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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (28 page)

BOOK: La voz dormida
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Caminará deprisa.

Apretará los labios.

Seis hombres y una chiquilla. Siete fotografías. Siete muertos.

Y unos ojos azulísimos que buscan ávidos en un escaparate.

Una pareja de guardias civiles hace su ronda y se detiene en la puerta de una mercería.

—¿Conoces a alguno, guapa?

—No.

Mintió. Conoce a uno. Sólo a uno. Tiene los ojos cerrados y la boca abierta.

Los guardias civiles buscan el amparo de una sombra. Bajo el toldo de la taberna contigua a la tienda, observan cómo Pepita se da media vuelta. El vuelo de su falda le acaricia las piernas.

Se va.

Un escalofrío le recorre el cuerpo. Conoce a uno. La primera fotografía, arriba a la derecha.

—Adiós, bombón.

Ella se marcha sin mirarlos. Lleva en sus ojos azules el rostro de la muerte. Y ellos miran sus pantorrillas. Pepita camina controlando sus pasos. Piensa en Tensi. Su tacón izquierdo encuentra un adoquín que sobresale en el suelo. Recupera la compostura después de un ligero quiebro y atraviesa la plaza sin ver a Reme. Sin ver que Benjamín abanica a su esposa mientras ella se enjuga el sudor del cuello con un pañuelo. El malestar de Reme les ha obligado a buscar un banco a la sombra.

Hace días que Reme está enferma pero cuando los rumores de la exposición de fotografías llegaron a la calle Hermosilla, se levantó de la cama y quiso ir a verlas. Necesitaba saber si la chiquilla era Elvira.

—¿Estás mejor?

—Sí, vamos.

Pepita doblaba ya la esquina cuando Benjamín ayudó a Reme a levantarse del banco.

La mirada de Reme no se detuvo en los rostros de los hombres. No reconoció al marido de Hortensia. Tampoco Benjamín supo que la primera fotografía, arriba a la derecha, pertenecía al hombre que entró con él al locutorio, un día de Navidad, cuando su hijo y su nieto vinieron desde León y Pepita consiguió que les dejaran entrar a todos a la prisión de Ventas.

De los labios de Reme escapó un suspiro. La chiquilla no es Elvira.

Los guardias civiles la oyen suspirar:

—¿Qué le pasa, señora, la conoce?

—No.

—Pues tiene usted la cara descompuesta.

—Es que está enferma.

—¿Y no será que se ha puesto enferma de ver a estos?

—No, señor, venía ya mala.

Reme se sujeta el vientre con las dos manos y se dirige aprisa hacia la taberna. La sigue Benjamín, y la pareja de la Benemérita. Ella preguntará por el retrete, él pedirá un agua de limón para su esposa.

Cuando lleguen a la estación, el tren estará a punto de marchar. Pepita se ha sentado ya en el primer vagón, ellos subirán al último.

No es Elvira. No es Elvira. Reme lleva en los ojos aliviados la imagen de Elvira moviendo su melena roja. Benjamín lleva en los suyos el horror, los ojos cerrados y la boca abierta de una de las hijas de El Tordo.

18

El que tiró de Celia para hacerla bajar de la roca fue El Chaqueta Negra. Huye, le dijo, corre, corre. Y ella corrió. Corrió. Sin mirar atrás y sin esperar a su hermano. Corrió, con el disparo del naranjero de Mateo retumbando en sus oídos. Sin oír nada más. Un disparo, como un grito. Un alarido que la atravesó por dentro, que la atraviesa mientras corre junto a los demás en desbandada. Corre. Apenas unos pocos quedan atrás. Corre monte abajo con la pistola en la mano y la cantimplora vacía en bandolera. Su hermano organiza la fuga instando a los que huyen, gritando que no abandonen las armas, citándolos en el campamento de reserva, la base de retirada para situaciones de emergencia. Pero ella no mira hacia atrás. No oye a su hermano. No oye más que el naranjero de Mateo. Ese disparo, y sólo ése, es el que la hace correr. Corre. Huye de un grito que la desgarra mientras corre. Llora. Corre. Siente que se ahoga. Suda. Tose. Huye hacia El Llano. Tropieza. Cae. Se levanta. Corre. Corre aunque las piernas no aguanten su carrera. Hacia El Llano. Aunque le falte el aire. Hacia El Llano. Corre. Sin mirar a los que han tomado otro camino. Hace calor. Corre. Vuelve la mirada. Y está sola. Corre monte abajo sola. Hacia El Llano. Siguió corriendo. Y sintió que se ahogaba. Las piernas no le respondían. Un golpe de tos. Se metió un pañuelo en la boca. La carrera perdía su fuerza. Cayó al suelo. Se levantó. Corrió unos pasos. Volvió a caer. Unos pasos más. Hacia El Llano. Miró a su alrededor y descubrió unos matorrales. Buscó cobijo y sombra, por un rato. Sólo por un rato. Se agachó. Entre los matorrales. Hacía mucho calor. Tenía sed. Le dolía el pecho y las piernas le temblaban. Oteó la lejanía. Nada. Nadie. Se sentó en la tierra. Se sacó el pañuelo de la boca y volcó su cantimplora en la lengua. Una gota resbaló como un regalo. Una gota. La paladeó. Atisbó de nuevo la lejanía. Nadie. Aprestó el oído. Silencio. Silencio y soledad entre el follaje. Ha de abandonar su escondite. Buscar a los demás. Y cuando estaba dispuesta a levantarse, escuchó el sonido de un búho. Tres veces. Sí, era el sonido de un búho. Ella contestó como abubilla. Tres veces. Los matorrales más cercanos se movieron. Alguien preguntó en voz baja:

—¿Quién eres?

Celia guardó silencio unos momentos antes de contestar:

—¿Y tú?

Las ramas comenzaron a separarse, y Celia vio cómo El Peque asomaba levemente el rostro.

Ella separó con las dos manos el ramaje que la cubría.

Él sonrió al ver a la muchacha pelirroja, que apartaba las ramas como si descorriera una cortina y asomaba poco a poco la cabeza.

—¡Celia!

También Celia sonrió. Una sonrisa triste, tristísima.

—Me he perdido.

El Peque se llevó el dedo índice a los labios. Celia se acercó a su oído.

—Mateo ha muerto.

—Sí, lo sé.

Los dos compartieron el dolor y el refugio.

Y hasta que cayó la noche, soportaron juntos la sed.

19

Con un barreño de cinc lleno de agua, Pepita sube a la azotea de la pensión. Mira hacia el cielo, y vuelve a llorar.

—Ya estáis los dos juntitos, Hortensia.

Desde que regresó de ver las fotografías, le asalta el llanto de repente, sin que ella sepa que va a suceder. Todos los días llora varias veces. Se le caen las lágrimas en cualquier momento, en cualquier lugar, aunque no esté pensando en tristezas.

—Aquí, al solito, que va a quedar el agua bien rica para mi niña.

Va a dejar el barreño al sol toda la tarde. Después, con el agua soleada, bañará a Tensi. Porque ya no tiene costura y puede entretenerse con la niña. Hace apenas una hora que entregó su último ajuar en la tienda de Pontejos. Cuatro juegos de sábanas, tres de toallas, dos mantelerías con sus doce servilletas de lino cada una, todo bordado con las letras D y MA dentro de un escudo floreado con capullos de lis, y un camisón de novia con tres filas de volantes de encaje de Holanda en el cuello y en los puños. La dependienta revisó el trabajo. Se llamaba Manolita.

—¡Qué hermosura! No es de extrañar que se esté corriendo la voz de que eres la mejor bordadora de Madrid.

Le pagó, pero Manolita no le dio otro ajuar, sino un recado de la dueña:

—Dice que ya te avisará.

Pepita salió a la calle confiando en que ya le avisaría, pero antes de llegar a la esquina, la alcanzó la dependienta y le habló en voz baja:

—No te va a dar más ajuares.

—¿Por qué?

—Le han dicho que tu padre y tu hermana eran rojos, y que tú estuviste detenida en Gobernación.

No eran necesarias más explicaciones. Pepita ya había perdido un trabajo por haber pasado unas horas en Gobernación, cuando don Fernando la sacó de allí y le dijo que ya no podía servir en su casa.

—Gracias por decírmelo, con Dios, Manolita.

—No hay de qué.

La dependienta miró a un lado y a otro y volvió corriendo a la tienda.

De camino a la pensión, Pepita entró en la iglesia de San Judas Tadeo. Prendió dos velas.

—Una para que me digas si Jaime está vivo, y otra para que me encuentres trabajo.

Se le caían las lágrimas. Y susurró implorando al patrón de los imposibles mientras depositaba una moneda de diez céntimos en el cepillo:

—Esta perra gorda es para el trabajo. Y si de hoy a mañana me entero de que Jaime está vivo, te echo otra.

Después de tranquilizar a Pepita cuando regresó llorando de la iglesia, doña Celia clavó un papel en la puerta de la pensión, y otro en la del portal de Atocha, donde se ofrecía costurera con experiencia.

No tardará Pepita en tener trabajo. Tres semanas más tarde, cuando esté bañando a Tensi, la dueña de la tienda de Pontejos llamará al timbre y preguntará por ella. Querrá saber si es Pepita la costurera que ofrece sus servicios en la puerta, se dice que es la mejor costurera de Madrid, y necesita hacerse un vestido muy especial, porque su marido va a llevarla al Sarao Romántico del Palace.

Atenderá Pepita a su primera clienta, le tomará medidas y le ordenará que le traiga el corte de tela, no sin antes compartir la noticia y carcajadas con doña Celia en la cocina.

—¿Se da usted cuenta, señora Celia? Esa mujer no quería que bordara para su tienda y ahora quiere que cosa para ella.

Y al día siguiente, por la mañana, bien temprano, bajará a dar las gracias a San Judas. Prenderá otra vela. Esta vez una sola. Una vela grande que ha comprado en la cerería que hay frente a la iglesia. Y depositará un billete de una peseta en el cepillo, para que el santo le diga si Jaime está vivo:

—Que se ve que cobras los imposibles por adelantado, y de uno en uno. Tú sí que eres listo. Un imposible: una vela, una perra gorda. Pues por éste te he echado una peseta, y he puesto un velón bien hermoso, que yo también soy muy lista y sé que los trabajos mientras más difíciles, más caros.

De regreso a la pensión, mirará hacia el cielo. Subirá a la azotea para tender una colada blanca y volverá a mirarlo mientras sacude una sábana y la sujeta bien estirada con dos pinzas:

—No sabía yo que los santos fueran tan peseteros.

Después otra sábana, y la siguiente. Cuando haya acabado, se quedará observando cómo se agitan con el viento. Y si no hay viento, moverá la cuerda con la mano. Le gusta el vuelo blanco de la ropa y el aroma que desprende.

—¡Pepita! !Pepita!

Es doña Celia, que asoma medio cuerpo por el hueco de la escalera. Lleva a Tensi de la mano. La niña la llama abuela y le pide que la coja en brazos. Ella grita:

—¡Pepita, baja corriendo!

Grita, porque ha llegado el cartero.

—¿Qué pasa?

—¡Tienes carta!

Las escaleras que dan a la azotea son estrechas y empinadas. Pepita baja saltando los peldaños de dos en dos. El cartero aguarda en la puerta con una carta en la mano. Doña Celia no ha querido cogerla. Le ha pedido al cartero que espere un momento, porque Pepita le ha esperado a él durante mucho tiempo. Y ha extendido muchas veces la mano hacia una carta que nunca era suya. Y durante los últimos meses, desde el desastre de El Pico Montero, se desespera y llora cuando cierra la puerta y el cartero se marcha sin haber pronunciado su nombre. Pero en esta ocasión, lo ha pronunciado. Y doña Celia quiere que Pepita lo oiga, y que tome la carta que es suya en su mano.

Oirá Pepita su nombre.

Y temblará al extender la mano.

—Gracias.

Llorará al darle la vuelta al sobre:

Remitente: Jaime Alcántara.

Leerá en el reverso Jaime Alcántara. Besará el sobre. Abrazará al cartero y a doña Celia. Extenderá los brazos hacia Tensi. Y bailará con ella.

La alegría de Pepita no disminuirá cuando lea el primer párrafo en su habitación y comprenda desde dónde ha llegado esa carta, ni cuando tome el sobre que había abandonarlo sobre la cama para comprobar la dirección del remitente:

Prisión Central de Burgos.

Jaime está preso. Está preso, sí. Pero está vivo. Y ha escrito para decirle que la sigue queriendo. Está vivo. No ha dejado de pensar en ella en todo este tiempo. La sigue queriendo. Y Burgos está muy lejos. Pero ella irá a verle a Burgos.

Irá a Burgos.

Sí, cuando acabe el vestido para el Sarao Romántico del Palace.

Irá, porque él la sigue queriendo.

Tomará medidas a la dueña de la tienda de Pontejos mientras repasa una a una las palabras que Jaime ha escrito en la carta. Le probará el vestido muchas veces, porque su clienta quiere llevar el disfraz más romántico del baile. Conversará con ella sin prestarle mucha atención, y sabrá por lo que escucha a medias que presume de amor. Sí, presume de amor mientras Pepita le pincha con un alfiler al ceñirle el talle. Presume, porque su marido la ha invitado al baile, donde habrá cinco orquestas, y actuará Minerva, y habrá un recital de poesías y un fandango final con Ana de España y sus ocho parejas de baile, cena en el Salón Rojo, y vals en el jardín de Invierno. Sí, presume del baile del Palace, adonde acudirá lo mejorcito de Madrid, y presume de amor. Se ruboriza cuando habla de su marido. Y más de una vez se le escapa un suspiro. También Pepita suspira cuando la oye suspirar, mientras piensa en las cartas que recibe desde Burgos cada quince días.

Suspira la clienta.

Y suspira Pepita.

20

Poco antes de la fiesta que ofrece la Asociación de la Prensa en el Palace, el vestido estará acabado. La dueña de Pontejos enviará a su dependienta, a Manolita, a recogerlo a la pensión Atocha. Manolita le entregará a Pepita un regalo de Navidad de parte de su señora: la barra de labios que la perfumería Roberta obsequia a los que compran la entrada del Sarao en su establecimiento, y unas medias de cristal que le quedan pequeñas.

Pepita cobrará el trabajo, aceptará el obsequio y rogará a la dependienta de Pontejos que espere en el pasillo, porque está acabando de envolver el vestido en la cocina. Pero antes de que acabe de envolverlo, sonará el timbre de la puerta.

—Es don Fernando.

Doña Celia le anuncia a Pepita que don Fernando pregunta por ella.

—¿Don Fernando, el señorito?

—El mismo.

—¿Y qué quiere?

—Verte, me ha dicho.

Pepita recibió a don Fernando en la cocina. Y mientras él pestañeaba, ella continuó envolviendo el vestido sobre la mesa.

—Usted dirá, señorito.

—Es Navidad.

Ante aquel anuncio tan inesperado, Pepita levantó la vista. Apretó tres cabezas de alfileres que sujetaba entre los labios y emitió un sonido que don Fernando interpretó como un Noticias frescas. Aun así, el doctor Ortega volvió a decir:

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