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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga, #Aventuras

La tumba de Verne (48 page)

BOOK: La tumba de Verne
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Capellán recibió aquella noticia exactamente igual que si le hubieran propinado un puñetazo en el estómago.

—¿Quiere decir que esos papeles son falsos?

—Se lo aseguro —respondió Rey—. Pero él estaba convencido de que eran auténticos. Y, tras mostrármelos, me anunció que acababa de adquirir este pazo y que me necesitaba. Estaba seguro de que lo perseguían esos hombres sin rostro de los que él mismo había escrito. Pretendía construir el mejor centro geriátrico posible y ocultarse para siempre bajo otra identidad.

—Y usted le siguió la corriente.

—Era lo mejor para él, y además podíamos ayudar a otras personas que necesitaban un centro de estas características. Consulté con el abogado que llevaba todos sus asuntos, y también se mostró de acuerdo en que este podría ser un buen lugar para Matías. Fue entonces cuando se produjo un incendio en su casa que estuvo a punto de costarle la vida. Según él, los hombres sin rostro habían intentado acallarlo y destruir la carta de Gaston. Pero yo sospecho que fue él mismo quien provocó aquel incendio, aunque reconozco que no puedo probarlo. En cualquier caso, el siniestro le permitió llevar a cabo su plan de fingir su muerte y adoptar una nueva identidad. El resto, ya lo sabe usted.

—Pero Novoa logró enviar a mi amigo Ávalos esos papeles —recordó Miguel—. Alguien los entregaba personalmente en mano.

—Yo lo organicé —confesó el director—. No creí hacer nada malo. Matías se sentía feliz con aquel juego.

—Mi amigo fue asesinado por culpa de esa maldita carta —protestó Capellán.

—¿Está usted seguro?

Miguel no respondió. El informe forense no determinaba con claridad si Ávalos había sido asesinado o había sufrido un accidente. No obstante, la casa revuelta y la posterior muerte del inspector Carmona fortalecían sus sospechas.

—Yo mismo he visto a uno de esos hombres sin rostro —dijo. Pero algo se había quebrado en su interior. ¿Tendría razón Alexia? ¿Era un maldito soñador enojado con el mundo real que pretendía inventarse uno alternativo?

—¿De veras? ¿Y cómo sabe que era uno de esos hombres? ¿Habló con él?

No, no lo había hecho. Ni tampoco había visto a nadie moviendo el vaso de güisqui en la mesa de su casa, ni podía demostrar que Alexia se vio involucrada en un accidente de tráfico organizado para robarle los papeles escritos por Gaston (¿o por Novoa?), ni tampoco tenía prueba alguna que demostrara que el incendio que destruyó el hotel de Kyriad Nord de Amiens fuera obra de personas vinculadas a la misteriosa orden de iniciados.

—No —respondió con rabia—, no hablé con aquel hombre. Pero usted mismo ha visto que alguien entró aquí y asesinó a Novoa. ¿Qué más pruebas necesita?

—La policía aún no ha cerrado el caso —replicó Rey—. Aún es pronto para saber qué ha sucedido.

—¿Acaso Novoa se golpeó solo? ¡No me joda! No sé qué prentende. —Miguel se había levantado del sillón y se dirigía hacia la puerta—. Supongo que tiene mucho que perder, ¿verdad? Este centro hubiera sido imposible sin el dinero de Novoa, y, ahora que ha muerto, tal vez teme que todo se vaya al carajo si trasciende la verdad de lo ocurrido. Es a usted a quien no le interesa que existan los hombres sin rostro.

Rey guardó silencio.

—Es usted un hijo de puta —sentenció Capellán—. Me gustaría saber de dónde ha sacado esos informes médicos sobre la salud de Novoa.

—Son auténticos, aunque no lo crea. —La voz de Rey sonó menos convincente de lo que él mismo hubiera deseado.

Miguel había abierto la puerta del despacho y estaba a punto de marcharse, pero, de repente, se volvió hacia Rey y preguntó:

—La última vez que estuve aquí escuché que uno de los residentes, Xoan, estaba muy grave. ¿Qué fue de él?

En su relato, Miguel no había hablado al director de Estrela, ni tampoco de que la joven había estado involucrada en la búsqueda del último Verne.

—¡Xoan! —Marino Rey estaba claramente sorprendido por la pregunta—. ¡Esa es otra historia curiosa!

—¿Por qué?

—Ayer por la tarde vino su nieta a verlo. Sinceramente, al anciano le dábamos pocos días de vida.

—¿Le daban? ¿Qué quiere decir? —Miguel sintió un escalofrío que recorrió su espalda.

—Pues que estaba realmente grave. Pero el caso fue que la visita de su nieta obró un milagro, se lo aseguro. Estuvo con él un buen rato a solas. Luego, Xoan pareció recuperar el vigor perdido, y lo más extraño fue que la muchacha solicitó el alta inmediata de su abuelo.

—¿El alta? ¿Ya no está aquí?

—No. La joven se puso terca, y no pudimos hacer nada.

—¿No avisaron a la familia? ¿Quién pagaba la estancia de Xoan aquí?

—La pagaba la nuera de Xoan, la madre de la muchacha.

—¿Cómo es posible que dejara que se marcharan? ¿Sabe cómo localizar a esa joven?

—Lo siento, no dejó ninguna dirección. Solo sé la de la nuera de Xoan. —Rey había ocultado sus manos bajo la mesa para evitar que Capellán advirtiera que le temblaban.

Cuando Miguel abandonó el despacho de Marino Rey, el director de La Isla sacó de su americana un teléfono móvil y marcó un número.

—Ya está —dijo Rey—. Le he dicho lo que usted me ordenó.

—¿Le mostró los informes médicos? —preguntó una voz grave al otro lado de la línea telefónica.

—Sí, lo hice. Nadie podría ponerlos en duda. Todos los doctores que los firmaron son excelentes profesionales.

—Todos esos doctores están en la misma situación que usted —recordó el hombre con quien hablaba—. Todos tienen una familia estupenda, como usted, señor Rey. Y todos quieren seguir disfrutando de ella.

Rey tragó saliva.

Marino Rey se había metido en un buen lío el día en que decidió ayudar a Novoa en aquella estúpida idea de enviar cartas sin remite a un tal Gerardo García Ávalos.

Todo cuanto había contado minutos antes a Capellán era verdad, aunque verdad a medias. Sí, era cierto que Novoa había sido un millonario excéntrico. Y sí, también era verdad que vivió obsesionado con Julio Verne y que creía estar en peligro.

Cuando surgió la idea de transformar aquel viejo pazo en un centro geriátrico en el que el propio Novoa construiría su particular refugio ocultándose bajo la identidad falsa de un anciano sin familia ni memoria, Marino Rey se sumó al proyecto con entusiasmo. Era una excelente oportunidad profesional. Y todo fue bien hasta que Novoa solicitó su ayuda para enviar por entregas aquella carta a un escritor apellidado Ávalos. Una carta que, al contrario de lo que había asegurado a Capellán, no había sido escrita por Novoa. En realidad, Rey no tenía ni idea de quién la había escrito, y no sospechó que tal vez hubiera sido realmente obra de Gaston Verne hasta semanas más tarde. Pero en aquel momento juzgó el proyecto de Novoa como una excentricidad más y no tuvo inconveniente en colaborar en la charada.

Unas semanas después de haber comenzado a enviar las cartas, encontró sobre la mesa de su despacho un sobre, y dentro de él unas fotografías de sus dos hijos y de su esposa. Al dorso de las fotografías, alguien había escrito un número de teléfono y se le indicaba que llamara al mismo sin demora.

Cuando marcó aquel número escuchó por vez primera la voz del mismo hombre con quien ahora mantenía aquella conversación. El mismo al que reconoció sin dificultad en las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad. Aquel tipo de edad indefinida, siempre tocado con un sombrero, le expuso claramente la situación: o colaboraba con él armando un expediente médico en el que se pusiera en duda la salud mental de Novoa, o su familia podría tener un trágico accidente el día menos pensado.

Marino Rey captó el mensaje sin dificultad.

Muerto Novoa, creyó que todo habría acabado, pero aquel hombre le había ordenado responder tal y como lo había hecho a Miguel Capellán.

—Deje en paz a mi familia —se atrevió a decir Rey.

—Lo haré. Les dejaré en paz a ellos y a usted si mantiene esa versión sobre Novoa. Pero, si un día decide hacerse el héroe, volveremos a encontrarnos.

—¿Quién coño es usted?

—Nadie.

El hombre del sombrero colgó el teléfono.

Miguel dedicó varios días a localizar una pista que pudiera conducirlo hasta Estrela, pero todos sus esfuerzos resultaron baldíos. Nadie había vuelto a saber de ella y de su abuelo. Tras muchas pesquisas localizó el piso de alquiler en el que ella había vivido e igualmente visitó el estudio en el que impartía clases de pintura, pero nadie pudo darle noticias de Estrela, aunque sí lo pusieron tras la pista de la compañía de teatro con la que actuaba.

Se entrevistó con Bieito y con los otros miembros de la compañía, pero ninguno de ellos había vuelto a tener noticia de la joven. Bieito pareció ciertamente preocupado por la suerte de Estrela. Dijo no haberla vuelto a ver desde que le devolvió su coche. Se lo había prestado unos días para ir a Francia, explicó a Capellán.

Parecía que la tierra se había tragado al abuelo y a la nieta.

Tras mucho insistir, logró hablar con Sabela, la madre de Estrela, y con el tipo con quien vivía, un estúpido de pelo engominado que se esforzó durante la entrevista en demostrar que era un hombre adinerado y con contactos. No obstante, ni su dinero ni sus contactos le habían servido para encontrar a su hijastra, aunque Capellán sospechó que tampoco tenía demasiado interés en dar con ella.

El abogado y hombre de confianza de Matías Novoa, un tipo llamado Oliverio Cagigas, resultó ser un adversario rocoso. Era un hombrecillo pequeño, de mirada huidiza, y provisto de una descomunal y violácea nariz. Su despacho olía a rancio, y Capellán se preguntó qué razones habían llevado a un millonario como Novoa a confiar en alguien como Cagigas. Sin embargo, no tardó en descubrir el motivo: era imposible sacar una sola palabra a aquel sujeto.

Al abandonar el despacho aceitoso de Oliverio Cagigas, Miguel estaba exactamente igual que antes de entrar, salvo que ahora sentía la urgente necesidad de lavarse la mano con la que había saludado al narigudo abogado.

Tras aquella visita, Miguel se sintió cansado. No podía gastar más dinero en aquella pensión. Tenía que volver a casa, y lo haría con las manos vacías. Ávalos y Novoa habían sido asesinados, y tenía motivos para sospechar que el inspector Carmona había corrido idéntica suerte. Al pensar en ello, se felicitó por estar vivo, y se estremeció al imaginar que tal vez Estrela también hubiera pagado con su vida aquella aventura. Tanto esfuerzo y tantas muertes para nada, pensó. No tenía la carta de Gaston, ni la que Verne escribió a Turiello. Si al menos tuviera el ingenio necesario, se enfrentaría al reto de terminar la novela que Ávalos había dejado a medias, pero se sentía incapaz. Su mente regresó al incendio que devoró aquel hotel en Amiens y, con él, al último Verne…

De regreso a su coche, se dejó caer en el asiento y se frotó los ojos. Estaba cansado y derrotado. Le habían ganado la partida.

Fue entonces cuando lo vio.

Bajo el asiento del copiloto había algo. Algo que brillaba.

Miguel levantó el asiento y recogió de la alfombrilla el reloj Thos Russell & Son Liverpool que había pertenecido a Ávalos. Alexia debía de haberlo perdido cuando se apeó en el aeropuerto de Bilbao tras ametrallar a Capellán con sus reproches.

Miguel acarició aquel reloj que tantas veces había tenido en sus manos el viejo maestro de escuela. Recorrió con los dedos la inscripción grabada en su interior:
Tempus fugit
. Y recordó la historia del tío Tomás, el sorprendente pariente de Ávalos que le regaló la casa de Cuenca y aquel reloj.

Mientras conducía de regreso a Madrid, la idea de devolver a Alexia aquel reloj fue ganando terreno en su mente. Era una excusa excelente para volver a verla. En sus mejores fantasías, ella aceptaba recibirlo, e incluso se mostraba amable. No se atrevía nunca a ir más allá en sus ensoñaciones. Él no era Bogart, aunque Alexia fuera tan sofisticada e interesante como Lauren Bacall. Pero, al menos, quedaría como un señor devolviendo aquel reloj. Demostraría que no era el miserable que Alexia creía. Y aunque era cierto que había perdido la cabeza por seguir la pista de una historia que creía le devolvería al éxito literario, también él tenía principios. O, cuando menos, tenía algún principio.

21

C
apellán no se decidió a telefonear a Alexia hasta el día 26 de diciembre. Tomar aquella decisión le costó mucho más de lo que nunca admitiría. Desde su regreso de Galicia sabía que quería hacerlo, deseaba devolver la novela inacabada de Ávalos a Alexia e igualmente el reloj de bolsillo. Pero lo cierto es que no encontraba el valor suficiente para marcar el número de teléfono del despacho de la abogada. Temía la reacción de la
Bacall
. Pero, al fin, aquel lunes encontró fuerzas suficientes.

El primer intento, no obstante, fue fallido. Nati, la secretaria de Alexia, le explicó que la abogada estaba fuera del despacho. Regresaría a media mañana, aseguró.

Pasaban diez minutos de las doce del mediodía cuando Miguel probó fortuna. Nati respondió al teléfono una vez más y le pidió que aguardara. Capellán cruzó los dedos. Imaginó que Alexia estaba sopesando si hablar con él o no.

—Le paso —dijo la secretaria. Miguel tomó aire y aguardó.

—¿Cómo estás? —La voz de Alexia sonó neutra. Era una pregunta de compromiso. No parecía que estuviera molesta, pero el tono le hizo pensar a Capellán que a ella le importaba muy poco si él estaba bien o no.

—¡Feliz Navidad! —se le ocurrió decir. De inmediato, se sintió ridículo.

—¿Me has llamado para eso? ¿¡Feliz Navidad!? Creo que te conozco un poco —respondió Alexia—, así que no me hagas perder el tiempo. ¿Qué quieres?

—Devolverte el reloj de tu padre —respondió él precipitadamente—. Se te cayó en mi coche. —De momento, decidió, no diría nada de la novela. No quería recordar el vergonzoso episodio del robo del manuscrito sin estar cara a cara con ella.

—Pues si lo encontraste has tardado bastante en llamar para devolverlo, ¿no? —Estaba claro que ella no le iba a dar tregua—. Aunque no sé por qué me sorprendo, si eres capaz de robarle a un muerto su novela.

Capellán cerró los ojos. Aquello no iba a ser fácil.

—También quería devolverte eso. —Hizo una pausa—. Y pedirte disculpas una vez más.

Silencio.

Silencio.

Silencio.

—Mañana a esta hora, en mi despacho —dijo Alexia.

Y colgó.

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