La Tumba Negra (39 page)

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Authors: Ahmet Ümit

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: La Tumba Negra
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»—Creo que se nos han escapado, mi capitán —dijo Yorgo.

»—No nos demos prisa —le contesté. No quería ser impaciente y caer estúpidamente en una trampa. Nos quedamos allí una media hora. Sólo se oía el gemido del viento entre los arbustos. En eso, como si sintiera curiosidad por saber lo que había ocurrido, la luna llena salió por detrás de la cumbre de la montaña bañándolo todo con una luz plateada. Ahora debíamos tener aún más cuidado. Ordené a mis hombres que avanzaran reptando por entre las rocas. Poco después podíamos ver el camino. Todo estaba completamente desierto. De pronto vi un pie tras una roca. Por señas hice que el equipo se detuviera. El pie no se movía. Se lo señalé a Osman, el de Of, uno de nuestros tiradores de élite, y le dije que le disparara una sola vez. Osman le dio en la planta, el pie dio un salto, y eso fue todo. Su dueño no mostró la menor reacción. Debía de ser el mismo al que poco antes Yorgo había disparado; así que estaba muerto. Nos acercamos sin dejar de lado las precauciones. El tipo estaba sentado con la espalda apoyada en la roca y la mirada perdida. Le eché un vistazo a la rodilla, que estaba intacta. No, no era el hombre al que yo había disparado. Así que se lo habían llevado con ellos al huir, lo cual era una buena señal porque no podrían moverse demasiado rápido. No tocamos el cadáver porque podían haberle colocado una trampa explosiva. Envié tres hombres al camino diciéndoles que mantuvieran un metro de distancia entre ellos. Los demás nos encargamos de cubrirlos, pero no se produjo ninguna situación de peligro. Luego bajamos todos. Seguíamos moviéndonos con precaución. Pegándonos a las rocas que flanqueaban el paso a izquierda y derecha, observamos los rastros. Resultaba difícil entender algo por las huellas de los pies, pero las manchas de sangre, que a la luz de la luna parecían oscuros pegotes de barro, eran muy explícitas. Aquellas manchas de sangre eran del hombre al que yo había herido en la rodilla. Iban hacia abajo, o sea, en la misma dirección que habíamos tomado cuando salimos de la aldea. Estaba claro que no podrían ir muy lejos llevando un herido con ellos. Si nos dábamos prisa, podríamos atraparlos. Pero con aquella claridad las posibilidades de que cayéramos en una emboscada eran altas. Debíamos proceder con mucho cuidado, lo que significaba que debíamos moderar nuestra velocidad. Por suerte, las manchas de sangre seguían indicándonos el camino como la brújula más fiel. Pero después de avanzar una hora desaparecieron de repente. Miramos a izquierda y derecha, buscamos bajo las rocas, en los huecos, entre las raíces de los árboles y los arbustos, pero no encontramos ni huellas de sangre ni al herido. De haber muerto, no habrían podido enterrarlo en tan poco tiempo, y aunque hubieran sido capaces de hacerlo, deberíamos haber encontrado un túmulo o al menos rastros de que habían cavado. Empecé a ponerme nervioso. Dije a mis hombres que se dispersaran y que registrasen por todas partes. Yo mismo fui al lugar donde desaparecía el rastro de sangre y empecé a trazar pequeños círculos. Mientras estábamos haciendo aquello, oímos ruidos abajo y nos cubrimos de inmediato. Poco después salieron Hamit Agá y sus hombres de la oscuridad. Se alegraron de vernos y nos preguntaron si teníamos muertos o heridos. Yo les pregunté si no se habían encontrado con nadie.

»—Le juro por Dios que no hemos visto a nadie —respondió Hamit Agá inclinando la cabeza. Así pues, todavía debían estar por allí. Incluimos a los guardias en la búsqueda. Una hora más tarde llegaron las tropas del cuartel general. Envié a los heridos al hospital, añadiendo un hombre más al grupo del sargento Reşit, y nosotros continuamos buscando. Amaneció, llegó el mediodía y luego la tarde. Unos cien hombres registrábamos el monte palmo a palmo, pero no encontramos ni una huella ni una señal. Era como si la tierra se hubiera tragado a la partida de Kawa,
el Herrero
. Al caer la noche mi radio empezó a chasquear. Respondí, era el coronel Rıdvan.

»—Abandonad ya la búsqueda, Eşref —dijo—. Está claro que se han escapado. Dejad que huyan, de todas maneras han tenido dieciséis muertos. Les costará trabajo reponerse.

»Lo que decía era cierto, pero a mí me costaba aceptarlo. Se me había escapado Cemşid cuando estaba a punto de atraparlo.

»—Mi coronel —le dije con voz suplicante—. Se lo ruego. Deme un día y los capturaré. Presiento que están por aquí.

»—Lo lamento de veras, Eşref. Hemos recibido un soplo de que quieren asaltar el cuartel de Taş. Tengo que llevarme a las tropas y a los guardias.

»—Lléveselos, a mí me basta con mis hombres para proseguir la búsqueda. Pero no hemos dormido desde ayer. Si pudiera dejarnos cuatro soldados para que monten guardia mientras dormimos…

»—Sólo puedo dejarte algunos novatos. Pero te aviso, nunca han entrado en combate, y cuando ven una bala trazadora, se creen que es una estrella fugaz.

»—Es sólo para montar guardia —contesté—. Me basta con que nos den la oportunidad de descansar.

»Por fin logré convencer al coronel. Los soldados y los guardias se retiraron, pero antes de irse Hamit se me acercó.

»—Ten cuidado —me dijo poniéndome la mano en el hombro—, no te vaya a matar una bala de ese cobarde.

»—No te preocupes, esta vez le atraparé.

»Con mis doce hombres y los cuatro novatos, nos retiramos al paso de Boynuz, donde los terroristas nos habían preparado la emboscada. Se nos cerraban los ojos de cansancio y de falta de sueño. Llamé a los cuatro novatos y les previne:

»—Estaremos durmiendo en la parte alta del paso. Dos de vosotros os quedaréis abajo, uno a la izquierda y el otro a la derecha; los otros dos estaréis arriba, en lo alto de esa roca que sirve como escalera. Resguardaos bien en la sombra de la roca. En cuanto oigáis un ruido, poneos las lentes de visión nocturna y mirad qué es. Si tenéis dudas, le pegáis un tiro. Nosotros llegaremos enseguida a ayudaros.

»—A sus órdenes, mi capitán —gritaron entusiastas los novatos.

»—Y no gritéis. A partir de ahora ya no se habla.

»Mis doce hombres y yo fuimos al roquedal desde el que la noche anterior habíamos cazado a los terroristas, buscamos cualquier rincón escondido y nos acurrucamos allí. Estábamos tan agotados que nos quedamos dormidos en cuanto nos tumbamos.

»Me despertó alguien que me sacudía. Abrí los ojos, delante de mí tenía a un tipo alto y delgado. Creí que era uno de los centinelas.

»—¿Ya es la hora? —dije frotándome los ojos.

»—Sí, ya es la hora —me contestó una voz irónica y conocida—. Por fin nos conocemos, capitán.

»Me bastaron sólo unos segundos para comprender que se trataba de Cemşid. ¡Así que no había sido a él a quien había disparado en la rodilla! Miré alrededor preso del pánico. Siete hombres nos apuntaban tranquilamente con sus fusiles. Alargué el brazo para coger el mío, que había dejado a mi lado. No estaba allí. Me llevé la mano a la cintura, pero también me habían quitado la pistola. Estaban despertando a patadas a mis hombres. Al despertarse sufrían la misma sorpresa que yo y miraban con los ojos enormemente abiertos a su alrededor intentando comprender qué pasaba.

»—¿Y los centinelas? —pregunté.

»—Nadie les enseñó que no debían escuchar música en el
walkman
en la montaña —me respondió Cemşid sacudiendo la cabeza—. Su afición por la música les ha costado cara.

»—¡Miserable! ¿Les has matado? —la voz me salió como en un silbido.

»—Sí. Igual que tú mataste a dieciséis camaradas míos. Pero dejemos eso. Has participado en suficientes enfrentamientos como para saber que es natural que la gente muera en la guerra. Tengo curiosidad por saber cómo te sientes ahora.

»Fue ésa la primera vez en que pensé que debería tener miedo. Pero, por extraño que parezca, no lo tenía. Cemşid y yo habíamos iniciado una especie de competición, de carrera. Habíamos convertido la guerra en una lucha personal en la que demostrar nuestro valor, nuestra capacidad, nuestra astucia y nuestra inteligencia. Y justo en el momento en que creía haber vencido a mi oponente, él me había derrotado. Aquella sensación, que me destrozaba el corazón como un cuchillo, era tan poderosa como para hacer que me olvidara de la muerte.

»—Pues ya que tienes curiosidad —le dije mirándole a los ojos—, te diré que se me llevan los demonios por no haberte matado.

»Se me acercó y yo me preparé pensando que me iba a golpear, pero no lo hizo. Se sentó en cuclillas a mi lado y me preguntó:

»—¿Por qué tenías tanto interés en capturarme? —fue entonces cuando vi el rosario que llevaba en la mano.

»—Como si tú no tuvieras interés en capturarme a mí —mi mirada estaba clavada en el rosario, pero no podía verlo bien porque quedaba en la sombra que proyectaba el cuerpo de Cemşid.

»Se echó a reír y se llevó la mano del rosario a la barbilla. Entonces sí que pude ver que se trataba del mismo rosario que nuestro sargento Reşit le había traído a Hamit Agá de Erzurum. Aquello me hundió. Sonreí amargamente mientras recordaba lo que me había dicho Hamit justo antes de irse.

»—Tienes razón, capitán —dijo creyendo que mi sonrisa se debía a nuestra conversación—. Yo también ardía en deseos de capturarte. Supongo que era una razón para existir, una forma de demostrarme a mí mismo quién soy. Como el juego de “el castillo es mío” al que jugábamos de pequeños. Un juego curioso. Te subes a un montón de tierra de cualquier obra y gritas: “El castillo es mío”. Y los demás niños intentan empujarte y subirse ellos. El más fuerte es el que lo logra, y grita, como el amigo al que ha vencido: “El castillo es mío”. Nosotros estamos jugando al mismo juego, sólo que más sangriento y despiadado.

»—Yo no estoy jugando a nada —le contradije—. Sólo intento oponerme a los enemigos del Estado con las manos manchadas de sangre, como tú.

»—Vamos, capitán —parecía aburrido del giro que había tomado la conversación—. Un hombre tan interesante como tú no debería hablar con frases hechas.

»Me resultó extraño que me considerara interesante. Entonces comprendí que me respetaba. Y, más raro todavía, sentí que en lo más profundo de mí yo también le respetaba a él. Pero intenté que no se me notara.

»—No son frases hechas —dije convencido—, son valores por los que estoy dispuesto a dar la vida.

»—Muy bien, pues —se me acercó un poco más—. De todas formas, sigo sin creerte. En fin… ¿Eres supersticioso, capitán?

»—No.

»—Yo sí. Por ejemplo, tu grupo y tú sois trece hombres. Sé que si os mato a todos, no iré muy lejos porque el trece es un número que trae mala suerte. Tengo que evitarlo.

»Estaba tan seguro como que me llamaba Eşref de que aquel hombre no era supersticioso. Sentía curiosidad por saber dónde iría a parar.

»—Así que tengo que matar a doce.

»Mientras hablaba, mi mirada se deslizó hacia mis hombres, prisioneros. La mayoría parecía mantener el tipo, pero me di cuenta de que Oruç estaba temblando. Me habría gustado ayudarle, darle ánimos, pero no podía hacer nada.

»—Pero también tengo otra manía —continuó Cemşid—. No me gusta mezclar. Por ejemplo, después de comer, si tomo fruta de postre, sólo como albaricoques, o ciruelas, o sandía. Nunca mezclo.

»Empezaba a hartarme de aquella charla sin sentido. Y con la intención de además animar a mis hombres, le grité:

»—¿Qué tonterías estás diciendo?

»—Quiero decir lo siguiente: me encantaría matarte, pero aquí tengo una serie de soldados y a su oficial. Es decir, no puedo mezclar matando a los soldados y al oficial. O te mato a ti, o los mato a ellos.

»—Entonces mátame a mí —le escupí, sorprendido yo mismo de mi audacia.

»Me miró con admiración.

»—Aprecio tu valor. Pero tú sólo eres un hombre. Ellos son doce soldados veteranos.

»Percibí un movimiento entre mis hombres. Entonces me di cuenta de que aquella conversación había ido transformándose lentamente en una tortura. Cemşid iba a matarnos a todos, eso estaba claro, pero quería disfrutar antes de apretar el gatillo. No debía permitírselo. De repente me lancé sobre él. Se apartó a toda velocidad. Me desplomé boca abajo y en ese mismo instante sentí un fuerte golpe en la nuca.

»Cuando me desperté, la cabeza parecía que fuera a estallarme de dolor y unos moscardones me zumbaban en los oídos. Intenté levantar la cabeza, pero era como si algún líquido me hubiera pegado la cara a la roca en la que estaba tumbado. Poco después comprendí que era la sangre que me chorreaba de la cabeza. Me incorporé muy despacio y una nube de moscas echó a volar por encima de mí. Las moscas, cuyas alas brillaban al sol, se posaron unos metros más allá. Cuando miré en aquella dirección, vi a mis hombres. Yacían ensangrentados donde la noche anterior habíamos derribado a quince terroristas. Corrí hacia ellos con la esperanza de que quizá alguno estuviera todavía vivo. Los examiné uno a uno. No, estaban todos muertos. A los doce les habían disparado. Yorgo, Oruç, Osman, Nasır, İhsan, Ayhan, Mustafa, Nazmi, Selim, Erkan, Atilla, Murteza… Les habían atado las manos a la espalda y les habían disparado un tiro en la nuca. Furioso, comencé a dar puñetazos en la roca, pero enseguida caí agotado. Me calmé y me levanté. Busqué la radio, pero se la habían llevado junto con nuestras armas. No obstante, habían dejado las cantimploras, que todavía tenían agua. Me lavé la cara y la herida de la cabeza. Bajé al camino apoyándome en las rocas. Me encontraba mal y había perdido mucha sangre, pero la furia que sentía lograba mantenerme en pie. A pesar de todo, apenas había recorrido quinientos metros cuando la mirada se me oscureció y me desplomé.

»Al despertarme me encontraba en la habitación en la que Hamit Agá recibía a sus invitados. En el cuarto había otras dos personas aparte de mí. Podía oír sus voces. Al abrir los ojos, vi al coronel Rıdvan y a Hamit sentados en el diván. En la boca notaba el sabor a sangre seca. No había dejado de sentir ese sabor desde el momento en que me desperté en el roquedal, ni siquiera estando inconsciente me había abandonado.

»—Por fin, gracias a Dios —dijo Hamit con una sonrisa zalamera que dejaba al descubierto sus dientes de oro. En mi mente confusa relacioné el brillo de los dientes con el reflejo del cañón del arma al sol. Y lo recordé todo al mirarle y ver que intentaba rehuir mi mirada.

»—Lo siento mucho, Eşref —oí que decía el coronel Rıdvan con la cara adusta por la tristeza. Parecía enojado.

»Me incorporé en lugar de contestar y, apoyándome en las manos, conseguí levantarme de la cama.

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