caso, ella admitió que no sabía francés, de manera que vete tú a saber qué ponía en ellos, si es que realmente los descubrió. ¿Qué fue de ella? ¿La volviste a ver?

—No, y te aseguro que la busqué —dijo Miguel—. Hablé con su antiguo novio, que fue quien le prestó el coche para ir a Amiens, según me dijo. Y localicé a su madre, que vive ahora con un tipo estirado pero con dinero, según se esforzó en dejarme claro. Nadie ha vuelto a verla, ni tampoco a su abuelo.

—¿A su abuelo?

—Sí, el que estaba tan grave, ¿recuerdas? —Alexia asintió. Aquel dato sí parecía haber llamado su atención—. Pues parece ser que al hombre le quedaban dos telediarios, pero lo visitó su nieta y, al poco, pareció mejorar. Ella se lo llevó, me dijo el director.

—De modo que los dos han desaparecido…

—Los dos —repitió Miguel.

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé —reconoció Capellán.

—¿No lo sabes? ¿No vas a seguir buscándolos? —Alexia sonrió de nuevo. Era la segunda vez que lo hacía—. No te reconozco.

Miguel no le devolvió la sonrisa. Su gesto era grave.

—Tengo miedo —confesó—. No quiero morir intentando buscar la inmortalidad.

Alexia lo miró con interés. Le pareció que Miguel sabía algo que aún no le había confesado.

—¿Qué es lo que no me has dicho?

—Tengo contactos —dijo Miguel—. Tengo contactos en la policía. —Bajó la voz antes de añadir—: Al inspector Carmona se lo cargaron. Alguien había manipulado los frenos de su coche.

Alexia se puso rígida. Ella había llamado al inspector Carmona para hablarle de la carta de Gaston Verne y de todo aquel maldito asunto, pero el policía jamás llegó a la cita.

—Si esa gente, el hombre del sombrero, los hombres sin rostro o como quiera que se llamen, puede matar a un policía, que es caza mayor, ya me contarás dónde tendría que esconderme yo si sigo metiendo las narices en sus asuntos. —Se levantó de su asiento y alargó la mano. Alexia lo miró y, tras unos segundos de duda, la estrechó.

—A tu padre lo mataron, Alexia. Ten cuidado.

La abogada no dijo nada, y Miguel se dispuso a abandonar el despacho. Pero cuando estaba a punto de cerrar la puerta, escuchó decir a Alexia:

—Mañana voy a ir a Cuenca. Tengo una cita con una agencia inmobiliaria. Voy a vender la casa. ¿Quieres venir conmigo?

Llegaron a Cuenca, cada uno en su coche, alrededor de las cinco de la tarde. Una mujer regordeta, con el cabello corto y piel sonrosada, los esperaba en la acera.

—Soy Consuelo —se presentó la desconocida. Tenía los ojos claros y la sonrisa un poco forzada—. De la agencia inmobiliaria.

Cuando entraron en el piso de Ávalos, Miguel sintió una mezcla de dolor y vergüenza. Aún le parecía ver el cadáver del maestro a los pies de aquella escalera, pero, si era sincero consigo mismo, estaba seguro de que si hubiera tenido de nuevo una oportunidad como aquella, habría vuelto a robar el manuscrito. De hecho, aún se lamentaba por habérselo devuelto a Alexia.

Se sentó en una vieja silla del salón mientras Alexia hablaba con la mujer de la agencia inmobiliaria. Las escuchó subir las escaleras, mientras Consuelo anotaba datos en un cuaderno y hacía fotografías del piso. Alexia había traído una copia de las escrituras de la vivienda, según escuchó Miguel. ¿Qué haría la abogada con la biblioteca de su padre? ¿Y con su archivo? Él siempre había tenido la esperanza de poder hacerse con los papeles del maestro.

Alexia y Consuelo bajaron poco después. Al parecer, el trato estaba cerrado y la empleada de la agencia se despidió.

Alexia se sentó frente a Miguel.

—Bueno, ya está —dijo—. Veremos cuánto tarda en aparecer un comprador, aunque no es el mejor momento para vender un piso.

Él no dijo nada.

—¿En qué piensas? —preguntó Alexia.

—¿Qué harás con los papeles de tu padre?

—Los quemé hace unos días —respondió la abogada.

Miguel sintió que su corazón daba un salto mortal.

—¿Los quemaste? ¡Joder! ¿Cómo has podido hacer eso?

—Y los libros los voy a donar a la biblioteca municipal.

—¿Por qué quemaste los archivos? —preguntó Miguel con la voz quebrada—. Yo hubiera…

—Los querías, ¿verdad? —Alexia lo miró a los ojos—. Eso era lo que querías de él, ¿no es cierto?

Miguel dudó al responder.

—Yo apreciaba a tu padre de verdad —dijo—. Y sí, reconozco que hubiera querido que me cediera su archivo.

Alexia guardó silencio.

—Esta casa nunca me gustó —dijo la abogada—. Todo fue muy raro. El tío Tomás se la dejó en herencia a mi padre, y cuando vino aquí se encontró únicamente este reloj —sacó del bolsillo de su abrigo el reloj de bolsillo— y ese cuadro horrible ahí colgado —señaló el lienzo titulado
Carpe Diem
.

—Bueno, pues ya lo tienes todo —respondió Miguel sin disimular su enojo por la pérdida del archivo de Ávalos—: la casa, el reloj y el puñetero cuadro.

—Bueno —sonrió—, falta la carta del tío Tomás.

—¿La carta?

—¿No te habló nunca mi padre de la carta que encontró junto al reloj?

Miguel dijo que no, que no tenía ni idea de lo que le hablaba.

—Yo tampoco la vi nunca. Papá dijo que la destruyó por miedo a que se supiera cómo se había hecho rico el tío Tomás, aunque, para serte sincera, siempre he creído que era otra historia de las típicas de mi padre.

—A mí me confesó que a su teoría le quedaban cabos sueltos. Me habló algo sobre unos cuadros de Picasso.

—A lo mejor no te lo dijo porque en realidad era una de aquellas historias que se inventaba cuando yo era niña. Decía que en aquella carta el tío relataba su encuentro en 1940 con un oficial nazi borracho en un callejón de Barcelona. Papá aseguraba que se trataba de un miembro de la delegación que acompañó a Heinrich Himmler, el jefe de las SS, a Montserrat, donde aseguraba que buscaron el Santo Grial. —Hizo una pausa y comentó—: Ya sabes que mi padre estaba obsesionado con toda esa historia del Grial. La verdad es que yo no he creído una palabra de esa visita de Himmler a Barcelona.

—Pues haces mal —replicó Miguel—. Esa visita tuvo lugar, creo recordar, en octubre de aquel año, 1940. Himmler estuvo acompañado del general Kart Wolf y de una veintena de oficiales, y se entrevistaron con los monjes de Montserrat.

Alexia alzó una ceja incrédula.

—¿Lo dices en serio?

—Totalmente —respondió Miguel—. ¿Y qué más decía la carta?

—Suponiendo que esa carta hubiera existido, porque ya te digo que yo nunca la vi y papá me dijo que la quemó, el tío Tomás encontró a ese oficial borracho en un callejón, lo ayudó a incorporarse y lo llevó hasta su hotel. Por el camino, el alemán demostró que el alcohol le hacía tener la lengua muy suelta y explicó que formaba parte de una sociedad científica nazi, relacionada con la arqueología, con un nombre raro que no recuerdo.

—¿Ahnenerbe? —preguntó Miguel.

Alexia lo miró asombrada.

—Sí, eso.

—Formaban parte de las SS —explicó Miguel—. Buscaron objetos arqueológicos y obras de arte por media Europa.

—Supongo que en eso se basó papá para inventar aquella historia —dijo Alexia—. El caso es que el tío Tomás, que entonces era un empleado de Hispano-Olivetti, como tal vez te contó mi padre, escuchó a aquel nazi hablar del Santo Grial y de que, ya que estaban en Barcelona, habían requisado algunos objetos de arte, entre ellos, tres cuadros inéditos de Picasso. ¿Te lo puedes creer?

—No me extraña —replicó Miguel—. Los nazis habían saqueado el Louvre, la Galería Uffizi y colecciones como la de los Rothschild.

—Mi padre aseguraba que el tío Tomás le birló los tres Picasso al nazi cuando lo dejó en el hotel donde se hospedaba. Y que meses después los vendió en el mercado negro, y así hizo su fortuna.

—¿Por qué no has creído nunca esa historia? ¿Tanto odiabas todo lo que a tu padre le apasionaba?

—Pero quién se va a tragar algo así —se burló Alexia—. Era propio de mi padre contarme historias parecidas. —Se echó a reír—: Los nazis en Montserrat, cuadros de Picasso inéditos… ¡Por favor!

—Entonces, ¿no crees que esa carta existiera?

—Por supuesto que no —respondió la abogada—. Lo único que había aquí era el reloj y ese cuadro deprimente que mi padre se negó siempre a tirar, y no sé por qué —añadió mirando el lienzo colgado en la pared del salón—, porque desde luego que no es un Picasso.

Miguel guardó silencio. ¿Qué más cosas le habría ocultado el viejo maestro de escuela?

—¡Era broma! —Alexia se reía con ganas. Miguel nunca la había visto hacerlo así.

—¿La historia del nazi?

—¡No! Lo del archivo —respondió Alexia—. Te mueres por esos papeles, ¿no? Pues para ti todos. Y ese maldito cuadro, también.

—¿Lo dices en serio?

—Del todo. —Ella alargó la mano—. No quiero volver a ver en mi vida nada de lo que alejó a mi padre de nosotras. Espero que lo entiendas, porque tampoco quiero volver a verte a ti jamás.

Epílogo

Madrid, dos años después

E
l otoño había llegado musculoso y desconsiderado. El viento arrebataba hojas a los árboles y despeinaba a las señoras. Era un viento, además, frío. Por eso, Alexia caminaba sobre sus habituales tacones confortablemente envuelta en un abrigo oscuro. Había elegido aquel día un traje de pantalón, y se mostraba tan inaccesible como siempre.

Aunque no era su costumbre, aquella mañana había salido del bufete con la intención de tomar un café a un par de manzanas del despacho. Había estado en aquel local en alguna ocasión y le había complacido el ambiente selecto que se respiraba en él.

Al pasar por unos grandes almacenes en la calle Serrano sus ojos miraron incrédula el escaparate. Había una montaña de ejemplares de una novela titulada
El Picasso de la Orden Negra
. En la portada aparecía un cuadro en tonos azules, típico de la época en que Picasso vivió en Barcelona, con el sello de la cruz gamada encima. Pero lo que había provocado su sorpresa era el nombre del autor: Miguel Capellán.

Alexia sonrió. De manera que al final Capellán había puesto fin a su sequía como novelista, pensó. Estaba a punto de alejarse del escaparate cuando cedió a la tentación. Entró en el centro comercial y hojeó el libro.

En la solapa aparecía una fotografía de un Miguel desconocido, hijo del Photoshop. Tenía más pelo y miraba a la cámara con una expresión que pretendía ser seductora pero que, en opinión de Alexia, lo dejaba en ridículo. El novelista aparecía sin gafas, y, aunque no podía verlo pues se trataba de un primer plano, dedujo que
Tapioca
no se habría puesto para la ocasión sus eternas botas.

A continuación, dio la vuelta al libro y leyó la sinopsis. La sorpresa hizo que se quedara con la boca abierta.

En octubre de 1940, Pablo, un empleado de Hispano-Olivetti, encuentra a un joven oficial nazi borracho en un callejón de Barcelona. Días antes, Heinrich Himmler, jefe de las SS, había visitado el monasterio de Montserrat. Himmler pretendía localizar allí el Santo Grial.

El oficial confiesa a Pablo que han requisado varias colecciones de arte en la Ciudad Condal. Le muestra tres cuadros inéditos de la época azul de Picasso.

Pablo roba los cuadros al oficial alemán y luego vende dos de ellos en el mercado negro.

Años después, un periodista investiga aquellos sucesos y encuentra el tercero de los cuadros desaparecidos…

BOOK: La tumba de Verne
5.68Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Light of the Moon by David James
Coffee by gren blackall
Redoubtable by Mike Shepherd
Over the Line by Lisa Desrochers
A Whisper of Danger by Catherine Palmer
El Mar De Fuego by Margaret Weis, Tracy Hickman
Lips That Touch Mine by Wendy Lindstrom